『 𝐈𝐕 』
—sorpresa, ¿pensaron que me había olvidado de ustedes? oh no, si lo bueno apenas empieza. Busquen merienda y pónganse cómodos, el capítulo a continuación promete *risita malvada*. ¡Nos leemos abajo como siempre para notas de autora! 🫶🏼
꧁ ⚜︎ ꧂
Meliodas nunca fue un hombre paciente.
Desde que fue capaz de reconocer su posición en casa —y más adelante en el mundo—, no existía quien osara decirle que no. No aprovecharse de ello se sentía profano. Si se le ofrecía el privilegio de tomar el camino fácil, ¿por qué debería rehusarse y complicarse la vida?
Ahora quisiera golpearse a sí mismo de la vergüenza, pero en su momento lo vio como algo tan natural, equiparable incluso al mero acto de respirar. A veces recordaba con cariño y algo de pesar a sus pobres nanas, que debían soportarle sus malcriadeces y desprecios sin chistar, día y noche, puesto que su madre no se encontraba en los alrededores desde que fue capaz de valerse por sí mismo, ¿o quizás antes? Al menos, se dice desganado como un pobre consuelo ya gastado, aquellos días, en su infinita ignorancia, fueron los más felices.
Era el rey del hogar, el heredero.
No había cosa que Meliodas pidiera, que no le fuera entregada en menos de doce horas. Juguetes por doquier, platillos a cualquier hora que el príncipe estimara correcta para comer, y una propiedad inmensa entera disposición. No tenía absolutamente nada que envidiarle al Palacio de Buckingham. Fue dentro de toda regla un niño insufrible y caprichoso, pero también fue un niño feliz... al menos hasta que ganó conciencia de su entorno.
A la tierna edad de diez años, su padre le pegó por primera vez. Aún podría describir a soberbio detalle el sabor metálico de la sangre proveniente de su labio inferior.
Lo justificó durante mucho tiempo, quiso atribuirle la culpa incluso al pequeño Ross, debido a que la discusión fue ocasionada a raíz de sus celos de hermano mayor, que veía como el menor recibía una mínima dosis de atención que no se le dio a él; sin embargo, a medida que fue creciendo, se percató de que no había cosa en el mundo que ameritara aquello. Pesaba en su alma saber que no lo hizo antes no porque le temblara la mano para golpear a un niño, sino porque jamás se había involucrado en ningún aspecto de su infancia más allá de brindarle comodidades a distancia. Apenas se veían, y cuando lo hacían el intercambio no iba más allá de una palmada en el hombro y un has crecido mucho desde la última vez que te vi.
Su padre era un hombre ocupado, le decían sus nanas siempre que preguntaba por él; una verdad a medias para aplacar su llanto desconsolado al despertar de una pesadilla y que papá no anduviera ni remotamente cerca para brindarle siquiera una caricia. No recordaba que estuviera presente en alguna ocasión especial para él, y de sus cumpleaños, solo los primeros tres. Lo peor era que no había asistido por un interés paternal, oh, nada más distante de la cruda realidad: su madre había amenazado con marcharse, y él no podía darse el lujo de alimentar habladurías. Un divorcio era un escándalo, y aunque quizás no fuera el fin del mundo para él, había sido un bache en el camino que prefirió evitar. Hasta el fin de sus días, en su memoria quedarían grabados los gritos de aquella tarde de julio. Los reclamos de su madre, el sonido de jarrones quebrándose contra el suelo. Meliodas sabía que, el hecho de que un infante que recién comenzaba a pensar por sí mismo recordara tal event, habla por sí solo de su magnitud y cuánto caló en él.
De igual manera, su madre llegó a un punto de no retorno y una madrugada de abril empacó sus maletas, y con una calma que Meliodas jamás vio en ella anteriormente, le solicitó al chófer de la familia que la dejara en el aeropuerto. No volvió la mirada tan siquiera para despedir a sus dos hijos, quienes la observaron impotentes desde el marco de la puerta mientras ella se alejaba. La visión de Estarossa sollozando contra su camiseta, preguntando a lágrima viva que cuándo regresará mamá, era algo que jamás le perdonaría a Lilith. El nunca que se quedó atorado en su garganta le quemaba por dentro, ¿pero cómo se le explicaba a un niño de ocho años que su madre no los tenía por prioridad? En la balanza, pesó más su vida como mujer, que como madre.
