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1. Mates, drogas y corazones

https://youtu.be/mWRsgZuwf_8



Habían pasado tres meses desde que nos habíamos mudado mamá y yo y todavía no me acostumbraba. Ella decía que tuviera paciencia, que en algún momento encontraría mi lugar aquí. Yo no lo tenía tan claro, ya había encontrado mi sitio y no podía volver a él.

Odiaba esta ciudad, la que me vio nacer y la que dejé atrás al cumplir un año. Odiaba las miradas de lástima de la gente cuando me veían pasar por la calle. Odiaba no poder hacer lo que más quería y tener que arrastrarme en una silla de ruedas porque me faltaban las piernas...

Suspiré y traté de borrar los pensamientos lúgubres de mi mente que me acompañaban cada día. Terminé de colocarme la camiseta y me lancé a la difícil tarea de ponerme los vaqueros.

—¿Necesitas ayuda, Brian? —preguntó mamá, que estaba apoyada contra la puerta de mi habitación observando lo que hacía.

—No, está todo controlado—mentí.

Lo cierto es que no conseguía subirme el pantalón en la silla de ruedas y no sabía qué hacer. Estaba cansado de que ella tuviera que venir a ayudarme como si fuera un niño pequeño. Ella me miró y decidió fingir que no había pillado mi mentira.

—Perfecto. Hoy entro más tarde y puedo llevarte al instituto, pero tienes cinco minutos para desayunar—dijo mientras se terminaba de arreglar el pelo con una espuma para acentuar sus rizos. — Voy a calentar la leche.

Mamá trabajaba en una empresa de marketing y estaba acostumbrada a lidiar con todo tipo de personas, por lo que tenía mucha paciencia. Oí sus pasos por la cocina y volví a enfrentarme al problema de los pantalones.

Se me había ocurrido una idea. Me impulsé con los brazos y me pasé a la cama. Conseguí ponerme los vaqueros acostado en la cama y volví a la silla de ruedas. Pasé por la cocina con una pequeña sensación de victoria.

—¡Vaya! Mi pequeño ha sonreído y no ha tardado en vestirse. —Se acercó a mí y me dio un sonoro beso en la mejilla. —¿Ves cómo puedes? —dijo mientras me revolvía el pelo.

Puse los ojos en blanco y desayuné rápidamente.


Ya estaba frente al instituto, un edificio viejo de ladrillos rojizos con una enorme puerta de hierro forjado. Si bien el exterior no era nada atractivo, por dentro estaba más cuidado y parecía un instituto más moderno.

Atravesé como pude el pasillo atestado de estudiantes que charlaban animadamente y me dirigí a la clase de matemáticas. El profesor se demoró varios minutos y la hora pasó a cuentagotas cuando se puso a explicar las integrales y nos puso a hacer ejercicios para resolver en clase.

—Brian Spark, resuelva el ejercicio número tres en la pizarra—ordenó el profesor.

Suspiré de alivio cuando la estridente alarma sonó en ese instante dando por finalizada la clase. Mis compañeros huyeron del aula a la vez y yo, como siempre, fui el último en salir.

Después de inglés y química, por fin llegó la hora del descanso. Pasé por la cafetería rápidamente para coger un plátano y, cuando me disponía a cruzar el patio, mi móvil cayó al suelo desde el bolsillo del pantalón y un estudiante lo pisó sin querer.

—¡Mira por dónde vas, se podía haber roto! —rugí.

El chico, asustado y avergonzado a partes iguales, me devolvió el smartphone. Observé el teléfono sin darle demasiada importancia. Se me caía con frecuencia y nunca se había estropeado.

—Lo siento, espero que no le haya pasado nada.

Me encogí de hombros y me fui hacia el rincón solitario donde me ponía desde la primera vez que pisé este instituto para estar solo sin que nadie me molestara. Me comí el plátano y, con los ojos cerrados, me puse los auriculares para aislarme del mundo y centrarme en la voz de Dan Reynolds, el vocalista de Imagine Dragons, cantando Demons.

Me sentía fascinado por la canción y sentía que la letra era un reflejo de mi vida. Cada vez que la escuchaba, cada estrofa cobraba un gran significado para mí. No podía dejar de escucharla, era una melodía que se había adherido en lo más profundo de mí.

Cuando el último acorde terminó, abrí los ojos y la burbuja en la que me encontraba explotó, devolviéndome a la realidad con el bullicio del patio de fondo. Frente a mí se encontraba el chico que me había pisado el móvil.

El joven, tratando de no posar la vista sobre la silla de ruedas, me miró a la cara con cierta duda. Llevaba una bolsa de deporte en una mano y la mochila colgando de un hombro.

—¿Eres del penúltimo curso de ciencias? Si no me equivoco, mi hermana Daphne está en tu clase.

Lo miré sin decir nada. No me apetecía hablar. Esperaba que con mi silencio se largara y me dejara tranquilo. Pero el pelirrojo con la cara cubierta de pecas no parecía tener ninguna intención de hacerlo.

—Daphne es la única pelirroja de la clase y necesito hacerle llegar algo, pero ella y sus amigas están castigadas sin descanso. Me preguntaba si podrías ayudarme, es urgente...

Me sonaba vagamente que en mi clase había una pelirroja bastante escandalosa y que siempre llamaba la atención de los profesores. Mi intención era decirle que se había confundido y que no la conocía, pero el chico parecía realmente apurado.

—Creo que sé quién es ella, veré qué puedo hacer...

—Muchas gracias, nos has salvado la vida—dijo con el alivio reflejado en la cara.

El pelirrojo me entregó la bolsa de deporte, era un poco pesada, pero podía con ella. Le indiqué que la colocara en el respaldo de la silla de ruedas para tener las manos libres y poder mover la silla con más facilidad.

El timbre sonó avisando de que el descanso había terminado. En el aula de arte, había un grupo de chicas limpiando pinceles y colocando el material que íbamos a usar durante la clase. Una pelirroja estaba atareada colocando kits de pintura en cada área de trabajo. Más que un castigo, parecía como si disfrutara haciendo esas cosas.

Me acerqué a la chica, que estaba de espaldas a mí.

—Hola, ¿eres Daphne? —Me sentía estúpido preguntando eso, cuando ya llevaba casi un trimestre en el instituto.

La pelirroja se sobresaltó y estuvo apunto de tirar por accidente uno de los kits de pintura. Lo atrapé antes de que cayera al suelo y lo dejé en la mesa con cuidado. Las otras chicas se reían, atentas a lo que ocurría entre nosotros.

—¡Guau! Tienes buenos reflejos. —La chica me miró con asombro. —Así es, soy la persona que buscas.

Esos reflejos me habían sido útiles en el pasado, pero ahora solo servían para atrapar botes de pintura.

—Tu hermano me ha pedido que te entregue esto. —Señalé la bolsa de deporte y Daphne sonrió y la cogió.

—Por fin llegó la mercancía, los chicos se van a volver locos cuando las prueben.

No entendía nada. ¿Qué mercancía? ¿Qué iban a probar? ¿Acaso los hermanos eran camellos y yo había contribuido a la causa transportando la droga?

Regresé a mi lugar habitual en el aula de arte y sentí una notificación de mi móvil. Había un WhatsApp de un número desconocido. Lo abrí.

No podía creer lo que estaba leyendo. Era imposible, tenía que tratarse de un error.

Le había enviado por accidente emojis de corazones a una persona que no conocía de nada.

Y esta lo había leído.

Y, como no, había respondido.






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