『 𝐕𝐈 』
—le estoy agarrando el gusto a actualizar semanal sisi, disfruten el capítulo que está para chuparse los dedos, y nos vemos abajo como siempre para notas <33.
꧁ ⚜︎ ꧂
El tintineo constante de las llaves era lo único que retenía la cordura a su cuerpo.
Las sacudía, de un lado a otro, con tal ímpetu que debía parecer un auténtico maniático. Había contado hasta mil, ida y vuelta; repasó cada modelo de avión que hayan tocado sus manos, sus piezas y sistemas hasta el más milimétrico detalle; pero los minutos pasaban sin pena ni gloria y ella simplemente no bajaba.
Meliodas volteó a ver, por enésima vez, el reloj en su muñeca: casi una hora de retraso en lo que acordaron. Conocía a las mujeres y sus percances repentinos, por tanto, se hubo tomado la molestia incluso de levantarle él mismo para evitar demoras innecesarias, y aún así, fue inútil. Llegó a considerar que le estaba haciendo esperar a propósito, como parte de algún castigo absurdo con sentido solo para ella, mas se dijo de calmarse y pensar en frío: ella prometió dejar todo lo acontecido atrás, y si bien Elizabeth podía ser algo rencorosa, no era una hipócrita. Sumado a eso, ayer quedaron, relativamente, en «buenos términos».
Dejó escapar un suspiro profundo, derrotado. Tal parecía que nadie en esa casa conocía el término puntualidad. Su experiencia en el ámbito militar quizás le había dejado secuelas en ese aspecto, pero eso no alivianaba el hecho de que era un mal hábito a corregir en, al parecer, la inmensa mayoría de gente que conocía. Comenzó a sentir la vista pesada de tanto agobio, y no le quedó de otra que apoyar sin muchas ganas su cabeza en el asiento. Pero como no podía ser de otra manera, en el momento exacto que al fin lograba conciliar un sueño ligero, el portazo que pegó Elizabeth fue tan estrepitoso que lo hizo saltar de improvisto, pegándose en la coronilla contra el techo del auto.
La maldijo a ella y a su estirpe en silencio mientras se sobaba el golpe, aún punzante. Su copiloto, callada y con mala cara, no se había dignado siquiera en tener la cortesía de desearle los buenos días. Meliodas la miró de reojo, relamió sus labios en un esfuerzo por nivelarse y no arruinar lo pactado la noche anterior, y al encararla, forzó su mejor sonrisa cínica para ella.
—¿Dormiste bien?— Si ella omitía las formalidades, dos podían jugar al mismo juego.
El semblante de Elizabeth permaneció en su totalidad estoico, y de sus labios, ni una palabra tan solo. Meliodas cerró los ojos y posicionó sus manos al volante, sosteniéndolo como si se tratase de su propia compostura. Al voltear a verla, ya más recompuesto, la encontró girada a la ventanilla, cruzada de brazos, indiferente a él y a su entorno. El rubio chasqueó la lengua; ese, definitivamente, no era el rumbo en el que quería que fuera su mañana.
—¿Te pasa algo, Elizabeth?— preguntó, a estas alturas, preocupado por su enajenación. Estaba demasiado callada para ser solo su mal humor de costumbre. Pero de nuevo, su respuesta fue el silencio. Bien, hora de tomar medidas más drásticas—. No saldremos de aquí hasta que me respondas.
Odió tener que recurrir a chantajes tan básicos, aún a sabiendas de que era por un bien mayor. No era propio de ella ese estado taciturno, al menos no llevado al extremo de la mudez. Su vista permaneció fija en ella, que no se inmutó ante su presión silenciosa. Aquello era posible que tardara un rato, dada su testarudez innata, empero, no desistiría aunque le tomara el día entero.
A últimas instancias, la escuchó protestar entre dientes, demasiado bajo y enredado como para comprenderle algo. Respiró profundo, dos, tres veces, y luego le encaró cual si nada hubiese sucedido. Una cara sonriente, y para cualquiera sin un ojo entrenado en cuestiones de lenguaje corporal, aparentemente genuina. Ah, ¿en serio creyó que podría engañarlo con eso? Era buena, y le daría el crédito por el buen desenvolvimiento de la técnica, mas no lo suficiente para un soldado cuya vida se decidió en su día en la capacidad de distinguir enemigos de aliados con solo un vistazo. Dejando sus vivencias de lado, en verdad le llamó la atención lo amaestrado que tenía su temple y el control preciso de sus facciones; y no de la buena manera. Aquello requería práctica, mucha práctica, y sin embargo, Elizabeth casi lo tomaba por tonto en su acto.
Una vez más, esa imagen que había atesorado en su memoria de una muchacha con apenas maldad y pura en espíritu, se desvanecía frente a sus ojos.
