『 𝐕 』
—¿a qué no se esperaban otra actualización tan rápido? la verdad, yo tampoco JAJAJ. broma, puse las neuronas en marcha y el resto fue como magia. ah, que consentidos los tengo. ¡nos leemos más abajo para notas de autora, disfruten el capítulo! 🩶
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A pesar de la exhaustiva educación que su madre —mujer francesa y muy religiosa, como si su nacionalidad no fuese suficiente suplicio a soportar— batalló día y noche en inculcarle para convertirla en una apropiada rosa inglesa, el destino tuvo preparado para Elizabeth —a modo de obsequio, ¿o quizás castigo?— un carácter de aquellos de armas tomar.
Su padre llegó a apodarla como la fierecilla indomable, siempre desde un lugar de incondicional cariño, por supuesto. Su madre, por su parte, no era muy adepta a sus peculiares andanzas. Poco condescendiente, el solo hecho de imaginarse que Elizabeth rondaba por ahí con Verónica bastaba para ponerla de nervios. Ahora bien, si lo miraba en retrospectiva, reconocía con pudor que su comportamiento dejó mucho que desear en varias ocasiones; pero oh, cómo disfrutaba hacer travesuras con su hermana a pesar de todo.
Verónica era mucho más enérgica y alta que ella, toda una niña de verano, como gustaban de llamarla los mayores; y, sin mediar un segundo en sus diferencias, su infancia entera la pasó a su lado. Unidas por la cadera, decía su padre. Margaret asumió su rol de hermana mayor demasiado rápido, lo cual propició que ambas se convirtieran en uña y mugre para toda una vida. Dónde estuviera una, la otra no debía andar demasiado lejos. Su madre tenía pavor de la dupla explosiva que formaban, en especial cuando se hallaban cerca de objetos costosos. Bartra solo sonreía orgulloso ante sus hijas, deshaciéndose en palabras de dulzura para con ambas: sus pequeños diablillos.
No obstante, sin importar la cercanía, el roce entre ambas siempre fue turbulento. Verónica era terca como ella sola, y Elizabeth, a su vez, le llevaba la contienda. Chocaban constantemente y la absurda mayoría de ocasiones por obra suya, en exceso autoritaria y caprichosa como para ceder el control; e incluso si solo eran juegos de niños, Elizabeth, consentida por su padre al punto de creerse superior a sus hermanas, debía llevar la batuta. Verónica, en su inmenso afecto, la sobrellevaba la mayor parte del tiempo, aunque hubo momentos en que se pasaba de la raya y dejaban de hablarse por días. A pesar de eso, no podían vivir la una sin la otra, y los enfados terminaban en un abrazo repleto de ternura.
Eventualmente la vida las separó, una anclada a Inglaterra y la otra con aires de nómada, que se esmeró en ganarse a pulso el título de trotamundos. Las cartas iban y venían, escritas de inicio a fin con anécdotas y recuerdos, los cuales, para risa de Elizabeth, eran en su abundancia del pésimo carácter que cargó en su niñez.
De algún modo, su madre se las ingenió para apaciguar esa llama suya y, con el paso del tiempo, creerla extinta. Sin embargo, la realidad era que ardía en su pecho con la misma intensidad de antaño, con la única diferencia de que tuvo que aprender a cuándo darle rienda suelta, y cuándo a guardar silencio; siempre, claro está, pensando en su propio beneficio.
Aún así, pese a sus años de práctica, mantener la compostura ante las insistentes faltas de respeto de Estarossa iba a hacerla enloquecer en cualquier momento.
A veces creía que lo hacía a propósito, totalmente comprometido en la tarea de destruir su temple por el resto de sus días. Y vaya que se le daba bien. No había un mínimo de consideración, un límite que no se haya atrevido a cruzar, y ahora resultaba que no podía sostener su palabra, ya no solo como compañero, sino como hombre. Todo ese ruego, todo ese espectáculo armado para sacarla de Londres, ¿para qué? Si deseaba huir tan solo poner un pie en la casa, tuvo que al menos haber tenido la cortesía de avisarle una vez a solas, y ahorrarle esa humillación frente a la servidumbre y más, en frente de Meliodas.