Y Meliodas, a duras penas con once años, no podía realmente culparla.
Su madre, Lilith, fue casada con su padre en un arreglo de deudas, y aunque en un principio pareció un buen acierto, la verdad era que aquello no podía distar más de la realidad. A pesar de su corta vida, sabía que su madre no era feliz, ni tenía el ánimo para aparentar serlo. Sus hijos no habrían sido ni en un millón de años razón para quedarse en un lugar al que nunca perteneció. Aquella catástrofe de matrimonio no fue su decisión, así como tampoco lo fue nunca concebirlos; recoger sus pertenencias y regresar a Austria, sí. No sería mucha la diferencia en tenerla cerca o lejos, si su calor jamás llegó a abrigarles. Su hermano era aún muy pequeño para comprender su perspectiva, pero lo sabía capaz de entenderlo a medida que creciera.
Recibieron un par de cartas los primeros años, hasta que un día ya no. Meliodas no habría notado la ausencia de estas de no ser porque su hermano lo mencionó una Navidad.
Su padre contrajo nupcias una vez más poco después del suceso, esta vez con una muchacha alemana con la que Meliodas no habló mucho. Al año siguiente nació Zeldris, una maraña de pelo negro y mejillas regordetas. Lamentablemente, su madre murió en el parto por complicaciones relacionadas a su juventud. A nadie pareció importarle demasiado, ni siquiera al personal de la mansión que siempre tenían algo que decir.
Pero en silencio, a Meliodas sí le importó.
Con una madre dos metros bajo tierra, y un padre que ni siquiera quería permanecer en el mismo país que sus hijos mayores, no quedaba mucha gente que cuidara de un recién nacido. La inexperiencia le dificultaba el atenderlo como era debido, pero fuera de los cuidados rutinarios de las nanas, él se echó el costal al hombro de velar sin descanso por su bienestar. Ya era más que suficiente con dos hermanos criados a medias, y el rubio mentiría si negara haber caído en los encantos de Zeldris a primera vista.
Fue un bebé tranquilo, demasiado tranquilo; un niño demasiado listo y un adolescente malhumorado y algo incómodo, pero siempre fue y sería su hermanito, por muy independiente que fuese y sin mediar en las distancias.
Un lazo inquebrantable, un amor imperecedero.
Le gustaría decir que en su corazón había espacio por igual para sus dos hermanos, y que ambos eran el sostén de su vida, pero Meliodas detestaba las mentiras casi tanto como a la hipocresía. Ese vínculo que lo ataba a Zeldris como un salvavidas, jamás consiguió florecer en Estarossa. Cosa curiosa, considerando que aquel llegó primero a su vida. Llegó un punto donde dejó de rondar el tema, y se hizo a la idea de que quizás solo sucedía así. De amores y de suerte, nunca se sabía su destino.
Haya sido cuestión de carácter, o un asunto de roce; cualquier ínfimo detalle podía ser la clave. No obstante, luego de intentar una vida entera, simplemente no se dio. Y un día, solo dejó de forzar. Y no era su intención dar lugar a mal entendidos, haría gustoso cualquier cosa por su hermano mediano, pero ni en mil vidas sería esa conexión genuina que sentía por Zeldris.
Tal vez eso explicaría su sobredimensionado insulto al verlo bajar campante por las escaleras, despreocupado y risueño, tras haberlo dejado esperando más de una hora luego de procurar que bajaría en milésimas de segundo.
—¿Mucho trabajo para bajarte la borrachera, Ross?— refunfuñó al ver su silueta en la cima de la escalera.
—No me mires así, Meliodas, tú tampoco eres el tipo más puntual que conozco.