—Vomité en la mañana, y todavía me siento algo mal— dijo con estudiada naturalidad. Meliodas la miró unos segundos, poco convencido por la manera, a duras penas perceptible, en la que temblaba su voz marchita.
Podía ser una perfecta mentira, o una verdad a medias; el caso es que ni de chiste era una verdad legítima.
Devolvió su vista al volante, decidido a no presionarla. Si deseaba tratar el tema, vendría a él por su propio pie, de otra forma, se limitaría a no interferir en sus asuntos por mucho que su pecho le rogara el hacerlo. Elizabeth era una ya mujer, y si gestionaba sus emociones tal cual, él no era quien para inmiscuirse. Por el costado, la vio acomodar un mechón de su cabello plateado por detrás de oreja, y sin caer en cuenta, sonrió como un bobo. No trató de reprimirlo, despreocupado en si ella lo notaba o no, pero en secreto, deseó que lo haya hecho.
Deseó que lo mirara, que le regalara por igual una sonrisa verdadera, y le sacara plática por el resto del día. En cambio, los ojos de Elizabeth continuaron enfrascados en el paisaje por fuera del cristal.
¿Qué tanto piensas, si no es en mí?
Se sabía egoísta y había llegado a un punto en que se vanagloriaba de ello; la culpa se había despojado de su cuerpo y solo quedaban en él las ansias de ella. Pero cómo fantasear en tenerla, si la veía y no había más que un cascarón de lo que alguna vez fue. Y lo peor es que la quería así: rota y taciturna, caótica. El naufragio de un amor que nunca llegó más allá de la costa. Quizás la quería incluso más, puesto que el deseo de enmendar sus piezas una por una hasta devolverle su esplendor era algo que lo consumía a cada instante que pasaba en su presencia.
Anoche dejó entrever algunos destellos de esa alma que lo enamoró, y tal vez eso lo ilusionó demasiado, no obstante, era en los pequeños gestos que encontraba resquicios de la Elizabeth que añoraba: el mechón tras su oreja, sus labios teñidos siempre de un leve color rojo y, cuando la creía despistada y se perdía en observarla, cada expresión de su rostro le parecía tan etérea que Meliodas, agnóstico declarado, consideraba seriamente la existencia de un Dios. Era una especie de embrujo que lo mantenía cautivo en su red, y fuera a su voluntad o no, él hallaba una especie de regocijo extraño en saberse devoto a ella después de tanto tiempo. Elizabeth bien podía ser su religión: su Diosa y su templo, pan y vino por sí misma.
Carraspeó con firmeza para ahuyentar el silencio y sus pensamientos intrusivos, que cada oportunidad aprovechaban para apoderarse de su consciencia.
—Bien, pongámonos en marcha entonces— enunció, más para sí mismo que para su acompañante, al meter las llaves en el arranque.
Para su sorpresa, la susodicha reaccionó al rugir del motor y se enderezó en su asiento, al menos ahora con la vista al frente.
—A su disposición, capitán— fue imposible que aquello, apenas audible, no llegara a sus oídos. Meliodas tardó en asimilar lo escuchado, algo incrédulo. Ni siquiera era una insinuación de por sí, pero hubo algo en la manera en que esas palabras salieron de sus labios que lo hizo sentir vivo de nuevo. Y fue ese mismo algo el que relucía en sus ojos azules cuando se giró a ella en busca de su mirada.
Por primera vez en el día sus ojos hicieron contacto, y por primera en vez en el día lo invadió esa calidez que solo ella podía brindarle. No le dio la victoria de una sonrisa, pero creyó distinguir, de soslayo, como las comisuras de sus labios carnosos se elevaban apenas unos milímetros. A Meliodas, demente por su bienestar, le bastó por demás. Sublime, tan demasiado y tan poco a la vez, que conseguía elevar sus latidos de cero a mil en cuestión de segundos.
Sí, definitivamente aún su Elizabeth.
Puso el motor en marcha, y pisó el acelerador con la realización bailando en sus facciones. Tal vez el día había retornado al camino correcto.
꧁ ⚜︎ ꧂
Sabía que a las damas de alta sociedad se les dificultaba asimilar la idea de ir sencillas a, en pocas palabras, cualquier sitio; pero lo de Elizabeth ya estaba cruzando los límites entre la elegancia y la excentricidad. Era muy probable que su mente masculina fuese la simplista, aún así, ¿sandalias de tacón, en un viñedo? Si las hubiese visto al montarse en el auto de una la mandaba a cambiarse, mas ya en el momento que cayó en cuenta, era demasiado tarde para hacer algo al respecto más que ayudarla a la hora de recorrer la tierra, la cual para su gran fortuna, se encontraba húmeda debido a las lluvias.
Aferrada a su orgullo, rechazó su ayuda cerca de un millar de veces, sin importar lo incómoda que se veía o las veces que hubo que detenerse para esperar que desenterrara su tacón de algún agujero. Pensó que en algún punto se quitaría los zapatos, pero aquello no sucedió. En cambio, se esforzaba en seguirles el ritmo y asentir a cada explicación que el viticultor les ofrecía de los tantos tipos de uva, a pesar de que Meliodas podía ver perfectamente como su atención, muy alejada de la catación de vinos, residía en sus pies. Después de mil intentos más de su parte y un intercambio problemático que casi desemboca en una discusión innecesaria en público, se dejó alzar en brazos hasta llegar al chalet. Adoraba su carácter firme, aunque debía admitir que lo sacaba de quicio con más facilidad de lo que le gustaría.
Casi se tropieza al escabullirse de su agarre nada más ver el suelo enlozado de la terraza, Meliodas simplemente guardó silencio ante su acción. Cerró sus ojos y contó, una vez más, hasta mil. La reservas de su paciencia se estaban quedando secas y ella, sabiéndolo, se esmeraba aún más en corromper lo poco que quedaba. Si seguía por ese camino muy pronto se verían de nuevo con las dagas al cuello del otro.
Elizabeth se sacudió la falda de su vestido y, finalmente, se sacó los zapatos. Sentiría pena de ella y sus pies maltratados por las hormigas y las tiras del calzado, pero decidió ser un incordio y deshacerse por sí misma de ese beneficio. No obstante, su incomodidad era contagiosa y no pudo evitar que un ligero malestar al mirar cómo batallaba consigo para estar de pie. Meliodas consideraba su empatía ser su mayor defecto, e incapaz de contenerla, se apresuró en elegir dos de los vinos espumosos —la especialidad del lugar, y a decir verdad, los adecuados para una celebración— y para degustar en compañera soledad, un tinto que, solo por su mero aroma, prometía ser toda una maravilla a degustar.
No creía que habrían pasada más de unos veinte minutos, sin embargo, parecía que la breve espera no le había asentado al mal humor de la plateada. Le ofreció una vez más cargarla, mas sudaba testarudez y solo aceptó tomarle del antebrazo para apoyarse al caminar. Luego de unos pasos, supo por su cara de tormento que si le brindaba llevarla en brazos nuevamente, no tendría la fuerza suficiente para siquiera continuar haciéndose de rogar. Y tal lo predijo, tal sucedió. Elizabeth no podía apenas con su alma y sin mediar una palabra, bastó solo el ademán para que accediera, a cascarrabias, a ser cargada.
El propietario, un español refugiado llamado Zaratras, insistió en acompañarles hasta el auto. Había sido él quien les hizo el recorrido por la hacienda y Meliodas no mentiría, era un tipo de sobra carismático. Lo envolvió de tal manera que, siendo él un cliente de aquellos insoportables por amor al arte, no le encontró un pero y no solo eso, que logró endulzarle el oído al punto de comprar tres de sus productos. Meliodas se vio obligado a elogiarlo en voz alta por sus habilidades, tanto de vinicultura como de venta, y reconocerlo no le pesó en absoluto. Le habló desde las complicaciones de la siembra en el clima frío de Inglaterra hasta temas como la Guerra Civil. A todo esto, le pareció curioso que Elizabeth, siendo Bartra al igual un inmigrante gallego, no pronunciara nada al respecto.
El hombre cumplió su palabra y una vez avistaron el auto, de no ser porque afirmó su agarre, ella de nueva cuenta se habría tirado casi corriendo al piso. Para Zaratras el gesto no pasó desapercibido.
—Hacen una bella pareja, su esposa y usted. Se ve que no se aburrirán nunca del otro— mencionó casual y entre risas, un comentario a todas luces sincero.
Elizabeth abrió los ojos como luceros a punto de reventar y el rubor se propagó de ipso facto en sus mejillas como una onda expansiva al escucharlo; ella tal vez sentía algo de vergüenza, él sentía nada más que el pecho a estallar de orgullo. Quiso responderle que sí, que guardaba toda la razón del mundo en esa frase, pero su modestia y el respeto que le debía a ella eran mayores a su soberbia.
—No estamos casados— dijo, dejando entrever algo a la imaginación. Ni afirmaba ni desmentía. Ya decidiría Zaratras la interpretación que le daba a sus palabras.
—Soy su cuñada— rebatió ella casi de inmediato tras él. Bajó la mirada a su rostro, ah, no desperdiciaba oportunidad de buscarle la lengua.
Se removió inquieta en su regazo y en su fastidio, consideró dejarla caer, mas se abstrajo y procuró mantener su semblante agradable. Mordió el interior de su labio inferior luego de escuchar, una vez más, el portazo estridente al cerrar la puerta. Más tarde se aseguraría de darle una charla extensa sobre porque no maltratar un Rolls Royce como si los dieran de gratis en las esquinas. Le abrió el maletero a Zaratras y este acomodó con delicadeza las botellas, guardadas con recelo en una bolsa diseñada para evitar inconvenientes.