Cara a cara con su reflejo, resaltaban sus ojeras como protagonistas de su semblante. Y cómo no, si sus noches se habían convertido en un desfile de interminables desvelos y disgustos. Como única consolación, la ausencia de su marido quizás le traería algo de calma, si se las arreglaba lo suficiente como para no toparse con Meliodas. Casi dos semanas evitándolo sería una tortura, un desperdicio total de su tiempo, pero era lo mejor, y más aún, lo correcto.
Aunque, de cualquier manera, ¿qué tanto incordio podía causar?
Era más su miedo irracional a su presencia, que lo que en verdad era en sí. Sin contar el incidente de antenoche, se había comportado de acorde a él. Un poco más taciturno que de costumbre, pero en su línea al fin y al cabo. Si bien era cierto que lo había atrapado mirándola de reojo varias veces, o tal vez más inquieto cuando ella alzaba la voz, aquello eran pequeñeces si tenía en cuenta todo lo que hubo un día entre ambos. Ella misma, sin importar cuánto renegara de él, no podía deshacerse tampoco por completo del cosquilleo en su piel cuando volteaba, buscándolo con la mirada sin la intención consciente de, y él ya estaba viéndola. La manera en que sacudía su cabeza al despegar sus ojos de los propios, debía admitir, era algo que le alimentaba un poco el ego.
¿Qué pensamientos intentaba alejar con ese gesto?
Ah, la curiosidad la carcomía, mas, si pecaba de arrogante, era capaz de hacerse una idea bastante precisa, y quizás también bastante indecorosa. Si él no se hubiera entregado en bandeja de plata en su previa discusión cuando tanteó con el asunto de sus pechos, a lo mejor se le habría dificultado más inmiscuirse en su mente. Por lo que daba a entender, al parecer aún la tenía rondando en su cabeza a su antojo. Le reconfortó saber que, de los dos, no era la única con problemas al lidiar con pasados sin resolver.
Bajó la vista a su escote, y aunque no era Elizabeth una mujer en exceso vanidosa, guardaba orgullo en su belleza. Era una verdadera lástima que su mejor atributo solo saliera a relucir en situaciones incómodas: su lengua afilada sorprendía a aquellos imprudentes en tomarla por una cara bonita y nada más. Tanto para ofrecer, opacado y hecho de menos por hombres más cercanos a los cavernícolas que a los caballeros. No había manera en que se percataran de su intelecto, si ellos mismos carecían casi por completo de él.
Y de repente llega él, viendo a través de su vestido de gala y su corona, que a pesar de haberse encandilado con ella en un certamen de belleza, no tuvo ninguna duda incluirla en una conversación de hombres, sin pensar un instante en relegarla a un segundo plano. Para una joven Elizabeth de apenas dieciocho años, ese gesto bastó para que su mundo centrara su órbita en torno a él.
Y, aparentemente, después de todo lo que había sucedido y todos los años distanciados, de una manera u otra, aún lo hacía.
Dejó escapar un suspiro de derrota, la situación se le iba a ir de las manos y si su intuición no fallaba con respecto a Meliodas, era solo cuestión de tiempo antes de que uno de los dos flaqueara: justo como hacía dos noches, justo como la primera vez.
Acomodó su cabello con poco ahínco, de cualquier modo, sabía que era su ojo crítico el único que se fijaba en semejantes pequeñeces, y sin querer darle más vueltas se encaminó a su puerta. Rumbo a desayunar, el tacón de una de sus sandalias se atoró con un hilo suelto de la alfombra que recubría el suelo, haciéndola detenerse a desatorarlo. Habría sido un mínimo inconveniente sin importancia, de no ser porque aquel percance que la retuvo, entre el silencio reinante en el pasillo, la orilló a afinar su oído y medio que escuchar una conversación.
Frunció el ceño con extrañeza, puesto que era demasiado temprano como para que Meliodas o Estarossa estuvieran despiertos, y era improbable que la servidumbre se colara en uno de los cuartos solo porque sí. Sin embargo, las voces provenían de la habitación de su marido, y la otra voz podría distinguirla en medio de una multitud. ¿Qué hacían ambos despiertos a tales horas de la mañana? Había amanecido como mucho hacía una hora, y sería algo inédito que de buenas a primeras Estarossa decidiera cambiar su estilo de vida y madrugar. Además, ¿qué tendría que hablar con Meliodas? Bufó fastidiada, lo último que faltaba era que complotaran en su contra. No obstante, trató de hacer de lado sus egocentrismos y ser racional, porque pese a tener todo en contra, ahí estaban los dos, sosteniendo una conversación a sus espaldas, una que su pecho le insistía en escuchar.
