Capítulo 3
Tenía asumido que la semana se pasaría de forma lenta y pesada, pero cuando quise darme cuenta, estaba en el Aeropuerto Internacional Adolfo Suárez Madrid-Barajas, acompañada únicamente de una maleta morada de tamaño mediano. No esperé que mi madre me acompañase para despedirnos ese día, pero negar que a una parte de mí no le importó, sería mentir.
Si el viernes la había avisado de que en siete días exactos me iría de España, el miércoles recogió todas sus pertenencias y se fue de casa, deseándome suerte en mi nuevo comienzo. No me dijo adiós y tampoco que la llamara para asegurarle de que el viaje había ido bien. El ático al que se mudaría estaba en la intersección de la calle Alcalá, que se unía al paseo de Recoletos y al paseo del Prado, justo al lado de la plaza de Cibeles, es decir, en uno de los lugares más importantes de la ciudad. En una de nuestras breves conversaciones me contó que Sebastián era un hombre separado y que de ese matrimonio tenía dos hijas, una de mi edad y otra de catorce años. Esa era la única información que tenía de él y no quería juzgarlo por su apariencia, por su pasado o por las breves palabras que habíamos intercambiado, pero lo que sí quería era que la hiciese feliz.
Al fin y al cabo, las dos buscábamos lo mismo.
Cuando mi abuela falleció, nuestra relación se volvió más fría y distante. Para ese entonces, me centré más en mis estudios al pasar a la escuela Secundaria y ella se dedicó a trabajar para cubrir sus caprichos, además de conocer a la mayoría de hombres solteros y adinerados de toda la ciudad. Sabía que, tarde o temprano, encontraría a un hombre que la liberase de sus preocupaciones y le permitiese tener la vida que siempre había deseado, pero no esperé que fuera tan rápido.
El mismo miércoles por la noche me llegó un mensaje al correo electrónico. Estaba en el salón leyendo un documento que había recibido de la asociación que organizaba el voluntariado en el que, además de proporcionarme una guía con palabras y frases coreanas básicas (saludos, despedidas, etc), me informaban de que una tal Han Chae-So me recogería en el aeropuerto de la Isla de Jeju. Mientras pensaba en cómo la recibiría, ya que aparte de español, sólo sabía hablar inglés, observé que en el buzón de mensajes, aparecía una notificación.
Era de mi padre.
En el mensaje me decía que conocía las intenciones de mi madre de poner en venta nuestro piso, pero me aseguró que no sería posible, ya que todo era de su propiedad. En una breve y discreta frase, me dejó claro que nadie tocaría ninguna de nuestras pertenencias, pues sabía que había crecido allí y que por ende, tenían un valor sentimental para mí. También se despidió deseándome suerte en la nueva etapa de mi vida y afirmando que si necesitaba su ayuda, para lo que fuese, no dudase en ponerme en contacto con él.
Ser consciente de que sabía todo lo que había sucedido en esos días me hizo sentir extraña, llevándome a cuestionarme sus métodos, pero mi respuesta fue clara y concisa. Ni si quiera recordaba la última vez que había hablado con él, así que pareció que lo hacía con un completo extraño. Aun así, le di las gracias y le deseé que su vida siguiera siendo feliz y próspera. Cuando envié mi respuesta, cerré la pestaña de los mensajes, apagué el ordenador y me froté los ojos con fuerza.
—Los dos están mejor sin mí.
Hablé en un susurró y no fui capaz de contener las lágrimas.
Comenzando por el hecho de que ni ellos se habían querido, ¿cómo iban a quererme a mí?
Había sido un cargo. Algo de lo que hacerse responsable, aunque mi padre se retiró demasiado pronto. Sin embargo, quién lo había hecho peor, ¿él o ella?
Me levanté del sofá y me preparé una manzanilla para calmar los nervios de mi estómago. Después, me senté junto a la ventana y corrí las cortinas para observar las luces de la ciudad mientras la bebida se enfriaba. Me rodeé las rodillas con los brazos y apoyé el mentón sobre ellas.
Había decidido que al día siguiente iría al cementerio a despedirme de mi abuela. No sabía con seguridad el tiempo que estaría fuera del país y pensé que contarle mi nuevo propósito la haría feliz, aunque sabía que estuviera dónde estuviera, se alegraría por mi. Era la única persona que sabía con seguridad que estaría feliz si yo lo estaba, así esa misma noche, antes de irme a dormir, cogí su fotografía y la coloqué dentro de mi maleta, para llevarla siempre conmigo. Cuando cerré los ojos y todo se tiñó de negro, traté de aferrarme al futuro que me esperaba. Me llevé las manos al rostro y me detuve en la cicatriz que tenía en mi frente. Una sensación desagradable se instaló en mi pecho, pero traté de calmarme aspirando y espirando con lentitud.
—Allí nadie sabrá tu secreto.
Mi secreto.
El mismo que había convertido esos últimos años de mi vida en un infierno.
***
Esa noche no dormí bien. En realidad, ¿cuándo fue la última vez que había logrado hacerlo del tirón? Los malos recuerdos de mi adolescencia me atormentaban en forma de pesadillas y la única manera que había encontrado de evadirlas era la música. Cuando me ponía los auriculares, trataba de pensar en cualquier otra cosa. No importaba el qué, solamente traía a mí aquello que me hacía feliz, o que lo hubiese hecho en el pasado. En ocasiones, era la sensación de la arena y la espuma del mar deslizándose entre mis dedos, y en otras, era cómo una taza de chocolate caliente y un buen libro me hacía sentir en una fría y lluviosa tarde de invierno.
Eran las once de la mañana del jueves. Quedaban veinticuatro horas exactas para que cogiera mi vuelo, pero todavía sentía que todo se trataba de una especie de ilusión. Jamás pensé que podría irme de allí.
De lo que estaba segura era de que no volvería a cometer el mismo error dos veces. No abriría mi corazón con tanta facilidad y no...
No le contaría mi secreto a nadie.
Me miré al espejo antes de salir de casa en dirección a la estación de autobuses más cercana. Llevaba el pelo suelto y el tono de mis ojos azules era oscuro debido a la poca luz que se filtraba en esa parte del pasillo. Me había metido la camiseta de manga corta negra dentro de los pantalones vaqueros holgados que me llegaban hasta el talón. Observé mis zapatillas blancas, agarré el cordón de mi bolso negro y respiré hondo antes de cerrar la puerta con llave.
El trayecto hasta el cementerio de la ciudad fue tranquilo y silencioso, a pesar de que el fin de semana estaba cerca. Opté por colocarme junto a la ventanilla y viajé sola, tanto en la ida, como en la vuelta. Una vez allí, caminé por el sendero de piedras hasta la entrada. El día era soleado y pequeñas nubes se extendían por todo el cielo. Entré junto a un grupo de personas que hablaban en voz baja.
Un hombre de baja estatura, pelo negro y cara amable, me saludó al pasar junto a él.
—Buenos días.
Miré sus ojos castaños y le devolví el saludo.
—Buenos días.
Por el camino, me encontré más gente que observaba las fotografías de sus seres queridos, colocaban nuevas flores y les dejaban algún obsequio: un peluche, una pulsera, una carta, pero todo en el más absoluto silencio. Cuando llegué a la sección en la que se encontraba mi abuela, subí los tres escalones y miré hacia arriba, observando las rosas rojas y los claveles blancos que mi madre le había llevado la semana anterior.
—Te prometí que viviría. Lo haré, abuela, pero lejos de aquí.
No lloré delante de ella, pero sí lo hice esa noche mientras me duchaba y también cuando recorrí el piso por última vez, pero me dije a mi misma que dejaría de hacerlo, porque la vida me había dado una segunda oportunidad y no iba a desperdiciarla.
***
Cuando llegué a Seogwipo, era de madrugada. El viaje duró dieciséis horas y aunque nunca antes había usado ese medio de transporte, no me sentí nerviosa hasta el momento del aterrizaje. La mayoría de pasajeros eran asiáticos y mi compañera fue una anciana que, a pesar de no saber hablar ni español, ni inglés, me ofreció amablemente unas galletas que llevaba en su bolsita de mano y me mostró una imagen en la que aparecía junto a sus dos nietos de unos cinco años.
Sobrevolamos Corea del Sur y me sorprendí de cómo brillaban sus edificios a esa hora de la noche. En cuestión de segundos, visualicé una pequeña isla a varios kilómetros de la península, la Isla de Jeju, y al sur de la misma, se encontraba mi destino.
Cuando puse los pies en el asfalto del aeropuerto, una chica de más o menos mi edad y estatura, pelo negro corto con flequillo y unas gafas de montura violetas a juego con su vestido holgado de manga larga, se acercó a mí con velocidad, abriéndose paso entre la gente.
—¡Hola!—se inclinó haciendo una pequeña reverencia. Su rostro parecía de porcelana y no tenía doble párpado, pero su sonrisa era cálida y sus ojos marrones me transmitieron cierta tranquilidad—. Mi nombre es Han Chae-So, pero puedes llamarme Hana—su uso del inglés era perfecto— tenía muchas ganas de conocerte.
—Encantada e igualmente—sonreí e imité su reverencia—. Yo soy Alma.
Noté el breve descenso de las temperaturas y suspiré aliviada al haberme puesto una fina chaqueta encima.
—Es un placer—su voz era suave—.Hay un coche esperándonos—miró mi maleta y después habló—¿Ese es todo tu equipaje?
—Sí.
Hana no hizo más preguntas y me invitó a ir con ella.
—Ya te habrán informado de que yo seré la encargada de enseñarte la isla—caminaba a paso lento y relajado—. El viaje ha debido de ser agotador, así que primero iremos a tu apartamento para que puedas descansar.
Un hombre de unos treinta años, alto, delgado y trajeado, salió del Cadillac blanco que teníamos enfrente.
—Él nos llevará hasta Seogwipo. En menos de dos horas estaremos allí.
—Muchas gracias, Hana.
Se giró hacia mí y ladeó su cabeza hacia un lado.
—No hay de qué. Además de ser tu guía, seré tu vecina y también tu compañera de trabajo.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro