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『 𝐕𝐈𝐈𝐈 』

—este capítulo es patrocinado por mi fiebre de ayer a las 3am, cuatro copas de vino blanco y canciones de José José, por tanto, damas, caballeros y no afiliados a géneros convencionales, abróchense los cinturones que lo que viene a continuación es una cosa intensa de 7k palabras, cada una de las cuales contiene Melizabeth hasta para llevar. Disfruten con calma, porque les juro, LES PROMETO, no tiene desperdicio. Nos leemos abajo para notas de autora ;).

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glosario:
RAF (Royal Air Forces): Rama de la aviación militar del Reino Unido. •
• Luftwaffe: Rama de la aviación militar alemana. •
• Spitfire: modelo de caza por excelencia de las RAF durante la SGM. •

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Removía el pie, inquieto en exceso, en un intento inútil por calmar su ansiedad. De cualquier manera, sabía que su humor de perros se dibujaba por sí solo en su rostro tenso, sin importar qué tan serena tratara de mantener su expresión.

Su hermano había quedado en llamar cada tantos días, y ya había pasado una semana y permanecía sin dar señal alguna de vida, y al parecer, tampoco pensaba mucho en hacerlo. No fue hasta que mediante contactos pudo dar con Chandler y hacerle saber a través de estos que le informara sobre Estarossa. De aquello habían pasado tres días; setenta y dos horas dónde solo conocía su paradero y que aún respiraba. Para su breve alivio, ayer había un recibido un telegrama directamente de Chandler, el cual estipulaba que el día de hoy estuviera pendiente al teléfono, puesto que Ross se comunicaría con él.

El mensaje como tal no pactaba una hora, pero haciendo uso del sentido común, Meliodas se levantó en la mañana, aún de buen ánimo, a sentarse junto al aparato con una buena dosis de paciencia. Pasó la mañana, al mediodía ya comenzaba a alterarse, y en la tarde veía rojo. No le quedó otra opción que levantarse y despejar para no estrellar el teléfono contra la pared. Pese al mal sabor de boca, permaneció lo suficientemente cerca como para escucharlo sonar y atender lo más rápido posible; diferencias y enojos aparte, Estarossa seguía siendo su hermano y no tener noticias suyas cuando fue tratar a un asunto tan complicado, le ponía los nervios de punta.

El teléfono permaneció callado todo el santo día.

Dada la víspera del cumpleaños del Elizabeth, Meliodas eligió ocuparse ultimando los más pequeños detalles, por muy tontos que estos fuesen: algún adorno extra del pastel de mañana en la noche, confirmar invitados o incluso pedir —o prácticamente rogar— a las muchachas que tuvieran alguna noción de repostería que, con mucho disimulo, confeccionaran una panetela sencilla para cantarle a la festejada y repartir entre todos nada más esta se levantase mañana. La petición fue recibida con entusiasmo y antes del anochecer ya estaba lista y guardada en el rincón más oscuro de la nevera. Tuvo que aceptar que para lo poco que tenían a mano y el escaso tiempo del que disponían, había quedado con una muy buena pinta. Le sorprendió el empeño que vertieron en él y la rapidez con la que Elizabeth se había hecho querer entre la servidumbre, tanto que una joven de cabellos cortos —de nombre Jelamet, si mal no recordaba— le había conseguido incluso unas velitas de "veintitrés" para darle un toque más jovial al postre.

Las cenas entre ambos habían pasado de ser una batalla campal a un intercambio ameno donde habían aprendido a no apuntarse a la yugular al más mínimo desacuerdo. No era la charla interminable que un día fluyó entre ambos, pero iba en buen camino a serlo y, si la suerte cantaba a su favor, en menos tiempo de lo esperado habría ganado de vuelta su aprecio.

Meliodas ya no tenía necesidad de soñarlo, porque al fin lo veía allí: ese deje de querer más, bailando tímido en sus ojos azules que parecían no desear despegarse nunca de su persona. A lo largo de la semana había florecido entre ellos una especie de complicidad que había despertado en él una añoranza abrumadora, y le enorgullecía poder decir que, aunque Elizabeth no se expresara al respecto, esa nostalgia surgió también en ella. La claridad de la afecto cálido que reflejaban sus ojos era demasiada como para intentar reprimirla; ella lo sabía, y poco a poco Meliodas era capaz de ver cómo se dejaba consumir en ello y se desenvolvía en su presencia a paso lento, pero seguro.

Elizabeth no preguntó por Estarossa, tal vez a sabiendas de que él, menos que ella, tenía una respuesta certera para darle. Sin embargo, tampoco la vio en lo absoluto afectada por su ausencia, solo... indiferente. No hubo un comentario, y de tantas quejas que compartieron, ninguna recayó en él. Una vez más, se preguntó qué tan acostumbrada estaría a ese tipo de situaciones, y se dijo de ser prudente y callar, no era necesario ni adecuado arruinar el ambiente ligero con aquello. Sería de mal gusto por su parte atormentar a la cumpleañera con una acotación inapropiada. Quizás Elizabeth no hablaba del tema por evitar darle vueltas lo más posible. Se retiró alrededor de las nueve a su habitación y, aunque insistió en acompañarle hasta la puerta, esta se rehusó y más allá de la sonrisa cándida con que le dijo que deseaba pasar tiempo a solas, a sus ojos no pasó desapercibida la nube gris que se cernía sobre ella, que le tumbaba los hombros y la expresión animada que sostuvo durante la velada. Meliodas, sin voz ni voto en su vida, solo atinó a asentir y aceptar mantenerse al margen de sus inquietudes nuevamente.