—Sabe, ella me recuerda mucho a mi mujer.— Se dirigió a él con aires de sabiduría—. Me atrevería a decir que ella me trataba peor, así que no todo está perdido— rio, una mano rascaba la parte posterior de su cabeza—; si piensa que es la indicada, no desista. Lo que está escrito no puede ser cambiado.
Meliodas sonrió a sus palabras, aquel hombre, sin saberlo, alimentó con su anécdota su coraje moribundo en no ceder a ella ante nada, ni nadie. Y, a pesar de no ser un gran supersticioso, no sería la primera vez que la vida le echaba en cara el no desconfiar del destino, o a tentarlo. Estrecharon manos tras una breve despedida en la cual le juró volver si otra ocasión ameritaba alcohol, y se montó en el auto tarareando.
Dejó caer entero el peso de su cuerpo en el asiento, exhalando cansado una vez dentro cuando los ruidos del exterior cesaron. Habría sido una dulce calma, de no ser por la mirada que no se despegaba de él y que atravesaba su sien. Abrió los ojos despacio, sin prisas en encararla. No sabía lo que hallaría, siendo Elizabeth hoy más enigmática que de costumbre, pero fue grata su sorpresa al ver danzar una sonrisilla pícara en su boca.
Lo había hecho a propósito.
Se veía absorta en su espejo de bolso, simulaba retocar sus pestañas con sus dedos con poco ahínco, y, pese a que ya había dejado de mirarle sin rastros de disimulo, su expresión la delataba.
—Parece que se te ha ido olvidando el malestar— ironizó con tono amargo, más concentrado en arrancar el auto.
Elizabeth cerró sin rodeos su espejo.
—A veces la gente se pasa de insensata, ¿no crees eso, Meliodas?— Le devolvió con la misma moción.
El rubio chistó, las manos aferradas al volante. La desfachatez de su compañía variaba lo mismo en los más ínfimos sinsentidos a escalas que nadie esperaría de una mujer de su nivel.
—Sabes que pudiste manejarlo mejor— replicó, aunque de cualquier manera, era un debate en vano. Ella no le daría la razón.
—De otra forma no aprendería a no tomar las cosas por su apariencia— se encogió de hombros ligeramente. Como previó, ella no daría su brazo a torcer ni en una discusión tonta. Colocó el espejillo en una esquina de la pizarra junto a sus sandalias, y se giró a él con un dedo levantado—. Y, para recalcar, nosotros no parecemos una pareja casada.
Meliodas enarcó una ceja.
—Peleamos como una.
El comentario pareció reavivar su mal genio, puesto que lo observó con los labios entreabiertos en una mueca entre disgustada y escéptica. Quizás le pesara admitirlo, pero en el fondo Meliodas sabía que tenía razón, y que ella muy en lo profundo se la debía dar incluso si no toleraba la idea. Por el rabillo del ojo la vio recostarse en su asiento y negar para sí misma, desistiendo de cualquier barbaridad que fuera a salir de su boca. Bien, porque llevaba prisa y otra disputa sería un inconveniente.
—Necesito pasar un momento por el Banco, ¿te parece bien?— Tal podía haberle hecho la misma pregunta al viento si su propósito era el arrullo del silencio. Ella no se tomó la molestia de al menos voltearse—. Y cómo no hay objeciones tomaremos un café, claro que sí.
꧁ ⚜︎ ꧂
—Señor Demon, ¿qué lo trae de vuelta tan pronto?— La sonrisa amable de la muchacha lo recibió enseguida, el mismo procedimiento de hace unos días. Deldry, si la memoria no le fallaba, se puso en función suya sin apenas intercambiar unas palabras.
Meliodas, receloso, paseó sus ojos a su alrededor, velando por cualquier oído fisgón puesto en función suya. Una vez se cercioró, se volvió a la chica.
—Vine a retirar lo que te entregué, tú sabes qué.
Los ojos de la muchacha se iluminaron por un instante, tal vez perdida en la sensación de sostener aquello en sus manos nuevamente. Sin embargo, entró pronto en sus sentidos y respiró hondo.
—Si le preocupa su seguridad, le puedo asegurar que las bóvedas son sagradas para nosotros y-
Levantó una mano, indicándole de guardar silencio con el ademán.
—Tranquila, solo voy a darle uso.— Deldry sonrió como una niña chiquita.
—Qué envidia — suspiró enternecida—. Debe ser bonita ella para tener ese honor— tonteó, rebuscando la llave para abrir el gabinete donde se guardaban las demás para bajar a las bóvedas.
El rubio asintió embobado, perdido en sus propias cavilaciones.—Toda una princesa.
