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Mezclaste lo que había en el bol. Hoy habías decidido hacer magdalenas para tu pequeña, Erika. Rellenaste los papelitos y después lo metiste en el horno.

En ese momento llamaron al timbre de la casa. Te quitaste el delantal y los guantes y saliste de la cocina. Caminaste por todo el pasillo hasta llegar a la entrada de tu casa. El timbre volvió a sonar y te apresuraste a abrir la puerta.

Abriste la puerta y lo que viste no te lo pudiste creer.

- ¿Scott? – Dijiste incrédula.

Scott levantó su mirada y te sonrió. Saltaste a sus brazos, dándole un fuerte abrazo. Enterraste tu cara en su cuello, tus ojos empañándose por las lágrimas.

Scott había sido tu pareja durante mucho tiempo. Después, cuando entró a la cárcel, vuestra relación se rompió, y después no supiste nada de él. Scott había cambiado, le notabas completamente diferente. Tenía un poco de barba, y el pelo le había creció ligeramente.

Os separasteis del abrazo, y él te volvió a sonreír. Te quitó las lágrimas con sus pulgares.

- Saliste de la cárcel, - dijiste sin creerte nada de lo que estaba ocurriendo.

- Sí, - sonrió. – Quería verte, te eché de menos.

Detrás de él viste, en la carretera, la furgoneta de Luis aparcada.

- ¿Cariño? – habló una voz detrás de ti.

Joshua, tu marido, se asomó por la puerta y puso su mano en el marco de la puerta detrás de ti, la otra en tu cadera.

- ¿Qué ocurre? – preguntó. – ¿Quién es este?

Scott pasó su mirada de tus ojos a tu marido. Después a su mano, donde tenía un anillo de matrimonio y luego miró tu mano, encontrando otro anillo de matrimonio.

- No soy nadie – respondió él, alejándose de tu casa.

Lágrimas gordas descendían por tus mejillas, con el corazón roto.

También te alejaste, pero subiste las escaleras hasta llegar a tu habitación y cerrar la puerta. Ignoraste los llamados de tu marido, porque necesitabas descargar el dolor que te había causado ver de nuevo (y por última vez) a Scott.