Y dieron las diez, sin pena ni gloria, y Meliodas relegado de nueva cuenta a su sillón, esperando una llamada ya bastante incierta. Sin más entretenimiento que fijar la mirada en un punto de la nada, su paciencia, de por sí una cosa volátil, comenzaba a ver el teléfono con una ira desmedida e irracional. Relamió sus labios, y cerró los ojos, forzándose a mantener la cuenta de su respiración. Había perdido la noción del tiempo al dar vueltas en círculo por todos los alrededores de la pieza cuando las once de la noche se anunciaron campantes. Ya no veía ni el propósito de estresarse, malgastar su energía a algo tan obvio como la falta de palabra de Estarossa era en vano. No obstante, al dar las once y media, un sonido estridente rasgó en el silencio suave de la sala y antes de percatarse, sus pies lo guiaron frente al mueble en el que reposaba el teléfono.

Aún con la urgencia que lo había atosigado todo el día y el aparato en mano, dudó en responder; una lección no le vendría mal a su hermano. Le parecía inadmisible que a sus veintiséis años se dedicara a jugar así con el tiempo de la gente, con razón sus finanzas eran una montaña rusa. Empero, Meliodas no era su padre, ni tampoco un tutor.

—Te voy a matar —declaró de tajo antes de que Estarossa pudiera enunciar una palabra siquiera.

Yo también te he extrañado a horrores, Meliodas. —Su jovialidad solo avivaba más sus ganas de estrangularlo.

Su hermano rio, despreocupado como siempre, y a pesar de cuánto se alegraba de escucharlo hablar sin tapujos y tan a sus anchas como podía estarlo, Meliodas no cedió a sus intentos de conseguir que dejara de lado toda la ansiedad a la que lo sometió durante todo el día por amor al arte. Conocía de sobra el ambiente en el que se metía y, aunque el otro no lo tomara muy en serio, debería. Chandler y Cusack, aún siendo amigos cercanos de la familia y casi tíos para ellos, no eran para tomar a la ligera, y mucho menos de fiarse ciegamente. Aquellos viejos, sin mediar en la adoración que les profesaban, iban por encima de quien fuese si el dinero se interponía en la ecuación.

Meliodas agarró aire y puso los ojos en blanco.

—¿Bebiste? —Aquel planteamiento era lo mismo que preguntarle a cualquier si el cielo era de color azul, mas aún así prefería escucharlo de su boca.

Un poco, bueno... —Un breve silencio, y no requirió de más para ubicar el nivel de ebriedad que llevaba encima—. Eso no es importante, ¿cuál era el desespero?

Estarossa tentaba su paciencia como quien jala la cuerda de un león hambriento, solo que él ya lo hacía por hobby.

—¿Mi desespero? Ah sí, déjame recordar —fingió demencia—. Que eres lo suficientemente estúpido como para jugar con el dinero de los dos tipos más turbios que conozco, ¿te basta eso?

Ah... ¿En serio eso te preocupa? —Estarossa preguntó con evidente desinterés—. Te dije que Cusack-

—¡Cusack no pestañea sin consultar con Chandler, no seas ingenuo! —Trató de nivelar el volumen de su voz, pero le fue complicado balancear entre su indignación y no romperse las cuerdas vocales gritándole mil improperios. Muy en lo profundo sabía que corría por sus venas más alcohol que sangre y aquello le nublaba el juicio, sin embargo, el hecho de que aún borracho quisiera tapar el Sol con un dedo le reventaba la psiquis—. ¿Hemos vivido todo la vida con esa gente y nunca te diste cuenta que ni a papá le fiaban un centavo sin antes ponerle mil y un trabas en caso de que pensara pasarse de listo? Ubícate en tiempo y espacio, cuando tú ibas ellos ya habían venido un millón de veces.

Ya ni siquiera se molestó en disimular la exasperación que cargaba consigo en su acento, y en verdad, esperaba que su hermano lo notara y recapacitara. Pedia mucho para su borrachera, aunque quizás el tono severo resonara en su subconsciente y obrara un milagro en los días consecuentes. Estarossa guardó silencio por unos segundos que él aborreció con toda su alma, y luego carraspeó, con la incomodidad tangible más allá de la línea telefónica.

No me gusta joderte pero, esto habría que hablarlo con más calma, ¿no crees? —La voz le temblaba ligeramente, cosa que no pudo pasar por alto. Meliodas odiaba ese resquicio de sensibilidad que guardaba en su pecho para sus hermanos, y que, pese a que Estarossa no fuera su favorito, la sangre llamaba por igual. Ese temblor casi imperceptible consiguió ablandarlo a la fuerza, y, viéndolo desde un ángulo más minucioso, le daba a entender que no estaba en posición de cantar a los cuatro vientos lo que sea que estuviera planeando.

Meliodas se masajeó el puente de la nariz con ahínco.

—Me he pasado el día entero esperando por ti como para que me des tantas largas-

Meliodas, pasar tanto tiempo con Elizabeth te ha puesto más paranoico de lo normal. Yo sé que ese fatalismo de ella es contagioso, pero cálmate. No me pasará nada, y si me dan luz verde pronto, para agosto me tendrás de vuelta para hacer de mi vida un ocho a tu antojo.

Quiso decirle que la paranoia de Elizabeth, se conocía como sentido común en las personas que gozaban de este, pero, ¿valía la pena? Ya le constaba de sobra que cualquier opinión o reclamo suyo sería desechado sin muchos miramientos. Por tanto, muy a su pesar, la conversación —y todo el tiempo que pasó con el corazón en la boca esperando a que esta siquiera iniciara— se daba por terminada sin revelarle nada mínimamente relevante. Meliodas suspiró pesado cuando el agobio le empezó a ocasionar una jaqueca y, si era sincero, debía admitir que darle más vueltas a un asunto que no tenía solución por el momento era una pérdida de tiempo.