Era de muy mal gusto, y ciertamente fue educada para no husmear en charlas ajenas, mucho menos si estas se llevaban a puertas cerradas. Su consciencia se horrorizaba ante la idea de ser descubierta tras la puerta, pero la adrenalina ya era demasiada como para ser suprimida y se hizo victoriosa ante su moral decadente. Con extremo cuidado, pegó su oído a la madera, cerró sus ojos y centró su atención en captar cualquier sonido que escapara al exterior.
Pasos apresurados y el ruido sordo de algo cerrándose, ¿una maleta, quizás? Alzó una ceja, la sola idea no le agradó ni un pelo. El viaje de Estarossa estaba planificado para dentro de dos días, no había razón para adelantarlo con tanta prisa si tan siquiera fue ayer que se organizó todo.
—A Elizabeth no le va a gustar nada de esto, ¿estás seguro de irte hoy? Eso solo la molestará más— la voz indecisa de Meliodas le alertó que él tampoco estaba muy convencido de todo aquello.
Y tenía razón, la molestia comenzó a forjarse en sus entrañas, silenciosa y envolvente, aunque no lo suficiente como para consumirla. Luego de tantos años, había aprendido a no depositar expectativas en la gente, menos aún en su marido. Las primeras veces maldijo su suerte contra su almohada, húmeda de lágrimas, hasta quedar dormida. Con el paso del tiempo, en necesidad de una coraza, tuvo que envolverse de resiliencia y aceptar; aceptar hacerse pequeña y no rechistar. A la larga, la necesidad se transformó en costumbre, y la costumbre se fundió a su carácter como el metal en una espada: terminó convirtiéndose en un arma. Ahora, a pesar de su enojo, parte de ella sentía alivio de lidiar con uno menos de ellos.
La falta de respuesta de su esposo pareció irritar a Meliodas, el cual chasqueó su lengua y exhaló resignado.
—Tengo unos asuntos que atender en Londres, y luego seguiré a Luxemburgo.
—¿Luxem-? ¿Luxemburgo?— incluso a través de la puerta, Elizabeth podía sentir como la exasperación de Meliodas iba cobrando más y más intensidad—. No hay nada que buscar en Luxemburgo, Estarossa— concluyó, una sentencia que se escuchaba entre líneas como una advertencia algo agresiva.
—Oh, sí que lo hay— rebatió con tono ligero—. Me veré con Cusack. Traté de hablar con Chandler pero te juro que ese viejo se vuelve más tacaño con la edad y no me quiso prestar dinero para invertir. El buena gente de Cusack accedió relativamente fácil, con intereses de por medio, claro.
—Te volviste loco— dijo Meliodas, su voz carente de emoción alguna. Esa indiferencia repentina no significaba nada bueno, como tampoco lo hacía la mención de sus antiguos tutores.
—Loco me voy a volver si sigo acumulando deudas, ¿cómo crees que pagué esta casa, Meliodas? Ya he hecho esto otras veces, no pasará nada malo— aparentaba estar bastante seguro de su modus operandi, mas sabía ella que en la confianza radicaba el peligro.
En cuanto a Chandler, especialmente, no terminó nunca de darle buena espina. Fue el primero en lanzarle un comentario pasivo-agresivo, y el primero en reprenderla cuando no dudó en devolverle uno completamente agresivo. Desde aquel instante, libraba una guerra por su cuenta contra ella, que prefería ignorarlo.
—Espero, por tu bien, que tengas éxito de nuevo en tus negocios, o te las verás negras con el viejo pisándote los talones. Cucack y él se parecen más de lo que crees a pesar de que no se soportan, y se cuentan todo. Todo, Ross— señaló el otro, un consejo que podía considerarse más bien un sermón.
—Meliodas, relájate. Dios, todos los días te pareces más a papá.
Elizabeth no necesitaba verlo para saber el semblante exacto en su rostro ante tal acotación. Si algo detestaba en el mundo era ser comparado a su padre. Para su desconcierto, no se escuchó nada fuera de lugar o un insulto, en cambio, oyó pasos y algo que tal vez fuera un abrazo, puesto que le siguió un no quiero que te busques un problema que no puedas manejar, es todo. Y luego de que Estarossa se quejara de la tensión palpable de su hermano, cambiaron a temas triviales.