Engurruñó su nariz, hastiado de esa actitud jovial sin propósito. Pensaría que lo hacía adrede de no ser por el detalle de que a pesar de todo el tiempo que durmió y la eternidad que demoró en la ducha, aún notaba un leve tambaleo de sus pies mientras bajaba los escalones. Su hermano era un borracho empedernido, era cierto, pero un mínimo de preservación le vendría bien si quería conservar su hígado en buenas condiciones. Aún así, en un caso hipotético, Meliodas se encargaría de proveer a su pobre y seguramente devastada viuda por el resto de sus días. Y lo haría en un parpadeo, si esta no se santiguara a la mención de su nombre como si fuese él la encarnación del diablo. Su encontronazo de la noche anterior, estaba seguro, le había alterado los nervios más que los dos días que llevaba rondándole. En su defensa, necesitaba un poco de adrenalina en su vida, y se sentía en propiedad de decir que ella incluso más que él.
La Elizabeth que habitaba esa casa como alma en pena solo compartía nombre con aquella de su juventud. Hasta esa belleza angelical que la hacía sobresalir había dado paso a una femineidad asesina. Nunca había visto el dicho de «atracción fatal» mejor retratado en una mujer. De la cabeza a los pies, de ida y vuelta, dejaría que Elizabeth le arruinara la vida como nunca antes; y si no se andaba con cuidado, ese deseo pasaría a ser su ruina.
Ross colocó una mano en su hombro, sobresaltándole de paso. Lo miró de arriba a abajo, y suspiró aliviado al constatar que, finalmente, el Cristo de la entrada había obrado su milagro y el irresponsable con el que compartía apellido estaba de una vez listo para partir. Los socios del Golf comprenderían la situación y junto a Monspeet podrían solucionar-
—¿Vienes a desayunar? Me muero de hambre.
¿Qué?
—Me estás tocando los cojones, ¿verdad?
El aludido soltó una carcajada que resonó en toda la planta la baja de la propiedad, para añadir más leña al fuego de su mal humor. Sin embargo, antes de darle la oportunidad de recitar el compendio de insultos que ya había formulado en su ausencia, este emprendió su caminata al comedor y con la misma, regresó con una tostada en cada mano. Meliodas, en su enfado, debía admitir que el gesto de que se haya tomado la molestia de buscar una para él y se la ofreciera con tanto gusto a pesar de sus maneras toscas para con él, fue una cosa que le suavizó un poco el carácter. Sin mediar en sus defectos como hombre, Estarossa siempre se las arreglaba para esforzarse en cumplir las expectativas de su hermano mayor; y sonrió al ver como este aceptaba su "ofrenda de paz". El rubio, ya más apaciguado, le sonrió de vuelta y le asestó un empujón amistoso al otro voltear de camino a la puerta.
Involuntariamente, su vista se dirigió de nueva cuenta a las escaleras, con la esperanza casi infantil de que Elizabeth bajara a tomar el desayuno, enfundada en un vestido nuevo y quizás con los ojos más azules que ayer, lista para que su mera visión le alumbrara el día. Sin embargo, al parpadear y ser arrastrado a la realidad, se halló a su hermano a batallando para abrir la puerta principal, aún demasiado aturdido para cerraduras al parecer.
Llegó a su lado, desganado, y le arrebató las llaves de las manos.
—Estás intentando con las del auto— acotó, con la roña aflorando nuevamente en sus entrañas. Contó hasta diez, de diez a cero—. Las de la casa las tengo yo.
Sus ganas de comérselo a reproches eran sobrenaturales, pero la cara de niño atrapado en una travesura era demasiado dulce como para desgastarse en ello. Abrió sin muchas dilaciones y lo dejó pasar primero, velando que no se matara bajando las escalerillas. Siguió sus pasos de cerca y, como supuso, iba directo al asiento del piloto hasta que Meliodas se interpuso en su cometido.
—No hay manera de que te deje manejar, Ross— señaló, con el sermón en la punto de la lengua. Aún estás medio borracho, le quiso escupir, mas se contuvo. El regaño le robaría tiempo y precisamente no disponían de mucho. Tampoco creía que era necesario explicarle como a un adolescente lo que podría suceder si manejaba bebido.
Estarossa se indignó, por supuesto, pero acató a su orden sin más que unos reclamos en voz baja y cuando al fin el motor echó a andar, recobró su compostura. Luego de unos minutos de silencio, Meliodas volteó a su asiento por pura curiosidad; no fue una gran sorpresa encontrarlo dormido.
No le quedó más opción que agradecer de nuevo al Cristo por la ardua tarea de dos milagros seguidos.
꧁ ⚜︎ ꧂
Tan pacífico como llegaron a ser esos veinte minutos de trayecto, ese maravilloso y breve momento de paz no tardó en llegar su culmen. Habían llegado efectivamente tarde, mas no lo suficiente como para que su compañía rabiara ante su llegada. Al parecer, los caballeros estaban por demás acostumbrados a las demoras eternas de su hermano, e incluso bromeaban sin rencores al respecto. Si no fuese por Monspeet y su aura tensa, diría que Estarossa halló su lugar en el mundo: rodeado de acaudalados con relaciones tan peculiares con el alcohol como con sus esposas.
Estarossa, luego de tomarse su tiempo de saludar a los que Meliodas asumió eran conocidos y socios, se tomó la gentileza de también, por supuesto, besar la mano de las chicas que pasaron a dejar las bebidas, preguntar sus nombres y poco le faltó para comenzar un ritual de apareamiento, de no ser porque los demás habían ya tomado sus palos y se dirigían —sin ellos— al campo de juego. Y podía pasarle ser un impuntual, un ebrio y un mujeriego, pero jamás la vergüenza de ser los últimos en jugar.
Meliodas sostenía como estandarte personal su destreza en el Golf y las actividades al aire libre en general. Restándole la parte donde las balas le rozaban los costados de la cabeza y esa ocasión donde casi colisiona con una avioneta enemiga, se hubo tomado la guerra como una excursión. Hizo amistades —las cuales, para su fortuna, sobrevivieron—, participó en juergas y fue, en pocas palabras, una experiencia de altos y bajos, pero eso sí, bastante llevadera. Jamás lo diría en voz alta, claramente debía un respeto a los caídos.
Comparado a una Guerra Mundial, pocas cosas lograban asustarlo; y comparado a dos hermanos Demon unidos en un propósito, los blandengues que querían, osaban plantarles cara, eran indignos de llamarse a sí mismos competencia. Y como era predecible, la victoria fue demasiado fácil de conseguir como para que pudieran saborearla a gusto. Los dos pobres diablos que les aceptaron el desafío no les quedó otro remedio que doblegarse y alabar la proeza de un triunfo en menos de una hora y media. Lo mas rápido que habían visto y una marca personal para el propio Meliodas. Aunque, debía admitir, solo era posible en un lugar olvidado por Dios como Maidstone; en América se tomaban demasiado en serio el deporte: un enfrentamiento amistoso se tornaba de repente en una batalla campal y el campo en un casino. Había visto verdaderos dementes apostar propiedades y acciones como si las consiguieran todos los días. Aquí era solo eso, una tarde tranquila entre caballeros.
El cielo se nubló —para total sorpresa de absolutamente nadie—, y el clima no tardó en obligarlos a buscar refugio como hombres adultos: en una carrera por quien llegaba primero a la terraza bajo techo. Meliodas tal vez se lo tomó personal y, en su euforia, por accidente —o quizás no tan por accidente— empujó a Monspeet; olvidó que este era un tipo un tanto rencoroso y podría romper un cráneo con sus piernas. Final desfavorable: acabó revolcado en el piso, con lodo hasta en lugares prohibidos y un curioso aroma a pasto mojado. Final favorable: se llevó a Monspeet de por medio y compartía el sentimiento.
Para fortuna de ambos, no hubo ninguna fractura ni un percance más allá de que aquel blanco impoluto de sus pantalones se había ido para siempre.
No estuvo tan contento cuando los demás se quedaron bebiendo y charlando afuera y él, con Monspeet ahora endemoniado, debía quedarse a solas con él en los lavabos para acomodarse la vida y simular decencia nuevamente. Su posible asesino cerró la puerta tras de ambos y se dirigió al lavamanos contiguo al suyo. Y él, aunque sabía que la amistad prevalecía por encima de todo y demás basuras, tenía un bichito en su oído que le murmuraba una sólida cantidad de cosas feas que podía hacerle.
