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2 | Encuéntrale

Lo peor de acordar viajar a una hora tan temprana fue no pensar en lo mal que me levantaría. En cuanto puse los pies en el suelo una orquesta de timbales me estalló en la cabeza con lo que no pude desayunar ni, por supuesto, dar dos pasos seguidos sin que me entraran arcadas.

Joder; ¿pero por qué demonios había aceptado yo ir a ese pueblo? No estaba para nada y la idea de verme deambulando por la montaña se me empezaba a antojar un disparate. Sin embargo, no podía obviar el maletín atestado de billetes que seguía en mi sofá. Era mi oportunidad, ¿verdad? Mi esperanza.

—¡Vamos!

Nam que, como no podía ser de otra manera, había decidido pasar la noche en mi casa para terminar de limpiar, irrumpió en mi habitación cuando estaba a punto de tumbarme y me levantó a trompicones para a continuación empujarme por el corredor, primero hasta el portal y después hasta el coche.

—¡Vamos, vamos! ¡Que llegamos tarde! —Me abrió la puerta del copiloto—. ¡No podemos llegar tarde!

—¿A qué viene esta presión? —refunfuñé—. Si hemos quedado en el hotel del pueblo a las doce, ¿por qué no puedo acostarme un rato más? ¿Por qué tengo que estar ahí antes, eh?

—Anda, siéntáte y no te enfades, que te vas a poner malo.

—Ya estoy malo —puntualicé.

—Pero no quiero que te pongas peor.

¡Bah! Me dejé caer sobre la vieja tapicería. Mi amigo se apresuró a hacer lo mismo. El motor de aquella tartana roja a la que llamaba coche escupió el sonido propio de una lata escacharrada.

—Yoon Gi, sé que te encuentras mal pero no olvides por qué estamos haciendo esto —me aleccionó—. Es importante que salgamos ya porque si nos perdemos haríamos esperar a tu salvadora y sería catastrófico. —Levantó el índice, como sentando cátedra—. Nos vería como unos impresentables, no nos contrataría y entonces no podrías operarte y a mí me tocaría endeudarme para comprarte la cerámica mortuoria y alquilar la vitrina del cementerio.

Fruncí el ceño. Qué comentario tan gracioso.

—Coleguita, es más probable que tu todoterreno nos deje en la estacada a que nos perdamos. —Ni me lo pensé al replicar—. Por cierto, ya me compré la cerámica y no estoy interesado en tener nicho porque resulta que odio las cabinas de cristal.

—Solo bromeaba.

—Enhorabuena por tu ingenio.

—Lo siento —se arrepintió—. Estoy un poco nervioso. No sé lo que digo.

—Okey, sí.

—Lo lamento.

—Olvídalo.

—Perdón.

Y dale.

—No pasa nada —insistí.

—No, sí pasa, de verdad lo sien...

Encendí la radio. Los acordes de la canción de moda le dejaron con la palabra en la boca. Fin de la conversación. Nam era un tipo genial pero también un alarmista de aquí te espero. Si no le frenaba, estaría todo el camino pidiéndome disculpas.

—Yoon Gi.

Distinguí a la autoscopia de las narices a través del espejo interior. Su imagen me puso la piel de gallina. Lo que faltaba. ¿Pero cómo podía estar ese flan en el espejo?

—Yoon Gi —repitió—. A mí no me gusta este coche y el pueblo al que vamos tampoco. Hagseub-Jeongsin respira cadáveres.

—Calla —mascullé, con el pulso en la garganta.

—Sí, vale, me callo. —Nam Joon se detuvo frente ante el semáforo de la esquina y me dirigió una mirada cargada de aprehensión—. Soy un bocazas sin tacto de ningún tipo.

Uf; maldición.

—No te lo decía a ti.

—¿Eh?

—Nada.

Entre alucinaciones y disculpas absurdas, llegamos al desvío del parque natural pero, como si el karma hubiera decidido darme una lección por andar de presuntuoso, nos perdimos. El camino, lejos de ser fácil, resultó estar lleno de bifurcaciones sin señalizar. Dimos varios varios zig zag, tres giros y al final acabamos en unos apartamentos turísticos, mirando con cara de tontos cómo un grupo enorme de personas de la tercera edad montaban una barbacoa en medio del campo.

—Aquí no es. —El cabello claro de Nam se sacudió el aire—. No, no es.

Pusimos el navegador. El asistente se lo estuvo pensando un buen rato y nos guió, de nuevo en círculos, por los diferentes accesos de la reserva hasta que, tras cerca de media hora completamente desorientados, localizamos el discreto camino de tierra que salía de uno de ellos. Lo tomamos. Atravesamos un bosquejo, con el paisaje típico de monte y árboles por todas partes, recorrimos quince kilómetros y, cuando la senda hizo imposible la circulación, nos detuvimos.

—Esto parece una selva. —Me bajé del coche para dejarme caer en la primera piedra grande que encontré, mareado—. ¿Por qué esa mujer no concertó la reunión en la ciudad? Podríamos habernos visto en una cafetería.

—Dijo que no podía dejar el hotel.

—¿Por qué?

—Supongo que, como es una persona adinerada, ama lo diferente. —Mi amigo señaló el solitario edificio del fondo que sobresalía entre la arboleda—. El hotel estaba a las afueras del pueblo así que debe de ser ese. —Buscó confirmarlo con el móvil—. A ver, según el navegador... —Los ojos se le abrieron de par en par—. Espera, ¿no hay cobertura? —Agitó el aparato—. ¡No hay cobertura! —Lo elevó sobre la cabeza—. ¡Pero cómo es posible que no haya cobertura!

Pues a mí no me extrañaba. Saltaba a la vista que aquel lugar estaba muerto aunque, la verdad, tampoco me importaba. Total, con línea o sin ella, nadie me llamaba. Jodido él si a su novia le daba por buscarle y le saltaba el buzón de voz.

—¿Le has dicho a Ninah dónde estás? —me interesé.

—¿Para qué? —Nam bajó el brazo—. No es necesario.

Ya, claro. Seguía evitando las cosas. Los numeritos que le montaba cada vez que se enteraba de que había estado conmigo no eran para menos.

—No sé por qué sales con una persona con la que no puedes hablar.

—Porque está llena de valiosas cualidades —argumentó—. Solo necesita tiempo para entender nuestro trabajo y para aceptarte mejor.

¿Aceptarme mejor? Desde los diez años no había dejado de escuchar frases parecidas. En el colegio, en los locales de videojuegos, en el parque y hasta en la universidad se habían cansado de repetirme que el rechazo social desaparecería cuando me conocieran mejor pero la realidad era que nunca había llegado a pasar. Mi estigma familiar era más grande que la montaña en la que nos encontrábamos. Se tornaba difícil fingir no verlo.

—Por mí no te preocupes. —Me obligué a sonreír—. Aunque no me tolere está bien.

—Yoon Gi. —La imagen gelatinosa de Yoongito volvió a hacer acto de presencia, esta vez junto a mi oído—. Yoon Gi, vámonos.

Di un bote. ¡Ay, Dios! Jamás podría acostumbrarme a estas repentinas visitas.

—Cadáveres, Yoon Gi, cadáveres.

Me levanté y me metí sin pensar en el camino de tierra, a buen paso y procurando no volverme. Maldita alucinación.

—¡Eh, colega! —Los pasos de Nam se apresuraron a seguirme—. ¡Oye, espera! ¡Espérame!

Avanzamos por la senda, plagada de hojarasca y ramas, hasta la inmensa edificación rectangular de estilo europeo y ventanales enormes en donde se podía leer el antiguo rótulo que nos anunciaba que, efectivamente, nos encontrábamos en el hotel.

Entramos. El interior era diáfano, espacioso como los salones de baile que salían en algunas películas, con un techo altísimo enmarcado por los bordes con escayola decorativa y una lámpara digna de un museo de antigüedades.

—Joder. —Un escalofrío me recorrió de arriba a abajo. Para tratarse de un hospedaje, se sentía muy poco acogedor—. Aquí dentro hace frío.

—Se debe a que la edificación es de piedra con lo que el interior queda aislado por completo del sol.

Un hombre bajito y entrado en años, de cabello canoso y arrugas pronunciadas en los hoyuelos, se nos acercó, con un traje oscuro y las manos a la espalda.

—Bienvenidos a Hagseub-Jeongsin. —Se inclinó—. Por favor, póngase cómodos. Disfruten de su estancia.

—Es usted muy amable pero no hemos venido a alojarnos. —Nam Joon se apresuró a sacar de la mochila nuestros carnets de identificación laboral—. Somos de Investigaciones M&K. Estamos aquí porque tenemos una reunión con la señorita Choi Hye Ri.

—¡Ah, ya veo! —El hombre pegó la cara a las identificaciones—. Más investigadores.

—¿Más?

—Por aquí vienen muchos investigadores —aclaró, sin apartar los ojos de nuestras fotos—. Casi todos los meses se acerca alguno.

—Ya, bueno. —Mi compañero retiró las tarjetas—. Nosotros no estamos aquí por iniciativa propia sino porque nos han llamado.

—¿Y están seguros de que no desean quedarse? —El recepcionista, o lo que fuera, nos dedicó una cuidada pose de vendedor—. Tenemos un descuento especial para investigadores. Cada dos noches de pensión completa, la tercera es gratis.

Poco me faltó para que se me escapara la carcajada. Ya lo entendía. Quería captar nuestro interés de cualquier forma porque no le debían salir las cuentas del mes. El hall lucía desierto y no se escuchaba ni una mosca. Seguro que no tenía clientes.

—No, gracias —rechacé.

—Pero habéis venido por el lago, jovencitos, de modo que necesitareis mucho tiempo. —Las pupilas del anciano se clavaron en las mías—. Todos necesitan mucho tiempo.

—¿A qué se refiere?

No contestó. Simplemente emitió una risilla molesta, se refugió tras el mueble recibidor, al fondo, y se concentró en el puñado de piezas de relojería antigua que descansaban, desordenadas, junto al libro de habitaciones.

—Oiga. —Nam le siguió—. Señor, ¿sería tan amable de decirnos dónde...?

—La señorita les está esperando en el hall de la cuarta planta, escalera derecha —se adelantó—. Le diré a mi hijo que prepare sábanas y toallas y que les limpie la habitación para cuando cambien de opinión.

Vaya con el hombre.

—No se moleste. —Mi amigo agitó ambas manos, en negativa—. Ya le hemos dicho que...

—De acuerdo, nosotros le avisamos —intervine y, antes de que a Nam le diera tiempo a objetar más, me volví hacia él—: Vamos a lo que vamos. