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『 𝐕𝐈𝐈 』

—capítulo algo largo para compensarles la espera✨. Disfruten a gusto, y como siempre, ¡nos leemos abajo! <3

꧁ ⚜︎ ꧂

Su relación con los domingos era una particularmente tensa.

Nació en un principio de un rechazo infantil a raíz de su afán por ausentarse a clases. Dormir la mañana siempre fue de sus más grandes placeres, y la idea de enfrentarse a niños extraños y en su mayoría, crueles, le ponía los pelos de punta; sin embargo, a medida que el tiempo continuó su curso, fue torciéndose hasta conformarse en su sala de tortura personal. Veinticuatro horas que podía, con la mano al fuego, catalogar como malditas. No había cabida para la lógica en ello, menos que menos un sostén racional en su teoría de fatalismos: pero si algo malo ocurriría en su semana, Elizabeth, supersticiosa como ella sola, sabía en sus entrañas que sería el domingo.

Las casualidades a lo largo de los años habían sido demasiadas para renegar de ellas; y si era creer o reventar, ella creía, firme y fervientemente.

Su día, acorde a sus suposiciones, le había salido del revés con tan solo bajar sus pies de la cama. Nimiedades tan absurdas como el cepillo de dientes fuera de lugar, su perfume agotado hasta la última gota o sus pies demasiado inflamados como para siquiera considerar ponerse zapatos. Le pesaba que lo último se debiera a su capricho y no a causa de la regla del domingo, pero al haberse ido a dormir la noche anterior y recapitular en que apenas eran una molestia leve, achacó su empeoramiento repentino a la mala vibra del día per se. Cómo no podía ser de otra manera, pasó una media hora completa buscando las pantuflas por todo el cuarto, para encontrarlas en el mismo lugar donde revisó por primera vez y que, juraría por todo lo sagrado, no estaban.

A pesar de los inconvenientes menores, se sentó en el borde la cama unos minutos antes de bajar, y meditó con calma. Inhaló y exhaló con sus ojos cerrados, centrada en aislarse de tanta negatividad. La sugestión le duró buena parte del día, el cual fluyó ameno y creyó, en su ignorancia, que no sucedería más nada que la perturbara. Desayunó junto a Meliodas sin mayores contratiempos y casi sonrió al percatarse que lograron convivir un rato sin apuntarse con intenciones asesinas a la yugular. La compañía y la charla serena del rubio le removieron sutilmente la consciencia sobre su comportamiento hacia él el día de ayer; no obstante, al menos quedaron en paz una vez dejó de lado el orgullo. Después de todo, siempre fueron propensos a la perderse en la comunicación.

Meliodas reiteró su disposición de llevarla a Essex a visitar a su padre, aquello le provocó una punzada de ternura que disimuló al instante. Lo hace por compromiso, se repitió una y otra vez. Para su infortunio, él conocía bien el camino por el cual abrirse paso entre las grietas de su coraza, sin importar cuán inexpugnable resultara esta. Se abría paso despacio, tan despacio que al momento de voltear a verle ya se había colado en sus pensamientos, adueñándose de ellos. Fue así la primera vez, y su pecho le advertía a gritos que lo haría de nuevo si no le ponía un alto.

Pero, ¿cómo hacerlo? Si sus ojos verdes, los mismos que tanto soñaba en las noches, la miraban como si fuera lo único valioso a su alrededor, la seguían a cada movimiento, cada gesto. Y Elizabeth supo que la balanza comenzaba a inclinarse a favor de Meliodas cuando esa mirada de la que tanto huía como si quemara, se transformaba, sin su consentimiento, en una llama que le brindaba calidez constante a su alma moribunda de frío. Quería decirle que no, un detente al menos, mas sus labios se rehusaban a mentir por ella. Era la primera vez que se veía con las defensas bajas, y se sentía cómoda con ello. Esa magia solo podía ser obra de él.

Le era inverosímil el arte innata que tenía para envolver a la gente, con ese encanto casi sobrenatural que atrapaba a incautos como moscas en una telaraña, e incluso a quienes ya estaban familiarizados con su embrujo, como ella. Se quería golpear hasta la inconsciencia por permitirse confiar tanto de una noche a otra, aunque sabía de antemano que acabaría de esa manera. Meliodas ejercía un poder inconmensurable sobre ella, una hipnosis de la que no podía apenas escapar, de la que no quería escapar. Era inevitable, pero no irresistible. Y verse así, eligiéndolo, era lo que más la aterrorizaba de todo. Estaba dándole por voluntad propia las armas para herirla de muerte nuevamente, y lo hacía a sabiendas de que en cualquier momento podía virarse en su contra y dispararle a quemarropa sin segundos miramientos.

Y aún así, él no parecía con intenciones de hacerlo, de pensarlo siquiera. Y, eso, la desestabilizaba todavía más.

No saber en qué momento lo haría, o vivir eternamente con la incertidumbre de si lo haría, era una tortura que se estaba volviendo costumbre. Era imposible asumir por Meliodas, pues por muy abierto que se mostrara este ante ella, Elizabeth siempre tomaría sus palabras por mentiras dulces. A veces era un mecanismo automático de defensa, otras la voz de su experiencia hablando. Pese a apreciar lo genuino en sus acciones, en su tono sereno que nada parecía esconder o tramar a sus espaldas; esa voz le recriminaba a toda hora armarse con escepticismo y establecer distancia a cómo diera lugar sin reparo alguno.