Razones le sobraban, y no solo por el traspié de hace un rato. Monspeet era un hombre recto como en el mundo quedaban pocos, de valores que no flaqueaban con facilidad y una moral intachable en el sentido más absurdo de la palabra. También era un amigo sincero, que no le gustaban los juegos sucios ni secretos escondidos bajo la alfombra. Y sí, era muy amigo suyo, pero también muy amigo de su hermano. Amigo de ambos desde la época en que Elizabeth irrumpió en las vidas de ambos, testigo de todas y cada una de las ocasiones en que, él y Estarossa por igual, perecieron incautos ante su hechizo.
Ella lo eligió a él, lo amó a él, sin embargo, ¿importaba eso ahora, que le debía fidelidad a otro hombre, no menos que su propio hermano? El pasado residía allí y lo que sea que hubo entre ambos, también. Anoche, a Monspeet no pareció haberle hecho mucha gracia que él, tomando sus pésimas decisiones como de costumbre, se encaprichara en traer ese pasado de vuelta. Pudo sentirlo juzgándole, y podía sentirlo en aquel momento también, con su mirada clavada en él.
—Entonces...—ah, había tardado en traer el tema a colación. No había terminado la sentencia y Meliodas ya sabía por dónde atacaría—... ¿qué harás al respecto?— Sabía al dedillo exactamente a qué, o más bien quien, se refería; no obstante, fingiría demencia hasta sacarle de sus casillas, solo por los viejos tiempos.
—¿Al respecto de qué?
Su mirada de inocencia era siempre infalible, pero dudaba que él, siendo el detector de mentiras andante que era, cayera por un truco tan barato. Y en efecto, no lo hizo. El hombre negó un par de veces y aumentó un poco la fuerza con la que frotaba su zapato antes de chasquear con la lengua y dirigirse a él con la firmeza de un padre.
—Te daré un consejo, Meliodas. Las mujeres vienen y van, ya lo sabes tú mejor que yo. Especialmente por ella, no vale la pena ni el pensamiento, menos aún romper tu relación con tu hermano.
El rubio lo observó de arriba a abajo, callado como era poco común en su persona. Su silencio como respuesta inquietó a Monspeet, lo supo por su postura y cómo volvió a negar con la cabeza. Aún sabiendo lo frágil que era el tema, se arriesgó a abordarlo. Respetaba eso de él, defender una causa no estaba mal, hablar como si conociera la verdad absoluta de los hechos sí. Pero, no le diría que se tomó ese indirecto insulto a Elizabeth como propio, eso sería cavar su tumba, y ese privilegio estaba reservado para la ausente en disputa.
Bajó la mirada a sus propios zapatos, ya limpios sin siquiera percatarse él de cuan mecánicos se movieron sus brazos. La mala noticia era que ahora sin una acción en la cual desvariar, se había esfumando su única excusa para no continuar la conversación. Podía dejarla morir allí, pero no era su estilo. Callarse era doblegarse y doblegarse era lo más cercano a la derrota, y eso le era inadmisible, menos frente a un tipo como Monspeet.
—Lo que viste ayer no fue más que una reunión de viejos amigos— habló indiferente, encogiéndose de hombros.
El otro dejó escapar una carcajada amarga.
—¿Viejos amigos ahora? Meliodas, la chiquilla parecía un animal asustado. He visto gatos monteses más relajados que ella cuando te tiene cerca.
Odiaba como guardaba razón, él y su estúpida manía de leer como libros abiertos a la gente sin su permiso. Era cierto que su encuentro fue, en resumen, un ring de boxeo verbal. Elizabeth no confiaba en él ni aunque le apuntasen con un arma, y si bien eso era enteramente culpa suya por ser un cretino, no quería decir que tuviera malas intenciones para con ella. Solo debía enmendar los tremendos desastres que dejó a su paso y conseguir que le sonriera como años atrás. Un plan sencillo, sin añadir a la ecuación lo miserable que la hizo durante todo el tiempo que estuvo a su vera para luego largarse sin muchas vacilaciones. Su juventud solo consiguió marcar la pauta en cómo desenvolverse en torno a él y al parecer, a los hombres con un interés en ella.
