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4. Una flor por un niro

Esa tarde Mim y Esmeralda viajaron a Alúan para comprar más fruta en el mercado y, como ahí seguía viviendo el inseparable amigo de Esmeralda, Ezra, ésta pidió permiso para ir a buscarlo y pasar el resto del día con él.

La madre de la niña aceptó, así que Esmeralda se despidió de Mim y corrió por el extenso mercado en busca de su amigo. No había pasado demasiado tiempo cuando por fin lo vio, sentado en las mismas escaleras de siempre.

—¡Ezra! —gritó ella desde lejos.

—¡Esmeralda! —La chica corrió y abrazó a su amigo.

—¿Cómo estás?

—Bien, oye, tengo algo para ti. —Ezra sacó una bolsita café que parecía muy pesada.

—¿Qué es esto?

—Son niros, para el Coralli. —El chico le dirigió una sonrisa cálida.

—No, esto no, Ezra.

—Esmeralda, prometí ayudarte, ahí está mi ayuda. —Los amigos se abrazaron y se quedaron charlando un rato sentados en las escaleras.

—¡Le hice un traje a la reina de Imperia!

—¿En serio?

—¡Sí y fue estupendo! Algún día usaré uno así.

—¿Ya sabes lo que estudiarás en el Coralli?

—Sí, seré dama de compañía.

—Ya vas a ver que lo lograrás. —El chico sonrió a su amiga provocando que la niña se sintiera protegida instantáneamente.

Ezra y ella habían sido amigos desde siempre. Cuando los padres del niño fueron expulsados del castillo llegaron a Alúan sin absolutamente nada, rentaron un pequeño cuartito en donde vivían el padre, la madre y el pequeño bebé, pero al cabo de algunas semanas no podían conseguir empleo. La sobrepoblación de aquella región dificultaba mucho el encuentro de un trabajo fijo, así que sólo pudieron obtener plazas sencillas que no duraban más allá de tres semanas. Cuando Ezra tenía cinco años y hablaba y caminaba a la perfección, su madre decidió salir a buscar trabajo, así que el niño se quedaba sólo en la calle hasta que caía la noche y sus padres regresaban.

Un día se encontraba en el mercado, le gustaba sentirse rodeado de personas, aunque nadie le hablara ni jugara con él. De pronto, sintió un hambre terrible, su madre había dejado muy poco para desayunar y ya era más de medio día. El pequeño, a pesar de su corta edad, siempre tuvo que valerse de su ingenio, así que caminó y caminó por todo el mercado hasta que encontró un puesto en donde yacían humeantes piezas de un pan tradicional de Imperia llamado «púo». Éste poseía una forma esférica, estaba espolvoreado de harina y relleno de mermelada de cereza, al pequeño se le retorció el estómago de hambre, junto al puesto había un hombre robusto que entraba y salía de un establecimiento en el cual parecía haber un horno enorme. El pequeñito asomó sus grises ojos por un costado del puesto y el hombre sólo movió su cabeza en señal de negación y le dijo «Si me das diez niros te daré un púo, de lo contrario, no puedo darte nada». El niño miró al suelo con tristeza y después siguió caminando.

Mientras seguía la vereda del mercado vio pasar a un hombre con una canasta enorme rebosante de flores. Eran tantas que se caían de la canasta dejando un caminito al paso de su dueño. Ezra esperó a que éste se fuera y comenzó a recoger las flores, cuando juntó un ramo considerable se fue a parar en medio de la muchedumbre y comenzó a ofrecer cada flor por un niro.

El sol era tan intenso que las personas rociaban su cara con agua fresca constantemente, aquel calor tan envolvente daba la sensación de que el tiempo se estiraba cada vez más. El niño estuvo aproximadamente una hora tratando de vender flores, pero él lo sintió como semanas, años, millones de minutos a la exposición de un sol que parecía volverse cada vez más grande y más amenazante.

Cuando se le agotaron las esperanzas caminó arrastrando los pies y las flores por el camino de regreso a las escaleras en donde lo dejaba su madre para irse a trabajar, aquellas eran las escaleras de entrada a una casa en donde sólo habitaba un viejo anciano que jamás salía o entraba.

Ezra dejó el ramo a su lado y se quedó mirando el suelo desilusionado, de pronto, vio como una sombra se acercaba. Cuando levantó la vista admiró a una niña muy curiosa que posó sobre él sus verdes ojos y se acercó precipitadamente.

