『 𝐈 』
—¡Hola por aquí! Ahora sí, disfruten el primer capítulo <3 y como siempre, nos leemos abajo.
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Inglaterra, 1954
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Londres nunca llegó a gustarle del todo.
Demasiado concurrido, demasiado abarrotado de gente y, para ella, que se crió en las afueras, con la brisa colándose entre sus cabellos plateados y el aroma a campo abierto inundando sus pulmones, el clima lúgubre de la ciudad la hacía añorar aún más esos días. La melancolía la acechaba en cada rincón, y aunque Elizabeth repelía con vehemencia esos malos pensamientos, no podía evitar sentirse como un pajarito enjaulado, envuelta en lujos; no obstante, aún prisionera entre barrotes de oro y suelo de mármol.
No era que la despreciara, la capital a la larga tenía cierto encanto particular, con ese aire misterioso que la distinguía y sus multitudes que a veces eran reconfortantes cuando necesitaba escapar de su realidad y sentirse como alguien más, olvidarse de su apellido y simplemente existir sin cargas durante algunos minutos, desaparecer entre la niebla de la ciudad que albergaba tantos rostros e historias distintas.
Tener un poquito de libertad, falsa y efímera.
Para su consuelo, su esposo no había tardado mucho en notar su rostro afligido, y con tal de aliviar su nostalgia —y mantenerla callada—, había comprado una propiedad de ensueño en su adorado Kent, aunque solo fuera para veranear. La mansión más espléndida en todos los alrededores, solo para su completo uso y disfrute. Se había pasado todo el santo año perdiendo el tiempo, ocupándose en cuanto evento decidieran celebrar las damas de alta sociedad con quienes solía codearse, esperando con ansias voraces el final de la primavera; y al fin había llegado: el primer día de junio.
Elizabeth había fantaseado con aquella casa desde que tenía uso de razón. Su antigua mansión, aunque espaciosa, no tenía ni la más mínima comparación con la majestuosa Milgate House. En lugar de una mansión, en realidad se asemejaba más en arquitectura a un castillo a menor escala, datando sus cimientos de la segunda mitad del siglo XIV. A pesar de pertenecer a la nobleza y la infinita cantidad de facilidades que conllevaba un condado, ni siquiera quería pensar en las turbias artimañas que Estarossa había tenido que hacer para conseguirla, puesto que su precio se extendía más allá del millón de libras y la casa en particular había albergado a personajes ilustres como la mismísima Jane Austen, aumentando así no solo su valor neto, sino también histórico.
Pero para eso se había casado, ¿o no?
Le había prometido el cielo y las estrellas si aceptaba su propuesta, y en aquel momento no tenía alternativa más que dejarse llevar por la esperanza de una vida cómoda para sí y su familia. Lo mínimo que merecía era la excelencia.
Con el paso de los años, su matrimonio no resultó del todo acorde a sus pésimas expectativas. Sí, era un esposo ausente, repleto de defectos de la cabeza a los pies e incontables rumores de infidelidades e hijos bastardos que Elizabeth ponía las manos al fuego en que al menos más de la mitad eran ciertos, no obstante, su relación no iba más allá de las apariencias y quizás aprovecharse el uno del otro. Estarossa la utilizaba por su singular belleza, y solo ella debía preocuparse de que color elegir para su vestido según el día de la semana.
Obtuvo la vida que se merecía, el amor pasó a segundo plano en el momento que vio como su padre comenzaba a salir a flote y su apellido volvía a tener el renombre que siempre ostentó.
Había hecho lo correcto.
De cualquier manera, su marido había dejado en claro desde un principio que jamás la obligaría a hacer algo que no deseara, eso incluía enamorarse de él. Por mucho que lo había intentado y sin importar que tan beneficioso fuese para ella, nunca nació en su pecho el quererle, no más que para mutuo placer y conveniencia. Tampoco se daba el momento: Estarossa pasaba la mayor parte del año ignorándola, de juergas enmascaradas como viajes de negocio, y no se preocupaba en mostrar mucho entusiasmo en ella si no lo cegaba la lujuria, así que creía que estaban a mano.
Debido a tales circunstancias, se había extrañado de sobremanera cuando decidió acompañarla a veranear en Kent, con la pobre excusa de retomar una cercanía que nunca ha existido entre ellos. Elizabeth hubiera preferido pasar el verano a solas, pero no es que se fuese a notar mucho su presencia, probablemente solo alcanzara a verlo en la cena y alguna que otra noche que necesitara de sus atenciones; su deplorable comportamiento no implicaba que fuera un mal amante. Era más llevadero cuando solo movía la boca para complacerla.
Para su fortuna, la mañana que la recibía en el día de hoy era impecable, de aquellas que pocas veces había visto en los años que llevaba viviendo en el gris Londres. Un día soleado se interpretaba de buen augurio entre tan lúgubre clima, y no dudó en tomarlo como una señal.
Repasó su figura en el espejo del tocador frente a ella, poco quedaba de aquella niña desbordante de inquietudes que una vez le devolvió la mirada. Sus facciones de adolescente le habían dado paso a un rostro más maduro, femenino, y había dejado crecer su cabello plateado, rozándole este la cintura.
Alisó la falda de su vestido veraniego, había que aprovechar el buen tiempo y desempolvar sus prendas sin mangas, después de todo, el clima en Kent solía ser mucho más cálido que el de la lluviosa capital. Elevó la mirada y se encaró nuevamente, apreciando la mujer entera en que se había convertido.
Demasiado pronto, pensó.
Si hubiera tenido voz y voto, sin dudas habría postergado el madurar tan de súbito muchos años más, pero de nada le servía lamentar sus decisiones. Al menos tenía el consuelo de que su sacrificio había dado frutos.
Sus labios se deformaron en una mueca de disgusto ante sus pensamientos y dejó escapar un suspiro pesado, encaminándose con prisas hacia la entrada principal de la mansión. El eco de sus tacones contra el piso de madera solo conseguía avivar aún más su mal humor. Ponerse a pensar en cosas absurdas había echado a perder toda aquella buena vibra con la que hubiese despertado. Mas cuando el Sol le calentó las mejillas y el chófer del Bentley le abrió la puerta del coche, se dijo a sí misma de no dejarse sabotear por su propia ansiedad.
Se merecía un verano pacífico.
El rugido del motor en marcha repiqueteó en sus oídos y se acomodó las gafas oscuras, recostándose en su asiento. Sería un viaje de al menos dos horas y aunque había llevado varios de sus libros de confianza, sentía que ya empezaba a abrumarse de siquiera pensar en pasar tanto tiempo sentada. Gracias a Dios que Estarossa iría en su propio auto al día siguiente, porque sino ya estaría cortándose las venas con las páginas de alguno de los libros.
Se giró con desgano a observar el paisaje que dejaban detrás, y a decir verdad, no extrañaría para nada South Kensington en todo el verano. Volvió a acomodarse y agarró uno de los libros a su costado.
Lo que el viento se llevó, aquello le arrancó una sonrisa que no pudo retener al dibujarse en su mente la persona que le recomendó la historia, aquel que entre risas remarcó su —a sus ojos— evidente semejanza con la protagonista. Incluso recordaba su latente insulto ante la comparación, Elizabeth en ese entonces no podía encontrarse menos parecida a quien veía como nada más que una mujer egoísta. Pero caprichoso fue el destino que en su giro de acontecimientos no guardaba ahora más que un profundo respeto por la imponente Scarlett O'Hara, habiéndola adoptado como su principal estandarte de resiliencia. Hasta se había vuelto un poco vanidosa, aunque se negara a aceptarlo.
Sus ojos azules dieron a parar a la ventanilla y suspiró con un deje de amargura, volcándose de nuevo a releer algún libro que no ahogara su corazón con nostalgia.
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La fachada de la mansión parecía un cuento de hadas, un panorama capaz de enmudecer hasta a los más exigentes. Con un millar de libros en su repertorio, incluso la propia Elizabeth guardó religioso silencio ante tal escenario. El chofer abrió su puerta y en el momento que puso un pie en el piso, una escalofrío extraño recorrió todo su cuerpo. Frunció el ceño ligeramente ante la sensación, pero le restó importancia al levantar la vista y encontrarse con el que sería su hogar por los próximos tres meses.
La majestuosidad del interior, al más exquisito estilo Tudor, le robó un suspiro y se llevó la mano al pecho, anonadada más allá de las palabras. La presencia de Estarossa ni siquiera se notaría entre la inmensidad del lugar. No necesitó apenas curiosear mucho desde la entrada, cuando se encontró a su derecha con el cuarto de pintura, amueblado en tonos opacos de rojo y un exquisito caballete de caoba en el centro.
Esta casa definitivamente era el paraíso, su paraíso.
Ni siquiera se percató cuando una de las muchachas de la servidumbre se acercó a ella con amabilidad.
—Señorita Liones, esperábamos ansiosos su llegada, permítame mostrarle el camino a su habitación —dijo con un tono afable, una voz que aún desconocida, le inspiraba confianza.
Elizabeth le dedicó una tímida sonrisa de boca cerrada y asintió cuando con un gesto la joven le indicó el recorrido hasta la segunda planta. A cada paso las palabras morían antes de ser formuladas. Desde los murales en las paredes, el aroma a fortuna, la cantidad ridícula de chimeneas; aquel lugar era digno de ser la residencia de la Reina.
Pero era suyo, enteramente suyo.
Su propia habitación, inmensa, forrada en azules cerúleos y destellos blancos, le dio la bienvenida. Chimenea de mármol, cama con dosel de las más finas telas celestes: Estarossa al parecer no mentía cuando dijo aquello de garantizarle una vida acorde a una princesa. No había escatimado en gastos de ningún tipo. Quizás estaría incluso dispuesta a ceder un poco si se comportaba durante la estancia aquí. Quién sabe, hasta se pensaría en darle un heredero si jugaba bien sus cartas.
Una sonrisa de triunfo se dibujó en sus labios rojos, y despachó a la mucama en voz baja, agradeciéndole por sus atenciones.
—¿Necesita algo más? —La escuchó decir a sus espaldas.
No necesitó pensarlo mucho.—Una botella de Don Perignon, por favor.
Aquello necesitaba una pequeña celebración.
El sonido de la puerta cerrándose tras de sí le dejó al fin en su ansiada soledad. Se paseó por todo el cuarto, tocando cada superficie que encontrara y dio vueltas, bailando consigo misma hasta marearse. Mañana ya no podría disfrutar de tanta libertad, ni de la inconmensurable paz que le brindaba el silencio reinante en la casa; por tanto, hoy sería un día tranquilo, un premio para su alma. Se dejó caer en su cama y cerró sus ojos, dejando escapar el aire en su pecho. Escuchó la puerta abriéndose de nuevo, despacio, casi sin emitir un sonido, y luego el tintineo de la copa y la botella siendo dejadas encima del aparador junto a su puerta.
Musitó un gracias, y el sonido del picaporte fue lo último que captaron sus oídos antes de caer en los brazos de Morfeo.
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Cenó sola esa noche, y contrario a las miradas de pena de la servidumbre, quienes debían estar pensando lo deprimente que seguramente era para ella llevar un matrimonio tan solitario; lo disfrutó como nunca. La comida incluso se sentía más deliciosa que de costumbre, pero nada le sabía mejor que el inigualable sabor de andar a sus anchas, sintiéndose princesa en un castillo hecho a su medida.
Apenas terminar la comida, sus pies inquietos, solos recordaron el camino a su habitación y volvió a encerrarse, esta vez bajo llave y con la estricta condición a la servidumbre de no molestarle de no ser en caso de algo urgente.
Apreciando su reflejo en el tocador, atrapó un mechón de su cabello y jugó con él por un breve instante, torciendo sus labios carnosos en ligera molestia. No estaba lista para encarar a Estarossa en la mañana, y renunciar a toda la calma que había gozado durante el día. No le parecía justo. Rodó sus ojos hastiada y se deshizo de su ligera chaqueta, dejándola caer al suelo sin ningún tipo de interés.
Perezosa, se quitó los tacones con sus propios pies y aunque batalló un poco con los botones traseros de su vestido, logró zafarlos al cabo de unos tortuosos minutos, quedándose apenas con su ropa interior, la cual siguió el mismo destino de su abrigo y sus zapatos, tirados por allí en algún lugar del piso. Suspiró aliviada y se acarició despacio las costillas, aquel vestido le estaba comprimiendo el tórax una vez llena, y fue la principal razón por la que no veía la hora de subir corriendo las escaleras y deshacerse de él de una vez por todas. Ciertamente no tenía una razón especial para arreglarse tanto esta noche, pero la costumbre le había ganado y siempre eran gratificantes los cumplidos hacia su impecable apariencia, alimentando su confianza.
Observó con detenimiento su reflejo una vez más, reparando en su nívea desnudez, y sonrió. Su mejor arma, que hasta ahora no le había fallado; a veces para su fortuna, a veces para su desgracia. Pasó las manos por sus clavículas, deslizándolas con parsimonia a lo largo de su silueta, hasta dejarlas descansar por un momento en sus caderas y finalmente a sus costados.
Elizabeth se sabía hermosa, procuraba sacarle partido cada día a sus ojos azules y la manera en que sus caderas se contoneaban sin su permiso al caminar. Había ganado consciencia de ello en sus primeros años de adolescencia, y una vez comprobó los límites a donde podía llegar con tan solo una actuación coqueta y lo simple de perfeccionar que se volvía el arte de la seducción cuando tenías los atributos correctos, comprendió la bendición que se le había otorgado.