Pero Elizabeth, terca y cambiante como ella sola, jamás se percató en que momento exacto había dejado de escucharla. La oía lejana, como un eco, persistente pero fácil de ignorar, justo lo que llevaba haciendo desde que acordaron un cese temporal a las hostilidades mutuas. Esa brecha entre ambos que solo ella insistía en recordar, se iba acortando con cada segundo que su cuerpo, traicionero, se amoldaba a él y su plática fácil. Sus latidos ya no se aceleraban de espanto, sino de la expectación a sus respuestas, de ser el centro indiscutible de sus miradas.

Y, de cierta manera, estaba de camino a encontrar un equilibrio entre cuidarse sus espaldas y aprender a verlo como Meliodas, y no como un espectro empecinado en amenazar su calma; porque de alguna forma, él por sí solo la traía consigo. ¿Hace cuánto no reía con tanta sinceridad, o se preocupaba de verdad en lo que alguien pensara de ella? Meliodas le recordaba que estaba viva, que sentía como todos y no había maldad en ello, o una culpa a soportar por el simple hecho de perder el rumbo.

Era un alivio inmenso despojarse de la carga de estar en guardia cada día en un perpetuo por si acaso, y que su primer pensamiento en la mañana no se dirigiera a él de forma tal que le absorbiera todas las ganas de siquiera levantarse. No habían interactuado mucho durante el día; no obstante, el compartir mesa y no forzar un silencio de penitencia innecesario, era suficiente para liberarla de a poco de ese miedo a él sin necesidad.

Removió sus manos en el agua tibia con soltura, tomando un cúmulo de espuma para acercarlo a sus labios y soplar suavemente. Talló con la esponja sus brazos, y, segura en tener todo el tiempo del mundo para disfrutar de su merecido baño, la miró con desinterés y luego la arrojó al otro extremo de la bañera. La calidez del baño ahogaba sus tensiones y pensamientos intrusivos por igual, y se había convertido en el único momento del día en que la soledad no le jugaba en contra y el silencio, en lugar de agobiarla, era un refugio soñado. Cuerpo y mente se alineaban en una calma que Elizabeth deseaba que fuera eterna.

Apoyó con cuidado su cuello en el borde la bañera. Los ojos se le cerraban por sí solos y, ya entrada la noche, la somnolencia ganaba terreno en su persona a velocidad de luz. El aguacero afuera empeoraba a cada minuto, mas el sonido de las gotas que estrellaban contra su ventana arrullaba sus oídos como una nana de terciopelo.

Su vista quedó fija unos instantes en los cristales de la lámpara del techo, en los pequeños arcoíris que se reflejaban al moverse los unos con otros en un vals cautivante. De un momento a otro, pensó que se había quedado dormida sin percatarse cuando en un segundo se apagaron las luces y se vio sumida en la más absoluta oscuridad. Movió sus manos frente a ella y, aunque no logró divisar ni la silueta, estaba consciente, así que la ensoñación estaba descartada.

Una risa amarga escapó de su pecho. Ya sabía que la noche estaba transcurriendo muy tranquila.

Trató de llevar la cuenta de sus respiraciones, y tener contacto con su propia piel en un intento por no perder la compostura. La fobia a la oscuridad, pese a considerarla como infantil y renegar de ella en público, la perseguía desde su niñez y nunca la había dejado en paz. No le había sido posible dormir en un cuarto sin una fuente de luz ni una sola vez, sola o acompañada, desde que tenía uso de razón.

Cerró los ojos y mordió la cara interna de su mejilla, maldiciendo su suerte en cada idioma que conocía. Esperar a que alguna chica del personal llegara a su rescate con una mísera vela era tirarse a morir a oscuras, puesto que su día de descanso coincidía con el domingo. Apretó los dientes con desdén, no había otra salida que tragarse el orgullo, de nuevo.

—¡Meliodas! ¡¿Puedes oírme?! —La voz casi se le desgarra de forzarla hasta el tope, pero al menos le quedaba constancia de que la habían escuchado, mínimo, al otro lado del condado. No resonaba más que la tormenta cobrando fuerzas; sin embargo, realizó un esfuerzo y medio de la estática susurrante de la lluvia que embargaba el ambiente, afinó su oído y escuchó, con dificultad, cómo crujía la madera de una de las puertas del pasillo. Era un sonido lejano, por lo que debía ser la habitación del rubio. Aún así, no terminaba de recibir una respuesta—. ¡Meliodas!

—¡Qué sí, dame un momento, estoy buscando la linterna! —Le devolvió con la misma agitación.

—¡El momento es ahora!

Elizabeth chasqueó su lengua, más disgustada de lo usual con la demora. No poder ver más allá de su propia nariz le reventaba los nervios con cada segundo que permanecía así. Podía oír los ruidos de gabinetes siendo removidos deprisa y objetos cayendo al piso, arrojados con total desgano. Luego de unos minutos, los pasos fueron acercándose más y más hasta que sintió la puerta de la habitación abrirse de súbito y, divisó, a duras penas, una luz brillante colándose por las rendijas de la del baño.

—¿Pero tú dónde estás?

Elizabeth no pudo evitar poner los ojos en blanco. Una pregunta tonta ameritaba una respuesta tonta, pero la situación le había matado hasta el sarcasmo que corría por sus venas.