Despegó su oído despacio, temerosa de que cualquier mínimo sonido revelara su posición, y haciendo gala de la inmaculada precisión que le legaron todos sus años de ballet, se apresuró a la planta baja sin más tropiezos innecesarios o ruidos delatores de por medio, una proeza si tenía en cuenta su nerviosismo. Tomó asiento en el comedor y se forzó a sí misma a probar bocado y actuar normal. En menos de lo que pensó, los pasos en las escaleras la hicieron levantarse y casi volar a asomarse. Aunque predecible, no pudo evitar extrañarse ante las maletas, cuyo peso no coincidía con alguien que solo estaría fuera, como mucho, una semana y media.
Ninguno de los dos reparó en ella más allá de un buenos días y continuaron a la salida en sepulcral silencio. Los siguió una vez ambos llegaron a la entrada y torció la boca en una mueca de disgusto al ver el auto con chofer incluido. Nunca tuvo planeado quedarse por mucho, sino habría sido casi imposible conseguir transporte de un día a otro. Estarossa, por su parte, entregó las maletas a Meliodas y se volvió a ella con aires fúnebres.
Acarició sus brazos con la yema de sus dedos, como quien intenta no romper un objeto valioso, y habría sido engañada por la dulzura del acto de no conocerlo demasiado bien. Pese a su cinismo, pudo distinguir algo genuino en medio de aquello. Quiso girar en blanco sus ojos, harta de sus rodeos. Le apenaba, sí, pero no lo pensaba dos veces para darle la espalda e irse. Se dejó envolver en un abrazo tenue, y una vez la liberó, le miró con la nada reflejada en sus ojos azules. Ya sabía lo que venía a continuación.
—Sé que te lo esperabas, y no quiero que me odies un poquito más, pero surgió algo y debo irme hoy. ¿Serás buena y no le amargarás la vida a Meliodas y las criadas?
¿Tengo otra opción?
Asintió desganada y contuvo la respiración al sentir el contacto cálido y breve de sus labios, tomándola por sorpresa. Jamás se acostumbraría a aquello, al menos no en público. Un leve sonrojo tiñó de rosa sus mejillas cuando su perfume inundó sus fosas nasales. En otra vida, habría caído por él sin dudarlo, en esta solo apreciaba su fachada intachable mientras lo repudiaba en ocasiones tanto como a su propio reflejo.
A veces dejaba eso de lado y se permitía admitir sus atenciones efímeras para satisfacer las propias, no era complicado si tomaba en cuenta su apariencia: cosas que jamás le diría en voz alta como cuán etéreo se veía en mañanas nubladas como la presente, o su rostro dormido de la noche anterior. Las cosas serían tan diferentes si se hubiera propuesto quererla como el muchacho desbordante de ternura que una vez fue para consigo, y no minimizarla hasta convertirla a ella en una existencia frívola, y a su matrimonio en una montaña rusa de afectos momentáneos y miseria perpetua para ambos. Serían diferentes si pensara en ella como Elizabeth y no como su trofeo a exhibir.
Observó callada como se despedía de Meliodas, y a medida que se montaba en el auto; a medida que se despedía de ambos con gestos y se perdía en la distancia, la embargaba más y más un sentimiento de vacío en su estómago. Se quedó mirando la figura que se hacía pequeñita con cada segundo, hasta que la presencia a su lado la sacó de su ensimismamiento.
—De más está decirte que no lo esperes, pero ya sabes eso, ¿no, Elizabeth?
Le miró contrariada, en busca de una excusa creíble a la altura de sus habilidades para mentir, pero fue en vano, ya el silencio prolongado había hecho demasiado obvia la acusación. La había atrapado con la guardia baja.
—No escuché nada comprometedor, si es lo que te preocupa— se adelantó en decir.
—No me preocupa que hayas escuchado nada, solo...— Meliodas torció sus labios, corto de palabras para su confusión, hasta que negó suavemente, restándole importancia—. Olvídalo. Tengo un par de cosas que hacer en el pueblo. Nos vemos en la cena, creo— enunció con premura, girando sobre sus talones, llaves en mano y alejándose como alma perseguida por el diablo.