—¿Te gustan las flores? —preguntó la extraña niña.

—No.

—¡A mí me gustan las flores! Y esas de allí son muy hermosas —dijo la pequeña sentándose al lado de Ezra, el cual volteó y se le quedó mirando.

—Si me das un niro te doy una —concluyó el niño estirándole una flor.

—¿Por qué?

—Porque así es como hace la gente mayor, dan algo y piden niros.

—¿Y para qué quieres niros?

—Tengo hambre, necesito tener diez niros para comer —dijo Ezra con aire de tristeza.

La pequeña salió corriendo como un rayo y Ezra se quedó más que extrañado por la actitud tan rara de la niña. Pasado un rato el pequeño comenzó a sentirse un poco mal, se acomodó en las escaleras y se quedó dormido.

Sintió cómo algo lo zarandeaba enérgicamente y despertó de golpe. Abrió lentamente sus grises ojos para ver frente a él a la extraña niña junto a una mujer que parecía ser su madre.

—Mira mamá, él es el niño que quería comer niros para quitarse el hambre —dijo la niña a su madre quién la miró sonriendo.

—¿Cómo te llamas, pequeñito? —preguntó la mujer al niño.

—Me llamo Ezra, ¡pero yo no quería comer niros! Quería comprar un Púo —reclamó el susodicho.

—Mi nombre es Mim y ella es mi hija Esmeralda, acompáñanos, pequeño. —La mujer extendió la mano a Ezra, éste dudó unos segundos antes de decidirse a tomar la mano de Mim.

La mujer caminó por el mercado con Esmeralda tomada de una mano y Ezra tomado de la otra. Cuando llegaron al puesto de Púos sacó de una pequeña bolsita de tela varios niros que entregó al dueño del lugar, después de un momento el hombre envolvió en una tela cuatro Púos y se los entregó a la mujer. Ezra miraba la tela con ganas de arrebatarla e irse corriendo, pero había algo que le hacía sentir cierto respeto hacia la señora.

Mientras seguían caminando la mujer le preguntó por su madre, el niño explicó que se quedaba sólo hasta la noche y usualmente se limitaba a desayunar y cenar. Mim se sintió conmovida de inmediato así que propuso a los pequeños pasar esa tarde en un parque cercano.

Aquel lugar no era muy grande, estaba techado, no tenía ventanas pero tenía puertas enormes que siempre estaban cerradas para que no entrara arena al parque; adentro había bancas, mesas y espacios para jugar. Mim le dio dos Púos a Ezra, uno a Esmeralda y el último se lo comió ella, su hija reclamó la injusticia de la repartición, pero ella explicó que Ezra tenía mucho sin comer, además de que ambas habían comido hace poco.

El niño saboreó cada bocado del delicioso manjar que había comprado la mamá de Esmeralda y enseguida se sintió protegido, se sintió como debió haberlo hecho sentir su madre todo ese tiempo, pero no pudo, debido a la escasez.

Aquella tarde Ezra y Esmeralda jugaron hasta que comenzó a oscurecer. A pesar de que el niño era muy introvertido, la manera en la que Esmeralda se desenvolvía con todos logró que se hicieran amigos en poco tiempo. Al cabo de un rato Ezra reía a carcajadas y corría tan rápido que era difícil no perderlo a veces de vista, tanto Mim como Esmeralda lo hicieron volver a sentirse un niño pequeño de cinco años y no un pequeño adulto tratando de sobrevivir.

La mujer devolvió a Ezra a las escaleras, quiso esperar hasta que llegaran los padres del pequeño pero comenzaba a hacerse muy tarde y tuvo que irse con su hija. A partir de ese día Mim, junto con su hija, visitaba todos los días al chico. Esmeralda y Ezra cada vez se fueron volviendo más y más cercanos. Después de ocho años, continuaban siendo los mejores amigos en el mundo y, fuera de su familia, sólo contaban uno con el otro.

Después de pasar toda la tarde narrándole a Ezra su enorme hazaña con el vestido de la Reina, Esmeralda regresó con su madre a Lizonia. Esa noche durmió tranquila, sabiendo que su madre y su amigo siempre cuidarían de ella.    

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-Sweethazelnut.

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