—En el baño —contestó apática, batallando por salir de la bañera a ciegas sin desnucarse en un tropiezo bobo.

Por un segundo, se le subieron los colores a la cara al caer en cuenta de su posición: vulnerable, temblorosa y, por último y más importante, desnuda. No era una cuestión de qué me haría Meliodas si me viera así, al contrario, no dudaría jamás de la integridad como caballero del blondo; sino de su pudor propio. Tampoco actuaría cual si fuese la primera vez que se mostraba así ante él, aunque, de ser posible, prefería salvaguardar su desnudez y ahorrarse el volver a agregar «nudismo» a la larga lista que llevaba, en tan solo una semana, de sucesos inoportunos que —de alguna extraña y repetitiva manera— terminaban involucrándolo.

—¿Y... se puede pasar? —El tono titubeante de su voz la descolocó por un instante. A veces olvidaba que él, aún con todas sus características que la sacaban de sus casillas, continuaba siendo uno de los hombres más decentes con los que había tenido el placer de toparse.

Carraspeó su garganta mientras que, a tanteo y memoria pura, buscaba la toalla por la pared. Una vez seca, reunió fuerzas para elevar su entonación.

—Encima de la cama está mi camisón —enunció, una firmeza oscilante en sus palabras.

—¿Esta cosa blanca? —No le fue necesario tenerle de frente para ver nítida la imagen de la mueca despectiva en su rostro, con la connotación que le había dado a la sentencia era más que suficiente. Le hervía la sangre por que rebajase la prenda, y, todavía si comprendía la nula apreciación de Meliodas por la ropa, aquella cosa blanca le había costado caminar casi todo Londres a pie en su tiempo. Empero, si lo pensaba más a fondo, quizás debería tomarle un poco de lástima en que ninguna de sus mujeres haya tenido el buen gusto o los suficientes Dior para que reconociera la seda fina y el bordado excepcional. Una absoluta pena—. Voy a abrir la puerta un poco y te lo pasaré, ¿te parece bien?

El que escapó de sus labios salió con más fastidio del planeado, pero al menos iban en la misma sintonía. Meliodas cumplió su palabra al pie de la letra y le provocó algo de gracia el cómo agitaba su brazo para hacerlo ver. Sin importar que la tela relucía por sí sola con el reflejo de la luz leve y no requería tanta efusión, agradecía de corazón el compromiso con su «gran y ardua tarea». El vestido se deslizó fácil por su cuerpo y al acomodárselo en la parte de sus pechos, maldijo todos los santos, católicos y paganos, por su estúpida preferencia a los encajes. Del resto todo en orden, y a pesar de que medianamente podría arreglárselas con lo que cubría, y tuvo en cuenta intentar ingeniárselas con su pelo, la idea fue descartada  al segundo de hacer memoria en que este estaba empapado.

Estaba, en resumidas cuentas, condenada a pasar la noche cruzada de brazos como una mártir.

Abrió la puerta despacio, cuidadosa de ser ágil y cubrirse en el momento que Meliodas volteara a ella; sin embargo, el destello de la linterna en medio de cara la cegó y no tuvo más remedio que proteger sus ojos de inmediato, dejando sus senos tan solo ocultos tras una capa prácticamente traslúcida. Una belleza el encaje, sí, y más ahora que comenzaba a comprender porque pocas eran adeptas a él.

Escuchó como Meliodas se tomó su tiempo en exhalar un suspiro resignado, y murmurar algo como "¿de nuevo?" en un tono bastante hastiado. No pasaron más que unos instantes hasta que procesó y apresurada, volvió a taparse con sus manos. El rubio dejó la linterna encima de su mesa de noche, y, antes de que pudiera emitir queja alguna, por voluntad propia estaba allí, quitándose su abrigo y acercándose a ella con él en mano.

—Te vas a morir de frío con eso puesto —declaró, el ademán demandante para que tomara la prenda no admitía una negativa como respuesta. Elizabeth no tenía el humor suficiente para contradecirlo y comenzar un tira y afloja dónde, si era honesta, él tenía la razón e incluso, le hacía un favor.

La mirada del rubio yacía en algún punto del suelo, alejada de cualquier atisbo que pudiera él captar de su silueta semidesnuda. Tomó el abrigo —más similar a una gabardina— con suavidad y, para su sorpresa, le quedó algo suelta al colocársela. Le fue inevitable desvariar a verle y recordar que, en efecto, el ancho de la espalda de Meliodas aún compensaba su talla en lo que carecía de estatura. Un sonrojo se apoderó de sus mejillas de ipso facto, y quiso atribuirle la calidez que se enredó en su piel al grosor de la tela, porque admitir que el gesto había calado en ella era, en los últimos suspiros de su orgullo, rebajarse demasiado y muy seguido ya en una sola noche.

Meliodas emprendió un andar pausado hasta sentarse en su cama, de cara a su alcoba, y Elizabeth, quizás hipnotizada por la manera en los relámpagos iluminaban su rostro de ángel caído, le siguió los pasos. De dos noches a acá, todos los caminos parecían llevar a Roma, y a ella, a su lado. Le era un misterio el cómo acababa siempre compartiendo un rato en su presencia, sino es que el día entero. Comenzaba a creer que tal vez ella lo atraía de alguna manera inconsciente.