Le dio la impresión de que, quizás, se sentía abrumado por todo lo acontecido, de verse atascado con ella nuevamente, mas se forzó a no prestarle mucha atención. Lo vio tomar rumbo al garaje y suspiró al verse sola. Pensó que la soledad le brindaría ese refugio anhelado pero... no se sentía para nada como esperaba. Emprendió su propio camino cuando Meliodas desapareció por completo de su rango de visión; ella, por otra parte, se acuartelaría hasta adentrada la tarde.
Con la plena certeza de que no habría nadie para molestarla, aprovecharía para recuperar horas de sueño. Sintió el auto arrancar en cuanto subía los escalones al piso de arriba, y no pudo contenerse de voltear y buscarle con la mirada como si le tuviese a su lado. Su rostro se contrajo en fastidio al pensarlo e interiorizar en su nuevo día a día, embriagados del aroma a nostalgia de Meliodas y los todos estragos que este ya había traído consigo. Ahora, sin una razón permanente que le recordara sus límites, las líneas de su cordura se desdibujaban y reaparecían por instantes, amenazadas por su simple compañía. Se llevó las manos a la cara y restregó sus ojos con pereza, si empezaba a rondar el asunto desde ya, acabaría internada en el manicomio más cercano.
Una siesta, esperaba, haría de lado esas ideas que como intrusas la acechaban en los rincones de su consciencia.
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Despertar sudada y desorientada no fue lo más remarcable de su tarde, no obstante, esa sensación de estar finalmente descansada era invaluable.
A oscuras, caminó medio adormilada al baño, asimilando aún el estado de consciencia. Prendió el interruptor luego de unos intentos y con toda la calma del mundo, lavó su rostro para eliminar todo rastro de sueño. Las ojeras se resistían a dejarla en paz, pero al menos ya no sentía como que el mundo se le quería venir arriba a raíz de su cansancio.
Dejó correr el agua del lavabo mientras apreciaba su reflejo. Llevaba tres días en la casa, y parecía que habían pasado por ella tres eternidades. Se analizó con escrutinio, solo para llegar a la conclusión de que había pasado por demasiadas cosas en tan poco tiempo como para crucificarse por tales boberías. Nadie jamás se fijaría en las puntas de su cabello, ni siquiera en las bolsas bajo sus ojos que tanto se esmeraba en recriminarse en cuánta oportunidad se le presentara.
Se sentó sobre la encimera, de espaldas al espejo. Sopesó en darse un baño, pero en realidad no le apetecía y al ya no tener un compromiso con aparentar un buen estado de ánimo, lo tomaría como excusa. Quizás se le antojara la bañera hasta el tope de burbujas antes de dormir, mas ahora su desgano se imponía por encima de su vanidad, y con creces. El apetito había abandonado su estómago tras tantas horas de sueño, y si era sincera no se sentía capaz de bajar la comida aunque su vida dependiera de ello. Tras unos minutos de verse absorta en el movimiento de sus pies colgantes, cayó en que, despistada en sus problemas, nunca se tomó la molestia de pulular en los jardines inmensos de la propiedad, cosa que le había llamado la atención en primera instancia.
No reparó en ponerse zapatos o arreglarse un poco mas allá de peinarse con sus manos, con intención de acotejar a medias su cabello, como mínimo para no parecer una prófuga del psiquiátrico. Bajó las escaleras con la ligereza de una niña, descalza y expectante a sus alrededores. Las muchachas, enfocadas en la cocina, no le hicieron mucho caso cuando pasó a la puerta de atrás en un trote que recordaba más a un pas de chat ¹. Ya en el exterior, con luces adornando hasta la distancia, sus ojos se iluminaron con fascinación.
Se había enfrascado tanto en sus cuatro paredes, que perdió la noción de la majestuosidad que embargaba la casa entera. Realmente era como un cuento de hadas, la fantasía hecha realidad de cualquier mortal, y demostraba por sobre lo alto toda la elegancia que solo podía ostentar una propiedad con tantos siglos de historia en sus cimientos. No planeaba alejarse mucho, limitada por las piedras bajo sus pies desnudos, pero resistirse fue casi inútil cuando divisó a unos metros el lago del que tanto le habló Estarossa. Las estrellas se reflejaban soberbias en este, dotándolo de un aspecto tan divino como el cielo que se admiraba sobre él.
Prosiguió con su pasos gráciles hacia su destino, más pausados para poder apreciar mejor, y deslumbrada en su totalidad por la vista no solo del lago, sino de todo cuanto captaban sus ojos, encandilados de excesos. Le dedicó un giro a la Luna, más brillante que de costumbre. Habría continuado disfrutando de su melancolía nocturna, si no fuese porque sus ojos, entre piruetas, ya alertas ante el solo pensamiento de tenerlo cerca, no hubiesen distinguido su pelo rubio, como si este atrajera su atención adrede.
No se había percatado en lo absoluto de ella, sentado en uno de los bancos adyacentes a los arbustos que tal vez, junto a la iluminación tenue, dificultaban su vista. Sus pies por sí solos trazaron su propio sendero a él, incapaces de mantenerse ajenos al magnetismo que ejercía su presencia sobre ellos y su cuerpo entero. Más de cerca, atisbó el brillo leve de su cigarrillo prendido, y que de no ser por este juraría, por su expresión serena y su postura relajada, que dormía como un niño a la intemperie.
No la percibió a medida que se acercaba al banco, tanteando el terreno cautelosamente. Frente a frente, su memoria le jugó un truco sucio, y es que la escena se sentía como un déjà vu, un espejismo de tantas noches que acontecieron así; sin embargo, aquellas tuvieron un desenlace bastante diferente.
Se sentó a su lado sin prisas, cuidadosa de dejar un espacio adecuado entre ambos. Examinó sus facciones a detalle, en silencio agradecida de que en la rapidez con la que cambiaba el mundo, Meliodas permaneciera inmutable. El tiempo parecía asustado de pasar por él, confiriéndole apenas madurez a su rostro en todos los años que se ausentó de su vida. Fuera de lo inevitable, era el mismo Meliodas de siempre, el mismo que alguna vez fue suyo.
Su Meliodas.
Sintió un escalofrío recorrerle la espalda de inicio a fin, sus ojos se conmovieron al recuerdo y antes de percatarse, esa distancia que interpuso se había reducido a apenas unos centímetros. Podía sentir el calor que emanaba en medio del sereno de la noche. Le fue imposible reprimir una sonrisilla, completamente enternecida. Empero, su corazón distraído dio un vuelco cuando una mano agarró con firmeza su brazo y vio la imagen de Meliodas por, como mucho, a escasos milímetros de su cara.
—¡Boo!— Este reía como un desquiciado por su reacción. No le daba gracia ninguna, al contrario, imaginarse su expresión de espanto solo puso a arder sus cachetes como el infierno—. Te confiaste mucho— añadió entre risillas, para su gusto ya más calmado.
Ella desvió la mirada, harta de esa costumbre pesada de tomar a la gente sorpresa. Cualquier día le valdría un golpe si molestaba a la persona equivocada. Meliodas continuó riendo con suavidad, aún enfrascado en el momento, e incluso si odió el susto, su algarabía era tan contagiosa que dejó escapar una sonrisa a su vez. Acomodó un mechón de su cabello por detrás de su oreja, verlo reír bien podía ser un espectáculo tan digno de apreciar como los propios jardines de la mansión.
Meliodas soltó una última risa, dio una última calada a su cigarro y lo aventó a un costado, para girarse en función a ella con seriedad.
—Quería hablar contigo desde lo del otro día, pero no se nos dio el momento. Lo siento si me pasé de la raya.
Elizabeth le miró indiferente, aquella había sido una extraordinaria manera de arruinar su buen humor.
—No tenías derecho a hablarme así, y lo sabes— dijo por lo bajo, tan calmada como le permitía su orgullo. Quizás en otro momento habría explotado en insultos contra él, pero ya todo eso había sucedido, no tenía caso continuar en el mismo punto.
El rubio se encogió en su lugar. En su argumento residía la razón y le constaba de sobra, de ahí su retraimiento como respuesta.
—Entiendo— murmuró él, su mirada siempre al frente, evitando el contacto directo con la suya—. Quería... que dejaras de alejarme, pero las cosas escalaron muy rápido, ¿no crees?
La visión le parecía casi inverosímil. El Meliodas a su lado distaba años luz de ese que la increpó noches atrás. Con su debida compostura y la sinceridad por delante, la discusión pudo haber tomado un rumbo muy distinto, incluso transformarse en una charla amena como la que acontecía. Tuvo que sostener su propia entereza para no caer ante él como una chiquilla, esas contadas ocasiones en las que él se abría así solían sensibilizarla más de la cuenta.