Un primer amor tirado a los cerdos.
—Si no me falla la memoria, tuviste algo que ver con... ¿Rajine, era su nombre? La hermana de tu ahora mujer, y nos los veo tan mal a ti y a Derieri.
Eso fue bajo, incluso para él, y a pesar de que el semblante endurecido de Monspeet le confirmó que tocó una fibra sensible, no consideró que retirarlo fuera una opción. Jugó con fuego y se le quemó la casa, a veces inmiscuirse en relaciones ajenas cuando la propia tiene sus cosas cuestionables es de cuidado. Valoraba a su acompañante como hombre y amigo, mas no recordaba haberle pedido una consulta como psicólogo ni solicitar lecciones de moral.
Lo vio suspirar resignado y bajar las armas mientras se devolvía a la salida.
—Sé que no fue personal —se alegraba de que lo supiera. Años conociéndole significaban que sabrá Dios la cantidad de ataques que le había soltado y ninguno dirigido desde un lugar de desprecio real—. Solo... tenla a ella en cuenta también, no la pasó bien cuando te fuiste a Estados Unidos y a lo que veo, no la está pasando bien ahora tampoco. Si dices quererla, lo pensarás dos veces antes de seguir por ese trillo.
Antes de poder contestarle, ya había desaparecido hacia la algarabía de la muchedumbre. Una retirada estratégica, pensó Meliodas. Sin embargo, a solas al fin, pudo permitirse destensar el cuerpo y exhalar con frustración. Quería desprenderse todo lo que dijo Monspeet, convencerse de que solo eran sus malabares mentales de antaño, pero el desgraciado había atinado a cada frase que salía de boca. Apretó la cerámica del lavabo hasta ver blancos sus nudillos, con la mente en completa negación. No podía cambiar lo que ya estaba hecho, pero tampoco podía ir pretendiendo que no le importaba.
Un poco de egoísmo era inherente a la naturaleza humana, y luego de años alejado de la mujer que marcó su juventud, este le estaba ganando por goleada a cualquier código fraternal al que pudiera aferrarse. Si el día de mañana ella cambiara de parecer y le pidiera huir juntos al extranjero, ni Estarossa, ni siquiera su propio padre —que no consiguiera descansar nunca el maldito— podría impedírselo. No había autoridad sobre la tierra que le hiciera renunciar a algo que le nacía tan espontáneo como el magnetismo que lo ataba a ella.
Solo debía esperar a que el Cristo le cumpliera un tercer milagro y la enamorara de él para esa misma tarde, pero ya había sido suficiente para el pobre y su fortuna era una porquería la mayor parte del tiempo; así que recaía en él y en el tiempo la responsabilidad de sanar todas las heridas que abrió a su paso.
Lavó su rostro sin mucha delicadeza y miró su reflejo unos segundos, absorto en su debate interno, antes de seguir los pasos de Monspeet y volver al buen ambiente.
꧁ ⚜︎ ꧂
La voz estridente de su hermano solo consiguió alimentar su mal genio, y como cereza del pastel, se tuvo que reprimir de emborracharse con tal de ahorrarse un viaje al hospital o, en su defecto, al cementerio. No era un mal conductor y varias ocasiones había conducido bajo los efectos del alcohol —una pésima decisión, debía admitir—, sin embargo, las lluvias empaparon la carretera, ya de por sí en precarias condiciones por fatalismo geográfico. El hecho de haberse enterado de que Ross y Elizabeth habían pasado la noche juntos, no poder demostrar el más mínimo desaire al respecto y tragarse en seco la cólera, le traía la ansiedad por encima de las nubes.
Si no moría en un accidente de tráfico, un infarto estaba listo y entusiasmado por hacer el trabajo sucio.
Lo que más lo molestaba era el hecho de que, en realidad, no tenía derecho a estar molesto. ¿Celar a una mujer casada con su propio hermano? ¿Había enloquecido? Para colmo de males ella ni tan siquiera lo miraba a los ojos lo suficiente para que se imaginase al menos un sentimiento mutuo. Vivía enfrascado en esa fantasía de que, más allá de sus desplantes, esa muchacha que dejó atrás por cobardía aún guardaba ese afecto desbordante por él. Le aterraba hacerle cara y afrontar de que, sin distinciones, el desapego que le profesaba a su hermano aplicaba por igual a él, o incluso peor.
Estarossa le reclamó por el frenazo en seco que metió al parquearse frente a la entrada, pero le prestó caso omiso. Mejor que se enterara que no andaba para charlas absurdas. Avanzó a través de la fachada interior sin reparar en la servidumbre que le ofrecía toallas secas, y plasmando en cada pisada a los escalones su disgusto.
Creyó haberla visto por el rabillo del ojo, a la habitación paralela que si no se equivocaba la habían convertido en un cuarto de dibujo a petición suya, o algo así le había comentado —o más como una queja— Estarossa. Aún así, no giró al costado para comprobar, en su estado mental no le convenía encontrársela; bien pudo ser un truco de su consciencia, buscándola en todos los rincones, buscándola hasta en sueños.
Se deshizo de su ropa sucia una vez se halló en la privacidad de su habitación y confió en que una ducha fría se llevaría el pesar que le entorpecía el cuerpo. El agua ciertamente alivianó el estrés acumulado en todos sus nervios, mas no surgió mucho efecto en el nudo que se había anidado en la boca de su estómago. Era surrealista que el deseo le nublara los sentidos al punto de renegar de la razón. No podía irrumpir en que marido y mujer durmieran juntos, no importa cuántos problemas demostrarán tener, no era su lugar entreponerse y mucho menos opinar. Además, fue Elizabeth por su propio pie quien terminó en su lecho, y si así lo quiso ella, ¿por qué debería él cuestionarla?
La cabeza continuó dándole vueltas por al menos quince minutos en los que intentó dejar la mente en blanco, un completo fracaso. Se dejó caer de espaldas a la cama, esperanzado en que una siesta breve le haría bien.
La calma en ausencia de pensamientos fue efímera, y por más que quiso ignorar los toques en su puerta, el hambre le podía más que el orgullo y la acidez infernal que le ocasionaba saltarse comidas era lo último que necesitaba. Aplicó la ley del mínimo esfuerzo al vestirse: una camisa holgada oscura y un abrigo bastarían para protegerlo del sereno nocturno que se colaba por las ventanas. La muchacha designada para escoltarlo se disculpó por molestarlo y aunque Meliodas ya sabía de sobra el camino, se dejó guiar con tal de ahorrarse otra pequeña discusión.
—¡Meliodas, vamos a empezar a comer sin ti si no te apuras!
No adelantó el paso ante la voz de su hermano, e hizo bien, puesto que al llegar a la mesa la comida no estaba aún servida. Tomó asiento al otro lado de la mesa, lo más alejado posible del contacto con cualquiera de los dos. Por primera vez en toda su estancia, se resistió a verla tanto tiempo como fue posible, intentando centrarse en el interminable parloteo de Estarossa en lo que servían la mesa. Tenía la certeza de que en el momento que titubeara y se rindiera a ella, la mirada lo delataría al instante. Para su suerte, la cena no tardó mucho más en servirse y la comida estaba lo suficientemente rica como para distraerlo de la sirena del otro lado de la mesa.
—Al final le harás compañía por mí, ¿no, Meliodas?
Levantó la vista a él, desconcertado.
—¿Compañía a quien, a Elizabeth?— la aludida soltó los cubiertos de súbito a la mención de su nombre. Meliodas se armó de valor a voltear a ella, percatándose de su expresión malhumorada, pero aún así guardando silencio. Estarossa asintió a su pregunta—. ¿Con motivo de...?
—Te lo dije en la tarde, me iré de viaje.
¿Huh?
Cualquier cosa que le haya dicho en la tarde la había eliminado de su memoria en segundos, demasiado encerrado en sí mismo como para prestarle atención a algo más fuera de su burbuja de autodesprecio.
—Llegaste aquí hace dos días, ¿y ya te vas? Me prometiste hacer un esfuerzo, Ross— la voz de Elizabeth resonaba impregnada en una dulzura artificial, quizás tratando de disimular la amargura que evidenciaba su rostro pálido. No le tomó mucho tiempo deducir que el anuncio no le habia hecho mucha gracia.