En resumidas palabras, todo su día, virado patas arriba en torno a Estarossa, había sido una completa y nefasta pérdida de tiempo.

—Al menos dime si te están tratando bien.

Oh, me parece que demasiado bien. —Y ahí fue cuando afinó el oído y unas risas distantes entraron en la jugada. Femeninas y juguetonas, una de ellas se alzaba más cerca que las demás. No le costó mucho hacerse a la imagen mental de su hermano con alguna dama de compañía, de rasgos exóticos y caderas generosas, desparramada con absoluta comodidad en su regazo.

El gruñir se le hizo inevitable y contó hasta diez.

—Solo te pediré discreción, mucha, la suficiente como para que no llegue a oídos de tu mujer a la cual, por cierto, no te molestaste en felicitar.

—¿Es mañana ya? Ah... le mandaré un telegrama pero dudo que llegue a tiempo, dale felicidades de mi parte.

Y con eso, la gota que terminó por reventar el vaso. Se despidió en un tono monótono y musitando alguna excusa demasiado obvia, sin poder despegar su atención de la algarabía que rodeaba a su hermano a la vez que esta se tornaba más y más escandalosa. Para su nula sorpresa, aquel no protestó ante su repentina despedida, y casi sintió como si le apresurara aún más a colgar el teléfono, y al hacerlo, se quedó mirándolo unos instantes, sin saber con exactitud cómo sentirse al respecto. La charla le había dejado con un vacío por demás incómodo en el estómago, y la sensación repugnante de que algo no encajaba en todo ese ambiente de fiesta. Lo estaban cegando de excesos, bajando su guardia para acorralarlo en el momento preciso y-

¿Cabía la posibilidad, en verdad, de qué sí se estuviera volviendo más paranoico?

Meliodas se forzó a creer que sí, con tal de no saturar su cabeza con los mil y un escenarios en los que su hermano, por ingenuidad o sus aires de astucia infundada, se veía en la penosa necesidad de conocer el lado siniestro de las compañías estrafalarias con la que se regodeaba su difunto y no menos turbio padre.

Del ingenio maquiavélico de Chandler podía considerarse a sí mismo un experto. El anciano había sido uno de los pocos corredores de bolsa que mantuvo sus inversiones y naciente fortuna a flote cuando la Gran Depresión orillaba a hombres ambiciosos como él ponerse el cañón de un revólver en la boca, enloquecidos al ver como todo lo que habían construido se deshacía en sus manos como arena. Chandler, hijo un irlandés que sobrevivió a la Gran Hambruna, heredó esa voluntad de acero y se labró, mediante las adversidades y el ambiente despiadado de los negocios, una actitud resiliente y sobre todo, egoísta. Meliodas tampoco podía culparlo, la vida no había sido amable con él, y él había llegado a la conclusión de que no debía ser amable con nadie más que consigo mismo y, de manera esporádica cuando rara vez se le ablandaba el corazón, con los suyos. Siempre mucho más dispuesto a ayudarles, claro está, si había una retribución pendiente para luego, preferiblemente con intereses y en libras esterlinas, puesto que su orgullo de la Vieja Europa le impedía aceptar moneda extranjera.

De la misma escuela se formó Cusack y con el tiempo, a ellos se unió su fallecido padre.

La ambición y el egoísmo iban de la mano en aquel trío infame, y Meliodas desearía objetar y criticarlos, pero esas características fueron las mismas que les forjaron un nombre y tres de las fortunas más estables y obscenas de Inglaterra. Meliodas era un niño de casi diez años cuando la Gran Depresión llegó causando estragos al territorio británico, y no recordaba jamás haber padecido ningún tipo de penuria monetaria, y aunque quizás se haya debido a su ignorancia infantil, los años siguientes en su adolescencia no conoció más que lujos. La misma situación con Estarossa, quien nació un año antes de la crisis, y Zeldris, que nació poco después en el 33'.

Ninguno de los tres se preocupó nunca en más que nimiedades, ni siquiera cuando la Segunda Guerra Mundial tocó a las puertas de cada país europeo, e, inevitablemente, a Inglaterra. Meliodas, hijo mayor y poseído por un espíritu de patriotismo implacable y las ansias propias de la juventud por hacerse un nombre, aguardó por sus dieciocho años como cosa buena para plantarle cara a su padre y dejarle saber que iría, con o sin su permiso, al frente. Los humos sobre la guerra habían escalado sin proporciones tras los bombardeos de Londres, y sabía que más que un capricho, ya se le había convertido en una obligación moral.

Su padre tuvo en un primer momento sus dudas al respecto, y se le evidenció en el rostro algo reacio a enlistar a su primogénito a marchar contra sus raíces alemanas. Sin embargo, no se lo negó, tal vez incluso lo dio por un arrebato súbito y se olvidó de ello con el pasar de los días. Como cantado a su suerte, un mes después de aquella reunión y de una indiferencia inquietante en cada cena que coincidían, él mismo fue quien le entregó la carta de admisión a las RAF y con no más que una palmada en el hombro le dejaba saber que tenía su visto bueno.

Meliodas, en su inmensa euforia, no llegó a razonar hasta mucho después que más que complacerle un capricho, había movido un par de fichas a su favor. Su padre poseía varios vínculos con la Corona británica que se fortalecían día con día, y era de esperar que esta le instara a apoyarlos de alguna manera.

Por otro lado, y quizás más importante, todos ellos eran descendientes de alemanes, la principal nación enemiga.

Solo enviándole a su primogénito como ofrenda, aplacó todas las habladurías que se estaban gestando en su contra. Se decía de su familia que eran unos tibios en el mejor de los casos, y si iba más lejos, lo más leve de lo cual los catalogaban era de simpatizantes del Tercer Reich y de ahí en adelante, las barbaridades iban y venían en un vendaval de infamias. Los Demon eran controversiales, sí, ¿se involucraban en negocios algo cuestionables? También. No obstante, por sobre el cadáver de su patriarca serían llamados nazis. Menos que menos por insectos a los cual él pisoteó en su camino a la cima, y que con el rencor aún ardiente en su garganta, se aprovechaban de la situación para intentar ponerlos en jaque.

Cualquier cosa permitiría, menos que demeritasen su apellido, y en vano, para colmo de males. El orgullo era una cosa que lucía como estandarte, y jamás dejaba ir. Por eso, cuando se le entregó esa carta y partió a la Guerra, Meliodas sabía que, tácito en ese abrazo frío que le dio antes de irse, iba la promesa de poner a los Demon en alto.

Y así lo hizo.

Meliodas sobrepasó no solo las expectativas ajenas, sino también las propias. La sed de conocimiento lo llevó a estudiar en las noches sobre mecánica y la física de la aviación, consumido en su totalidad y deslumbrado por toda la rama. Fue así cómo descubrió su vocación y se propuso, una vez acabara la guerra, estudiar propiamente Ingeniería Aeronáutica. Lo conducía un instinto vivaz a medida que escalaba en rangos a una velocidad brutal, que despertaba estupor y hasta rencores en sus colegas. A pasos agigantados, en poco más de dos años, ostentaba el rango de Capitán de Grupo. Muchos lo llamaron nepotismo, y como años atrás hizo su padre, se vio en la necesidad de ponerles punto en boca.

La primera vez que estuvo en un combate real fue —tras insistir hasta el hartazgo a sus superiores por casi un año entero, puesto que su padre había dado instrucciones específicas de, en lo posible, siempre evitarle el riesgo de muerte— en Italia, durante los múltiples asedios en 1943. Meliodas, cegado por la adrenalina, se sintió dueño y señor de los cielos en aquel Spitfire, y en su éxtasis logró derribar a tres aviones de la Luftwaffe. Aún recordaba las balas a su alrededor, sin embargo, aquellas las esquivó con facilidad; de la mirada de Elizabeth que le tenía como objetivo fijo desde hace varios minutos, no estaba saliendo ileso.

—Se te ha vuelto muy frecuente este hábito de espiar conversaciones ajenas —soltó con algo de sorna.

Se giró sobre sus talones, ansioso por encararla, mas lo hizo despacio, haciéndole aguardar por ese contacto entre sus ojos que sabía esperaba. Elizabeth, al conectar miradas, se encogió de hombros, aún observándole sentada desde los escalones. No titubeó, no despegó sus ojos de los suyos, y, de alguna manera, Meliodas sintió ese gesto tan íntimo como una caricia al alma. A ausencia de palabras, arropados por nada más que el silencio aterciopelado de la noche, el celeste cenizo que tenía como hogar los ojos de Elizabeth, en ese desafío silente, expresaba más de lo que ella jamás podría en palabras. Al menos, no en los términos en los que aún permanecían.

Meliodas lo sabía, y Meliodas lo aceptaba.

—No escuché nada que no supiera ya, tranquilo. —A aquello le acompañó un suspiro resignado que si no la conociera, lo habría con alguna melancolía en incógnito.

Y en realidad, lo que llevaba implícito ese comentario, lejos de apaciguarlo, lo que hacía era enervarlo. Meliodas no quería que el hecho de desearla le nublara el juicio y se extrapolara al nivel de anteponerla a su propia sangre, pero desgraciadamente su hermano era un desastre fuera de control, y le avergonzaba tener que mirarla a la cara y saber que quien había cargado durante años con él, por todo menos por amor, era ella.

Aventuras demasiado obvias, ausencias prolongadas e indefinidas, y sabría Dios qué más toleró por su complejo absurdo de mártir.

Para nadie en Londres fue un secreto que aquella boda tenía mucho polvo bajo la alfombra. Se comentó sobre su hermano, sobre él mismo, y más importante, sobre la novia en su desespero por salvaguardar la prosperidad de antaño de su apellido. Tanto se habló que toda esa verborrea recorrió el Atlántico para llegar a sus oídos.

Sus pies, ajenos a su control, comenzaron a moverse en dirección a ella, para mudez de ambos. Ella lo observó expectante, y él una vez emprendida la marcha supo que era muy tarde como para retractarse. Subió los escalones a paso tímido, tanteando sus límites, y terminó por sentarse a su lado. Meliodas empezaba a hartarse ya del silencio, pero cuando se armó de valor a sacarle plática, el retumbar del reloj les dio tal sobresalto que en la inconsciencia del susto terminaron agarrados de las manos.

Doce segundos después, cuando la quietud recuperó su trono, aún no deshacían el agarre. Meliodas, ciertamente, no sería el primero en hacerlo.

—Un año más vieja —bromeó él por instinto.

—Pero no más sabia, lamentablemente —secundó ella, correspondiéndole con la risa más genuina que le había sonsacado en las casi dos semanas a su lado. Meliodas podía darse por servido sabiendo que, pese al ligero aire taciturno que ahora la acompañaba en su andar, esa Elizabeth risueña se resistía a desaparecer por completo. Sin embargo, las risas cesaron de repente, y abrió los ojos a su límite al ella afianzar la unión del enlace. Bajo su mirada atónita, por unos segundos eternos y benditos, llevó el dorso de la mano de él a su mejilla, tibia y tersa, y pareció regocijarse en el contacto cálido de ambas pieles—. Hemos cambiado.