Le asintió sin emitir palabra.
—Prefiero olvidar lo que pasó— enunció tajante después de un breve silencio.
Lo sintió removerse al tono de la sentencia. Su incomodidad era notoria y era de esperarse; su remordimiento, se dijo, era lo mínimo a recibir de su parte. Suficiente que se contenía para no llevar el asunto a una situación de no retorno. Poca era cualquier reprimenda para todo lo que ameritaba.
—Elizabeth— su voz tembló a la mención de su nombre—, vamos a pasar un rato haciéndonos compañía, así que, te propongo una tregua, ¿qué opinas?
El ofrecimiento era, sin dudas, tentador, y la mano extendida del muchacho la incitaba a ignorar los conflictos y ceder. Elizabeth levantó una de sus manos, insegura. Meliodas no parecía tener prisa ninguna en que aceptara la invitación, aquello le llamó la atención y se atrevió a tantear su confianza.
—¿Y si digo que no?
Meliodas enarcó una ceja, aún con la mano en el aire.
—Eres inteligente, toma decisiones acorde a ello.
Un suspiro profundo abandonó sus labios. Paseó la mirada entre los ojos verdes de Meliodas, centelleando con un fulgor que la hizo dudar de su entereza. Si dejaba ganar su ego y rechazaba la proposición, no era un verano muy prometedor por delante el que le esperaba. Lidiar consigo misma era ya insoportable, pero lidiar con Meliodas era peligroso. Eso de «mantener cerca al enemigo» tenía un alto riesgo que, si fracasaba, la llevaría a rastras al más recóndito abismo. Jugársela era una locura, pero, ¿cuándo estuvo ella cuerda?
Cerrando el pacto, agarró su mano y la estrechó con firmeza.
El tacto áspero y cálido que recibió de vuelta la hizo alzar su vista al propietario, con su rostro adornado por una sonrisa lobuna. Era la misma sensación que firmar un trato con el diablo, renunciando a cada derecho sobre su alma ahora despojada de su cuerpo. Sus sentidos le advertían de una trampa, un truco escondido, sin embargo, sus ojos no conseguían identificar ninguna señal que diera base a sus sospechas. No quedaba otra que confiar en su palabra.
—Es siempre un placer negociar con usted, señorita Liones— aquellas palabras salieron de sus labios en la manera más provocativa posible, aunque, de nuevo, lo achacó a su imaginación—. Como muestra de mi buena voluntad, la invito a acompañarme en la mañana a un viñedo en Kent.
¿Viñedo? No recordaba ningún problema con la bodega del ático. De hecho, apenas había sido tocada.
—Vino es lo que sobra en esta casa, Meliodas— replicó—. Además, ¿no saliste hoy?
El susodicho posicionó sus manos por detrás de su cuello, tenso.
—No pude resolver nada, olvidé que esto es un poblado un tanto... particular. No me queda de otra que ir al mismo Kent— gesticuló algo malhumorado antes de dirigirse a ella más jovial—. El vino es para tu cumpleaños, es mejor que sobre a que falte, ¿no?— Le sonrió con soltura.
Había olvidado por completo su cumpleaños, aunque tampoco era tanta su emoción por la fecha. Veintitrés se sentía como una edad demasiado seria cuando se decía en voz alta. No le temía a envejecer, aún era joven y lo sería por muchos años, mas habían ciertas expectativas rondándola con el paso del tiempo, y eso, y mentiría si lo negaba, la intimidaba lo suficiente como para robarle el sueño. Trató de verse como una ama de casa, como madre, pero la idea se deshacía antes de dibujarse por completo. No se sentía en el lugar correcto. Alzó la mirada a las estrellas, absorta en sí misma.
—Supongo...— respondió al cabo de un minuto callada.
—¿Te parece si entramos? Nos ha atrapado la noche aquí sentados.
El rubio se levantó sin preámbulos del banco y sacudió las cenizas de sus muslos, ofreciéndole nuevamente su mano. Esta vez, no se hizo de mucho rogar para aceptarle la caballerosidad.
Caminaba despacio a su lado, tal vez queriendo alargar los minutos con ella, o tal vez solo para no forzarla a adelantar el paso. Las luces de la cocina, reparó, ya estaban apagadas, señal de que la servidumbre ya se había ido a sus aposentos adyacentes. Para su fortuna, lo más probable era que hayan guardado los platillos en la nevera por si decidía aventurarse a la cocina en la madrugada. Lo pensó seriamente, pero la comida quizás le haría indigestión dada la hora y ya había hecho planes para mañana.
