1. El barón de Ífniga
Un milímetro más y estaba perdida, todo estaría perdido. No solo aquello que se posaba enfrente, sino el equilibrio y la vida como lo habían conocido antes. ¿No era suficiente lo que habían pasado? ¿No era suficiente jugar con su sensibilidad?
Todo ese tiempo, para volver a sentirse atrapada, para revolverse en millones de pensamientos mientras sostenía su espada poderosa, la que le recordaba lo fuerte que en verdad era. ¿Qué más podía dar de sí? Si ya lo había dado todo.
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El imponente galopar de Verók inundaba el ambiente, como si fueran los tambores que anunciaban su llegada al mismo bosque.
Desde que salió del castillo de Nitris jamás se detuvo, inclusive cuando no sabía a ciencia cierta si el plan que había trazado funcionaría. Eso era parte de su naturaleza, una determinación inexplicable que podría dirigirla a conquistar cada estrella, a ser la líder de un ejército o, en este caso, a dejar un momento de serlo para enfrentar aquel peligro extraordinario.
Su corazón le indicaba que se estaba acercando al lugar en donde encontraría muchas más respuestas, sin embargo, su querido amigo y acompañante, comenzó a mostrar indicios de cansancio. Era momento de detenerse, aunque fuera por unos minutos.
Entre la oscuridad del bosque, un pequeño lago se hizo visible. El ambiente que rodeaba aquel sitio era verdaderamente pacífico, sin embargo, la impetuosidad de la joven daba la impresión de desafiar ese ambiente y provocaba que incluso los árboles parecieran moverse en una especie de reverencia para recibirla.
Celta se sentó con solemnidad en el césped, sacando de la bolsa que colgaba a su costado, el cuaderno de Dulce.
Realmente había pasado muchos días releyendo todo lo que ahí marcaba, la carta en que se mencionaba la importancia de detener el plan de los cuatro siniestros (cuya identidad seguía sin descifrar), las hipótesis de la profesora y cada uno de los símbolos que intrigaban su corazón.
Desenvolvió aquel pergamino desgastado y pasó sus fuertes ojos por los trazos de la mujer que lo había escrito. No había dudas, esa misión era para ella.
Cuando la luna se percibió muy arriba, la mujer tomó de las riendas a su caballo y le indicó que era hora de continuar. No quería perder más tiempo.
El bosque comenzaba a cambiar su ambiente, era cierto que cada región imperiana parecía tener vida propia. Alertaba a los viajeros sobre lo venidero; como en este caso, que la brisa se hizo notablemente más fría y tenebrosa.
Ahí estaba finalmente: El castillo de Ífniga.
La pelirroja bajó del caballo con un ágil salto. El sonido de sus pies golpeando el tétrico césped provocaron que Verók se moviera con inquietud hacia atrás.
Celta lo miró unos segundos, era una mirada tranquilizadora, pero al mismo tiempo autoritaria y protectora, como si le susurrara: "No temas, yo estoy aquí".
—¿Quién se aparece de tal manera en el recinto de la realeza? —preguntó uno de los guardias que custodiaba la entrada en cuanto vio a la mujer acercarse.
El castillo de Ífniga no se parecía en nada a los otros castillos o palacios imperianos. Reflejaba en cada una de sus sombras, en las antorchas encendidas y en el rostro de sus habitantes, una verdadera sensación hostil.
—Celta Haston —pronunció la mujer con seguridad.
Inclusive a través del casco que protegía la cabeza y rostro de los guardianes, se pudo admirar unos segundos el profundo gesto de sorpresa.
Si bien, pocos tenían en mente la apariencia de aquella líder, el nombre de Celta se había extendido por todas las tierras como el de una persona autoritaria, fuerte y tan astuta e inteligente como para dirigir el ejército de todo un reino.
—Mi General —dijeron ambos soldados haciendo una leve reverencia—. No sabíamos que vendría.
Celta se sabía con poder sobre aquellos dos hombres, inclusive el más insignificante e informal de los soldados estaba bajo su mando. Así que caminó con paso fuerte hacia ellos y levantó una de sus pelirrojas cejas.
—He venido a hablar con el barón de Ífniga —dijo ella provocando que los guardias se quitaran de inmediato.
Un par de soldados que cuidaban el interior del castillo se le unieron en cuanto pasó el umbral. Parecía que habían escuchado quién era y, más que acompañarla en su breve viaje hacia el dirigente, buscaban proteger al castillo de las intenciones de Celta.
La pelirroja percibió la mirada de la mayoría de los habitantes que se encontraban en ese momento deambulando en el castillo. Todos parecían estar sufriendo una larga condena, ninguno lucía feliz.
Aquel portón se cerró detrás con un fuerte estruendo, tal sonido, sin duda, intimidaría a alguien común. Para Celta, era un rugido que la invitaba a sacar los colmillos.
El comedor del castillo fue preparado en cuanto los guardias anunciaron la presencia de la pelirroja y en menos de un parpadeo, la líder del ejército se encontraba sentada en un extremo de la mesa, con una pose imponente y la figura grande formada por la armadura que portaba.
Del otro lado, el anfitrión, quien había recibido noticia de su llegada hacía unos minutos y cuya paciencia se había visto claramente reducida al percatarse de lo que podría significar que Celta estuviera ahí.
—No recibimos una carta de Nitris —dijo el barón de Ífniga rompiendo el lúgubre silencio.
Aquel hombre había sido el sucesor del padre de Nereida, sin embargo, el hecho de haber interrumpido el legado de tal hombre, no significaba nueva esperanza para los pobladores, por el contrario, una mano mucho más dura los gobernaba.
Celta antecedió su respuesta con una mirada sostenida.
—No era necesario.
—¿A qué debemos esta placentera visita?
—Eran ciertos los rumores. La comida de Ífniga es verdaderamente exquisita —dijo ella devolviendo el sarcasmo al tiempo que admiraba el plato que tenía en frente.
El dirigente soltó una pequeña risa. Picó una de las viscosas papas que reposaban frente a sí, causando un desagradable sonido. Celta sonrió al encontrar refuerzo en sus palabras y después levantó la copa autoritaria hacia una de las mucamas que sostenía la bebida.
—En definitiva, los motivos de mi visita no son de su incumbencia —sentenció la pelirroja bebiendo lentamente de la copa que ahora rebosaba.
El hombre miró a uno de sus soldados que se hallaba con la postura firme. Lo hizo con disimulo antes de dejar el tenedor de lado para cruzar las manos frente a él.
—Lo lamento, pero los archivos que guarda este castillo son de alta confidencialidad, mi General —respondió el hombre jalando nuevamente el cuchillo hacia sí, sin razón aparente.
Todo aquello daba la impresión de ser una estrategia, un juego en el que pocos podrían participar, no obstante, Celta y el anciano dirigente parecían dominarlo a la perfección.
—La corona de Imperia me respalda —sentenció la pelirroja dejando su copa con fuerza en la mesa antes de inclinarse.
Aquel acto, por más sencillo que pareciese alertó a todos los que rodeaban la mesa, orillando a que el anfitrión de aquella comida levantara la mano para tranquilizar a su gente.
—No pudimos ser más afortunados de tenerla aquí —repitió el hombre soltando una ligera risa.
La cena concluyó por simple protocolo. Era verdad que el sabor era francamente insípido y carente de aquellos preciosos toques de color por los que se distinguía la gastronomía imperiana. Así se sentía Celta después de haber abandonado el castillo de Nitris, como si estuviera tremendamente lejos de Imperia.
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