Deldry sonrió ante aquello, y acto seguido le mostró con gracia la llave de su bóveda personal. A decir verdad, no era suya suya, pero Estarossa estipuló que no había ningún problema en guardar la pieza allí, con plena confianza en el lugar.
—¿Bajará personalmente o...?
La repentina pregunta lo bajó de regreso al plano terrestre. Le restó importancia con un gesto.— Vaya usted, yo esperaré aquí.
Para su suerte, su encomienda no demoró si acaso unos veinte minutos. Deldry parecía haber volando el camino aunque caminaba lo más casual posible, con la vista al piso para no tropezar y dejar caer lo que sostenía con firmeza en sus manos. La puso en el mostrador y la deslizó por la superficie con disimulo hacia él. Era una maleta pequeña y algo ancha, sobria y opaca, indiferente a la vistas que pudiera atraer su contenido. Dentro, en su estuche de terciopelo, descansaba serena una de sus más preciadas propiedades
—Estaba tan linda como la primera vez que la vi. Hasta me da pena despedirme de ella y todo— bromeó con soltura, tanteando entre la broma y la verdad.
No le cabía duda de que se había enamorado a primera vista, y no la culpaba, era una cosa exquisita y en exceso reluciente; las mujeres adoraban eso, en especial aquellas que no lo vivían a menudo. Solo esperaba que conquistara a su próxima propietaria con la misma intensidad. Deldry lo despidió con la efusividad de su llegada, advirtiéndole sobre cómo posicionarla en el auto para que no sufriera el más mínimo daño. Él asintió a todo, aunque después de todo ese discurso sobre prevención la fuera a dejar justo al lado de las botellas. La vida era para asumir riesgos después de todo, y si iba con todo ese secretismo despertaría la curiosidad de alguien quizás no con buenas intenciones.
A pesar de que el centro de Kent no era tan aborrecible como el de Londres, sí había una buena cantidad de movimiento, más de lo que imaginaba para ser honesto. Suspiró aliviado al divisar a Elizabeth en una de las meses de la cafetería que le indicó, con todo el asunto de sus cambios de humor la creía bastante capaz de irse sola por ahí solo para trastornarle un poco más la psiquis. Toda precaución con ella era poca si se trataba de su carácter venático.
Tomó asiento frente suyo, dejando el maletín asegurado con sus manos, encima de sus muslos. Examinó con la vista el lugar, concurrido pero no abarrotado. Elizabeth, para su extrañeza, no comentó nada sobre él. Por otra parte, se le notaba concentrada en el flujo de gente a las afueras del local, más ausente que a su lado. Un mesero pasó a su mesa a entregarles los pedidos, previamente solicitados por ella, y le desconcertó su elección. No era algo del otro mundo, dos espressos sin gracia, pero dada su educación inglesa le resultó raro; sin embargo, no le disgustó. A pesar de la simpleza en la apariencia del café, el primero sorbo le supo a ambrosía, la gloria misma. Había pasado tanto tiempo bebiendo americanos que olvidó lo insignificantes que eran a comparación de un café bien hecho.
Elizabeth colocó la taza sobre la mesa después de unos sorbos, refinada como una lady. Le quedó constancia de sobra que podía serlo, y elegía ahorrarse a propósito las cortesías con él. No pudo decidirse si tomarlo como halago o insulto. La observó abrir la boca, indecisa sobre si hablar o no, cosa que le hizo enarcar una ceja.
—Si te digo una cosa, ¿me escucharías?— dijo con voz trémula.
Meliodas frunció el ceño ante la pregunta, mas asintió sin hurgar en ello.
—En la mañana, sí me sentía mal, pero no te dije el porqué, y he estado pensando en eso el día entero— admitió con la mirada gacha, él la instó a continuar con un ademán—. Me llamaron de Essex, papá tuvo otro de sus episodios y no fue gran cosa, pero... creo que entiendes que estoy algo nerviosa.
Y lo hacía. Elizabeth era la luz de los ojos de Bartra, la tenía endiosada por encima de sus hermanas aunque jamás se atreviera a admitirlo; y esa adoración era mutua. El primero en leerle la cartilla cuando pretendía a su hija fue él, y utilizó un tono tan profundo y frío que llegó a intimidarlo al punto de pensar que a la mínima falta amanecería boca abajo en el Támesis. De hecho, de haberse quedado en Inglaterra no dudaba que así habría sido.
La mirada de Elizabeth decía más de lo que hacían sus labios, acongojada con pinceladas de temor, no fallaban en advertirle de que el asunto no era una cosa a tomar a la ligera. Bartra sufría de epilepsia desde que era un muchacho —lo tenía aburrido con cuentos de su juventud cada vez se veían—, y sabía que las crisis lo dejaban bastante débil, y aquello era de joven, así que debieron agravarse en su vejez aún más.
—Necesitaba sacármelo del pecho— concluyó con un sorbo al café.