Meliodas, por su parte, permaneció ajeno a la pareja.
—Y estoy haciendo un esfuerzo por no dejarnos en bancarrota, preciosa.
Comenzó un intercambio breve de reproches de ambas partes, y agradeció haber decidido su rol de espectador. No pudo evitar carraspear su garganta, incómodo en su silla, pero aquello pareció atraer la atención de ambos, que finalmente guardaron silencio. Por un momento, vio a la sombra de sus padres atada a ellos.
—Volveré para tu cumpleaños, y por favor, no seas un dolor de cabeza mientras no esté— dijo firme, la decisión ya estaba tomada y por la cara de Elizabeth, que había pasado ahora a la más absoluta indignación, supo que era una situación bastante recurrente.
Los vio compartir una última mirada de fastidio antes de que ella decidiera que ya tuvo suficiente y sin despedidas de por medio, salió disparada escaleras arriba. El portazo que pegó a su puerta lo hizo cerrar los ojos por el estruendo. Estarossa, por su parte, no perdió el apetito ni un ápice.
Meliodas chasqueó su lengua.
—Y... ¿a dónde irás?
—Una vueltecita por Europa, no sabría decirte exactamente. Veremos unas propiedades de valor que se han abandonado luego de la guerra, y a ver de qué manera las vendemos por mayor precio— tomó un sorbo de vino—. Escucha, ¿viste el espectáculo, no? Cuida de que no haga nada estúpido, Elizabeth es lista pero se deja llevar por sus impulsos muy fácil. No quiero regresar y ver que ha despedido a media servidumbre o destrozado mi cuarto.
Y con razón.
Meliodas respiró hondo, en un esfuerzo por recordar su propia promesa de no husmear donde no lo invitaron. Era un invitado y nada más. Le sería mas fácil si ellos aplicaran ese refrán de «lavar los trapos sucios en casa», sin embargo, lo hacían en el centro de la ciudad, justo a la vista de todo el mundo.
Su hermano continuó la cena sin mayor preocupación, pero Meliodas había perdido sus ganas de comer. Varió entre temas de conversación, pero apenas y y le arrancó más de unos pocos monosílabos. Y al ambos retirarse a sus habitaciones luego de compartir un puro —tuvo que darle un punto por eso, los importados de Cuba eran una maravilla—, Meliodas se vio a sí mismo frente a la puerta de Elizabeth, dudando entre si llamar o no como quien se debatía entre la vida y la muerte.
No tiene caso, pensó antes de dar media vuelta a su propia pieza, sin embargo, no puedo evitar voltear a la suya una última vez, con el corazón pendiendo de un hilo, soñando con ver su silueta de luna.
Nunca se creyó un hombre paciente, pero los giros caprichosos de la vida lo tenían allí, pendiente a cada respiración suya, esperando como un imbécil a que volteara a mirar en su dirección.
El Cristo de la pared no le cumplió su anhelo mayor, tal vez ya cansado de tanto achaque, y a Meliodas no le quedó más que sentarse a mirar las estrellas, perdidas sin el brillo de su astro regente, hasta caer rendido a oscuras.
꧁ ⚜︎ ꧂
He aquí el primer capítulo narrado por Meliodas, el primero de unos cuantos debo decir. Disfruté mucho su perspectiva, me dejé llevar con él y resultó ser mucho más ligera de digerir que la narración de Elizabeth, me da más libertad con el sentido del humor y su poca vergüenza JAJAJAJ.
Han sido unos meses complicados para mí, y nada más me dieron un break de la carrera me cayó la inspiración de una. Nunca piensen que abandoné esta historia, es mi favorita de escribir (no le digan eso a los lectores de los one-shots).
Espero que hayan disfrutado la lectura como yo el proceso de creación, si es fue así, no olviden votar y dejar de lado la timidez para comentar, adoro interactuar con ustedes ✨.
Después de ya casi dos días y medio de apagón, un votito me pondría de contenta cómo no se lo imaginan :c.
Hasta una nueva aventura;
isa❥.
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