Capítulo 1
Necesitaba salir de la cárcel en la que había estado presa durante tanto tiempo. Quería dejar atrás todos esos años de dolor y a las personas que hicieron que el camino fuese todavía más difícil. Mis años de calvario comenzaron a partir de la Educación Secundaria Obligatoria, cuando la persona que consideraba mi mejor amiga esparció un falso rumor sobre mí que terminó aislándome de todo el mundo.
Las miradas, los susurros y los empujones cesaron cuando pasé a la Universidad, ya que en la facultad de Educación tuve la suerte de coincidir con completos desconocidos. Aquel rumor me convirtió en el hazmerreír durante seis largos años, pero nadie nunca dijo nada y yo tampoco, así que quizás fue mi culpa que mi entorno más cercano desconociese lo que estaba pasando. Mi madre trabajaba en una panadería a dos manzanas de nuestro apartamento y mi padre era abogado, así que por una cuestión o por otra, nunca estaba en casa.
A excepción de mi madre y mi abuela materna que vivía con nosotros, no tenía a nadie más y tras la separación de mis padres cuando tenía cinco años, la relación con él se volvió más distante de lo que ya era. Mi abuela fue mi única confidente o al menos eso era lo que pensaba cuando era pequeña. Ella me dio todo el cariño que pudo hasta el final de sus días, me leía hasta que me dormía y me arropaba en las noches más frías, mientras que mi madre estaba trabajando o tratando de encontrar a un hombre que estuviese a su altura, o que al menos, satisficiera sus deseos. Eso la llevaba a tener relaciones esporádicas que no superaban el mes y no, no conocí a ninguno de ellos, pero tampoco lo esperé.
El piso en el que vivíamos estaba en el centro de Madrid y era una de las tantas propiedades que mi padre tenía en la ciudad. Su divorcio fue "amistoso", si había que llamarlo de alguna forma, pero la realidad era que, aunque la custodia fuese compartida, él nunca vino a recogerme a la salida del colegio, no acudió a mi graduación de secundaria, ni tampoco a la de la Universidad. A medida que me hice mayor, comprendí que el motivo de nuestra vida acomodada fue como una especie de moneda a cambio para no hacerse a cargo de mí, al tiempo que mantenía intacta su reputación. Podía contar con los dedos de una mano las veces que lo había visto y a mis veintidós años ya había comenzado a olvidar su voz.
Puede que el hecho de que la muerte de mi abuela coincidiese con el año en el que comenzaron a burlarse de mí fuese lo que provocó que me escondiera más en mí misma, formando una especie de caparazón en el no dejaba entrar a nadie. Lo único que hice fue centrarme en mis estudios, tanto que llegó a convertirse en una obsesión, pero también me sirvió para excusarme de cualquier reunión o quedada con mis compañeros de Universidad y lo mismo sucedió con mi madre, que achacó todas las horas que permanecía en mi habitación a un trabajo o a un examen importante.
El único lugar en el que lograba evadirme de la realidad era en el Museo del Prado. Hacer el recorrido desde casa hasta el museo en autobús y perderme por los largos pasillos repletos de obras de Picasso, Goya y Velázquez me hacía sentir viva. En realidad, eran pocos los momentos en los que lograba sentirme así y cuando tomé la decisión de irme de Madrid, esa fue una de las cosas que más eché de menos.
Estaba decidida a cortar por lo sano y a hacer las paces conmigo misma, tanto mental como físicamente. Irme de allí sería el segundo paso, porque el primero había sido convertirme en docente para ser capaz de detectar casos como los míos donde, en ocasiones, se llegaba demasiado tarde. Mentiría si dijera que no lo intenté, pero no era el momento de pensar en lo que pasó y en lo que pudo haber pasado. Ese día podría poner punto y final a mi vida en la ciudad que me había visto crecer.
—¡Alma!—mi madre me llamó desde el salón—. ¡Ha llegado una carta para ti!
Me levanté del escritorio de un salto. Hacía una semana exacta que había presentado mi solicitud para hacer el voluntariado y era muy probable que esa carta fuera la que me confirmaría si finalmente podría irme de Madrid. Abrí la puerta y salí corriendo por el pasillo en dirección al salón, pero cuando llegué, frené en seco al encontrarme a mi madre acompañada de un hombre al que no había visto nunca.
Debía tener más o menos su edad, entorno a los cincuenta años. Era más alto que ella y parecía un hombre serio. Su pelo grisáceo estaba peinado perfectamente hacia atrás. Mi madre agarraba su brazo y me sonreía.
—Hija, quería presentarte a alguien muy especial para mí.
Ambos iban vestidos de etiqueta, lo que me hizo pensar que aquel hombre era para ella un "pez gordo". El vestido azul marino de mi madre estaba impecable y combinaba con el traje negro y la corbata azul de él. Ella llevaba su pelo negro recogido en un moño y sus ojos verdes no paraban de moverse de un lado para otro, lo que dejaba entrever que estaba nerviosa.
—Encantado de conocerte—la voz ronca y sosegada de aquel hombre me sacó del trance momentáneo en el que me había sumido—. Me llamo Sebastián. Tú madre me ha hablado mucho de ti.
Sus ojos azules me miraron de arriba abajo. Quizás llevar el pijama un viernes a las ocho de la tarde le pareció extraño.
—Igualmente—fue lo único que logré pronunciar. Mi mente colapsó. Ver a otro hombre en casa provocó en mí una gran sensación de rechazo.
—Nos vamos a cenar, cielo—el tono con el que dijo esa palabra fue extraño porque nunca antes la había usado—. ¿Nos acompañas?
En ese momento, fui yo la que me miré de arriba abajo. ¿De verdad me acababa de preguntar eso?
Estuve a punto de decírselo, pero como otras tantas veces, fingí una sonrisa y me tragué mis palabras.
—No, gracias. Tengo cosas que hacer.
—La próxima vez será—mi madre se giró hacia su nuevo acompañante, pestañeó varias veces y tiró ligeramente de su brazo—. Nosotros nos vamos ya.
El hombre me miró y habló por última vez.
—Espero que volvamos a vernos.
No respondí. Ni si quiera me moví. Ambos se giraron y mi madre abrió la puerta. Cuando él salió, me lanzó una mirada rápida y después habló con aquel tono tan molesto.
—Te he dejado la carta sobre la mesa del salón. Hasta mañana, corazón.
Dicho eso, dio un portazo y yo me quedé allí, sintiendo que lo que acababa de vivir había sido un sueño.
Nunca antes había traído un hombre a casa. ¿Por qué lo hacía ahora?
La impresión que me había causado no fue buena.
—Demasiada perfección.
El olor dulzón de la colonia para ocasiones especiales de mi madre impregnaba el pasillo y comencé a andar hacia el salón con la esperanza de deshacerme de él. Cuando entré, vi la carta sobre la mesa de cristal, pero antes de tocarla, abrí la ventana y me detuve un instante a observar las luces de la ciudad.
—Vamos allá—dije en voz alta para tratar de animarme a mí misma—. ¿Puede haber algo peor que esto?
Cuando cogí el sobre con el nombre de la organización que tramitaba el voluntariado, mis manos temblaron tanto como aquel día y mi corazón empezó a latir con fuerza. Lo rasgué y cerré los ojos cuando cogí el papel que me daría fuerzas para volar o me cortaría las alas.
Al abrirlos, primero miré la foto de mi abuela sobre la estantería marrón. A mi edad, era una auténtica belleza y su mirada estaba llena de luz. Sus pendientes de perlas brillaban y su pelo negro era como una noche sin luna, oscuro, pero precioso.
Una exclamación trepó por mi garganta cuando leí lo siguiente:
"Querida Alma, le informamos de que su solicitud ha sido aprobada. El destino que se le ha asignado es Seogwipo, al sur de la Isla de Jeju, en Corea del Sur. Debe incorporarse el 1 de Septiembre..."
La hoja se resbaló entre mis dedos.
En menos de una semana, mi vida comenzaría de cero a más de mil kilómetros del lugar al que siempre llamé hogar, pero que nunca lo fue.
***
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¡Nos vemos en el siguiente capítulo!
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