Meliodas sintió que le caía sobre los hombros el peso del mundo, mas solo atinó a asentir lo más lento posible, como si eso fuese a prolongar el momento y el resto de su vida ella lo miraría justo así.

—Hemos cambiado —sostuvo, bajito y con más melancolía de la intencionada.

Algo dentro suyo quiso preguntar «¿y qué nos pasó?», pero le pareció tan tonto que no pasó de un simple pensamiento. Les jugó en contra la juventud, los impulsos, los tiempos... su cobardía. Una serie de factores que no valían la pena porque, por mucho que lo desease, las máquinas del tiempo no existían, y vivir en el pasado era de las peores torturas para un ser humano. Solo que, al parecer, ella lo hacía a menudo, pues sus ojos le exigían la respuesta a esa interrogante con tanta súplica que dolía no responder.

Pero, ¿qué respuesta había? ¿Existía alguna solución que no vieron, y de qué servía lamentarse entonces, si ya se habían torcido tanto sus caminos?

Elizabeth sonrió con amargura, una de esas sonrisas medio deformes que usualmente anteceden al llanto, no obstante, las lágrimas no acudieron, y en cambio, rio. No genuina, tampoco lo suficiente artificial como para hacerle rodar los ojos, y ese limbo lo lastimó más que cualquier falsedad que pudo haber improvisado. Fue su manera de decir olvídalo, es una estupidez.

Y no lo era, para ninguno de los dos ahora que tenía esa certeza. Fue un amor al que nunca le guardaron un luto debido, que latía, que aún se hacía notar en pequeños gestos como ese ansia angustiante que nunca se iba de tocarse por cualquier excusa, en el mirar, en sueños; se les escabullía por mucho que lo reprimiesen en el pecho. Fue su amor, quizás estúpido, otras veces tan racional que lo pensaban y pensaban hasta que la cabeza les reventara, caótico en todo momento y por sobre todas las cosas; pero suyo, siempre suyo.

Meliodas supo que Dios existía, porque sino no explicaba qué tipo de ser divino intercedió en su cordura para evitar que le arrancara los labios en un beso de aquellos que más que a su boca, le llegaría al alma. Sin embargo, la osadía solo le alcanzó para liberar la mano que Elizabeth todavía resguardaba en su agarre cerca de su rostro, y la dirigió, despojado de sus miedos y sin remediar en las miles de represalias que le valdría su atrevimiento, a su misma mejilla, mas ahora se permitió acariciarla a sus anchas.

Elizabeth se estremeció al segundo, tal vez confundida. Y esperó por el regaño, por la bofetada, un empujón suave o más rudo; cualquier cosa que interpusiera sana distancia entre ambos nuevamente y lo hiciera entrar en razón. Tal cosa, para su fortuna o su desgracia, no sucedió.

—Meliodas... —Su nombre escapó de su boca en un suspiro entrecortado. La pesadez sobre sus hombros se incrementaba más según la cercanía, pero ahora que ella cedía a su caricia y la hacía parte de su ser, no había manera cosa que lo hiciera retroceder. Elizabeth se fundía en su tacto con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, en una expresión que rozaba el más sublime de los erotismos sin hacer siquiera el esfuerzo. Su pecho subía y bajaba al compás de su respiración, la misma que aunque intentaba mantener serena, se reviraba en contra suya al tropezarse entre suspiros y agitarse. Bien podía pedirle que matara a alguien y Meliodas lo haría sin cuestionárselo dos veces.

Su mano se desvió de su mejilla a su sien, llegando a enterrarse en su cabello de plata. Jugó con sus mechones, la observó derretirse bajo sus manos, deshacerse como si fuera de polvo de estrellas; le contó los lunares que hallaban hogar en sus clavículas, y la piel nívea que le relucía aún en la oscuridad. ¿La Luna? No, Elizabeth era algo más majestuoso que un simple astro, más etérea que cualquier cosa que pudiese soñar, y que aún así era real, y que aún así le correspondía con las mismas ansias. No remedió nunca en qué momento su agarre bajó hasta su cuello y los condujo a ambos —él atrapado en su deleite, y ella en responder hasta las últimas consecuencias— por inercia hasta juntar sus frentes.

El aliento cálido que le erizó de pies a cabeza a primera instancia, se mezclaba con el suyo al punto que no conseguía diferenciar el uno del otro. Meliodas sintió que el minuto que ambos pasaron así fueron tres eternidades seguidas: donde la besaba al fin, en la otra le hacía el amor al pie de las escaleras, y en la última no podía contenerse y el te amo le removía las entrañas hasta que solo quedaba su corazón, latiendo por y para ella, como ayer, y como ahora que la tenía en frente. Poseído por algo superior a sus ataduras terrenales, sus manos se aventuraron con timidez a sus hombros, y la tela del camisón que los cubría era tan ligera que entre ella y su piel apenas notaba la presencia de esta. De cualquier manera, no necesitaba su desnudez para recorrer su cuerpo a memoria pura.

Meliodas quiso culpar a la penumbra de las mil líneas del respeto que estaban cruzando cuando sus narices peligrosamente se rozaron, y ella, solo con su lenguaje corporal, le suplicaba que se equivocara y lo hiciera gustoso. Culpó a la soledad que los rodeaba y les había concedido ese fragmento de intimidad, a la noche que le alborotaba los sentidos, a su cercanía que lo hipnotizó desde el momento que sus pieles se tocaron. Meliodas culpó a todo, la culpó a ella por hacerlo quererla más que como mujer, al punto de desdibujar tal querer con una veneración sin precedentes; y después, con aún más severidad y desdén, se juzgó a sí mismo por permitirse envolverse en su toque, en su perfume.

