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『 𝐈𝐈 』

¡Hola de nuevo! Apareciendo de nuevo para entregarles otro capítulo. Confieso que se siente raro actualizar tan seguido, pero vale la pena cuando veo el apoyo que está teniendo esta obra poco a poco <3. Sin más, los dejo disfrutar a sus anchas, pónganse cómodos que la función va a empezar y esto promete, claro que sí. Ya empezamos a tratar temas un poco más serios, así que recomiendo discreción (?)
¡Nos leemos abajo!

꧁ ⚜︎ ꧂

Sentía que el corazón iba a escapársele del pecho. Cada latido hacía retumbar su cuerpo como si estuviera hecha de cristal.

Después de aquella conversación, y una vez quedó fuera del rango de visión de todos, subió casi que corriendo hacia su habitación y se encerró nuevamente. Con la puerta tras de sí, cedió al fin ante su quebranto entre latidos arrítmicos y respiraciones entrecortadas. Una arcada la sobrepasó y cubrió su boca con la palma de la mano para ganar tiempo en lo que iba a zancadas al baño, lo más rápido posible para no ensuciar con la evidencia de su desesperación el suelo de la pieza.

Vomitó toda la cena mientras escuchaba las escandalosas risas cálidas de su esposo y su cuñado en la planta baja, junto con un constate choque de copas. Aquella celebración a simple vista no tenía nada de malo, después de todo, solo eran dos hermanos regocijándose en un reencuentro después de años sin verse. Sin embargo, a ella le hervía la sangre.

¿Cómo podía Meliodas estar tan tranquilo?

Tantos años en el extranjero al parecer habían hecho desaparecer su ya escasa moral.

Se limpió la comisura de los labios con su puño y tragó su amargura en seco, intentando en vano calmar su ansiedad. Sabía que mientras él estuviera cerca, el nudo en su garganta jamás se iría.

Apoyada en los bordes del inodoro y aun débil, se levantó y descargó toda la inmundicia que había devuelto su estómago. Caminó a pasos pausados hasta el lavabo y dejó correr el agua, concentrándose en el sonido que fluía con la esperanza de recuperar la compostura. Se mojó las manos, titubeante, sintiendo apenas el agua tibia calentado las yemas de sus dedos adormecidos. Levantó la mirada y se encaró a sí misma.

Elizabeth, aquella niña ingenua de diecinueve a la que enterró con desprecio en lo profundo de su memoria; esa a la que jamás dio apropiada sepultura por temor a reconocer su error, estaba allí, del otro lado del espejo, mirándola por encima del hombro.

Negó, una y otra vez, pero era irrefutable: la situación se le estaba yendo de las manos.

¿Así de fácil caía el estoicismo que había perfeccionado desde que se fue?

Giró el grifo hacia el lado del agua fría, llevándolo al límite. Tomó el agua con sus manos y lavó su rostro tantas veces que perdió la cuenta, hasta que sus mejillas comenzaron a entumecerse, heladas, y se volvió una vez más hacia el espejo, pero solo era ella quien le devolvía la mirada.

Perdida, sonrojada por su llanto descontrolado.

Se recogió el cabello en un impulso y agarró la toalla más cercana sin cuidado alguno, llevándola a su boca.

Y gritó.

Gritó hasta que su garganta pareciera desgarrarse, con la seguridad de que la tela y el agua aún fluyendo ahogaran su pánico. Una vez saciada y algo más serena, limpió las lágrimas desordenadas que se esparcían por su rostro; se retiró el vestido sin mucho ánimo a la vez que atravesaba el umbral hacia el cuarto, y lo dejó caer otra vez al suelo sin voltear siquiera a verlo. Caminó hasta la cómoda y rebuscó hasta encontrar la primera prenda medianamente holgada que tenía a su alcance, colocándosela de mala gana.

Al girar sobre sus pies para cerrar el cajón, sobre la cómoda yacía su nueva medicación para dormir, la cual aún no había probado por la breve estabilidad que había logrado en su patrón de sueño; hasta ahora. Según el doctor Dana, su médico de cabecera, el fármaco era reciente en Reino Unido y prometía ser un calmante milagroso, más rápido y potente que los que le habían recetado previamente.