—Yo puedo llevarte a verlo— declaró sin muchas dilaciones. No era una completa locura, Essex no quedaba en la otra punta del globo. No obstante, Elizabeth lo miró como si fuera un lunático y comenzó una verborrea a la Meliodas hizo oídos sordos—. Essex está una hora de aquí, iremos en el auto un día de estos. Dime cuando prefieras, nos ponemos de acuerdo, y vamos.
La vio quedarse callada de repente, como asimilando lo que acababa de escuchar. Meliodas en verdad no veía la gran complicación, viajes más largos se han hecho por carretera y nadie ha puesto el grito en el cielo. Elizabeth no había cruzado fronteras a pie y era evidente.
—Gracias— enunció después de un breve silencio. Meliodas no creía haber escuchado algo tan sincero salir de sus labios en todos los días que llevaba con ella. Si bien era cierto que habían venido a interactuar más de cerca en instancias recientes, su tono en ese agradecimiento no demostraba nada más que transparencia y genuinidad.
Le tocó una fibra sensible su gratitud, no mentiría. Y por segunda vez en el día, algo de ella lo hacía decir que valió la pena levantarse de la cama.
—También tengo ganas de ver a tu papá, ha llovido mucho desde que nos vimos.
Elizabeth hizo un gesto extraño con su boca.
—No hay que decirte que ya no eres su ahijado, ¿no?— espetó, esa sentencia cargada de sarcasmo. Le caló un poco en el orgullo reconocerlo, pero era inadmisible que luego de herir a su princesita le siguiera guardando el mismo afecto. Aún así, sabía que la esencia seguía allí, intacta.
—Eso son celos, Elizabeth. Yo era el favorito y no lo soportabas— refunfuñó, encogiéndose en su asiento.
—Eras— rio altanera, dándole con desinterés otro sorbo a su bebida.
Los deseos de borrarle esa sonrisa burlesca de su cara lo consumían, sin embargo, cuando fue a responder con más ímpetu, una mano desconocida y cálida agarró su hombro con dulzura.
—¡Dios, sí son ustedes!— chilló una muchacha que le pareció, a primera vista, extrañamente familiar. Portaba su pelo castaño en unas coletas sueltas, dos mechones enmarcando su rostro menudo.
—¿Diane?— indagó dudoso; dudas, que se esfumaron en segundos al ver su cara tornarse roja ante su cuestionamiento.
—Nuncas cambias, Meliodas. ¡Por supuesto, quién más!— protestó con un tono infantil.
Ella tomó una de las sillas de las mesas adyacentes, sin preguntar a las meseras o los clientes de la misma mesa, y la acogió como propia. Sin previo aviso, se giró a Elizabeth y pareció olvidarse de su presencia en cuanto comenzaron a intercambiar saludos y cordialidades. No se insultó en lo absoluto, aunque la vida los había hecho cruzar caminos bastante más a menudo, ella siempre fue el chicle de Elizabeth desde que la conoció. La conexión entre ambas era innegable y le daba gusto el encuentro fortuito después de tantos años, pero le resultó algo incómodo verse envuelto y sentir que estorbaba en lo que halagos iban y venían. Aclaró su garganta, atrayendo la atención de las involucradas.
Diane se disculpó a regañadientes con él y se acomodó en su asiento, posicionó sus codos encima de la mesa y los miró a los dos, la complicidad retratada en sus inmensos ojos violeta.
—Antes de que empieces, ¿qué haces aquí?— Inquirió primero él, apresurado en hacerse con la batuta en la conversación. Si la dejaba, Diane no dejaría de hablar hasta el fin de los tiempos y su paciencia pisoteada y escupida por Elizabeth no soportaría su cháchara interminable y redundante.
Ella se volvió a él.
—A King se le metió entre ceja y ceja visitar a su tío Gloxinia, no tuve otra opción que venir. Me moriría de tristeza sin él— quizás Elizabeth pensaba que la declaración partía del más puro romanticismo, a juzgar por el suspiro pesado que abandonó sus labios, pero él sabía que la veracidad de sus palabras era tan real como la salida del Sol en las mañanas.
La pareja pasó de ser un amor de colegio, a casarse en la Universidad y Meliodas no recordaba una ocasión en la que hayan discutido o pasado un tiempo separados. Podía tomarse como una historia de amor predestinada, o como una codependencia de las fuertes; fuese una o la otra, no había visto jamás a dos personas tan diseñadas para una vida juntos como ellos. De vez en cuando, había que simplemente creer en las almas gemelas.
Meliodas asintió con lentitud. Se permitió relajar los músculos del cuerpo, solo para sentir como el mundo se detenía al ver como Diane tomaba con emoción la mano izquierda de Elizabeth, su mirada brillante como el zafiro en su anillo de compromiso, y tan alto como su garganta se lo permitió, expresó:—¡No me había dado cuenta que se casaron!