No fue hasta que ella en un arranque de desespero le sostuvo con firmeza del cuello y lo jaló a sí, que sus labios se encontraron en una brevedad y la vida volvió a cobrar sentido, que cayó en cuenta de que no era una ensoñación nocturna de las suyas. Al abrir los ojos, ella seguía allí, con las pupilas más rellenas de antojo que de raciocinio, y expectante. Meliodas parpadeó un par de veces, y bajó la vista, contrariado. Pudo haberse resistido, tenía la fuerza suficiente para no haberse dejado de ella y pese a todo, no opuso ninguna objeción ni esfuerzo en esquivar su beso furtivo.

Porque lo quiso, quizás más que ella misma. Y lo quería aún, por mucho que se intentara convencer de que las locuras así jamás acababan bien.

Sus frentes no se habían separado un milímetro y sus alientos continuaban indistinguibles, y por un segundo Meliodas abrió los ojos y se atrevió a mirarla. Ella no se percató, con los ojos cerrados y la mente en otra dimensión, de cómo en su mente le volvía a besar los labios, y esta vez lo hacía bien. De que contó las pecas esparcidas por un creador desordenado y su pincel cómplice en sus mejillas sonrojadas; de que la quiso mil veces, la amó mil más, y en su egoísmo la hacía tan suya como alguna vez fue. En cierto momento acunó su rostro entre sus manos y la acercó a sí, e incluso él creyó que la besaría nuevamente, pero el último resquicio de cordura que aún titilaba en los abismos de su consciencia brilló de más en su agonía y demandó su atención. La realidad de la escena se le hizo abrumadora, y la razón que volvía a dar señales de vida tras aquel lapso mágico donde tanto la ignoró le recriminaba una y otra vez hasta que no le quedó más opción que ignorarla nuevamente para no caer prisionero del pánico.

Le besó, y fue mejor que en sus sueños; le besó, y aunque no le correspondió como debía, sus labios le dieron la bienvenida a los suyos como quien los hubo esperado mucho tiempo. Le besó, y fue una idiotez de parte de ambos sucumbir al capricho de seguir sabiéndose suyos.

Elizabeth había sido clara todo el tiempo, y pese a que solo fuese su decisión a tomar el cruzar esa línea, era también responsabilidad de él el no arruinar el progreso de ambos hacia algo sostenible. Y se contuvo mucho tiempo, y lo llevaron tan ameno durante toda la semana que Meliodas en su necedad de tenerla cerca a cualquier costo llegó a pensar que era viable una relación amistosa. Pecó de iluso, y también de conformista. Debió haber visto venir que si no era él quien daba el primer tropezón, sería ella, pero que de ninguna manera, respirando día y noche el mismo aire, se quedarían ambos de brazos cruzados.

Meliodas pensó que una vez sucediera lo inevitable el pecho le dijo explotaría de euforia, y ahora no hacía más que sentirse patético. Tanto que la buscó en otras mujeres, en otros ojos azules, en el sabor amargo del whiskey que bebió a su favor la noche que se enteró de su compromiso con su hermano... después de todo, algo no encajaba. ¿Culpa, a estas alturas? ¿Remordimiento? Era la misma opresión en su tórax, los mismos latidos arrítmicos. No obstante, podía hacerse a la idea de por dónde venía esa sensación de vacío que le comprimía las entrañas.

—Esto no es lo que tú querías, Ellie... —Murmuró con la voz fragmentada. Le pesaba decirlo, pero era una realidad que debía enfrentar más temprano que tarde.

Elizabeth, opuesto a lo que podría predecir, no montó en cólera ni se separó abruptamente. Permaneció allí, acurrucada a su calidez, y no hizo sino acercarse a él a tientas de su rechazo, como esperando que la detuviese. Aquello, por mucho que Meliodas comprendiese las mil razones por las cuales era lo correcto, sabía que no lo haría. Había pasado a ser más un asunto de poder más que algo relativo a querer. Meliodas ya no podía separarse de su piel que quemaba, y de esa manera retorcida tenía para envolverlo en la miel de su boca y que comenzaba a seducirlo en sobremanera; y por último, de ella, que parecía mofarse de aquello y aprovecharse a sus anchas.

—¿Me lo has preguntado, alguna vez? —Musitó, y una vez que tomó valor y la encaró, se percató de que su tono apagado contrastaba con la chispa reluciente en sus ojos azules.

Meliodas guardó silencio, concediéndole la razón con disimulo.

—No... —carraspeó, con el nerviosismo presionando sus cuerdas vocales al pensar en la completa desfachatez que saldría de su boca en breve—. Y si lo hago, ¿me responderías?

Elizabeth se acercó más a su rostro, deshecha por igual de toda vergüenza. Sus pestañas tupidas le hacían cosquillas en las ojeras, sus narices nuevamente volvían a rozarse y el leve aroma a adelfas que emanaba de su cuello despertaba en él algo que lo incitaba recorrerle su anatomía sin prejuicios.

Ella rio por lo bajo, y mordió suavemente un extremo de su labio inferior sin despegar por un solo instante sus ojos de los suyos.

—Me temo que he respondido de más en estos días —confesó, y Meliodas le habría prestado más atención a la picardía implícita que acompañaba sus palabras, de no ser porque siempre que Elizabeth hablaba, sus labios se movían por sobre los suyos y sus neuronas detenían sus labores para centrarse en la sensación de tan dulce roce.