Eficaz o no, Elizabeth necesitaba escapar.

Abrió el frasco con recelo y echó un vistazo a las cápsulas amarillas del interior, dubitativa. No había tenido la necesidad de medicarse desde hacía meses, y le sabía a debilidad el siquiera estar considerándolo. Pero su orgullo tambaleante le susurraba que estaba bien permitírselo de vez en cuando, y en su vulnerabilidad, solo negó con la cabeza y sin pensarlo mucho más allá, vacío al menos cinco de las pastillas en su mano y las engulló en seco sin importarle mucho.

El mundo pareció volver a estar un poco más en calma cuando de súbito se dejó caer en su cama. Cerró los ojos y dejó escapar el aire en su pecho, pidiendo clemencia en silencio por su alma a quien sea que estuviera escuchándola.

Entre plegarias de paz, el sueño se acostó a su lado, y Elizabeth se dejó embriagar en su calidez.

꧁ ⚜︎ ꧂

—¡Señorita Elizabeth, despierte por favor! —Aquella voz se escuchaba lejana.

Elizabeth sentía su existencia demasiado pesada como para responderle e intentó hacer caso omiso, pero unas sacudidas bruscas en los hombros la sacaron de su limbo. Sus párpados parecían estar hechos de plomo, mas poco a poco los fue abriendo, hasta encontrarse cara a cara con la muchacha que agitaba su cuerpo sosteniéndola de los brazos, histérica.

Frunció el ceño, su cabeza dolía a horrores y la habitación daba vueltas pese a ella estar aún en cama.

¿Qué mierda había pasado?

—Señorita Elizabeth, ¿está usted loca? —vociferó con la voz entrecortada. Estuvo a punto de responderle en mal tono por aquella acusación tan desubicada, pero la chiquilla sonaba tan desesperada y preocupada por su bienestar que lo dejó pasar, y bajó la mirada con pesar. Odiaba disgustar a la gente, y al parecer le había dado un buen susto a la pobre muchacha—. No vuelva a hacer eso por favor, estas cosas —agitó el frasco de su medicación con desprecio—, no son dulces. No vuelva a hacerse daño— y una punzada de culpabilidad azotó su pecho al escuchar como ahogaba un sollozo.

Sabía de sobra a lo que se refería, pero esa no había sido para nada su intención. Su orgullo era demasiado como para siquiera pensar en admitir una derrota de esa manera.

Pero tal vez, también fuese su cobardía enmascarada.

Quiso detener su llanto, decirle que fue un descuido, pero su voz se había esfumado. Al abrir más los ojos, la luz intensa de la mañana la hizo cubrirse el rostro por instinto. Aquello no pasó desapercibido para la chica aún en la cama frente a ella, la cual se apresuró a cerrar las cortinas y alcanzarle un vaso con agua de la bandeja del aparador.—Hidrátese, la hará sentirse mejor.

La habitación se sumió en el silencio durante unos minutos mientras recuperaba sus sentidos. Al centrar la vista, aún con la tenue iluminación, reconoció al fin la voz de su acompañante. Era la misma que la recibió ayer como si fuese una antigua conocida, un trato afable y genuino que demostraba una vez más de ser digna de fiar.

—¿Cómo te llamas? —Inquirió, su voz ronca y baja.

—Jelamet —y la vio sonreírle con sinceridad.

Elizabeth se sintió a gusto lo suficiente como para bajar su coraza y devolverle el gesto.

—Jelamet —tarareó de vuelta, grabando su nombre en su memoria como una canción pegadiza—. Déjame recompensarte, si no me hubieras despertado, no quiero ni pensar en lo que hubiese sucedido.

Su acompañante entreabrió los labios, atónita. Semejante calidez no era para nada común en un vínculo como un simple sirviente y un miembro de la alta sociedad, y seguramente nunca antes había servido a alguien que rebasara la barrera más allá de un simple gracias a secas. Sobraba decir que tal acto de gratitud, un ofrecimiento como aquel era inaudito en entornos elitistas como en el que se desenvolvían.

—¡No podría aceptarlo, señorita! —Agitó los brazos en el aire como si se le fuese la vida en ello.

—Es que debo agradecértelo de alguna manera, no podría vivir con el cargo de consciencia —argumentó. A ciencia cierta, si Jelamet no hubiese interferido en su letargo, muy probablemente jamás habría despertado de nuevo.

Los somníferos son cosa seria, había escuchado decir por allí alguna vez, en una de las inacabables reuniones de prestigio a las que solían invitarla. Las sobredosis se volvían cada vez más comunes, aunque las atribuían a un uso excesivo, jamás considerando la posibilidad de pasar por tal evento como algo voluntario. Su mente sumaba dos más dos cada vez que escuchaba algo de ese ámbito, no era casualidad que siempre que sucedía y conocía a la persona en cuestión, padeciera de algún tipo de trastorno mental previo.

Aunque eso era un tema tabú.

Elizabeth jamás les prestó mucha atención, testaruda como ella sola. Menudas boberías, pensaba, ella tenía el suficiente control sobre sí misma como para caer en eso. No se consideraba una mujer depresiva y susceptible, a sus ojos, no existía manera de que fuera una potencial adicta.

Pero, ¿y si lo fuese?

Después del episodio de anoche, la duda la acechaba entre la penumbra. Ella, dependiente a fármacos... aquello le provocó repelús.

—Escucha, Jelamet, no le digas a nadie de esto, ¿bien? —Ella asintió, cerrando los ojos—. Fue un descuido, no volverá a pasar. No quería hacerme daño, así que por favor, no llores —vio como la chica soltó un largo suspiro y su cuerpo se destensaba. Pobre, no quería ni imaginar la escena que se había encontrado al abrir la puerta. Con razón había entrado en pánico. 

—No se preocupe, señorita, seré una tumba —rio, llevándose un dedo a los labios.

Al fin más calmada, Elizabeth se dejó contagiar de su humor ligero y risa fácil, ya olvidado a medias el mal rato. Le pareció curioso el cómo el ser humano establecía vínculos tan inesperados en situaciones donde la adrenalina prevalecía. Sin embargo, pese a haber llegado a intimar más en tan tétrica situación, se sintió reconfortante tener a alguien con quien hablar en la mansión si necesitaba pasar el rato y despejar.

—Y por favor, llámame Elizabeth.

꧁ ⚜︎ ꧂

No quiso tan siquiera pasar en frente del espejo, consciente de su pésimo estado.

Con ayuda de Jelamet, quien incluso lavó su cabello por ella y escogió su vestido, consiguió levantarse de la cama y pretender que aquel malentendido jamás sucedió. La joven había elegido uno de sus vestidos favoritos sin saberlo, sonrió ante aquello; quizás eran más parecidas de lo que ella creía. 

—Su esposo y el Señor Meliodas aún están desayunando en la planta baja, seguro desea acompañarlos —entreabrió los labios ante aquello y luego los torció como acto reflejo, pero Jelamet no notó su claro disgusto y prosiguió con su monólogo—, prepararé su plato yo misma— le fue imposible negárselo cuando se señaló con su pulgar, autosuficiente como una niña pequeña.

A decir verdad, estaba empezando a caer en sus gracias.

Elizabeth aclaró su garganta y acomodó su pulsera en un gesto ansioso. Si era honesta, no tenía el más mínimo deseo de ver a Estarossa, y por mucho que su pecho gritara y pataleara por el contacto, permanecer cerca de Meliodas era una idea estúpida de la cual trataba de deshacerse. Aunque aquello no era una información que le correspondiera saber a Jelamet, por muy nobles que fueran sus tratos.

No supo en qué momento salió de la habitación, disparada como un misil hacia la cocina, hasta que escuchó sus pasos inquietos bajar apresurados la escalera. Lo pensó más vez de una para bajar, pero sabía bien que si elegía ausentarse recibiría preguntas; preguntas que no tenía ganas de responder. Entre tantos males, soportar la presencia de esos dos, era el menor de todos.

Se armó con toda su entereza y emprendió su rumbo hacia el comedor. Para su fortuna, no se topó con absolutamente nadie en su recorrido.

La algarabía comenzó a llegar a sus oídos al llegar al borde de las escaleras y le revolvió el estómago, pero Elizabeth hizo caso omiso a su ansiedad y prosiguió, un paso a la vez. Se recostó al marco de la entrada y los observó, ignorantes de su presencia, completamente absortos en sí mismos entre bromas y temas triviales de conversación. No recordaba a ambos siendo tan cercanos, y los conocía desde que tenía memoria, pero ahora emitían una vibra tan diferente a antes que provocaba incluso querer unirse a su pequeño festejo.

Su rol como espectadora acabó cuando Estarossa notó su presencia, en sus labios formándose una sonrisa que, aún bajo a los efectos de la resaca, le pareció maquiavélica.

—¡Ah, ahí estás! Ven siéntate, preciosa, desayuna con nosotros, las chicas hicieron una comida digna de los dioses —proclamó en voz alta, extendiendo sus brazos y agarrando un gran trozo de la panetela frente a él.

Elizabeth enarcó una ceja y, recelosa, sin mediar una palabra, se dirigió a tomar la primera silla que quedaba frente a ella. Una electricidad suave recorrió su cuerpo socavado cuando al bajar la vista hacia el espaldal de su asiento, unas manos ajenas lo tomaron por debajo, tan cerca de las suyas que podía imaginar la calidez de ellas recorriendo su cintura. Sacudió esos pensamientos de su cabeza, no habían cabida para ellos, al menos no en estos instantes.

—Permíteme —lo escuchó decir casi en un susurro.

Elizabeth alzó la mirada, encontrándose con el rostro de Meliodas a escasos centímetros del suyo. Su corazón comenzó a latir errático, queriendo escapar de su torso, pero su semblante se mantuvo impasible. Dejaría pasar inadvertido aquel gesto, casual entre caballeros; mas no en esta ocasión, no con él. Afirmó su agarre sobre la madera y giró su rostro para encararle.

—Puedo sola, pero gracias —acotó, una sonrisa ensayada luciendo de accesorio en sus labios.

—Yo insisto— repuso él, con un ademán de jalar la silla hacia atrás.

Elizabeth frunció el ceño ligeramente ante su audacia.

—Elizabeth —llamó la voz al otro de la mesa, determinante, sin un solo atisbo de condescendencia—. ¿Vas a empezar a llevarla la contraria al mundo desde tan temprano, mujer? No es gran cosa, déjalo cederte el asiento y ya.

El gris turbulento en los ojos de Estarossa no solía intimidarla, sin embargo, no estaba de humor para llevarle la contraria. En definitiva, era una pelea absurda que iba más allá de cosas que escapaban a su conocer. Bufó hastiada y dio unos pasos hacia atrás, cediéndole el espacio a Meliodas para que acomodara su asiento.

Lo vio volver a su lugar tranquilo, sin el más mínimo signo de agitación. Un temple envidiable que siempre supo sobrellevar su carácter, que en ocasiones se tornaba incluso más problemático que en esos momentos. Se dejó caer en la silla y agarró un simple panecillo, buscando con la mirada a Jelamet para tener, al menos, un rostro al que mirar sin sentir que explotaría, pero la joven no se encontraba por ningún lado.

—Te fuiste a dormir temprano anoche —declaró el de cabellos grises, encarándola.

—Estaba cansada— replicó, cortante, a la par que vertía toda su atención en engullir cuanto alimento tuviera delante. Su apetito había vuelto con entrada triunfal.

—Bueno, descansa todo lo que puedas hoy, en la noche te necesito colaborativa. Invité a Monspeet a cenar.

Aquello llamó su atención.

—¿Derieri no viene también?— indagó, cubriéndose la boca llena con la palma de su mano.

—Está fuera del país.

Un destello de decepción ensombreció sus facciones. Derieri, la esposa de Monspeet, solía amenizar siempre sus veladas en Londres entre tonadas de piano poco tradicionales, poseedora de un dominio impecable de dicho instrumento. Además, sus historias de viajes alrededor del mundo nunca fallaban en sacarle un suspiro. Elizabeth había aspirado a eso, hace mucho tiempo atrás, y como consolación, lo vivía por instantes mediante sus relatos. Monspeet, a su manera, vivía por y para su mujer. Un hombre reservado, su presencia no era tan remarcable como la de su esposa, pero Elizabeth mantenía una relación cordial con él. Lo suficiente como para tolerar el desperdiciar su noche escuchando conversaciones sobre negocios cuestionables y excesos masculinos. Mas al ser su alternativa de plática, justamente Meliodas, la idea de pegarse al lado de Estarossa y fingir demencia toda la noche en pos de evitar el mayor roce posible con él, le parecía más llevadera.

Estaba huyéndole como si fuera la peste, y sabía que Meliodas estaba al tanto por el millar de veces que lo había atrapado mirándola desde su puesto durante lo que llevaban de desayuno. Intercambiaba un par de palabras con su hermano, bebía un sorbo de jugo y le dedicaba una mirada que Elizabeth, aun experta en leerle, no conseguía descifrar; y se llevaba repitiendo el bucle por ya más de diez minutos.

Se removió en su silla, inquieta. Ajena a la conversación, su única fuente de escape mental consistía en disociar sus pensamientos al enorme cuadro encima del aparador, hasta que el sonido estridente de la silla a su costado deslizándose sobre el suelo de madera rechinó en sus oídos. Estarossa se había puesto de pie, dio unas palmadas en su estómago, saciado, y llamó a la servidumbre a recoger el desayuno.

—Iré a recoger a Monspeet, volveré para la cena —declaró sin muchas dilaciones y, para su disgusto, paseó su dedo índice entre ella y Meliodas—. Ustedes deberían ponerse al día.

El rubio levantó la mirada de súbito, sacó el pan que ocupaba toda su boca e hizo un ademán de restarle importancia con sus brazos.

—Tengo cosas que hacer —se apresuró a decir, sin dar muchos detalles. Al parecer no era la única que postergaba una conversación.

Estarossa no le cuestionó y le vio salir por el arco como si Meliodas le hubiese hablado al viento. Luego de unos segundos en silencio, escuchó como la puerta principal se cerraba de un portazo y su auto arrancaba.

—Supongo que tenía prisa por huir de tu mal humor —vaciló el rubio desde el otro lado de la mesa.

La risa estridente de Meliodas no hizo más que encender la chispa de su mal genio. Respiró, dos, tres veces; no iba a darle el gusto de ceder ante sus provocaciones. Se levantó de la silla y lanzó su paño contra la mesa con desdén antes de salir del comedor dándole la espalda.

—Era una broma, Elizabeth —le oyó vocearle cuando ya iba casi por las escaleras, pero ella no volteó ni siquiera la mirada.

꧁ ⚜︎ ꧂

La tarde pasó volando como golondrinas anunciando el retorno de la primavera.

Elizabeth no tuvo más remedio que acuartelarse en su habitación y esconder la llave de sí misma, a sabiendas del diablillo en su oído que le insistía en sucumbir a la tentación de bajar y buscarle. Meliodas no se merecía el placer de sus atenciones.

Se había quedado rendida viendo las cortinas de su cuarto danzar al compás del viento sereno que acarreaba consigo el verano, y al despertar la recibieron las penumbras.

Odiaba despertar a oscuras, ni siquiera toleraba el dormir completamente a oscuras. La tenue luz de alguna lámpara había sido siempre un requisito indispensable para conciliar el sueño, con contadas excepciones de cuando dormía acompañada. En momentos como estos: sola, sedienta y desorientada por tantas horas dormida, extrañaba más que nunca la compañía de sus hermanas.

Y pensó en Margaret, quien al haber recobrado la estabilidad familiar recibió a su primer hijo; y Verónica, a quien no veía desde hace inicios de año, cuando la complació con su visita repentina en fechas festivas. La vida las había llevado por caminos separados: una ama de casa con amor de sobra para dar, otra con un espíritu intrépido que no descansaba en un solo sitio —hoy en Hollywood codeándose con estrellas, mañana en El Cairo viendo atardeceres tras las pirámides, con Verónica nunca se sabía con certeza sus peculiares andanzas alrededor del globo—, y por último y menos importante, en ella misma, reducida a una existencia casi nula basada en vanidades y lujos que no lograban llenar el eterno vacío en su pecho.

Se encontraba a sí misma en el espejo, pero no se veía. Su silueta se desdibujaba en los bordes como si en cualquier momento fuese a desvanecerse, aunque nunca lo hacía del todo. Entonces bufaba y apartaba la vista de su reflejo antes de poder apreciar la lágrima silenciosa que se deslizaba contra su voluntad por su mejilla sonrojada.

El aire contenido en su pecho escapó en un suspiro amargo. La oscuridad la hacía divagar a lugares en su mente, recónditos, lo más retorcidos y voraces. Se desprendió de las sábanas claras de seda y emprendió su andar adormilado hasta el interruptor de la habitación. Sus ojos batallaron con la claridad una vez que la lámpara del techo empezó a parpadear hasta prenderse finalmente y se restregó los párpados con pereza, si preocuparse en cubrir el sonoro bostezo que emitieron sus labios. Viajó su vista por toda la habitación, sin centrarse en ningún rincón en lo absoluto, hasta caer en una de las mesillas de noche al lado de la ventana, donde había dejado su ejemplar de Lo que el viento se llevó.

Un truco de su mente traicionera evocó su aroma, y Elizabeth ni siquiera necesitaría tenerlo delante para recitar de memoria cada detalle suyo, de la cabeza a los pies, de un costado a otro. Sabía el nombre de su primera mascota, sus libros favoritos, sus manías más raras. Desde las nimiedades más absurdas hasta los rincones más inhóspitos de su mente, confesiones que nadie sabría nunca y secretos que jamás verían la luz.

Y a pesar de todo, se había convertido en un desconocido. Alguien ajeno a ella, distante y tan cercano a la vez que quemaba el roce.

Indagar en aquellos ojos verdes solo había conseguido reabrir una herida, mal cicatrizada, descuidada con la esperanza de que si olvidaba que estaba allí, quizás dejaría de existir; pero no lo hizo. Ahora pulsaba con rabia ante su presencia, y las suturas inexpertas que el tiempo y la distancia habían colocado a prisas, expulsaban un pus sanguinolento, recordándole que jamás sanó del todo, o que tal vez nunca lo hizo en primer lugar. La sentía escocer a horrores, retorcerse al escuchar su voz, pero Elizabeth no podía hacer al respecto más que aguantar en silencio.

No existía cura aún para algo que no podía verse a simple vista, no habían vendaje ni sedantes para una herida que residía no en su piel, sino en su alma.

Pasos errantes por el pasillo la rescataron de sus divagaciones y negó suavemente con la cabeza. No tenía caso ahondar en ese asunto cuando todos los implicados pretendían que nunca sucedió. Caminó despacio hasta el baño y prendió las luces, hizo el mismo ritual de inspeccionarlo y respiró profundo, inhalando el leve aroma a tulipanes que aún perduraba en el ambiente. Al parecer, hoy su cuerpo también exigía una bañera repleta de burbujas.

Se deshizo de todas sus prendas y se permitió mimarse en el agua caliente. La calidez recorrió su piel y para su fortuna, barrió con la mayor parte de su ansiedad.

El tiempo libre en la tarde había sido medianamente fructífero. Ordenó lo que quedaba en el cuarto, y se evitó todo el desastre del día anterior en arreglarse al elegir su atuendo con total soltura. De sus vestidos preferidos: color aguamarina, un tono sobrio adecuado para una ocasión nocturna; falda en la que desaparecían sus pies, un halagador escote recto y tirantes, los hombros al descubierto, un llamado demandante de todas las miradas. El talle justo envolvía su cintura menuda y la resaltaba con sutileza, a la vez que el pequeño relieve de flores bordadas en la zona del busto daba un toque femenino y tierno a la prenda. Los pendientes que le obsequió Margaret por sus años bastarían para armonizar, y un semi-recogido holgado en su cabello daría el toque final.

Estarossa quería una mujer despampanante, pues ella superaría cada una de sus expectativa.

Casi pierde el pulso aplicándose el rímel ante los toques tímidos a su puerta.

—Los señores están esperándola abajo, señorita Elizabeth. Disculpe la osadía, pero es que me mandaron a preguntarle si tardaría mucho para comenzar la cena sin usted —anunció una voz serena, otra de las muchachas de la servidumbre que aún no conocía a fondo.

Cerró los ojos hastiada, y procuró moderar su tono, pues la joven no tenía la culpa de la impaciencia típica de los hombres. Hoy no le apetecía de cenar sola luego de pasar el día consigo misma como única compañía, así que caminó hasta la puerta y la entreabrió despacio, dejándose ver.

—Por favor, baja y dile a los señores que en diez minutos los complaceré con mi presencia —ironizó suavemente.

La muchacha, de estatura pequeña y cabello castaño recogido en una trenza, asintió apresurada y se despidió en silencio con una modesta reverencia. Elizabeth estaba segura de que el portazo que dio luego de perderla de vista resonó en toda la casa. Conociéndolo, su marido estaría ansioso de compartir anécdotas entre risotadas y copas de champagne, tan desesperado por embriagarse hasta perder el conocimiento que no tenía la capacidad suficiente de temple como para esperar por ella. Terminó de aplicarse el producto en las pestañas y sin mucho tiempo más del que disponer, optó por unos labios simples, con bálsamo labial como único aliado.

Miró su reflejo unos instantes, alisó la falda de su vestido y corroboró cualquier detalle que se le hubiera pasado por alto entre tanto ajetreo. Una vuelta breve, y una sonrisa autosuficiente a su ego antes de salir por la puerta.

꧁ ⚜︎ ꧂

Apenas probó bocado.

Ni siquiera su postre favorito fue capaz de abrirle por completo el apetito, por lo que las copas de vino tinto formaron parte un desfile infinito a lo largo de toda la cena. La conversación plana y típica de estos encuentros tampoco ayudó a su control.

Las carcajadas estridentes de los caballeros a su derecha no cesaban, incluso si no había un motivo real para reírse. A pesar de ser un gran aficionado a la bebida, su marido sucumbía a sus efectos demasiado rápido, y al parecer Monspeet corría con la misma suerte.

Tomó un sorbo de su copa a medias, su vista perdida en algún lugar en la alfombra. Se preguntó si su velada hubiese cambiado de tan deprimente rumbo si Derieri estuviese aquí, pero de nada servía lamentarse cuando su queja no llegaría a escucharse en New Orleans. Monspeet sostuvo una breve charla con ella durante la cena, antes de que su esposo robara toda su atención y el alcohol nublara sus mentes.

Su risa viajó hasta la otra punta de la sala de estar, donde reposaban ahora. En el sofá de al lado de la puerta, Meliodas daba caladas a su cigarro sin prisa alguna, ausente de la plática.

—Zeldris siempre fue tu favorito —vio los hombros del rubio sobresaltarse y su mirada se encendió de la nada con declaración de Monspeet, cuyo tono jocoso lo había traído de vuelta a la realidad.

—Eso no es cierto —rebatió, un toque de autoridad en su voz.

—Sí lo es —se sumó Estarossa—. Se mandan cartas y todo, pero es el menor de los tres, es lo más normal. El más serio, el más estudiado y el más mimado, incluso por papá, y eso ya es decir mucho.

Más carcajadas.

Meliodas escapó de nueva cuenta a su mundo cuando los dos voltearon una vez más a sí mismos y monopolizaron la charla. Intentó despegar su vista de él, consciente de que en cualquier momento sería descubierta en su indiscreción, pero sus ojos desobedecían a su mente como si cobrasen voluntad propia. No había reparado en sus rasgos, más maduros a consecuencia del pasar de los años. Cumpliría treinta y uno el próximo julio. Elizabeth había tratado de olvidar muchas cosas, pero jamás pudo dejar de contar sus cumpleaños a pesar de qué tanto se lo reprochara su orgullo amargo.

El mismo cabello rubio, rebelde y siempre fuera de lugar por mucho esfuerzo que empleara en peinarlo, permanecía intacto. Sin embargo, había algo más de adultez en su manera de proyectarse o a la hora de hablar. No sabía a ciencia cierta si era algún tipo de incomodidad —ajena a ella— la que le impedía desenvolverse con soltura, o si el tiempo lo había vuelto más reservado en cuanto a su carácter. De cualquier manera, la esencia, su esencia, Elizabeth estaba segura que no había cambiado en lo más mínimo.

—Elizabeth, es la cuarta vez que te llaman —su introspección se vio interrumpida por el movimiento de sus labios.

Parpadeó confundida y apartó la mirada de súbito, sabiéndose atrapada por él. Volteó a su derecha, aturdida, para encontrar al dúo agitando una de las botellas vacías.

—Escucha —inquirió Estarossa—. Arriba, en el ático, al fondo, hay una bodega.

Elizabeth no necesitaba escuchar mucho más para saber a dónde se dirigía el favor que estaba a punto de dejar su boca.

—El Sauvignon Blanc, no tienes que decirlo —respondió antes de que pudiera concluir la frase.

—Es increíble lo que los franceses saben de vino —el de cabellos gris continuó absorto en su plática.

Elizabeth rodó los ojos y respiró profundo. Incluso si su ascendencia francesa databa de más de tres generaciones atrás, desde que Estarossa vio su árbol familiar se quedó aquello atascado en su cabeza, aunque fuera ella más británica que ocupar el té para cada ocasión.

Se levantó despacio de su asiento y se quitó los zapatos desganada, no estaba dispuesta a subir al tercer piso, escalera tras escalera, con tacones. Los apartó a un lado y a media sala de estar su corazón dio un vuelco al notar como el mullido proveniente del sillón a su lado se removió.

Detuvo en seco sus pasos.

—Espera, yo te acompaño —no, de ninguna manera.

Sintió la necesidad de gritar, no obstante, declinar sería ponerse en jaque frente a su propio marido y una amistad en común que sabía más de lo que aparentaba. No había una manera sutil de negarse después de la incómoda escena que protagonizó en el desayuno, sin hacer obvio el hecho de que estaba evitándolo a toda costa.

Le daba miedo la oscuridad, era claustrofóbica y quizás no quisiera admitirlo, pero le daba algo de temor vagar sola por una casa tan grande y antigua, aún si no existían rumores sobre avistamientos y la casa aparentemente no estuviera maldita. Sin embargo, era capaz de tragarse todo aquello por ahorrarse un rato a solas con Meliodas.

Para su desgracia, no había escapatoria ahora.

Asintió con suavidad y siguió su rumbo sin mirar atrás, los pies del rubio siguieron su guía sin dudarlo ni un segundo. Cada paso se sentía más pesado que el anterior una vez llegaron a la segunda planta y no había alma alguna cerca. Sus latidos retumbaban en sus oídos como un tambor, sus manos temblaron cuando abrió la puerta de la bodega y se adentró en la habitación a oscuras.

Una absurda cantidad de vinos en la cual tendría que sumergirse para encontrar el adecuado, considerando desde la cosecha hasta su estética.

Dejó escapar el aire en sus pulmones, al parecer su acompañante no tenía la intención tampoco de entablar una conversación. Escuchó el interruptor de la luz y acto seguido se iluminó el cuarto. Sin obstáculos ahora para darse a su tarea, Elizabeth resopló y comenzó a caminar entre los tantos estantes.

Y cuando la puerta por alguna razón pegó un portazo, sobresaltándola, al voltearse la mirada de Meliodas cambió su fachada de desinterés para fruncir su ceño y encararla.

Debió saberlo.

—Es hora de decirnos un par de cosas —le escuchó decir, firme.

Elizabeth solo pudo suspirar.

꧁ ⚜︎ ꧂

Ya va, se pone bueno, se pone intenso. Soy cruel, pero justa, y créanme, el próximo capítulo se viene poderoso owo.
Quiero tomarme un momento también para agradecer de nuevo por el apoyo recibido, no saben lo mucho que motivan a esta humilde servidora con un simple voto o un comentario por muy bobo que parezca, de verdad hace magia.
Dicho esto, los invito a darle mucho amor a este capítulo si les gustó uwu, solo les dejo caer que una Isa motivada es una Isa productiva (?)
Muy agradecida con ustedes y emocionada con el suspenso,

isa.

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