—Debió ser la tormenta que arrancó algo mal puesto en el generador. —Rompió él el silencio, sacándola de su trance—. Mañana a primera hora me pongo en cuestión a eso.

Elizabeth asintió sin más, todavía cautiva en los murmullos del viento. Para su extrañeza, Meliodas no se veía incómodo en la atmósfera taciturna que los acompañaba, al contrario, parecía incluso relajado. La paz que él transpiraba era tan contagiosa que se dejó caer de espaldas a la cama al sentir que el sueño regresaba a ella. Lo observó de soslayo, quieto en su lugar, rígido como una estatua y con la vista fija en el paisaje turbulento del exterior. Le sentaba mal, en verdad, pensar que sus valores y el respeto lo inclinaban a restringirse de descanso, así que pasó de volada por su mente algo que jamás pensó que volvería a decir.

—¿Por qué no te acuestas al lado mío, Meliodas?

El rubio se giró a ella en un segundo, la perplejidad retratada en sus facciones tensas. Quiso devolverle la mueca y retirarlo, pero realmente lo había dicho desde un lugar de completo desinterés. La había ayudado, y ahora quería ayudarlo a él, no era necesario mirarla como si le hubiese propuesto asaltar el banco de Londres. Aunque, a la hora de sacar cuentas, todas sus actitudes a lo largo de su estancia no habían sido las idóneas para enaltecer la confianza entre ambos. Visto desde esa luz, su reacción no era en lo absoluto desmesurada. No obstante, creyó que después de su arreglo, habían retomado un par de libertades en su trato.

Al parecer, no era así de sencillo.

Meliodas continuó con la estupefacción de inquilina en sus ojos almendrados; y, mirándolos de cerca, Elizabeth tuvo por un instante la certeza de que podría perderse en ellos y su verdor hechicero una eternidad si esa fuera su intención.

Enarcó una ceja y él imitó el gesto.

—¿Puedo? —La duda era genuina, y la forma en tembló su voz al enunciarla lo hizo evidente. Elizabeth rio por lo bajo, por demás conmovida. La escena se le hacía familiar de una manera que, lejos de infundirle un temor irracional, le endulzaba el alma.

Dio dos palmadas a su lado, instándole a acomodarse a su gusto. No tuvo que repetírselo dos veces, puesto que él no tardó en quitarse los zapatos y hacerse de un lugar para sí. Le tomó de buena fe el hecho de que en ningún momento sintió que invadía su espacio o despertaba alguna alarma en su subconsciente. Meliodas, más que un amante, fue su persona y, saber que, poco a poco, recuperaba ese lazo que tanto echó de menos, era un paso hacia adelante en el camino a estar en paz consigo misma y el pasado que compartía con él.

—Si mañana hay mejor tiempo podemos ir a ver a tu papá —soltó sin previo aviso.

Elizabeth no tuvo apuro en responder. No se encontraba con su padre desde las Navidades pasadas y no había sido una visita del todo grata. Pese a tenerla en un pedestal, no tenía reparos a la hora de echarle en cara sus faltas y errores; el principal de todos: su matrimonio. Bartra le insistía en cada ocasión que un divorcio no era el bochorno irreparable que todos hacían ver, que lo único que no tenía solución en la vida era la muerte misma; pero ella hacía oídos sordos. Él se desvivía por su bienestar, suyo y de sus hermanas, y ella solo había pagado con la misma moneda. A costa de qué, era un tema aparte que detestaba tocar con él. No tiraría todo ese sacrificio a la basura ahora que habían conseguido una estabilidad más que sólida por un capricho.

Pasar por todo eso de nuevo era agotador, pero no podría vivir con la culpa si de repente su estado desmejoraba y, presa en sus miedos, no le permitían estos despedirse de su padre.

—Mañana suena bien —contestó en un rumor de voz. Meliodas sonrió, complacido como un niño satisfecho, entregado ya al regazo de Morfeo. Al final del día, él también la empujaba a ser mejor, y, a su manera, velaba de igual forma por ella. No se molestó en ocultar la sonrisa enternecida que le arrancó el verle rendido por completo tan rápido—. Descansa —murmuró, con una suavidad impropia de su trato en un principio gélido, antes de caer víctima del sueño a su lado.

꧁ ⚜︎ ꧂

—Y yo pensando que no podías ser más bella. ¡Mírate, brillas y todo! —Margaret nunca fallaba en deshacerse en halagos para sus allegados, y a juzgar por su apego inseparable desde que llegó, la había extrañado más de la cuenta.

La tomó de la mano y la hizo girar con delicadeza, riendo suavemente. Desprendía un aura tan cálida y maternal como siempre, una vibra que añoraba a morir cuando sentía que su mundo se derrumbaba. Luego de un tercer abrazo y volver a llenar su rostro de besos, su atención se desvió en parte a su acompañante, callado e inmóvil unos pasos tras de ella, casi que escondido. Tenía sus razones en estarlo, adentrado en territorio ajeno y rodeado de personas que estaban más que justificadas en guardarle cierto rencor. Contrario a eso, Margaret lo saludó con la misma alegría que le profesaría a un viejo amigo. Meliodas fue considerado en su tiempo como un miembro más de la familia, y al parecer ella no había dejado de lado el profundo afecto que solía guardarle.

Posicionó uno de sus brazos en su hombro y repitió la acción con Meliodas, jalándolos a ambos hacia ella en otro abrazo. Después de liberarlos, la expresión en la cara del rubio se debatía en una mezcla de alivio y un tin de incomodidad. Tal vez había olvidado lo asiduos al contacto físico que solían ser los Liones; como buen descendiente de alemanes, el roce recurrente era una cosa —por decirlo de alguna manera— de mal gusto, incluso dentro del núcleo familiar. Ella y sus hermanas, para tortura personal de su madre, nacieron más canarias que marsellesas. Mantener la distancias y evitar demostraciones públicas de afecto era un completo y rotundo no, negarse a dar abrazos era como negarse el aire que respiraban. La genética las había favorecido con el carácter llevadero español, y la distinción atemporal de la alta aristocracia francesa. Misma de la que Margaret hacía gala al guiarlos a los aposentos de su padre, desbordante con la elegancia de una emperatriz.

—No sabes el gusto que me da volver a verte, Meliodas —aún de espaldas, Elizabeth podía figurarse la sonrisa sincera en los labios de su hermana—. A papá le asentará saber que tienen a Elizabeth bien cuidada —rio despreocupada.

—Me sé cuidar sola, Maggy —rebatió ella, pero la aludida no le prestó importancia y la redujo con un ademán.

—Eres demasiado impulsiva, no me hagas hacerte pasar una pena en frente de Meliodas— recalcó, su dedo índice apuntándola con ligera severidad.

El rubio imitó el gesto, y lo llevó más allá al propiciarle unos suaves empujones con el mismo. Elizabeth se contuvo el deseo ardiente de romperle la muñeca por dos razones: en primer lugar, por respeto a su casa de infancia, y en segundo porque ni en sueños superaba la fuerza bruta de Meliodas.

Adentrados en aquellos pasillos inmensos, la melancolía se adhería a ella como un alma en pena. Se preguntó si él, cómplice de cada beso fugaz en cualquier esquina que pudiese alcanzar su vista, también era sacudido por oleadas de recuerdos de esos viejos tiempos; pero al mirarlo, no pudo encontrar ningún resquicio de emoción en sus ojos, que no voltearon a devolverle la mirada. Frunció sus labios, atormentada. Por fortuna, Margaret se detuvo en seco frente a la última puerta y dio unos toques, indiscutiblemente la habitación principal. Se encerró tanto en sus pensamientos que, por unos segundos, perdió el rumbo en la misma casa que la vio crecer.

La voz serena de su padre los invitó a pasar, y su respiración se detuvo al momento que su hermana abrió la puerta sin dilaciones. Su padre descansaba en la cama, hecha un desastre con las mantas enredadas a un lado. Muy probablemente se deshizo de ellas por el calor sobrecogedor que emanaba de la chimenea encendida. Afuera no hacía la gran frialdad, la mañana estaba fresca y corría un viento moderado, mas podía comprender que las enfermeras a cargo preferían no correr riesgos entre su estado delicado de salud y sus, para variar, decadentes pulmones.

Una vez dejó el libro que bloqueaba su vista a la puerta a un costado, Elizabeth supo que lo primero que llamó su atención, luego de su persona misma, fue ver a Meliodas junto a ella. Bartra, sin mediar palabra, alzó sus brazos en cuanto conectaron miradas, exhortándola a abrazarle. No llegó tan rápido como hubiese querido a sus brazos, entre tropiezos por el nerviosismo. Su padre le hizo un espacio en su regazo, y por un instante el mundo se redujo a ambos, y el tiempo se devolvió a su infancia cuando le besó la frente con la mayor adoración que se pudiese recibir. El aroma a hogar se adueñó de sus fosas nasales, y se dijo de mantener la compostura al notar como sus lagrimales amenazaban con darse rienda suelta en contra de su voluntad.

—¿Te vas a quedar ahí como un imbécil, o vendrás a saludarme? —siseó Bartra, con ella aún resguardada en su agarre.

Elizabeth se removió un poco, inquieta por voltear a ver la expresión de Meliodas. Su padre la soltó de a poco, y al verse con libertad de movimiento, se giró a él en un parpadeo. El rubio se acercaba despacio, casi que con miedo. El semblante de su padre distaba mucho de uno agresivo, pero tal vez era la poca vergüenza remanente en su moral que le impedía levantar la cabeza. Siempre fue en exceso respetuoso para con Bartra, y ahí estaba, mostrándole el remordimiento que no se dignó a mostrarle a ella en todos esos años. Frente a frente, Meliodas no se atrevió a alzar la mirada y confrontarlo de forma directa hasta que su padre le ordenó, de mala gana, que dejara las formalidades de lado.

Margaret se aproximó a ellos y lo animó a tomar asiento contiguo a ella. El colchón se hundió y, junto a él, parte de su entereza también. La cercanía reiterada la tenía algo intranquila, y esforzarse por que no se echara a ver la abrumaba más todavía. Se sentía como revivir el pasado, y no podía decidirse si aquello le agradaba o le revolvía estómago.

Meliodas y su padre comenzaron a charlar cual muchachos, su hermana y ella solo los observaron calladas. Los años no habían pasado por ellos, e incluso llegó a sentir algo de celos por la soltura con que interactuaban. Después de todo, parecía no haber dejado de ser el ahijado.

Hubo un breve silencio antes de que, sin preámbulos, su padre solicitara amablemente que los dejaran a solas. Elizabeth vio los miles de errores que su padre podía reprocharle en ese momento, no obstante, cuando al fin se encontraron en soledad, volvió a besarle la frente y la tomó de las manos infinita dulzura.

—Soñé contigo hace tres noches. —El rostro se le tornó pálido al instante. El cambio de idioma a su español áspero indicaba que el tema no era para tomarlo a la ligera, y, de alguna manera, eso la desarmó más que cualquier regaño. Fue como un balde de agua helada sobre su cuerpo ya hipotérmico, y desvió la mirada al instante que su padre afianzó su agarre—. Esta vez no fue nada malo, tranquila.

Pero ya había comenzado a entrar en pánico. El vapor de la chimenea le dificultaba el respirar, y necesitó unos minutos para volver en sí. Luego de una vuelta a la habitación, buscar por aire en los alrededores y retornar a su posición original, fue que, en parte, las fuerzas volvieron lentamente a ella. Se acomodó junto a él, cara a cara.

—Pá, ¿estás seguro que era yo? —Inquirió, con la esperanza de que fuese todo una confusión.

—Te podría distinguir si fueras una aguja en un pajar, Ellie —aseguró él. Sus latidos se volvieron erráticos una vez más, y cerró los ojos al dar un profundo respiro—. Te he dicho que puedes calmarte, no es una sentencia de muerte tampoco, eh —intentó bromear, en vano. Sus facciones se ensombrecieron por igual al ver la angustia que se la comía viva.

Elizabeth negó varias veces con la cabeza, esmerada en retener el llanto a como diera lugar. Odiaba causarle una preocupación a su padre, mas era inevitable. El malestar que le sobrevino al escuchar aquello era demasiado para guardárselo para sí misma. La última "predicción" terminó con ella y su futuro enterrados en una iglesia. Había renegado de aquel don toda su vida; objetaba que no son más que casualidades, hasta ese día maldito; de ahí en adelante, nunca más.

¿Lo peor? Los dichosos sueños nunca fallaban. Lo que su padre decía era y punto, cual palabra divina.

—Y... ¿qué vio? —Se aventuró finalmente a preguntar, el corazón a mil en su garganta.

Bartra acarició la punta de su barba, sin apuro alguno.

—¿Es Meliodas bueno en jardinería? —Elizabeth frunció el ceño, extrañada, y se alzó de hombros. Lo había visto rondar por el jardín en las tardes, pero no se lo imaginaba haciendo trabajo sucio—. Sembraba gladiolos y crisantemos, y te regalaba una corona de espíreas. Se veían bastante... —Movió su cabeza a los lados, y dejó la frase a medias, insinuando algo que a Elizabeth no le hizo mucha gracia.

Ella rio con cinismo.

—¿Bastante... qué? No va a suceder, pá. Nos toleramos, es todo.

Su padre la miró con incredulidad, poco convencido. Elizabeth se cruzó de brazos. Era, en toda la extensión de la palabra, un hombre persistente.

—O eso te dices tú —farfulló por lo bajo, mas no lo suficiente para impedir que lo escuchase.

—¡Pá! —Se exaltó sin poder evitarlo, lo último que necesitaba oír era a su padre ejerciendo de casamentero. Este no dijo nada, y continuó con los ojos fijos en ella, expectante—. Las flores son eso, objetos inanimados.

—Las flores son un medio para un sentir, y te veías feliz. Es todo lo que quiere tu viejo padre: que seas feliz —volvió a tomar su mano, con la paciencia que solo podía tenerle él—. Fue un sueño hermoso, y que quiero ver antes de morir.

Elizabeth posicionó su mano encima de la suya, firme y de agarre rígido.

—Usted no va a morir —espetó tajante. Sabía que los ancianos desvariaban ante cualquier imposición de salud, pero no estaba dispuesta a escuchar a su hombre más añorado siquiera insinuar sobre la muerte—. Y lamento decirle que tampoco me verá como su mujer.

—Eres terca como tú sola —solía bromear con eso a menudo; sin embargo, su tono no era en lo absoluto uno de elogio. Elizabeth agachó la cabeza, apenada por el reproche. El mayor exhaló un suspiro desolado—. ¿Crees que soy dichoso sabiendo que vives por vivir? Estamos de paso, Ellie; estamos de paso y tú no sabes lo que puede pasar mañana. Veo a tus hermanas y espero que, un día, te decidas a labrar tu propio futuro-

—He labrado el futuro de esta familia —interpuso entre balbuceos.

—¡Elizabeth, basta ya de eso! —exclamó agitado. La susodicha se apresuró a sobarle la espalda cuando una tos seca lo asaltó a raíz de forzar la voz. Bartra levantó una mano y le indicó sentarse de vuelta una vez se apaciguó—. Si no te sientes realizada, ese no es tu lugar.

—Pero, gracias a eso-

—Gracias a eso has perdido la chispa en esos ojos bellos, mi niña —le acarició la mejilla, retirando con suma delicadeza una lágrima—. Nunca haré de menos tu sacrificio, no podría, y aunque estoy orgulloso de ti por haber tenido ese coraje... a veces no te reconozco, y eso le duele a un padre, ¿sabes?

Las lágrimas, bailarinas silenciosas, se deslizaban por sus mejillas hasta empapar su pecho. Elizabeth no dijo nada por unos minutos posterior a eso, y su padre aguardó su respuesta sin presionarla. A ella también le dolía, día y noche, y a pesar de cuanta razón pudiera guardar él en sus palabras, ¿qué podía hacer al respecto? ¿Separarse, y perder el sustento y el renombre de los Demon? Si bien era cierto que había dejado de ser toda sonrisas, no podía opacar el hecho de que jamás volvió a pasar un segundo de incertidumbre económica en ese matrimonio. Ninguna petición de su padre, nacida de sus emocionas, cambiaría la lógica que regía el mundo. En la balanza, siempre pesaría más el bienestar, el dichoso futuro de los Liones, que sus intereses propios.

El fin justificaba los medios, ¿no?

El amor hacia ella lo cegaba, y no le permitía entender qué, de la misma forma que su querer no conocía límites, el suyo tampoco. A últimas instancias, solo podía aspirar a que, en algún porvenir, sus hijas nunca se vieran en semejante encrucijada.

—No vine aquí a discutir, pá —sollozó en un hilo de voz.

Bartra, comprensivo, suavizó su semblante y el agarre de su mano. Él tampoco quería que su encuentro tomara ese giro, por muy inevitable que se hubiese convertido en esos años. En cierto punto, la conversación siempre perdía el foco y terminaba en una riña por su maldito matrimonio.

Su papá que sí, y ella que no.

Ninguno daría el brazo a torcer, y ambos tenían razón en sus argumentos, mas nunca la respuesta a la situación. Sus hermanas se mantenían al margen siempre, a sabiendas de que no había fuerza en el mundo capaz de hacerla apartar la mirada respecto los beneficios que había traído la unión al patrimonio familiar. Y de cualquier forma, ¿con qué derecho le reprocharían?

—Prométeme que pensarás en lo que te he dicho —ella asintió, desganada—, y que también pensarás en Meliodas.

—¿Meliodas? —Creyó haber escuchado mal, pero su padre no lo negó, al contrario—. Pá, no empecemos de nuevo...

—El primero que lo juzga soy yo, no lo justifico, y espero que tú tampoco; no tiene justificación. Falló, ¿no has fallado tú también?

—No como él a mí —replicó de inmediato, tenaz.

Bartra meneó su cabeza y torció la boca con desaprobación, sus ojos cerrados.

—Peor, a ti misma. —El tono condescendiente solo hizo la hizo estallar en llanto de nueva cuenta. No lo hacía con maldad alguna, jamás lo hacía con maldad; eso era lo que más le afectaba. Se tiró a sus brazos y enterró la cabeza en la curva de su cuello; él le sobó la espalda por, al menos, los diez minutos que se echó en dejarlo salir todo, sin parar sus caricias en ningún instante—. Enderézate y escucha bien lo que te voy a decir.

Elizabeth se limpió el llanto del rostro, y recuperó, lenta pero segura, el control de su respiración hasta poder hacerlo sin gimotear.

—Dispara —dijo en un arranque de valentía.

—Hagamos una apuesta —ella le siguió el juego, desconcertada a la par que atenta—. Si mi sueño se cumple, utilizarás espíreas en tu ramo de novia —justo cuando iba a protestar, la calló con un gesto—, y si no, las sembraré yo mismo hasta el día que me vaya, ¿estamos?

Decidió no objetar en contra, ya sin energía para más disgustos.

—¿Y dices que soy yo la terca? —Se cruzó de brazos, mirándolo de reojo.

—Yo ya soy un viejo, tengo ese privilegio.

Elizabeth, aún con los labios resecos del llanto, le sonrió.

꧁ ⚜︎ ꧂

Meliodas no cuestionó su rostro rojo e hinchado en todo el camino a casa, aunque estaba por demás segura que no le había pasado desapercibido. En cambio, le sacó plática, quizás con la buena intención de distraerla. A pesar de su enajenación, hizo un esfuerzo por no ser descortés.

Tampoco se reprimió de quejarse en cómo su hermana, una vez lejos de los ojos de los demás, aprovechó en leerle la cartilla y recordarle, disimuladamente, que los Liones no dejarían pasar otro desacierto. Aquello, en su gran certeza, le sacó una risilla cantarina que, por más que intento reprimir, le salió natural. Era una lástima que Verónica se haya perdido de la reunión, ella no lo habría dejado ir a base de simples amenazas, mentiras piadosas en su mayoría. Margaret solía ser muy floja en cuestiones de intimidar. Le comentó también que la invitó, a ella y a Gilthunder, a su cumpleaños, y que estos habían aceptado al instante, deleitados de pasar tiempo en familia.

Cenó en su compañía, y al parecer, estaban en el proceso de crear una nueva costumbre; él, en especial, de escoltarla hasta la puerta de su habitación, y luego seguir hacia la suya a paso lento. Sintió el impulso de llamarle y ofrecerle pasar la noche nuevamente; sin embargo, se contuvo. Su parte racional se hizo con el mando de su consciencia y le imploró meterse de una vez a su cuarto antes de que cometiera una locura. En su vulnerabilidad, no sería capaz de frenarse si, por razones desconocidas, escalaba a algo más.

Ni siquiera el baño le calmó la ansiedad, y al zambullirse de lleno en la cama, la cabeza no hacía más que darle vueltas y vueltas. Los doseles giraban con el viento que se colaba por la ventana, así como ella giraba en torno a las palabras de su padre. Engurruñó la boca, mientras más lo sopesaba, más la atormentaba la razón que estas cargaban consigo.

¿Aguantaría la vida entera... así?

Era un ser humano después de todo, que sentía y padecía. Podía pretender ser una estatua, inerte e inconmovible, pero era una fachada que más temprano que tarde le pasaría la cuenta. Y con Meliodas cerca, cada vez más y más cerca, se le complicaba el afrontar sus estandartes de impasibilidad cayendo a su paso, y lo único que podía hacer al respecto era observar en una esquina. Era una cuestión de tiempo a que el último se derrumbara y... no quería imaginarlo.

O quizás, sí.

El debate en su pecho era como estar entre la espada y la pared, elegir a sabiendas de que, en cualquier caso, saldría perdiendo. Pero, ¿podía tener la certeza de eso, o no eran más que temores sin fundamento? Tenía muy presentes las implicaciones de lo que podría suceder si se entregaba a sus instintos, a sus impulsos insensatos. Un paso en falso y su vida se arruinaría por un desliz, perdería todo, pero, ¿qué había en cuánto a ganar?

No tenía una bola mágica de ver el futuro, ni quien le asegurara que al arriesgar, erraría irremediablemente. Si en algo podía confiar era los destellos del mañana de su padre. No habían fallado en augurarle la desgracia, ¿por qué habrían de hacerlo al vaticinar su fortuna? Tragó en seco de solo considerarlo, el alma y el cuerpo le dolían de retenerse y que al final fuese todo en vano: al verlo dormir a su lado, lo único que le venía a la cabeza era besarlo hasta que las estrellas dejasen de brillar.

La intimidaba en la misma medida que la atraía a él, y a pesar de que no había dado un primer paso como tal, las señales que dejaba tras de sí eran demasiado evidentes como para ignorarlas sin más. Y sabía que, si decidía emprender por ese camino, él no se rehusaría a ser partícipe. Cómo negarse, si podía ver a la legua que era tan mutuo que se tornaba incómodo entre ambos cuanto más tiempo renegaban de ello.

Al final del día, aunque el miedo a reabrir una herida persistía, sabía que no existía amor alguno sin sufrimiento; no encontraría nunca la luz si no se adentraba en las tinieblas.

«Falló, ¿no has fallado tú también?»

Suspiró con pesadez, sin poder creer que, pese a todo lo acontecido, la vida los había vuelto a enredar en sus fechorías. Juntos, una vez más. Parecía un chiste mal contado.

El sueño la sobrevino en medio de sus cavilaciones, y entre sus idas y venidas, se rindió a él con algo específico en mente. Había un viejo pasaje de Oscar Wilde que alguna vez leyó y, hasta recientes eventos, no le había hallado el sentido. Recordaba incluso haberlo tachado de inmoral. Irónico.

¿Cómo era? Ah, sí...

" La única manera de librarse de la tentación, es ceder ante ella. Si se resiste, el alma enferma, anhelando lo que ella misma se ha prohibido, deseando lo que sus leyes monstruosas han hecho monstruoso e ilegal. "

꧁ ⚜︎ ꧂

Y así, cerramos la primera semana juntos de este par con broche de oro (recuerden que la historia comenzó el primero de junio y, aunque yo no ponga fechas, pueden deducir los días de por medio por la sucesión de capítulos. Si lo han notado, siempre terminan en la noche).
Ya van, a su paso, haciendo las pases con sus demonios (mal chiste, lo sé). Al fin Elizabeth va sentando cabeza, y que bueno porque diosmío, narrarla es una montaña rusa. Me encanta, pero me supone más un reto que el mismo Meliodas precisamente por eso, por ser tan contradictoria. Discúlpenla, es que es géminis ?).
Confieso que la pasé feo escribiendo la escena de la discusión entre ella y Bartra, como hija única soy muy cercana a mi papá, y mientras lo narraba sentí que me estaban regañando a mí en lugar de a ella :c.
Por cierto, ojo con la premonición de Bartra, que las flores contienen significados muy simbólicos; ejemplo, las espíreas: se las conoce por el nombre de "coronas de novia", y son muy utilizadas en las bodas. Ah, pero también los crisantemos, que simbolizan la resolución, y los gladiolos, los vínculos rotos. Curioso, ¿no es así 👀
Este capítulo es un punto de inflexión, de aquí en adelante, estos dos no van a hacer más que ir en escalada hasta, bueno... es un secreto ;).
Y como todo no puede ser color de rosa (otro mal chiste), debo comunicarles que no habrán más capítulos semanales los domingos 🥲. Mis vacaciones han pasado volando y mañana empiezo mi 2do año de Medicina, el cual es más exigente que el anterior y, aunque estoy comprometida completamente con la historia, no puedo descuidar mis estudios.
Pero que no cunda el pánico, eso no significa que dejarán de haber actualizaciones, al contrario, solo que no serán todos los domingos. A veces tardarán más, otras quizás tarden menos; sin embargo, aquí seguiremos (rima y todo).
Recuerden que si el capítulo fue de su agrado, pinchar esa estrellita preciosa de la izquierda y, si no es mucha molesta, comentar que les pareció. Ese tipo de apoyo me anima a terminar los capítulos más rápido🩶.
Sin más,

isa ❥.

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