Sin embargo, cuando el entendimiento se desprendió al fin de su ser y se hubo dispuesto a besarle cada centímetro que el razón les permitiese antes de volver ambos en sí, el timbre del teléfono repiqueteó en sus oídos como un sonido salido del mismísimo averno. Chasqueó su lengua con fastidio sin poder evitarlo, y consideró ignorarlo, mas la disrupción, lamentablemente, le había hecho volver en sí, impidiéndole volver a desligarse de esa vocecilla molesta en su cabeza que le recordaba cuántos argumentos existiesen sobre cómo había arruinado cada oportunidad remanente de un verano en paz por un momento de infatuación.

Sin palabras de por medio, se levantó a atender ante tanta insistencia, solo para toparse con la voz de Diane —Diane, de todas las personas que podían llamar a medianoche. Tuvo que haber sabido que la única inoportuna capaz de estropear un momento incluso sin estar presente era ella—, y le fue imposible reprimir el gruñido de hastío que le salió de lo profundo del alma. Al menos su evidente malhumor sirvió para romper el hielo y hacer reír a Elizabeth a carcajada limpia.

Le respondió a secas que en un minuto la atendería la cumpleañera, y, al pasar por la escalera para retirarse a su cuarto y dar por finalizado el día tan tranquilo que había tenido, tomó una de las manos de Elizabeth y la besó con toda la ternura que gesto alguno pudiese expresar.

—Disfruta tu cháchara —ironizó, para luego suavizar la mirada y el tono—, y... ¿creo que no te he deseado un feliz cumpleaños?

Elizabeth enarcó una ceja, negó un par de veces con la cabeza, y sin perder la sonrisa danzante en sus labios se levantó de su lugar para atender a Diane y sus aparentes ganas incontenibles de desearle un feliz cumpleaños. Apoyó su rostro en el barandal de la escalera y se permitió apreciarla unos segundos más, a ella y ese aura rosa que ahora emanaba a su paso. Elizabeth se volteó a él una última vez para sonreírle, y no fue hasta entonces que se dio por satisfecho.

Con el sabor aún persistente de sus labios en los suyos, Meliodas durmió con la sensación de estar, más que en su cama, en la más elevada de las nubes.

꧁ ⚜︎ ꧂

Pudo jactarse de que la velada fue un éxito cuando la misma hubo terminado y sus instintos no lo habían orillado a estrangular a Diane.

Meliodas se casi se asombró de su propio temple cuando le tocó recibir a Margaret y a su marido, Gil, y mantener una fachada imperturbable que no delatara su fechoría en la escalera de la noche anterior con su hermana.

Su hermana casada con su propio hermano en una casa que había comprado el mismo.

Y triunfó en disimular, excepto por algunas miradas que escaparon a su voluntad dirigidas a Elizabeth y a aquel vestido que evocaba el color tenue de las aguamarinas mejor que las mismas gemas. Aunque, debía admitir que el escote en su espalda también jugó en su contra para socavar su compostura, pese a que este distara mucho de ser en alguna forma sugerente. El vestido en sí era bastante simple, y su encanto radicaba en eso, en la elegancia del menos es más. La tela —gasa de seda, si su escaso conocimiento de ellas no fallaba— la envolvía como un manto de cielo, y la estola atada a uno de los tirantes de la prenda, con la que jugó toda la noche no hizo más que demandar su atención cada vez que ella la movía de un lado a otro con completa soltura.

A Meliodas le dolía tener que mojarlo, pero no se iba a exponer a manejarla desnuda en ningún aspecto luego de haberse probado su nulo autocontrol, y sabía por experiencia propia que la manera más rápida y eficaz de bajar una borrachera era un baño de agua fría. Por tanto, llenó la bañera y la acompañó en cada incoherencia que soltó sin que pasara por el filtro de cabeza-boca. Le tocó hacerlo solo, por supuesto, porque una vez que la suerte se burlaba de él una vez no se detenía por ningún motivo.

Margaret y Gil regresaron más pronto por cuenta del pequeño Chion, que a pesar de ya estar rozando los dos años, tenía un apego demasiado fuerte a ellos; y podía entender eso, y hasta quizás admiraba la voluntad que le ponían en ser buenos padres, lo que sí no pasó por alto fue la pobre excusa que interpusieron Diane y King para fugarse lo más rápido posible de la fiesta e irse a... no, no quería imaginarlo. Aparentemente ellos vivían en una eterna etapa de luna de miel.

Era a veces repugnante, pero Meliodas, en el fondo, sabía que esa era su envidia hablando. Qué más quisiera él sino ese idilio día y noche. Y mientras la miraba dormir, no hacía más que corroborarlo.

No supo si cayó agotada del cansancio del día o si el vino espumoso la cobró víctima, mas la serenidad de su expresión era demasiado apetecible, y Meliodas maldijo su aguante del alcohol y cómo este le impidió caer rendido a su lado o continuar la noche junto a ella dejándose llevar por los sentidos adormecidos. Lo importante era que ella lo había disfrutado al máximo, y dejó constancia de ellos en las mil gracias que murmuraba en bucle cada que él le echaba agua en el rostro. Por suerte, Elizabeth no era una ebria desastrosa, sino una conversadora y más torpe de lo común, por lo que no dio mucho quehacer a la muchacha que la cambió de ropa a algo más cómodo para dormir y a él, que en secreto tomó su ebriedad como excusa para volver a dormir a su lado al menos un rato.

—¿Mel? —llamó ella en un susurro.

Meliodas, que la había creído dormida desde hacía casi media hora, casi suelta el corazón por la boca ante la mención inesperada de su nombre. Su mano se movió dando golpecillos en el colchón como si con esta le buscara, y se arrimó a ella a una distancia lo suficientemente prudente como para evitar que se le abalanzara en un impulso producto del alcohol.

—Aquí —respondió calmado.

