『 𝐈𝐈𝐈 』
—¡Muy buenas por acá! Finalmente con ustedes la actualización —atrasada— de San Valentín, yupii ?). Ha sido un mes bastante movido, pero al fin se pudo, tarde pero seguro. Espero que la disfruten, ¡nos leemos abajo! <33
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Algo resplandecía en esos ojos felinos, detenidos en el tiempo al conectar con los suyos.
Elizabeth no pudo contenerse de comparar ese brillo incandescente con la forma en que un cazador acecha su presa, y sigiloso se acerca a ella, despacio, con la ventaja de tener su triunfo ya asegurado; justo como los pasos de Meliodas, que avanzaba ahora con la intención de acortar la distancia entre ambos.
Ella, sin embargo, distaba mucho de un ciervo frágil y temeroso.
Pudo haber sido quizás la adrenalina, que sentía arder en sus venas desde el momento exacto en que la puerta se cerró, o la necesidad de ponerle un punto final a aquel conflicto silencioso que ya estaba minándole la paciencia; lo cierto es que la lucidez vino a ella, y algo como un canto clerical resonó en su mente.
Una epifanía se reveló ante sus pies.
No había otra manera de hallar un mínimo de paz, o siquiera pensar en un verano llevadero, entre su rencor y la fachada de indiferencia del rubio. Resolver sus desacuerdos de una vez por todas y zanjar con sus diferencias llevaría tiempo, pero nunca acabarían si lamentablemente no se dignaban en abordarlo. Huirle durante más tiempo solo alargaría esa tortura. Incluso si no creía que en algún momento cercano volvería a sentirse cómoda con su presencia, sí se veía capaz de tolerarla; pero no con la tensión palpitante que afloraba cada se encontraban los dos en una habitación.
Y al parecer, Meliodas pensaba de la misma manera.
Más sutil, por supuesto.
Maestro del estoicismo, los rasgos de Meliodas dejaban entrever apenas un destello de sus emociones reprimidas. Elizabeth, quieta en su lugar, distinguía sus pasos entre el silencio que los embargaba, acercándose a ella con parsimonia. Inmerso en su papel de depredador, se estaba tomando su tiempo en disfrutar el proceso.
—Di, Elizabeth... —irrumpió él, poseedor ahora con las riendas de la conversación. Elizabeth bufó con sorna y negó suavemente, aquellos teatros nunca habían sido lo suyo—. Ahora que no tienes que utilizar una máscara, espero que puedas darme el placer de decirme el porqué de tanto rechazo a mi presencia.
La aludida lo miró impasible y se cruzó de brazos.
Barajeó sus posibles respuestas, desde eludir su interrogatorio hasta entregarse a sí misma a él, allí mismo. Había pasado mucho tiempo desde que sintió por última vez ese cosquilleo incesante en todo su cuerpo, y se sintió inmoral por un segundo. No era para nada correcto en ningún sentido, pero aquella humana sensación se había convertido en algo tan ajeno a ella que la electricidad que le recorría ahora la piel le resultaba extraña.
Desear algo, a alguien: a él; lejos de ser emocionante, le estaba revolviendo las entrañas.
Tragó en seco, incapaz de dejar caer sus defensas ante él. Meliodas no la vería temblar, o siquiera contemplaría un atisbo de duda en sus ojos. Con calma relamió sus labios, quizás seguirle el juego arrojara algo interesante.
—No sé de lo que me hablas —tarareó con soltura, a la par que seguía sus movimientos alrededor suyo con la mirada.
Reprimió una risilla cantarina al ver una sombra de frustración cruzar su semblante. Meliodas había pecado dejándole ver esa grieta en su armadura. Ahora más que nunca, estaba dispuesta a llevar su paciencia a su límite.
¿Hasta dónde estaba dispuesto a llegar?
Meliodas ladeó su cabeza incrédulo, una de sus cejas enarcadas.
—Sí que lo sabes.
—Juro que no.
El muchacho dejó escapar su aliento y miró hacia arriba, como pidiendo clemencia en silencio. Su pecho se infló con algo de orgullo ante su impaciencia. Cualquier mínima cosa que lo sacara de sus casillas, aunque sea por unos segundos, no se compararía nunca con la sensación de ahogarse en llanto al punto de jadear por oxígeno, pero lo tomaría como una pequeña remuneración.
—Elizabeth —su tono se suavizó, un reclamo más bien parecido a una sutil súplica—. Llevo todo el día con la cabeza dándome vueltas porque no entiendo tu actitud.
Tal vez en otro momento habría funcionado, y habría caído a sus pies, corrido a abrazarle, mas no. Esa Elizabeth había muerto, y a pesar de que fue ella quien se ensució las manos en el crimen, Meliodas fue cómplice sin saberlo. Frunció su ceño, aquella condescendencia en lugar de ablandar su coraza, solo fortaleció su indignación.
—Pídelo por favor —declaró. Si quería obtener paz, tendría que arrodillarse y rogar por ella. Vio la confusión hacerse presente en el rostro de Meliodas, indeciso de haber oído bien—. ¿Entonces?
—¿Es en serio?
Elizabeth asintió despacio. Sus ojos azules observaron sin escrutinio su cuerpo tensarse.
Había dado en el blanco.
Meliodas podía cambiarse el nombre, huir del continente y empezar una nueva vida, que no tendría más opción que revelarse a ella si el destino decidía que era hora de cruzar caminos nuevamente. Elizabeth reconocía cada uno de sus gestos, y su buena memoria también guardaba sus gustos y desagrados, entre ellos, su enorme rechazo a rogar. Llegados a este punto, no le afectaba mucho el sueño en las noches utilizar aquello como arma de doble filo contra él. Y sin importar cuanta resistencia opusiera, ella no cedería si él no se doblegaba primero.
Lo escuchó murmurar alguna incoherencia, y luego levantó la mirada.
—Por favor —dijo al fin, una larga exhalación dejó sus labios luego de la frase.
Pero para Elizabeth, no era suficiente.
—Por favor, ¿qué? —rebatió.
¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar por mí?
Meliodas masajeó el puente de su nariz, ya con la inquietud a flor de piel. Una mueca de disgusto se formó en sus labios. Nunca fue un hombre adepto a peticiones, y le sería puesto en su contra el mayor tiempo posible.
—Por favor, quiero saber por qué no quieres tratar conmigo.
Elizabeth desvió la mirada, su voz había caído en sus defensas como una caricia tierna al alma. Había olvidado el inconmensurable poder que aún tenía sobre ella el escucharle siquiera, y aquella petición dicha por lo bajo, incluso prevista, la atrapó con la guardia baja. Cerró los ojos y una corta exhalación debería haber bastado para calmar sus nervios, sin embargo, el magnetismo maldito que ejercía Meliodas sobre su cuerpo subía por sus piernas, con la intención de enredarse en ella y someterla a su antojo. Se giró de espaldas a él y agitó su cabeza con suavidad, con la esperanza de ahuyentar sus pensamientos. Cerró sus ojos y rebuscó dentro de sí hasta hallar un ínfimo resquicio de entereza.
—Bueno, quizás me sienta... avergonzada, de que hayas visto mis pechos —tanteó, un deje de ingenuidad forzada en su voz.
Aquel lamentable intento de despiste pareció no cumplir su misión, pues una carcajada seca a sus espaldas la hizo voltearse y torcer sus labios fastidiada.
—Una vista divina, mas no novedosa. Inténtalo de nuevo —la de ojos azules gruñó—. Elizabeth, ¿Hay necesidad de volverlo tan difícil?
Silencio.
Su corazón a más no poder se detuvo en seco al escuchar aquella retórica.
—¿Difícil, Meliodas? —Ironizó entre dientes—. ¿Sabes lo que es difícil? Adaptarme a que salgas y entres de mi vida cada vez que se te antoja, y que encima de eso, hagas de menos el daño que me haces.
La postura del rubio no vaciló.
—Esa nunca fue mi intención —respondió, casi por instinto. Elizabeth intentó rebuscar en sus facciones algo que la convenciera de la validez de su réplica, pero fue en vano. Aquel rostro, como años atrás, permanecía aún ilegible a ella.
Jadeó, hastiada.
—Que curioso —contempló con amargura—. Nunca lo es, pero siempre termina igual. Parece mentira que tengas el descaro de negarlo.
Lo vio bajar la mirada, mas no la guardia. No conseguía distinguir en su rostro el más mínimo atisbo de remordimiento, y su indiferencia empezaba a colmar su, ya de por sí, escasa paciencia. Dolía en su orgullo, en su pecho, el abrirse de tal manera ante él, admitir su quebranto una vez más, y que, nuevamente, se rehusara a mostrarse vulnerable a ella como si fuera aquello un pecado capital.
Elizabeth conocía de sobra acerca de los demonios de Meliodas, de su agria historia familiar, pero, ¿era aquello justificación para que su actitud con respecto, no solo a ella, sino a cada vínculo amoroso que lograra entablar, fracasara debido a su terquedad? Si bien lo había aceptado en aquel momento, desconocía el desastre que acarrearía consigo guardar todo ese dolor dentro de sí para aminorar la carga que llevaba él a sus espaldas.
Por supuesto, terminó aparatosamente.
Fue demasiado abrumador para ella, y al parecer también para las siguientes, puesto que los cuchicheos sobre su volátil vida personal nunca cesaban, y eran el pan de cada día en las reuniones de las damas de alta cuna.
Meliodas era irretenible, como intentar atrapar la lluvia entre las manos.
—¿Eso fue todo?
Los labios de Elizabeth dejaron escapar un qué apenas audible, no podía dar crédito a sus oídos. ¿Con qué desfachatez se atrevía a increparla?
—No, no lo es —replicó, a la vez que negaba con la cabeza suavemente. Sus hombros se enderezaron y levantó la mirada para encararle—. ¿En realidad quieres saber por qué no te hablo, Meliodas? Porque después de ti, se arruinó mi vida —se comenzó a acercar a él a un andar pausado—. Apenas y soporto a quien tengo que llamar mi esposo, me alejé casi por completo de mi familia, mis amistades las puedo contar con los dedos de una mano, y la lista sigue— a cada sentencia, un paso, hasta que quedó frente a frente—. Tú me arruinaste.
En algún momento, pensó que jamás podría plantarle cara. Elizabeth evadía los conflictos directos como si de balas a su pecho se tratasen. Conocedora de su carácter explosivo, era una forma bastante efectiva de no perder los estribos por nimiedades, y conservar una fachada que bien podía catalogarse como pacífica frente a la sociedad inglesa. Una dama debía ser serena y predicar el ejemplo; ella no se podía dar el lujo de darle rienda suelta a su mal genio frente al mundo, excepto a él. Meliodas había sufrido ya en carne propia los estragos de su enfado, y hasta ahora no se había dado el caso de que, llegados a este punto, mantuviera ella la compostura. Elizabeth podía incluso apostar todas sus joyas a que él no esperaba tal control de su parte, a pesar de que su rostro resguardara una expresión monótona.
Cara a cara, ese fantasma que la atormentaba en las noches, no era más que un simple mortal.
Pero bastó el roce sutil de las yemas de sus dedos, aventurados a acariciar su mejilla, para deshacer esa ilusión de triunfo y reducirla a nada más que cenizas. Aquel pulgar dibujó en su piel el recorrido de su mandíbula hasta alzar con la punta su mentón, sin necesitar de palabras para comunicarse.
Elizabeth, con sus ojos cerrados y el corazón punzante en la garganta, sabía que al abrirlos se encontraría con el protagonista de todos esos escenarios que solían perseguirla como almas en pena.
—¿De verdad? —Susurró él con sorna, su voz ronca como su verdugo.
Basta.
Incluso si era tan cierto que quemaba, el hecho de que Meliodas tuviese el atrevimiento de tentar su temple, a sabiendas de su matrimonio con su propio hermano y de las consecuencias que conllevaría —nuevamente—, era más que inaceptable. Con desdén, Elizabeth apartó su roce de un manotazo.
—¡Deja de tratarme como una niña, mierda!
—Si dejaras de comportarte como una, quizás lo tomaría en cuenta —Meliodas se encogió de hombros, y acto seguido emprendió su camino hacia la puerta—. Dejémoslo aquí, Elizabeth, no vamos a llegar a ningún lado.
La aludida comenzaba a ver borroso, producto de la ira que se gestaba en sus entrañas.
—Todo esto es tu culpa —escupió en voz baja, mas la acusación llegó a oídos de Meliodas, quien se giró despacio hacia ella con una expresión extraña en su rostro.
—¿Mi culpa, Elizabeth? —Finalmente, con una reacción genuina de su parte, podía darse por satisfecha. Pero una parte suya, aún no saciada, insistía en no darle tregua bajo ninguna circunstancia. Ya llegados a este punto, con verdades dichas y sus respectivos arsenales desplegados, no tenía punto ceder.
Y Elizabeth, aferrada a su orgullo como único salvavidas, no podía permitirse el lujo de dar su brazo a torcer.
—Nunca tuviste que haber venido aquí. ¿No me habías dicho que ojalá nunca volvieses a verme? Entonces, ¿qué haces aquí, conmigo?
Meliodas, cual niño pequeño, escondió su rostro ante la pregunta demandada, y algo en el pecho de Elizabeth se encendió como una llama, tenue, pero abrasadora. Había apuntado a matar, y acertado en el punto débil de aquella armadura que parecía impenetrable. Por primera vez en dos días, se sintió liberada. Sin embargo, antes de darle oportunidad de darle la estocada final al ego del rubio, la puerta, de la misma manera en que se hubo cerrado, volvió a abrirse.
—¿Qué tanto se puede demorar buscar una botella de vino blanco? —cuestionó Monspeet de mala gana, recargando su cuerpo en el marco de la puerta.
Sus ojos, inquisidores, los observaban de una manera indescifrable, como queriendo ver más allá. Elizabeth estaba al tanto de que Monspeet, como amigo cercano del trío de hermanos, tenía una noción de la historia que Meliodas y ella compartían, pero no sabía hasta qué punto le habían dado a conocer. De cualquier manera, no había que ser un genio ni alguien muy perspicaz para percatarse del ambiente denso del que se encontraba impregnada la bodega.
Vio al hombre suspirar resignado, y al voltear la mirada a su costado, halló a Meliodas con un leve sonrojo en sus mejillas, sus ojos cerrados y ceño fruncido daban el encuadre final a un semblante, a la legua, fastidiado. Después hablaría con Monspeet, en caso de algún malentendido. Por ahora su prioridad era bajar al mundo real, a su mundo, enfrentarse a su marido, y fabricar en tiempo récord una excusa lo suficientemente creíble como para librarse de su interrogatorio y mantener su fachada impecable.
El rubio a su lado, sin mediar una palabra con ninguno de los dos, agarró la primera botella a su izquierda y a pasos apresurados, se abrió camino a través de Monspeet en completo silencio, hasta que sus pisadas toscas dejaron de sonar en los escalones. El malestar en su pecho se fue con él, y dejó escapar una larga exhalación, aliviada. Levantó su rostro hacia el hombre frente a ella, y se aclaró la garganta.
—¿Y Ross?
—Dormido, vomitó unos minutos después de que subieron ustedes, y luego se quedó rendido —Elizabeth asintió levemente y se llevó una mano al pecho, agarró el dije de su collar y jugó con él entre sus dedos, presa de sus nervios. Un problema menos que se quitaba de encima—. Dame crédito, subirlo por esas escaleras valió su peso en oro, era como cargar un piano.
—Gracias —breves, pero genuinas. A pesar de que no fueran cercanos, Monspeet había demostrado siempre ser de fiar, y agradecerle de corazón era lo mínimo que podía hacer—. ¿Está en la principal?
Monspeet confirmó con un gesto.
Con una sonrisa tímida, se dispuso a emprender el mismo recorrido que Meliodas hace unos minutos.
—Elizabeth —llamó el castaño a sus espaldas, su tono firme imponente. La nombrada apenas volteó para verle de reojo—. No sé qué hayan estado haciendo, no sé qué es lo que se traigan entre manos; solo les voy a pedir discreción.
La de cabellos plateados enarcó una ceja. —No hicimos nada, ni tenemos nada. Despreocúpate —contestó, lo más tajante posible—. Por favor, saluda a Derieri de mi parte.
Le escuchó bufar detrás suyo, poco convencido. Hastiada, negó con la cabeza, descartando la conversación pendiente con él. Al final del día, no le debía explicaciones a nadie más que sí misma, y mientras más personas estuvieran involucradas, más volumen acumularía la bola de nieve. Monspeet y lo que pudiera pensar este, era el menor de los males.
Decidida, se echó a andar rumbo a la habitación principal sin mirar atrás.
꧁ ⚜︎ ꧂
La tenue luz de la luna, intrusa en la habitación gracias a las cortinas danzantes, era la única fuente de luz en la pieza.
Luna llena, pensó en sus adentros. Nunca se consideró una supersticiosa, pero no encontraba más razón para una noche tan agitada como la acontecida. Cerró la puerta con recelo y caminó descalza hasta la cama, donde yacía Estarossa. Se sentó con cuidado de no delatarse, aunque dudaba que en semejante estado algo tan diminuto fuese a perturbar su sueño.
Era incluso envidiable la manera en que descansaba, le provocaba desear haberse emborrachado junto a ellos. Pero no, Elizabeth había enterrado esos días de excesos en una fosa común, y jamás quería volver a saber nada de aquella tétrica etapa. Lo observó durante unos minutos, su pecho que subía y bajaba en un compás sereno, su rostro, que dormido daba la impresión incluso de inocencia. Se dejó caer a su lado y suspiró con pesar.
¿De verdad quería terminar de tirar su vida por la borda?
No era feliz a su lado, no le amaba como marido y mujer, sin embargo, en algún punto existió un cariño mutuo, que los llevó a convertirse en buenos amigos y en ocasiones, sus únicos confidentes.
Enamorado al fin, aceptó migajas por obtener algo tan simple como su compañía y atención, hasta que la oportunidad esperada tocó a su puerta. Elizabeth no podía culparlo, no en realidad. Quizás pecaba de ingenua, y su desbordante empatía la hacía ver claridad en territorio de tinieblas, pero no conseguía odiarle del todo, no cuando aún veía en él ese niño noble que pasaba sus tardes libres junto a ella entre libros y desahogos. Ciertos días, ese niño volvía en sí, y la miraba como algo más que un trofeo, como esa compañía de antaño que tanto apreció, y se permitía fantasear con, algún día, verle de otra manera, incluso si eran solo simples escenarios orquestados por el vacío en su pecho.
Y luego regresaba. Frío, arrogante, ausente; irreconocible.
No había vida posible a su lado, y esa ilusión de amor, se hacía añicos al son de un comentario despectivo. Elizabeth, una mujer con estudios y una cultura mucho más amplia que él y el desfile de cavernícolas que lo acompañaban, se veía reducida a un rostro de porcelana y un cuerpo que desear.
Despreciable.
Tal vez, eso fue lo que la hizo caer a los pies del hermano equivocado.
Meliodas le había dado un debido reconocimiento a su intelecto desde el primer momento que cruzaron palabra, jamás osó siquiera insinuar subestimarla por haber tenido el suplicio de haber nacido como una mujer ambiciosa, ávida de conocimiento, en un mundo esbozado por hombres. Ingeniero aeronáutico, con una mente y posición económica privilegiadas, Meliodas no lo pensó dos veces en explotar sus posibilidades en todos los campos que tuviera a su alcance. Sus servicios como ingeniero y piloto en la Segunda Guerra Mundial le labraron un nombre más allá de su legado familiar, medallas para cada día de la semana, y un reconocimiento abrumante. Ella, más adepta a las letras, no podía sino sentirse menos ante tanto brillo. El mundo favorecía al campo científico, y desde la revolución industrial, la ciencia no se detenía ante nadie.
«El mundo necesita avances, no dramaturgos», cada vez que recordaba su época de estudiante bajo la tutela de Vivian, su antigua profesora de Física, no podía evitar la mueca de evidente disgusto que se formaba en su rostro. Llegaba a casa en las tardes, maldiciéndose por su inaptitud ante los números.
Él cambió eso.
«Sin poesía, no habría humanidad, Elizabeth. ¿Te imaginas lo triste que sería el mundo sin cuestiones filosóficas que debatir, o un libro del que hablar? La gente ya estuviera arrancándose los cabellos con sus propias manos si la vida entera girara en torno a los números». Vivian, quien también había sido su profesora, en palabras del rubio, no era más que una engreída sin alma suficiente para interesarse en temas que no implicaran ceñirse a un proceder ya establecido. Meliodas, en cambio, se abría a ella, a sus debates, a libros en los que de no ser por su insistencia, jamás se abría interesado en leer. Los debates se fueron transformando en cuestiones morales, él se especializó en leerla a ella, y las líneas de la cordialidad se fueron desdibujando entre conversaciones por teléfono pasada la medianoche, y roces que anhelaban algo más que una caricia efímera, reprimida.
Hasta que Alemania intervino, y las cosas se fueron al diablo. Sacudió su cabeza, ahuyentando sus divagaciones.
Fue hace mucho tiempo, se insistió. Esa Elizabeth ya no existía, y ese Meliodas, definitivamente, tampoco. A veces agradecía a las estrellas por haberles permitido coincidir en tiempo y lugar; últimamente, solo le maldecía antes de dormir.
Hoy no sería una ocasión excepcional.
Dos fuerzas inamovibles, reacias a dar su brazo a torcer; aquello no tendría un desenlace agradable para ninguno. Pero Elizabeth era terca, y si no ganaba la contienda, al menos daría un espectáculo digno. Se aseguraría de que recordara su nombre cada día de su vida.
Volteó la mirada a su lado, encontrándose con el rostro pacífico de su marido, la ignorancia, sin duda alguna, era una bendición. Soltó un respingo al sentir un nudo en su garganta, darle vueltas a las cosas nunca terminaba bien a estas horas. Luego de una breve eternidad mirando a las pinturas del techo, su cuerpo comenzó a ceder ante el descanso, y una voz en lo profundo de su subconsciente clamaba su nombre con su tono envolvente. Elizabeth, derrotada, se dejó empapar de ella, y pocos instantes después, solo hubo oscuridad, y ojos verdes resplandeciendo entre ella.
꧁ ⚜︎ ꧂
El clima está super lluvioso acá, y me dije, deja de vaguear y termina el maldito capítulo, llevas postergándolo toda la semana.
Les juro que me avergüenza a horrores haberme tardado tanto con la actualización, pero ¿qué puedo decir?, han pasado muchas cosas. Empecé Medicina, y decir que no he tenido tiempo sería poco, literal me está drenando en cuerpo y alma, pero yo elegí este suplicio así que tocó soportar *cries in university*. Después de hacer pequeños espacios de tiempo para escribir, al fin pude terminar el capítulo, así que denle mucho amor <3. Igualmente me apena informar que no habrán actualizaciones hasta mediados de marzo, ya que lo que me queda de este mes y el inicio del siguiente son pruebas de semestre :c, aunque quizás si este cap tiene buena acogida me anime y actualice pronto —risa malvada—. Si les gustó, recuerden dejar su voto y comentar, extraño interactuar por acá🩶. Sin más,
isa.
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