dos.
17 de abril del 2017
Querida Galatea:
A ratos, me querías. Pero no solo me querías, sino que permanecías acá, al lado mío, justo en el sitio en el que debes estar. Sin embargo, de repente, solías volverte en mi contra. Me humillabas, me pisoteabas, me hacías sentir menos. Lograbas que me viese como alguien pequeño e insignificante. Hacías, con tan solo unos segundos, que viera lo peor de mí y se lo enseñabas a los demás. Porque, a ratos, sueles odiarme. Te quedas de pie, sin inmutarte, y observas mientras todo se desmorona. Como si estuvieses acostumbrada a cosas semejantes, como si ya no te sorprendiera, como si te aburriera. Pero luego, sonríes. Aunque desvías tu mirada de mi rostro hacia los trozos que yacen a mi alrededor y comienzas a lucir orgullosa. Días más tarde, haces que lo olvide todo y somos amigas por unos momentos. “Amigas”, porque en realidad te importo una mierda. No te interesa si me quedo o me voy, mientras que puedas divertirte con ello mientras tanto. ¿Puedes, por favor, tener compasión? Es lo único que voy a pedirte, te lo aseguro.
Aun así, parece ser la última cosa que puedo llegar a obtener de ti. Solo me das razones para quererme menos a mí misma. Y creo que es momento de decir basta. Detente. Ha sido suficiente. Aprendí la lección (sea la que sea que debía aprender). Si hice algo mal, no volverá a repetirse. Pero por favor. Por favor, ten piedad.
Deberías decirme la verdad, ¿no crees? ¿Cómo es posible que puedas dejar de quererme? ¿Cómo es posible que luego me tengas aprecio como si nada? Esto no hace más que causarme cortes. Por favor, detente. Detente, porque no dejo de sangrar.
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