—Mel, Mel, me puse linda hoy, ¿por qué no me quisiste besar?

Aquello, dicho con tanta ligereza, lo hizo enmudecer. No debía darle tantas vueltas a balbuceos de una ebria con la cabeza medio ida, sin embargo, le daba curiosidad saber de qué lugar en sus pensamientos había salido eso. Meliodas sí la había querido besar, y la quiso besar en la mañana, y en la tarde, y toda la noche, mas la ocasión de al menos hablar del incidente de ayer nunca se dio, y no se empeñó tampoco en crearla para evitar especulaciones innecesarias en su día especial. Nunca se imaginó que la duda la acorralara y terminara por escapar de ella una vez borracha, puesto que en todo el día no hubo entre ellos más que miradas cómplices y suspiros, lejos del ambiente tenso e incómodo que pensó se instalaría entre ambos como una barrera.

—¿Y tú me querías besar? —Era jugar sucio, mas era la única manera de sonsacarle información, y para qué mentiría, siempre era divertido seguirle la rima a un borracho.

Además, estos nunca mentían.

Elizabeth se había abierto a él paulatinamente luego de hacer las pases, hasta ayer que lo había hecho un poco de más, y dadas las cosas, no podía desperdiciar la oportunidad de abastecerse de información extra, y aún mas valiosa, de la fuente más verídica y desinhibida: su subconsciente alcoholizado.

Ella rio como una niña.

—Sabes que sí, casi toda la semana.

Interesante declaración. No consiguió disimular bien esta vez la risa que le provocaba la manera en que arrastraba las palabras, y aquello le valió un pellizco en el brazo. Comprobó que, además de la lengua, tampoco controlaba su fuerza.

—No lo sabía, la verdad. Te has vuelto buena confundiendo a la gente, eh.

Elizabeth suspiró, quejumbrosa.

—No mucho... no contigo. —Seguido de eso, torció los labios en una mueca de disconformidad—. Mira que lo había llevado bien.

Meliodas ladeó la cabeza, pensativo. Si a eso le llamaba ser indiscreta, no quería considerar la actuación de Oscar que podía llevar a cabo de solo proponérselo.

—Eres de armas tomar —terminó por decir, escaso de palabras y de paciencia para continuar indagando. Tampoco estaba tan de humor para charlar, puesto que su estado de ebriedad le arruinó todos los planes de obsequiarle lo que con tanto anhelo había ido a buscar en específico para la ocasión. Resopló y se cruzó de brazos, no quedaba de otra que esperar hasta que se dieran las condiciones idóneas para aquello y, evaluando el panorama, no debería tardar mucho.

Y cuando pasó un minuto en silencio, que pensó que finalmente y ahora sí había quedado dormida, el sonido de su voz somnolienta volvió a hacerse eco en la habitación.

—Mel. —El apodo que había caído en desuso junto a su ruptura no fallaba en calarle hasta los huesos cada vez que ella lo decía con tanto cariño—. Mel, ¿por qué no me quisiste besar? —insistió una vez más.

A ese punto la había dado por un caso perdido, aunque para contentarla y dar por finalizada la conversación, se dijo de llevarlo suave.

—Si te duermes, mañana búscame y te daré todos los besos que quieras —Si es que te acuerdas.

La sonrisa amplia que se dibujó en su boca la delató en su fechoría, y le fue contagiosa a él por igual. Luego de eso, le buscó con su mano nuevamente para acercarlo a ella, y Meliodas, ya también víctima de Morfeo, no opuso más resistencia y se echó a su lado, si bien de espaldas. Aquello no le supuso a Elizabeth gran dificultad para convertirlo en su peluche de carne y hueso, puesto que el abrazarle por detrás le fue incluso más cómodo, y él lo notó porque las preguntas cesaron y pronto sus ronquidos ahogados era lo único que resonaba en el cuarto.

Meliodas, en la calidez de sus brazos y la baja iluminación que embargaba la pieza en penumbras, no tardó en secundarla en su sueño. Y cuando le sobrevinieron las mismas ensoñaciones de siempre, sonrió en su inconsciencia, dado que ya no debía imaginarse el sabor de sus labios.

Sabían a la más plena redención.

꧁ ⚜︎ ꧂

Tantas cosas para decir, ¿no?
Como dato curioso, el beso de este capítulo ni siquiera estaba planeado, simplemente se dio. No había manera de que no se besaran, seamos todos sinceros xd. Además, ya era hora de que esto avanzara de verdad.
A decir verdad, pensé que me quedaría mucho más largo el capítulo, pero al final solo fueron 7.5k palabras aprox (como si eso fuera poco lol). Como sea, he cumplido este domingo con ustedes, dado que estaré un poco mas ausente estos mesecillos por líos con la universidad (parciales, exámenes de final de semestre, bla bla bla). Y no se pueden quejar, porque con toda humildad, tremendo capitulazo que les dejé JAJAJ. Feliz día de reyes, supongo ?).
Por cierto, la referencia para el vestido de Elizabeth es el icónico vestido azul que usó Grace Kelly en To Catch a Thief, si tienen un chance búsquenlo porque es una belleza de prenda. Y como otro dato curioso, se mencionó otra flor: esta vez, la Adelfa, la cual es preciosa, pero venenosa jsjsj. Simboliza el amor eterno, ojito ahí.
Por lo demás, solo me queda agradecer por el apoyo constante, que ya somos más de 200 votos y contando 🩶. Un abrazote enorme a todos y como siempre, espero que si disfrutaron la lectura, me lo dejen saber con su votito y para los menos tímidos, un comentario ✨.
Hasta la próxima aventura que será más pronto de lo que creen,

isa.

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