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6 | Ahn Ra


(Voz narrativa: Hye Ri)

Las gotas de agua arreciaron con una fuerza inusitada sobre los cristales y formaron una tupida tela en torno al lago, convirtiéndolo en una masa grisácea difícil de distinguir. Los truenos, poderosos como un terremoto, nos hicieron enmudecer. La luz se cortó. El comedor quedó sumido en una penumbra tan solo rota por los relámpagos que cruzaban el cielo.

Respiré profundo. Detestaba las tormentas. Entendía que eran normales y, al menos, ya no necesitaba abrazarme a algo ni esconderme como hacía de niña pero, por mucho que lo racionalizara, me seguían generando inseguridad. Era como si el cielo descargara su ira sobre el mundo.

—¡Oiga, señor Kim! —Kim Nam Joon se apresuró a salir al recibidor, con las manos por delante para evitar chocarse—. ¡Oiga! ¿Dónde se ha metido? ¡Tenemos otro apagón! ¿No nos puede dar linternas? ¡Oiga!

—Lo que ese viejo debería hacer es poner lámparas de aceite en las paredes. —El teléfono de Yoon Gi iluminó el camino de su compañero—. Sabe que la electricidad es un asco pero está más preocupado por inventarse bonos descuento absurdos para que te quedes a dormir que por buscar soluciones a la precariedad del hospedaje que ofrece.

—Pero estar sin luz tiene su toque. —El escritor, Park Jimin, intervino con su simpatía inimitable—. Fíjate en lo bueno. No vas a tener otra experiencia igual en ningún lugar. Eso le da encanto distintivo.

—Discrepo en cuanto a tu concepto de encanto —contraargumentó el aludido—. Para mí el encanto reside en tener calefacción y en poder poner el pie fuera de la cama sin que se te congelen los dedos.

Jimin soltó un par de risillas pero entonces un golpe sordo, como de algo al estrellarse contra la ventana, retumbó a nuestra espalda e interrumpió la conversación. Nos volvimos, al unísono.

—Ay. —El quejido ahogado de Hobi me acompañó mientras revisaba los cristales con la linterna del móvil. Solo se veía agua. Mucha agua—. Es el muerto. ¡Es el muerto! —No me hizo falta verle para saber que se había vuelto a poner histérico—. Os dije que vendría... Os lo dije... ¡Os dije que nos iba a llevar! Hye Ri... Hye Ri...

Le ignoré. En el pasado hubiera intentando tranquilizarle pero, ahora que había reconocido odiar a Jung Kook, lo que pensara había dejado de importarme.

No daba crédito. Por una parte me costaba asimilar su confesión y por otra me sentía tremendamente engañada. Engañada y dolida porque acababa de comprender que todo lo que había visto en él había sido una miserable puesta en escena, desde los efusivos saludos que dedicaba a Jung Kook cada día hasta las súplicas que me dirigía a mí para que le incluyera en nuestro plan de fin de semana.

¿Por qué? Si no le tragaba, ¿por qué tanto empeño en unirse a nosotros? ¿Qué sentido tenía ganarse el aprecio de alguien a quien detestaba? No lo entendía. Además, me parecía despreciable.

—Hye Ri, por favor... —Escuchar mi nombre de sus labios acrecentó mi animadversión—. Hye Ri...

Arramplé con la silla hacia atrás y me levanté. No estaba dispuesta a seguir sentada frente a él. Prefería mil veces soportar sola la tormenta con todos sus rayos, truenos y ruidos juntos.

—Voy a aprovechar el mal tiempo para ordenar mi habitación. —Quería gritarle que su comportamiento me parecía odioso pero me contuve—. Por favor, seguid.

Jimin me advirtió que tuviera cuidado de no tropezar. Yoon Gi dijo algo sobre la entrevista pendiente con los testigos y no sé qué a cerca de la ubicación del archivo del pueblo pero me encontraba tan mal que fingí no oírle y dejé que mis pies me llevaran fuera, a la recepción, en donde Nam Joon, colgado del móvil que, contra todo pronóstico, funcionaba, comprobaba las linternas que el propietario del hotel le había dejado sobre el recibidor.

—Sí, sí —decía—. No, no, cariño... Sí, claro que voy a ir a verte... No... Sí... —Me acerqué al mostrador para conseguir una de las luces, alargada y con forma de gusano—. ¿Ahora? No sé si pueda ir ahora. Es que estoy con mi padre, que se encuentra mal y... No, no hace falta que vengas. No, no...

Me alejé por las escaleras, con el sueter de lana subido hasta la barbilla y la excusa de aquel chico resonando en eco por detrás. Si supiera lo fácil que era perder a alguien no mentiría como lo estaba haciendo pero, claro, quizás tampoco se diera cuenta hasta que algo le ocurriera a la persona del otro lado de la línea.

Llegué al segundo piso. El reloj de cuco del fondo dio las cuatro. Las suelas de mis zapatos repiquetearon en el azulejo gris. Una pareja se me cruzó a toda prisa sin saludar, alumbrados con las pantallas de sus teléfonos y se encerraron en su habitación. Me detuve ante mi puerta.

—Hye Ri.

Levanté la cabeza, lo justo para distinguir la ropa amarilla de Hoseok pocos metros por detrás. Estupendo. Me había seguido.

—Tus fans están muy preocupados por tu ausencia —empezó, sin que nadie se lo pidiera—. Los organizadores de Dior están esperando a que publiques la reseña del cushion que les prometiste el mes pasado, los de Vogue siguen queriendo hacerte la entrevista y tus padres me han llamado ya unas cuantas veces para preguntarme por qué no regresas y aleccionarme sobre lo que tengo que decirte.

Busqué la llave en el bolsillo del pantalón, en silencio. Mis trabajos pendientes no eran asunto suyo y mis padres, que me habrían extrañado como mucho los cinco minutos al día que ocupaban en enviarme el email con la agenda del día, aún menos.

—Entiendo que estés enfadada conmigo porque, créeme, hasta yo lo estoy —prosiguió—. Soy consciente de que no me porté bien con Jung Kook y, aunque contigo siempre he sido sincero, es lógico que me apartes. Pero, por favor, independientemente de eso, piensa bien en lo que estás dejado de lado por quedarte aquí.

Empujé la puerta. Los goznes oxidados chirriaron.

—Valora si merece el esfuerzo.

Vi por el rabillo del ojo cómo se aproximaba pero fui más rápida. Antes de que me alcanzara, volé al interior de la habitación y le metí un portazo en la cara.

—¡Hye Ri! —Se pegó a la rendija—. ¡Hye Ri!

—Déjame en paz. —Me dejé caer sobre la puerta, agotada por la tensión de haberme obligado a permanecer callada—. Vete.

—No puedo. —Su voz se tornó en una súplica—. Cuando me llamaste para que viniera, tus padres me advirtieron de que no volviera a poner un pie en Seúl si no lo hacía contigo.

—No hagas caso a mis padres.

—Eso es más fácil de decir que de hacer —replicó—. Te recuerdo que mi familia trabaja para la tuya.

—Entonces diles la verdad —cambié el planteamiento—. Explícales que me niego a volver y que te eché a patadas.

—No estás siendo razonable.

—Yo creo que lo soy más que nunca.

—Si lo fueras te darías cuenta de que estás perdiendo un precioso tiempo de tu vida —contradijo, en un hilo de voz—. Aunque duela, la realidad es que Jung Kook está muerto. No lo vas a encontrar.

Una punzada de rabia mezclada con tristeza se me clavó en el pecho. No, no lo estaba. No podía estarlo. Las lágrimas se me amontonaron. Yo era capaz de dar con él. Era capaz. Yo...

Me dejé caer al suelo. Necesitaba aferrarme al milagro, a la esperanza de que Min Yoon Gi y su compañero lo encontraran. Si no lo hacía, ¿qué me quedaba? ¿Qué? ¿Preparar su funeral? ¿Lamentarme delante de una urna vacía? ¿Extrañarle el resto de mis días?

—Da igual lo que hagas. —Las palabras de Hobi continuaron, implacables—. Aunque te niegues a admitirlo, el muerto lo arrastró y la señora del pueblo lo intuía y por eso le avisó. Sin embargo, él, en vez de huir como debió de haber hecho, se puso a indagar. Todo el mundo sabe que indagar en los secretos de los espíritus es peligroso.

—Basta.

—A saber en qué se metió —ignoró mi petición—. A saber. Como quiera el agua le terminó llamando y su cuerpo no aparece porque está en las profundidades del...

—¡Ya basta! —No pude evitar el sollozo—. ¡Por favor, para de hablar así! ¡Para y vete! ¡Vete!

—Está bien. —Mi desesperación surtió efecto porque me pareció sentir que se apartaba de la puerta—. Descansa y reponte. Te estaré esperando abajo.

Escuché sus pasos alejarse. Quedé sola, iluminada por los destellos de los relámpagos del exterior. Me encogí y busqué a tientas la pulsera que jamás me quitaba. Esos brillantes redondos, centelleantes como estrellas, me permitían viajar al precioso momento en el que Jung Kook me los había regalado. Su recuerdo me hacía sentir mejor. Era lo único que me hacía sentir mejor.

Había sido en mi último cumpleaños, un día malo y no porque me hubiera ocurrido nada en sí sino por la soledad que me había rodeado. Mis padres se había ido a Japón y me habían enviado un escueto "felicidades, cómprate algo bonito" y mi hermano, en USA, ni siquiera eso aunque sí me había escrito un testamento sobre la empresa a primera hora de la mañana. ¿Frío? Podía ser pero mi familia era así.

Siempre habían ido a lo suyo, priorizando los negocios sobre todo lo demás, de modo que lo único que me había quedado había sido resignarme y aceptarlo. Por eso había hecho de tripas corazón, me había arreglado y asistido a las sesiones de preparación de las audiciones del nuevo grupo de KPop. Después había comido con la esposa de un empresario importante, ido a la presentación de una firma de ropa de diseño y subido contenido en las redes hasta que, a las nueve, había decidido volver a casa, agotada, con los zapatos de tacón en la mano y unas increíbles ganas de llorar.

Lo había hecho lo mejor que había podido y aún así me sentía fatal. Fatal por mi vida teóricamente envidiable, por pasar mi cumpleaños sola, por la falta de afecto sincero a mi alrededor y por lo extenuante de ser la hija de los Choi y tener que disimular estar bien continuamente. De ahí que hubiera sido tan especial encontrarme a Jung Kook en casa, apoyado en la encimera de mármol de la cocina, con una tarta llena de velas al lado y la alegría dibujada en la cara.

—¡Feliz cumpleaños! —No alcancé a soltar el bolso cuando me vi rodeada por uno de sus reconfortantes abrazos—. ¡Estoy muy contento de estar un año más junto a ti! ¡Felicidades!

Aquello me emocionó. Tanto que un nudo tremendo se me hizo en la garganta.

—Hoy lo has hecho muy bien. —Me acarició la espalda y en ese instante todo cambió y empecé a considerame afortunada—. Estoy muy orgulloso de ti y de tu fuerza pero, oye, sabes que no estás sola —susurró a continuación—. Me tienes a mí. —Y añadió—: Yo te quiero.

Fue entonces cuando me lo dio. Se apartó y me puso una caja blanca nacarada entre las manos y la cara de estupefacción que se me quedó al comprobar su contenido debió de ser grande, a juzgar por el intenso calor que me subió a las mejillas.

—Pero esto... —El corazón empezó a latirme a mil por hora—. Yo...

Cielos; ¿por qué me regalaba algo así? ¿A qué venía ese "te quiero"? No era bueno para mis sentimientos. Me haría ilusionarme y decepcionarme después.

—No puedo... —dudé—. Me encanta pero...

—Por favor, acéptalo. —Se me adelantó y, antes de que pudiera pensar en nada más, me mostró su muñeca, en donde lucía una pulsera exactamente igual—. Es un juego de dos. Me gustaría que tuvieras la pareja.

Me quedé sin respiración. Había bebido otra vez, ¿verdad? Sí, seguro. Hacía ese tipo de cosas cuando bebía.

—¿Te has tomado una botella de soyu tu solo?

Agitó la cabeza, en negativa.

—No te creo —me reafirmé—. Tu afecto dice lo contrario.

—No, no. —La severidad con que le miré le hizo rascarse la cabeza, avergonzado—. Bueno, puede que haya bebido un poquito —reconoció; ya, si es que lo sabía—. ¡Pero no ha sido mucho! —aclaró—. Solo un vaso, lo justo para reunir valor.

—¿Valor?

—Tu solo ponte la pulsera, ¿vale? —Me retiró la mirada y la posó primero en las paredes, luego en el techo y al final en la tarta—. Los regalos no se cuestionan. Simplemente se aceptan.

Un golpe contra la ventana, fuerte, me hizo regresar a la realidad de la habitación de un brinco. Maldita tormenta. Apunté con la linterna. El torrente de agua seguía descarcargando su furia contra todo. Otro golpe. Volví a revisar. Una silueta se dibujó través de la lluvia.

Estaba viendo visiones, ¿no? ¿Qué podía estar ahí fuera con la que estaba cayendo y encima en un segundo piso? ¿Un animal? Solté el teléfono. Entonces lo escuché. Un maullido o... No. Era un lamento.

—Vuelve. —El sollozo desesperado sonó lejano—. Vuelve conmigo... Vuelve...

Me incorporé y abrí la puerta. El pasillo estaba solo, como siempre.

—Yo sé que no estás muerto. —Las palabras se me antojaron agobiadas—. No lo estás. No lo puedes estar.

Sonaba tan igual a mí... A mis pensamientos... A mi situación...

—¿Hola?

Alumbré el corredor y encaminé los pasos hacia el eco, en dirección al enorme reloj de cuco.

—¿Hola? —Mis palabras retumbaron en la quietud—. ¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda? ¿Hola?

—Regresa conmigo...

Sentí unos pasos detrás. Me volví. Cambiaron al lado contrario. Repetí la operación.

—No quiero perderte. —El reclamo, que se quebró en un intenso sollozo, me puso la piel de gallina—. Te amo. Debí decírtelo, perdón.

Algo se movió a pocos metros. Retrocedí, envuelta en un repetino pánico que me hizo enfocar la linterna al suelo y percatarme de que estaba mojado, como si alguien empapado hubiera estado caminando por ahí.

—Hye Ri. —El miedo me atenazó al oír mi nombre—. Hye Ri, tu tampoco quieres vivir sin él.

Eché a correr. Lo hice sin pensar en si tenía sentido o no, en si Hobi me había sugestionado o en si mi dolor había empezado a volverme loca. Lo hice sin mirar atrás, sin saber si la linterna se me había caído o de dónde procedía el frío que me estaba calando en los huesos. Lo hice hasta que llegue al final del pasillo y me topé con la ventana abierta que mostraba el lago embravecido por la tormenta mientras las cortinas se balanceaban salvajemente por la violencia del viento.

Cerré los ojos, temblando como una hoja. Tenía ganas de asomarme y de ver el agua de cerca y al mismo tiempo terror. Quería seguir huyendo pero tenía los pies clavados al suelo. Deseaba gritar y pedir ayuda a quien fuera pero no me salía la voz.

—Menudo día, ¿eh? —El comentario, formulado con tono despreocupado, me animó a abrir los ojos—. Cuando se pone así lo que yo hago es meterme en la cama con la libreta. Es cuando mejor escribo.

Park Jimin, salido de la nada, oteó el tormentoso paisaje con las manos en los bolsillos, el cabello en remolinos y el jersey blanco pegado a la piel.

"Y, ahí, asomada en esa ventana en medio de la tempestad, bajo el cielo que clamaba su enojo contra el ser humano, comprendió cuánto lo amaba y lo insoportable de su destino sin él" —recitó—. "Entendió que su fe y su esperanzas estaban muertas y que lo único que le quedaba era el recuerdo de haberle tenido a su lado porque nunca le encontraría. Por eso, dejó que sus lágrimas se mezclaran con la lluvia y permitió que las profundidades del lago la abrazaran en un sueño eterno, con la idea de encontrarle en otra vida, sin darse cuenta del dolor que causaría en él y del lamento eterno en el que quedaría su alma hasta que el cielo les permitiera volver a encontrarse".

—¿Qué... ? —conseguí hablar—. ¿Qué es eso?

—Es un fragmento de mi libro —respondió—. Lo escribí basándome en Ahn Ra y en su suicidio, el primero que tuvo lugar aquí en Igsaui Hosu.

Ahn Ra. Repetí el nombre, para mis adentros.

"Yo sé que no estás muerto. No lo estás".

El eco de aquellas palabras me calaron en la sienes y, con ellas, el pánico. ¿Qué se suponía que había escuchado? ¿Qué había visto?

"Regresa, no quiero perderte".

El primer suicidio.

"Te amo. Debí decírtelo, perdón".

Ahn Ra.

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