22 | Melocotones
Pasé el resto del día en la casa, amparado en la buena fe de aquella mujer que parecía saber tanto y a vez tan poco y que se hizo la tonta cuando los vecinos llamaron a su puerta, al anochecer, y le informaron de que el lago se había cobrado un nuevo suicidio: mi suicidio.
—Debería empezar a moverme. —Me asomé por la ventana del patio. El corrillo de chismosos que comentaban mi triste tragedia por fin se empezaba a dispersar—. Está oscureciendo. Tengo que aprovechar que la zona se está despejando. No quiero darle problemas.
—Sin embargo, el problema se creó hace ya mucho tiempo. —Ella, con toda la tranquilidad del mundo, dispuso un par de platos en la mesa—. Tu estás aquí para resolverlo y yo no sería quien soy si no te ayudara y entendiera mi papel en el asunto.
Observé la plaza. Ya solo quedaban el dueño de los carros de leña, revisando que las lonas estuvieran puestas, y la madre de Kim Seok Jin, que le contaba por sexta vez al policía local cómo me había visto tirarme por el balcón, algo que, al parecer, había hecho en medio de una crisis de desesperación.
—Estaba sufriendo mucho —finalizó—. Ayer mismo estuvo en mi casa hablando con mi hijo de Ahn Ra. —Señaló la libreta del oficial—. Por favor, no olvide apuntar que creemos que lo hizo porque ya había recibido el llamado del muerto antes, días atrás, en el bosque.
Fruncí el ceño. Qué astuta. Hilaba todos los cabos sueltos a conciencia. Pero me lo iba a cobrar. Ya lo creo que lo iba a hacer.
—¿Te importaría ser tan amable de acompañarme a cenar? —El ofrecimiento de la vidente me hizo apartar la atención de la ventana—. He hecho un caldo de pollo que te sentará bien.
—No, muchas gracias —rechacé—. No creo que pueda comer nada. Tengo el cuerpo fatal.
No era mentira. Los efectos de la mescalina habían dado paso a una extraña sensación de resaca y despersonalización que me producía náuseas y la zambullida en las aguas heladas me había dejado el frío metido en los huesos. Además, tenía la mente puesta en esos aldeanos del infierno y en los malditos melocotones. No podía, ni quería, esperar más para terminar con todo.
—Insisto en que lo pruebes ante de irte. —La señora señaló la olla que acababa de retirar de fuego—. Un buen caldo de pollo es la mejor forma de recuperar la energía porque alivia el malestar.
Parpadeé. Aquella era la misma excusa que Jimin había usado para invitarme a comer. Había dicho algo en torno a que su madre acostumbraba a decir que los caldos eran la mejor forma de reponer fuerzas.
—Así que es esta mujer —asocié, sin darme cuenta de que lo hacía en voz alta—. Ella es tu madre. —Sacudí la cabeza—. Desde luego, hay que ver de lo que se entera uno.
La vidente se apoyó en la madera para a continuación doblar las rodillas, anquilosadas por el paso de los años, y tomar asiento.
—Jimin es mi hijo, sí. —Sus palabras me llegaron en un susurro—. No le di a luz pero llevo tanto tiempo junto a él que no puedo evitar sentirlo como tal —explicó—. Cuando era joven solía llamarle hermano mayor pero no tardó en convertirse en mi amigo y, con el paso de los años, en mi hijo, aunque últimamente me doy cuenta de que más bien parezco su abuela. —Volvió a ofrecerme asiento—. Llámalo el deseo de una madre vieja pero me gustaría sentarme a cenar con mi yerno. No habrá oportunidad después.
Por supuesto, ante semejante argumento, me senté sin rechistar y, aunque apenas sorbí más que un par de cucharadas, permití que mi cabeza se dejara llevar un rato por una amena conversación en la que no se mencionó nada sobre maldiciones ni muertos.
Me preguntó por mis aficiones, por los intereses que me habían movido hasta ese momento y por mis conceptos y valores generales y yo le pregunté sobre su vida en Igsaui Hosu y sobre esa curiosa evolución de su vínculo con Jimin con quien, según me contó, había aprendido a nadar, a cocinar e incluso a capturar ranas.
Ranas. ¿En serio? Aquello me hizo reír. Era fácil imaginarle en el agua corriendo, salpicando y tropezándose detrás de un anfibio que saltaba sin parar en compañía de una niña armada con un cubo de plástico con agujeros. Le pegaba totalmente.
—Creo que ya tengo una nueva meta en la vida —comenté, entre risas—. Cuando me opere voy a aprender a cazar ranas.
—Esa es una excelente idea. —Me devolvió una amplia sonrisa—. Rétenla en tu mente. No la pierdas nunca, Yoon Gi.
Abandoné el pueblo minutos después. Para entonces la oscuridad era profunda y el teléfono que me había llevado marcaba medianoche. Llegué a la senda, me detuve y llamé de nuevo a Nam Joon, tal y como habíamos acordado.
—Ya lo tengo —me dijo, en cuanto descolgó—. No ha sido dificil. La notaría estatal guarda copias de todas las subastas de la zona —continuó, a toda velocidad—. Según los documentos oficiales, el hotel fue enviado a concurso por Kim Ip Seo y adquirido a cambio de una ridícula cantidad de dinero por un tal Kim Na Woo que así dicho no te sonará de nada pero que resulta que era nada más y nada menos que el único primo del fallecido Kim Jun Ho y este Jun Ho...
—Era el prometido de Ahn Ra —me adelanté.
—¡Yoon Gi, colega! ¡Te beso el cerebro! —corroboró, exaltado—. ¡Eres brillante, muy brillante! ¡Qué genial tu forma de atar las cosas! ¡Estoy impresionado!
—Ya... Bueno...
En realidad no había sido cosa mía. Jimin lo había descubierto. Yo solo me había dejado guiar por su alusión a los melocotones y había aprovechado que Nam estaba en Seúl para que me ayudara a confirmarlo.
—¡Pero lo eres! —siguió, con ese timbre emocionado—. ¡Lo eres!
—Sí, sí.
—Anda, no seas modesto.
—Nam, déjalo, ¿quieres?
—Reconoce tu mérito —insistió—. Tienes una cabecita lista.
Uf. Ya estábamos con eso otra vez. En todas las investigaciones siempre había un momento que me tenía que salir con lo de cabecita. No fallaba.
—Okey, soy un crack —refunfuñé—. ¿Ya estás contento?
—¡Mucho! —Rompió a reír a carcajada limpia. Era estupendo escucharle así. Desde lo de Ninah su carácter se había apagado—. ¡Es la primera vez que lo admites!
—Pues grábatelo en el archivo de "sucesos que nunca volverán a ocurrir" y ahora resetea y dime que has hablado con el comisario Yoo y que ha accedido a venir.
—Estoy con él —asintió—. Está protestando.
Lo suponía. El señor Yoo le ponía peros a todo y gruñía como un oso enrabietado cada vez que le llamábamos para comentarle nuestros descubrimientos pero al final, de un modo u otro, terminaba colaborando. Era un viejo amigo del padre de Nam; le tratábamos desde que habíamos abierto el gabinete.
El sonido de bocinas, al otro lado de la línea, me obligó a apartarme el teléfono de la oreja. Detecté burbujas y movimiento dentro del lago. Mierda; los muertos. Ahora no. Imprimí ritmo a la marcha como pude pues una fuerte ventisca había comenzado a azotar el lugar y no me permitía casi avanzar.
—Yoon Gi, mocoso presuntuoso, más te vale que no me hayas hecho sacar el culo de la cama por nada. —La voz tosca del comisario me saludó, molesta—. Tengo casi sesenta años y una artrosis demencial. Lo último que quiero es haber movilizado a mis hombres por una simple teoría sin pruebas fehacientes.
—¿Ya viene para acá, señor comisario? —Ignoré su reclamo—. Eso es estupendo. Le veo en un rato.
Colgué. Un repentino trueno aterrorizó el bosque, seguido por varios relámpagos que atravesaron un firmamento encapotado que hasta entonces la oscuridad no me había permitido detectar. Joder; ¿una tormenta? Apreté más el paso. El aire me abofeteó. La balsa de agua se bamboleó con violencia y las hojas dispersas por el suelo bailaron a mi alrededor.
"¿Vas a romper el vínculo?"
El siseo me estremeció pero me negué a mirar. Tampoco me detuve. No tenía tiempo. Nam y el comisario no tardarían en llegar.
"¿Lo harás?" volví a escuchar. "¿Lo romperás?"
Sí, maldita sea. Lo haría. Debía seguir viviendo y aprender a estar bien. Quería que Jimin estuviera orgulloso de mí y también salvar al pueblo de su desgracia. Una desgracia que sus propios habitantes habían creado a base secretos, leyendas y muertes. Ese era mi rumbo.
Corrí hasta el hotel, con la vista fija en la masa de ladrillo oscuro que conformaba la techumbre, pero, en vez de dirigirme a la puerta principal, me metí por la arboleda colindante. Busqué la parte de atrás. Llegué a una pequeña explanada. Allí estaba el famoso melocotonero.
Crecía pegado a la pared como si las raíces estuvieran incrustadas en la misma piedra, solo y aislado del resto de la vegetación. No era grande aunque sus ramas, colmadas de frutos, se extendían a lo ancho y ocultaban gran parte del ladrillo. Una sucesión de relámpagos iluminaron el lugar. Las gotas de lluvia, gruesas y heladas, cayeron en tropel y me empaparon en cuestión de segundos.
Vale, ya estaba allí. ¿Qué se suponía que debía encontrar? Y, ¿dónde? ¿En el mismo árbol? Revisé el tronco de arriba a abajo. La corteza se sentía delgada, retorcida y rugosa bajo la piel pero no había nada reseñable. Analicé las ramas, bajo el sonido atronador de la tormenta y sus implacables lágrimas. Varios melocotones cayeron al suelo. Registré entre las hojas y también la tierra que lo rodeaba. Tiré otros tantos. Genial; a este paso iba a dejar el árbol sin frutas. Impeccioné la pared. Todo parecía en orden así que decidí separarme para observarlo de lejos, en busca de perspectiva. Al hacerlo, pisé un melocotón y le di una puntapié a otro. El alimento rodó como una pelota de billar y se estrelló contra los ladrillos bajos, que sonaron como si estuvieran sueltos.
Me arrodillé en el lugar. Efectivamente, no tenían cemento ni argamasa alguna de sujeción. Solo estaban ahí para cubrir un hueco del tamaño de un brazo grande. Los quité. Metí la mano. Acaricié musgo y la piedra mojada. Algo metálico se me escurrió entre los dedos y tintineó. Lo saqué.
Era una cadena de oro con un camafeo en forma de media luna y unas iniciales grabadas en su interior. Volví a meter la mano. Esta vez obtuve una pulsera plateada y un broche de cabello de piedras brillantes. Repetí la operación y me encontré con un reloj suizo de corte deportivo que se notaba debía costar una auténtica fortuna.
"De H. R" leí, bajo la luz eléctrica del relámpagos. "Para J. K".
Joder. ¡El reloj de Jung Kook!
Me abalancé sobre el agujero. Extraje un montón de relojes más y varias piezas de joyería, entre ellas tres pulseras y el inconfundible anillo de compromiso de Ninah.
Señor Kim, malnacido. Allí, bajo las ramas que habían atestiguado el suicidio de su antepasado, era donde había decidido esconder el abalorio personal de cada una de sus víctimas, seguramente con la intención de fabricarse una colección similar a la de los zapatos infantiles. Los asesinos seriales solían tener ese tipo de manías.
Saqué todas las fotos que pude de hueco, del melocotonero y de los objetos y me guardé el anillo de Ninah y el reloj de Jung Kook en el bolsillo. No necesitaba más para que el comisario Yoo pudiera...
El inesperado chasquido interrumpió mis pensamientos.
—Vaya. —Un par de mocasines negros aparecieron frente a mí—. Es realmente difícil matarte.
El señor Kim, con su habitual ropa de mayordomo empapada por la tormenta, que arreciaba con cada vez más fuerza, me apuntó con un revólver directamente a la cabeza.
—Es una verdadera lástima. —Los ojos se le oscurecieron—. Si te hubieras ahogado, habrías dejado de sufrir por tu penosa vida y por tu aún más penoso desamor sin demasiado dolor. Un disparo, en cambio, es bastante más desagradable.
—Esto tiene que acabar. —Traté de no parecer alterado, a pesar de que el corazón se me había puesto en la garganta—. Lo que hace es una atrocidad.
—Puede que te lo parezca pero en verdad es en aras de un bien mayor, jovencito —contestó—. Yo hago que la singular belleza de este lugar tenga la popularidad que nunca debió perder, que el pueblo prospere y que su gente sea dichosa.
—¿A costa de asesinar? —Un poderoso trueno se descargó sobre nuestras cabezas—. ¡Está matando personas!
—Dejar que mis huéspedes vivan en desgracia es un acto mucho más cruel que aportarles el final épico que merecen y, por supuesto, muchacho, tu no vas a venir ahora a estropearlo.
Quitó el seguro. El sonido del disparo acompañó al estruendo de tormenta.
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