Meliodas abrió la puerta para su entrada y ella le rodó los ojos en blanco, cosa que el rubio encontró hilarante. Al parecer, sus sentidos del humor todavía compaginaban. Subió él primero las escaleras, esperándola de brazos cruzados en la cima por su demora.
—Eres de respeto, mira que ir descalza al jardín. Tuviste suerte de no encajarte nada— Elizabeth hizo de menos su regaño con un ademán—. Hasta aquí llega el recorrido, mi lady.
—No era necesaria tanta gentileza, mi lord— devolvió con el mismo sarcasmo. Sin planearlo, se echaron a reír al unísono, perdidos en su mundo hasta llegar a su habitación.
Era como si hubieran regresado en el tiempo, y eso era lo que la hacía retroceder con inseguridad frente a sus avances sin importar lo puros que estos fueran —o aparentarán ser—. Agarró el picaporte de su puerta, dispuesta a entrar.
—Despídete bien— creyó haber oído mal, y volteó con el corazón latiendo en su garganta. Mas por suerte para él su expresión decía otra cosa, muy distante de la que pensó, porque la bofetada venía asegurada tras el atrevimiento—. Era que me despidieses de verdad, no seas malpensada.
—Buenas noches, Meliodas. Adiós, Meliodas— se apresuró a decir entre sofocos, casi desesperada por refugiarse en su habitación. Todavía era muy rápido para lidiar con su lado sugerente. Meliodas río del otro lado de la puerta.
—Será la mejor fiesta que te hayan organizado, cuenta con eso— le escuchó decir mientras se alejaba a su propio cuarto, allá al final del pasillo. No se separó de la madera hasta que dejó de sentir sus pasos y tener la certeza que el sonido de la otra puerta cerrándose le garantizó.
Vaya noche.
Salir a tomar aire y regresar jadeando por él, fue algo que ciertamente no previó en sus planes. No le dio muchas vueltas, las cosas con él eran así: solo sucedían. Se dijo de subir la guardia, no importaba qué tan dulce fuera el gesto de preparar su cumpleaños, o lo mucho que estuviera dispuesto a darle de sí; si se dejaba envolver demasiado terminaría hecha trizas.
Su mente veía las señales de alto, los miles de semáforos en rojo; pero su corazón solo pisaba el acelerador, enfrascado en la idea de irse colina abajo y sin frenos.
Y mientras tallaba sus pies en la bañera, ya ida en el recibimiento celestial del agua caliente, no hacía más que jugar con uno de los mechones de su cabello mojado, centrada en rozar este contra sus labios. A ojos cerrados, la única imagen que se hizo ver entre las tinieblas, fue él. Sonrió para sí, sopesando con ironía el giro de acontecimientos.
Meliodas había comenzado un juego por demás retorcido, haya sido esa su intención o no —cosa que dudaba, el Meliodas que conocía nunca hacía algo sin un propósito por detrás—, poco le importaba. Había puesto las cartas sobre la mesa y eso era lo que valía.
Aunque le costara la integridad, la vida misma si era necesario, se encargaría de que no volviera subestimarla ni en sueños.
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¹: ¿ubican esos saltitos de ballet que son cortos? pues ahí tienen el nombre técnico para su futuro uso y disfrute.
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qué decirles, aparte de gracias.
esta historia ha llegado a los 100 votos (107 al momento de esta actualización, mira tú lo que son las coincidencias) y no podría estar yo más contenta. no me queda más que agradecer por el apoyo —de aquellos que interactúan, y también de los que son más tímidos—. a todo el que ha llegado a leer y disfrutado de esta obra, gracias 🫶🏼.
seguro se dieron cuenta del cambio de portada jsjsj, bueno, espero que les haya gustado, y si fue así decirles que esta humilde servidora es la mente y el trabajo tras ella. es sencilla, pero la gran mayoría de las veces, menos es más.
espero que les haya gustado el capítulo y la paz extraña que estos dos tienen ahora pactada *risa malvada*. si fue así, no se olviden de votar (sí, en la estrellita del extremo a la izquierda :)) y dejar su comentario. sin más que decir y si el tiempo apremia, hasta la próxima semana.
isa ❥.
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