Sin embargo, fue aquello lo mismo que llamó la atención de Estarossa, y lo que la llevó al borde del precipicio donde se encontraba. Aprendió a cuidar sus maneras a partir de allí. Después de todo, ahora era una mujer casada y debía guardarle respeto a su marido, incluso si él solo se dedicaba a engendrar bastardos por el extranjero y emborracharse hasta la inconsciencia. Tampoco se quejaba, mientras menos tuviera que tolerarle por el resto de sus días, más amena se le haría la vida.
Aunque sabía que él no tenía precisamente eso en mente.
Pretendía no notar que pasaba mayor parte del tiempo en casa, intentando sacarle una conversación de igual a igual, y aunque no llegaran muy lejos debido a su evidente incompatibilidad como pareja, a los ojos atentos de Elizabeth no pasaba desapercibido aquel mínimo esfuerzo. Y ahora, este obsequio tan humilde por su venidero cumpleaños, era bastante sospechoso. Pero quizás solo deseara sentar cabeza, a fin de cuentas ya comenzaban a cuestionarles sobre planes para descendencia. Era extraño que una pareja joven, saludable y a los ojos del mundo, desbordante de amor, no haya dejado su huella en el mundo tras casi ya cuatro años de matrimonio.
La misma Elizabeth se lo cuestionaba seguido en las noches, y con completa honestidad, no le molestaría del todo ser madre. Había un vacío en su alma que quizás, con una parte suya, podría llenar, y valía la pena intentarlo. Su esposo era, después de todo, un hombre de buen ver y aunque fuera un desastre, tal vez la paternidad lo cambiara, incluso si no fuera el padre que ella hubiera elegido para sus hijos de haber tenido opción. Estarossa no era una mala persona, incluso llegaría a decir que se respetaban el uno al otro como individuos. Puede que fuese definitivamente un mal compañero, pero nunca sabría si sería un mal padre si no le daba la oportunidad. Había visto hombres suavizarse y encaminarse al buen sendero al sostener a su primogénito por primera vez, y con el favor de Dios, ese sería su caso.
Dejó escapar un suspiro, derrotada, y caminó despacio hasta el espacioso baño de la habitación. Abrió el grifo de la tina de mármol en el centro del cuarto y se dedicó a inspeccionar con pocos deseos sus alrededores, hasta que chismoseando en una de las numerosas gavetas del lavabo dio con sales de baño con aroma a tulipanes, sus favoritas, y un gel de baño a juego. Sin apuro alguno cerró el grifo y vertió las sales y el gel en el agua caliente, sacudiendo dentro los brazos para hacer espuma.
Una noche tranquila sin que sus pensamientos intrusivos la perturbaran, y un baño caliente con burbujas; eso merecía.
Se dejó mimar en la tina por la calidez que desprendía y poco a poco, fue cayendo en un ligero sueño. Se habría quedado dormida como un recién nacido en el regazo de su madre, de no ser por el ruido de un auto fuera que hizo añicos su letargo y prendió fuego a su mal genio.
¿Quién, a estas horas de la noche, osaba interrumpir su descanso?
Los toques en su puerta se hicieron presentes una vez más, y resopló con desdén. No abriría, sin importar lo insistentes que sonasen. Secó sus pies en la alfombra de al frente y sin reparar en su desnudez, se asomó sin cuidado en la ventana que daba a la entrada de la mansión, y su corazón de detuvo por un minuto que sintió como una eternidad.
No necesitaba ahondar mucho en su memoria para reconocer aquella risa, y esos cabellos rubios con los que soñaba en las solitarias noches de lluvia. Vio también la silueta de Estarossa pasar como un espectro y deslizarse hasta el vestíbulo. Regresó su vista hasta el rubio que aún seguía bajando sus maletas del auto, y apoyó sus ambas manos en el cristal ligeramente empañado de la ventana, pero no lo suficiente como para que no pudiera verse a través de él con claridad.
En el camino de Meliodas a la fachada de la casa, se detuvo un instante a ver los alrededores, y curiosas las casualidades que fue a parar su mirada hasta su ventana: la misma donde ella yacía con el torso completamente desnudo y aún empapada de su reciente baño. Los ojos verdes de Meliodas hicieron contacto con los suyos a la distancia, y el rubio bajó su mirada e hizo un gesto con los hombros al tener sus manos ocupadas.
Elizabeth casi sufrió un infarto al percatarse del espectáculo que estaba ofreciendo.
Era aquella una vista cuanto menos indecorosa para una mujer, y más aún para el hermano mayor de su esposo, y si hubiera sido otro hombre, estaba segura que jamás hubiera tenido el respeto hacia sí mismo lo suficiente como para advertirle de su pecho desnudo. Había perdido la cuenta de veces en que compañías de Estarossa solían mirarla de arriba a abajo sin ningún tipo de discreción o respeto alguno, ni siquiera en presencia de su esposo.
Meliodas siempre fue así, diferente. Con ella y con el mundo.
Se cubrió los pechos de inmediato con sus manos como pudo y al voltear de nuevo hacia la ventana, el rubio ya había entrado. Desesperada, se secó a medias y a tropezones salió del baño, se puso el mismo vestido que había tirado en el piso y sin mediar con ponerse ropa interior o zapatos, con su cabello mojado sin cepillar, retiró el seguro de la puerta y bajó las escaleras a toda prisa, llegando hasta la entrada, donde Estarossa charlaba jocoso con las mucamas que fueron a darle la bienvenida. Se sostuvo con una mano del pasamanos de la escalera hasta recuperar el aliento, y pasaron un par de minutos hasta que él reparó en su presencia, y la alzó en un incómodo abrazo. Pero ella solo podía mirar a su compañía.
—¡Ah, Elizabeth, que bueno que estás despierta! —exclamó cuando la devolvió al suelo—. Vamos, saluda —y señaló a su hermano, quien la observaba con una expresión difícil de descifrar y las manos en sus bolsillos.
El rubio la saludó con un asentimiento y se encogió de hombros, dedicándole una sonrisilla por cortesía. Al parecer no era el único arisco de los dos. Tantos años y ahora se atrevía a venir a su casa sin previo aviso ¿y actuando como si fuese su cuñado de toda la vida?
¿Después de todo lo que había pasado?
Aquello solo consiguió avivar más su mal genio.
Llamó a su esposo a un lugar algo apartado, fingiendo naturalidad. Una vez solos, su semblante se oscureció.
—Estarossa, no me dijiste que traías invitados.
—Meliodas no es un invitado, es mi hermano. No veo el problema en que se quede.
—No hay ningún problema pero... —decidió dejarlo a medias y no malgastar su energía en una discusión era inútil, lo hecho, hecho estaba. Meliodas no abandonaría su casa en este instante, así que era una batalla en vano. Masajeó el puente de su nariz, haciendo evidente su irritación—. Habías dicho que seríamos tú y yo, Ross. Estamos casados, ¿no crees que será incómodo con tu hermano aquí, de mal tercio? —Inquirió, haciendo gala de sus habilidades de manipulación. Se acercó a su marido despacio con la intención de abrazarle para disimular su alteración, pero antes de poder envolverlo con sus brazos él los tomó y los sostuvo en el aire, acariciando sus nudillos ante su mirada contrariada.
—No seas así, solo quiero pasar tiempo con mi familia. No veía a Meliodas desde hacía años, ni siquiera fue a la boda —y razones le sobraban, al menos tuvo la decencia de no pasarse por allí—. Vi la oportunidad de celebrar tu cumpleaños, y como cumplen en meses continuos, me pareció la ocasión perfecta para reunirnos todos.
¿Qué?
Su rostro debía ser un poema. Un relato escrito por Edgar Allan Poe. Meliodas no podía quedarse aquí, con ella, bajo ningún concepto.
—¿Nuestros... cumpleaños?— murmuró apenas, bajando la vista en pánico.
Pero eso significaría que...
—Sí, Meliodas pasará todo el verano aquí— concluyó para su estupefacción, besó sus nudillos y sobó su cabeza antes de emprender nuevamente el camino hacia la entrada principal, donde se reanudó la algarabía de hacía unos minutos. Siguió sus pasos dubitativa y se apoyó en la pared, sintiendo débiles sus piernas.
Sería de todo menos un verano tranquilo.
꧁ ⚜︎ ꧂
Buenas de nuevo, jeje.
¿Qué tal pareció la escena de la ventana? Mi favorita de escribir en todo el capítulo, definitivamente. Empezamos lento, pero confíen en que de aquí solo irá a más, mucho más. Aquel que guste puede incluso hacer sus propias teorías uwu.
Sin más, espero que les haya gustado y sí fue así, recuerden su voto y siempre un comentario es bien recibido por esta humilde servidora que adora interactuar <3.
No sean fantasmones :c.
isa ❥.
Pd; me he abierto una cuenta en fanfiction.net y planeó resubir por allá mis obras! Si alguien anda por esos rumbos porfa dígamelo para hacernos compas <3 pueden encontrarme como (acker-blossomm)
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