Habría considerado cometer homicidio de no estar penado. Esa parte de ella, la imprudente que no conocía un límite, se había ganado su eterno rencor desde tiempos inmemoriales. Se llevó una mano a la cara, restregando su ceja como si fuera a sacarlo de la engorrosa situación. Alzó con dificultad la vista a Elizabeth, inmóvil en su lugar como si el tiempo se hubiera suspendido para ella también. Él podría librar con par de palabras altisonantes a Diane y pasar la página, pero ella no. A pesar del mal rato, su expresión, contrario a con Zaratras, no era una de hastío o en su defecto rechazo. Estaba conmocionada, sí, pero se apreciaba en sus facciones un deslumbre de ¿pesar? Lo más seguro era que su mente hambrienta de señales lo haya imaginado.
—Ella se casó— aclaró tajante, rompiendo el silencio—. Y yo también, pero no funcionó y este no es lugar para tener ese tipo de conversaciones, ¿no es así, Diane?
Se tomó el deber de reprenderla por mano propia, Elizabeth solo los observaba callada como una tumba. La castaña captó el tono severo con el que pronunció su nombre y pareció calmarse de inmediato, consciente de lo que conllevaba su mal genio, aunque el daño ya estaba hecho. El lugar el entero se había puesto en función suya, y, ya cansado del pésimo día que llevaban, se adelantó él en pedir la cuenta a la mesera que los había atendido.
Diane no rechistó, a sabiendas de su error. No era enteramente su culpa, cómo podría ella saberlo o adivinar la atmósfera entre ambos, pero era más que innecesario utilizar todos los decibeles que cargaba en sus cuerdas vocales. Los siguió a ambos de cerca, silenciosa, hasta llegar al auto. Meliodas la escuchó disculpándose mientras acomodaba el maletín al costado de la otra bolsa, y también escuchó como la propia Elizabeth acallaba su vocecilla llorosa y le decía que todo estaba bien una y otra vez. En lo que a él respectaba, no le dirigiría palabra en semanas, mas ahí estaba ella: desbordando compasión.
No pudo evitar chismosear en la charla cuando la invitó a su cumpleaños, con el entusiasmo que no le había demostrado a él. Meliodas sintió algo artificial en su tono, y luego se dijo de no darle importancia cuando Diane se limpió las lágrimas de las mejillas y asintió eufórica. A pesar de ser más joven, Elizabeth estaba, sin saberlo, dándole cátedra de desinterés y humildad.
Iría con King, obviamente; y aunque adoraba a la pareja, prefería mantener la celebración privada y con bajo perfil por el bien de Elizabeth. Sin embargo, al ser sus invitados personales, y ella la cumpleañera, era entera e indiscutiblemente su decisión.
Diane le miró con ojos de cordero moribundo y por más que intentó seguir molesto con ella, esa técnica suya nunca fallaba en ablandarle el corazón. Lo que tenía de indiscreta lo tenía de adorable, para su suerte. Se despidió de ella con un corto abrazo, no sin antes hacerle prometer que no defraudarían a Elizabeth, y una vez más, se dejó caer de lleno en el asiento de piloto. La quietud los acarició a ambos con ternura, y se permitieron respirar en ella unos segundos.
Había sido una tarde movida, por decirlo de manera leve.
Elizabeth no habló, él tampoco vio la necesidad de alargar la estancia con balbuceos absurdos. Y lo único que resonó en sus oídos durante los veinte minutos de recorrido, en lugar de su voz melódica enterneciendo sus sentidos, fue la nada.
꧁ ⚜︎ ꧂
¿Existía instante que no la tuviera presente?
La brisa nocturna besaba su torno desnudo con fervor, sin embargo, sus caricias no lograban apagar el fulgor de su recuerdo. Elizabeth debía dormir tranquila ya dada las horas. Plena madrugada fresca, idónea para admirar la magnificencia de la Luna, pero Meliodas temía que si la miraba por mucho tiempo se transformaría en su cabello plateado, tan tangible a él que lo podría trenzar con sus propias manos.
Ni toda la nicotina del mundo podría relegar a segundo plano sus impulsos si la tuviera en su habitación.
La ansiedad se lo tragaba entero y el sueño no venía a él por más que cerrara los ojos: solo venía a él su rostro y esos ojos que parecían nunca mirarlo del todo. El cenicero no aguantaba un cigarro más, desbordado en las cenizas de su anhelo. De cualquier manera, se había fumado al menos quince en el transcurso de una hora, en algún momento debía ponerse un límite; y si salía por más, sus pies lo conducirían involuntariamente a su puerta. Su voluntad y su orgullo se habían reducido a nada más que una burla de lo que alguna vez fueron.
Sería menos patético si tuviera algún indicio de reciprocidad al cual aferrarse; algo más que sonrisas fugaces y palabras desafiantes que se iban al junto al viento. Los destellos repentinos de un querer efímero no eran algo con lo que se conformaría ni en un centenar de vidas, así como su intuición de un interés mutuo le servían de muy poco si ella continuaba con su juego del gato y el ratón.
Todo fluyó tan fácil la primera vez que cruzaron caminos, se sentía tan correcto entregarse a ella que nunca le pasó por la cabeza la idea de una despedida; menos una tan abrupta que aún le cobraba partida. No obstante, tenía que reconocer que una Elizabeth, a pesar de que su esencia se mantuviera íntegra, distaba mucho de la otra. Nunca había sido una muchacha dócil, al contrario, pero tampoco lucía su terquedad a capa y espada. Se había hecho de una armadura casi impenetrable que la privaba de cosas buenas y malas sin distinción.
Desde la mañana, le había estado dando vueltas a esa destreza que había desarrollado para el engaño. Desconocía esa faceta de ella, y tal vez era así porque jamás había tenido necesidad de pulirla hasta verse atrapada en tal situación. Meliodas sabía que su entorno era hostil y en su familia no había cabida para un desliz de debilidad. Un alma noble como Elizabeth no habría soportado el ambiente nocivo; no hubo más opción que adaptarse.
Era la ley del más fuerte: o se amoldaba su nueva normalidad, o moriría de tristeza.
Si lo pensaba a más profundidad, la culpa se lo comería vivo. De alguna forma, él era responsable de muchas cosas, el principal desencadenante de todo aquel desastre.
Pese a eso, Meliodas se veía en la necesidad de aceptar que su actitud desafiante lo envolvía en una danza peligrosa, iba a ella como polilla a la luz. La clásica paradoja de qué sucedería si una fuerza inamovible se encuentra con una fuerza irresistible. Podía compararlo incluso al vals de dos galaxias a punto de colisionar, en un final tan predecible como sublime.
Sus defectos la hacían más humana, más cercana a él; un pecador irredimible.
Lo intoxicaba en todos los aspectos y él lo permitía gustoso; le robaba el sueño, la vida, y Meliodas lo sabía, y si la oportunidad se le diera, le dedicaría su ser hasta quedarse vacío. Quizás eso le agradaría y la haría mirarlo como su Meliodas de nuevo. Jamás había sentido semejante torbellino de emociones por una mujer, ni siquiera por ella años atrás; y, de preferirlo, sería buena que fuera la primera y la última vez que lo hacía. Aunque, sabía, muy en sus entrañas, que ninguna la igualaría a ella ni en sueños.
Miró a la Luna, y la Luna lo miró a él de vuelta. Meliodas tuvo la certeza de que ella sabía lo que pasaba por su cabeza. Era de mala fortuna pedir deseos al astro, pero por una vez, se dejó acarrear por sus emociones a flor de piel y pidió; pidió por ella y, ávido de volver a besar con tanta ternura contenida sus labios, también la pidió a ella. Y si Zaratras tenía razón y el destino, ya plasmado en papel, no le daba el placer de estar a su lado, él mismo se encargaría de reescribirlo hasta hacerse suyo, y saberla de él en cuerpo y alma.
Era egoísta. Era quizás desesperado, seguramente despreciable. Pero era sincero, un deseo tan puro que le quemaba el alma, y sentía como el incendio se propagaba dentro de él a cada minuto que no hacía nada más que lamentarse por no tenerla. En cualquier momento, no lejano, acabaría por consumirlo en su agonía.
Mandaría todo al diablo por un segundo de su amor ingrato, su amor incierto que lo mantenía en vigilia como penitencia a su partida.
Y así lo haría.
Y si estaba destinado a ser, Meliodas no dudaría en remover cada uno de los obstáculos que se le presentasen en su camino a ella; poco le importaba si estos portaban su propia sangre y apellido, o no.
꧁ ⚜︎ ꧂
Dios, les juro que yo trato de ahorrar en palabras, pero las manos se me van solas, y más con la perspectiva de Meliodas 😭.
Uf, que par estos dos, ¿no? Un roto para un descosido JAJA. Por suerte van resolviéndolo poco a poco, pero seguro. Ténganles paciencia, en cualquier momento les sorprenderán ;).
Hemos planteando una problemática: Meliodas está enamorado de una Elizabeth que ya no existe, y Elizabeth "desprecia" a un Meliodas que tampoco es el mismo. Meliodas ha llegado a su conclusión finalmente, pero Ellie ¿para cuándo? Ah, el tiempo lo dirá 🥸. Por cierto, ¿qué será aquello que Mel recogió de la bóveda? Misterios misteriosamente misteriosos en todos lados.
Espero que hayan disfrutado el capítulo como yo escribirlo, y si fue así, no olviden su voto para alegrar el corazón de esta autora sin fluido eléctrico 🥲🫶🏼.
Nos vemos el próximo domingo para más,
isa ❥.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro