𝒞𝒶𝓅í𝓉𝓊𝓁𝑜 𝟪
Mis ojos se abrieron con lentitud después de dos fallidos intentos, mientras mis pies se estiraban cual viejo ritual intacto tras mi despertar de no ser que un agudo dolor en la pierna me incitó a ponerme en alerta mirando a mí alrededor.
Debía ser ya muy tarde, considerando que la luz que se reflejada a través de la cortina de la amplia ventana era tenue y anunciaba un muy pronto anochecer. Tragué un tanto de saliva humedeciendo mi seca garganta y lengua antes de prestar mi total atención al entorno que se me presentaba.
Un monitor trasmitía mis pulsaciones en un repiqueo constante, al igual que un suero drenaba mis venas para mantenerme hidratada o sedada. Quizá ambas. Suspiré con profundidad debido al hecho de tener que volver a encontrarme una vez más en una cama desorientada y adolorida.
Las primeras cuestiones que abordaron mi mente en ese entonces fueron: ¿En dónde estaba? ¿Cuánto tiempo había transcurrido? y por supuesto ¿Qué era lo que había sucedido? Bueno, esa última si qué podía responderla.
Fruncí el ceño ante mi último recuerdo rosando con mis dedos la zona donde una aguja se clavó dentro de mi cuerpo despojándome de la consciencia. Intenté reincorporarme, sin embargo, fue justo eso: un intento, siendo que me encontraba mareada y somnolienta, aunque aquello no evitó que mi ímpetu de levantarme decayera.
De inmediato, lo primero de lo que me percaté fue lo desconocida que resultaba la habitación. Era sencilla en cuanto a detalles se trataba (paredes, sábanas, cortinas y dosel en tono beige y rojos), aunque aquello no le quitaba lo amplia y elegante que se observaba. Sin duda, aquella era propiedad de un fuerte.
Tardé un poco más de lo habitual en orientarme. Fijé la planta de los pies en la alfombra carmín que cubría la madera del suelo para terminar cayendo de rodillas ante la falta de respuesta de ellas para caminar, pues seguía aturdida y lánguida sin poder lograr enfocar mis respiraciones acorde a mis latidos del todo. Arranqué el suero de mi brazo por creerlo la razón de aquello al igual que las del monitor que cesaron.
El dosel de la cama me sirvió de apoyo para reincorporarme e ir hasta la antesala de la habitación dónde el crepito del fuego de la chimenea alimentaba el cálido ambiente de la atmósfera.
Estática. Por un largo lapso de segundos permanecí estática. No solo observé mi alrededor sino a mí misma, siendo que vestía una especie de bata o fondo de dormir con mangas tres cuartos y cuello redondo en tono blanco que dejaba cubierto el vendaje no solo de mi pantorrilla qué, aunque no fue tan severa, sin duda era la que me causó más molestia a diferencia de las adquiridas en mis brazos, manos y hombro.
Todas ellas curadas e incluso las anteriores durante el asedio del palacio se encontraban ya cicatrizando.
Con pasos lentos y débiles, logré llegar cojeando hasta el marco divisorio que mostraba una acogedora antesala con un sillón de estructura gruesa y redonda mesa para dos personas. A mi izquierda, una existente puerta residía ¿Acaso estaba cerrada con llave? No visualicé a nadie por lo que la consideré una obvia opción.
Fue en ese preciso instante cuando la perilla giró revelando tras la apertura, a una mujer fuerte de mediana edad. Mi primera reacción me decía que tomara algo con que defenderme pese que mis probabilidades de ganarle eran prácticamente nulas, sin embargo, eso no evitó que tomara un jarrón de cristal instalado de adorno en medio de la mesita en el recibidor como si eso fuera a defenderme frente a un fuerte.
—¡¿En dónde estoy?! —arremetí en cuanto mi mirada se interceptó a la suya—. ¡¿Dónde?!
—¡Torna! ¡Estamos en Torna!
—¿Santiago? —murmuré, mientras cojeaba yendo hacia atrás—. ¿Cómo es que llegué hasta Santiago? —ella no contestó, aunque sinceramente esa no había sido una pregunta. Entonces, dos guardias fuertes aparecieron detrás de la mujer—. ¡No se acerquen! —advertí a los guardias por sus desconocidas intenciones y mi alterado pulso.
Fue justo en ese instante cuando volvió a mí. Aquella corriente extraña que emanó cual ondas eléctricas que me recorrían y calor prolifero que dominó cada extremidad de mi ser sin perdón alguno. Era diez veces más intensos que cuando huía del palacio y más mortífero de cuando desperté de la muerte. Era mi control, lo supe, lo sentí. Volvía.
Seguía dentro, perteneciéndome y sin restricciones, aunque como recién nacida, esta era instintiva y desobediente y suplicaba que lo desbordara en quien fuera hasta el punto que dolía contenerla, aunque por más furiosa que pudiera haberme encontrado. Mi intención nunca fue hacer daño, por lo que en cuanto sus latidos se traspasaron a mi pecho, mis rodillas colapsaron cual papel bajo el ondeo del viento, soltando el jarrón de mis manos estrellándose en mil pedazos sobre el suelo para tomar con ambas manos mi cabeza como sí aquello pudiera frenarlo.
—Basta —supliqué entre dientes para que lo que comenzaba a sentir se detuviera.
Sin embargo, no fue hasta que un par de manos sujetaron mi rostro para que le mirara, que mi episodio comenzó a dispersarse dentro de mi mente.
—Ofelia, mírame —sonó la voz frente a mí.
Lo hice tras reconocerla y al confirmar lo que mis ojos veían, no pude evitar sentir cierto alivio dejando caer mi defensivo arrebato para observarla.
—¿Abuela? —pronuncie antes de volver a sentir como la doctora fuerte volvía a sedarme.
—Lamento haber tenido la razón con lo que respectaba a tu asenso, Ofelia —le escuché y entonces todo se oscureció.
No fue hasta que la creciente mañana del día siguiente arribó, que la silueta de mi abuela iluminada por la luz matutina que desperté nuevamente. Vislumbraba las afueras por la amplia ventana abierta de la habitación dejando que el viento le soplara el rostro. Tan ecuánime e íntegra como solo Rebeca Verden podía serlo con aquella boquilla de cigarrillos entre sus dedos que aspiraba con tal elegancia en comparación de mi siempre tan elemental porte.
Debió sentir mi penetrante mirada contemplándole o pudiera que oyera el movimiento de mi cuerpo saliendo de aquella inmóvil posición que el sedante me causó, que giró hacia la alcoba.
—Has dormido por casi doce horas —espetó después de sacar una bocanada de humo de su boca y acercarse a mí, haciendo que la tela de su vestido rosado resonara al caminar—. Ya es de mañana y el tiempo se nos acaba -llevó su cigarrillo al cenicero de la esquinera más próxima para apagarlo.
—¿Dónde...?
—La casa gobernadora —respondió—. El gobernador Borja fue lo bastante afable conmigo para informarme de tu presencia y pedirme ser la mediadora entre ambos para asegurar tu bienestar.
—¿Mediadora?
Estaba tan confundida que no conseguí capturar lo que intentaba explicarme. No hasta que dijo lo siguiente:
—Dime en que estabas pensando cuando decidiste ir por esas armas en Teya, Ofelia. En que momento creíste que incinerar tres pueblos de La Capital sería la solución para que esa maldita peste se detuviera ¿eh? ¡Les diste revólveres a esos débiles! Por toda Victoria ¿Posees alguna idea acaso de lo que le has hecho a esta familia? ¿Lo que van a hacerte en caso, y lo harán, de encontrarte culpable?
Fue entonces que comprendí mi situación. PRESA, DELINCUENTE, CRIMINAL. Eso es lo que era para ellos. CASTIGO, ENCARCELAMIENTO, MUERTE. Eso era lo que me esperaba. No había sido rescatada sino capturada.
—No, abuela. Yo... —intenté reincorporarme y tomar su mano, pero ella retrocedió—. Admito que falle, si. Y que el pensar que la rebeldía se erradicaría con simple dialogo y buenas intenciones fue ingenuo de mi parte, pero yo no lo hice. Farfán. Fue él quién tornó las circunstancias de esa forma para convertirme en reina. René lo planeó todo, lo juro.
—¿Quién? —cuestionó mi abuela.
—René Farfán —emergió una voz masculina confirmando lo que yo había exclamado—. Su nieta pronunció René Farfán, mi señora Rebeca ¿no es así, Su Alteza?
Entonces, del recibidor se reveló la silueta del gobernador de Santiago, Misael Borja. Tan solemne e intimidante como le recordaba. Mis latidos con prontitud se aceleraron ante su presencia que sin duda, era imponente. Su mirada roja al compás de su pálida piel y blanquizca rubia barba que cubría la mitad de su rostro no pasaban desapercibidos, sin olvidar por igual su dominante altura y gruesa envergadura. Debí suponer que estuvo ahí desde el inicio de la conversación.
Y es que lo que mi abuela llamó afabilidad yo le llamé astucia, pues como el militar estratega que era, Borja invitó a mi abuela con el único fin de usarla como cebo, creyendo que si ella estaba ahí, entonces yo sería dócil para protegerla. He de admitir que al menos le di el crédito por acertar a tal cosa.
Su cuerpo se detuvo al frente de la cama y ya que las almohadas estaban lo suficientemente altas, conseguí visualizarlo frente a frente.
—Es acaso que también le culpará a él de la entrega de centenares de armas a esas viles ratas que se hacen llamar rebeldes para qué asediaran junto con sus soldados del palacio, la mitad de La Capital.
—¿Le parezco acaso alguien a quien los rebeldes trataron bien por aquel obsequio que según usted yo otorgué? —protesté con ironía siendo respondido por su parte con su invasora mirada contemplando mi aún rostro y cuerpo con los estragos de mi estancia en el palacio—. Posee unas altas expectativas en lo que concierne a mí sí piensa eso, gobernador Borja.
—O pueda que solamente la considere... ingenua.
Idiota. Eso era lo que su boca realmente deseó exclamar aquel día.
—Le seré franco y confesaré que esta no es la primera vez que oigo a René Farfán culpar —de inmediato, el nombre de Damián se coló en mi mente. Debía ser él y de ser así, eso solo significaba que se encontraba bajo las mismas condiciones que yo—. Lo cual en caso de que sea verdad, pueda que los cargos cambien, sin embargo, eso no la exonerará de sus faltas una vez que se enfrente a su audiencia pública, aunque claro, siempre se puede llegar a un acuerdo previo que salvaguarde su integridad por respeto a la familia real —su mirada se destinó a mi abuela quien agradeció con gracia en un asentamiento.
—Porqué es que presiento que cualquiera que sea el trato que se lleve a cabo ante usted, seré yo quien pierda más —le respondí.
—¿Siempre tienes que estar a la defensiva? —reclamó mi abuela.
—¿Y tú menospreciarme? soy tu nieta, abuela.
—Precisamente por eso —se acercó a mí, removiendo uno de mis risos hasta llevarlo por detrás mi oreja con más delicadeza de la que hubiéramos supuesto ambas alguna vez—. Eres de lo poco que aún me queda y sí claudicas de forma voluntaria, tal vez sean piadosos en dejar que tu futuro hijo reine.
Todo iba tan bien hasta que mencionó aquello último.
—¿Siempre has de suponer que el matrimonio es la única solución para mí? ¿Qué no soy capaz de salvarme por mi misma? —me removí de su caricia pensando en la respuesta que no me decía—. ¿Qué hay de Ben?
—¿Ben?
—Si, quiero verlo ¿En dónde esta mi hermano?
Mi abuela me miró como si hubiera perdido toda cordura.
—Ofelia, Benjamín se encuentra en el mismo sitio en donde ha estado todo estos meses: en el palacio, sepultado, junto con el resto de la familia.
Sus palabras cayeron cual balde de agua fría.
—¿Cómo? —solo fui capaz de exclamar al tiempo que me cuestioné por segundo sí todo lo vívido con anterioridad realmente existió o sí mi mente lo creó tan solo para sobrellevar los eventos pasados—. No, no, él esta...
—Señorita Tamos, agregar demencia a su defensa no le otorgará una sentencia menor, créame.
—No, yo... yo no he perdido la razón. Ben yace vivo. Yo lo vi, hablé con él.
—Ofelia, por favor —presionó mi abuela sobándose el entrecejo.
—¡Digo la verdad, abuela! Debes creerme, tu nieto vive. No sé como, pero lo está. Apareció el día del asedio al palacio y...
No terminé la frase, pues mis ojos se enfocaron en la mano que levanté a su rostro para que vislumbrara la palma de mi mano vendada. La señal de que Ben existió porque él me otorgó aquella herida, sin embargo, el que ellos lo supieran solo reafirmaría mi locura, por lo que no me quedó nada más que permitir que las lágrimas rodaran por mis mejillas.
—No tiene sentido. Ustedes ya deberían saber de él —exclamé sabiendo que pese que mi orientación en lo que respectaba al tiempo estaba un tanto desfasada, en definitiva una semana ya estaba o había transcurrido—. Damián. Él huyó con mi hermano en el jet para que los hombres de Farfán no le mataran. No llegué a saber el destino que emprenderían, pero si alguien sabe de su destino es el general de está nación y usted... usted lo capturó. Él y mi primo Alaric estaban en mi rescate antes de que su hijo...
Miré a Misael Borja tanto como mi tono acusatorio fue inminente, porque aunque jamás tuve un trato muy directo con su primogénito, le reconocía y sin duda su hijo había sido el fuerte que insertó una aguja en mi brazo para sedarme y llevarme a Santiago.
—Odelen solo hizo lo que le pedí: traerla a salvo hasta aquí.
—A salvo para poder condenarme y quedarse con Victoria querrá decir ¿no?
—¡Ofelia basta! —gritó mi abuela reprendiendo mi comportamiento—. No seas mal agradecida. Si no fuera por el gobernador estarías recuperándote en una enfermería comunitaria de la estación de la guardia negra o peor aún, dentro de una celda.
—Pues lo prefiero, porque no pienso entregarle a Victoria a nadie que no sea a mi hermano Benjamín.
—Puede que tal vez le tome la razón y le envié con Damián Marven y Alaric Mendeval para que sean los tres juzgados como se debe, pasado mañana.
—¿Juzgados? —mis latidos se aceleraron—. Pero ellos no han hecho nada. Son inocentes.
—Lamento diferir en ello, Su Majestad —eso último sonó como un insulto.
—Usted —señalé con el dedo a Borja, mientras me reincorporaba de rodillas sobre el colchón de la cama—. Es lo que quiere ¿no? Silenciar a todo aquel que sea testigo de mi inocencia o la presencia de mi hermano ¿Qué es lo que le ha hecho? Usted lo tiene ¿no es así? Usted tiene a Benjamín. Farfán y usted lo planearon todo —no lo pensé mucho y terminé por arrojarme hacía Borja sin importar las consecuencias—. ¿Dónde lo tiene? ¡Conteste!
—Ofelia detente —mi abuela me tomó de los brazos antes de que Misael intentara ponerme una mano encima, tras presionar mis dedos en su elegante casaca hasta poner mis nudillos en blanco, sin embargo, mi latente furia reactivó mi naciente habilidad cual chispa en un creciente incendio.
—¡Suéltame! —ella lo hizo y retrocedió un paso, brindándome la oportunidad de quitarle una daga al cinturoncillo de Borja y bajar de la cama—. Es que no lo entiendes. Él ha sido envenenado al igual de Farfán, pero como siempre no me creerás ¿verdad? —apunté la punta de la daga con dirección a Misael y cojeando, avancé hasta el marco de la antesala, mientras ella y Borja me seguían con la mirada—. No lo repetiré de nuevo ¿Dónde esta Benjamín?
—No lo sé.
—¡Miente! —elevé más el filo hacía él y entonces su rostro se tornó pálido. Algo le estaba provocando mi control, aunque no supe lo que fue. Simplemente me alejé de él antes de que pudiera matarlo y entonces, de verdad ser culpable de algún crimen.
Cerré la mediana puerta que dividía las dos cámaras y terminé por colocar la daga hurtada en la manija de las puertas, aunque no supe con que objeto si ambos eran fuertes y como tal destrozarla en un único acto, pero no pensé más allá y opté salí de ahí.
Para fortuna mía, en esa ocasión no existía aposado ningún guardia fuera de la puerta, por lo que avancé rengueando por el pasillo, mientras esperé no encontrarme con nadie en el camino. Me destiné a bajar las escaleras de servicio del piso de abajo sin ningún percance de cualquier tipo, sin embargo, para cuando me dirigía al piso que continuaba, la alerta de mi huida comenzó. Supe que no llegaría muy lejos, pero al menos debía intentarlo.
Solo logré llegar hasta la planta baja cuando los guardias de Borja me encontraron. Intenté correr, pero la pantorrilla me dolía y pude jurar que sentí la sangre recorrer mi extremidad tras abrir los puntos de la sutura.
—Señorita Tamos —se escuchó al gobernador dictar en lo alto de las escalera principal de la casa gobernadora con su brazo pegado a su pecho y su voz jadeante una vez que sus guardias avanzaban a mí, listos para acorralarme—. Comienzo a creer que estará mejor en un hospital psiquiátrico que una prisión tras su juicio ¡Deténgala!
Fue entonces que una silueta se interpuso entre los guardias y yo.
—Antes de tocarla un poco siquiera tendrán primero que pasar sobre mí.
Una voz masculina resonó en el recibidor, seguido de interponerse otro cuerpo frente a mí que bloqueó al primero, colocando sus frías manos sobre mi rostro preguntándome si me habían herido. Para mi total asombro, se trataba de nada menos que de Vanss.
—Sabía que era mentira cuando él dijo que habías muerto —habló la desertora, al mismo tiempo que tanto atónita como exhausta, me dejé caer sobre sus brazos.
—¿Él? ¿Quién es él?
—Quien más, tu hermano, el príncipe.
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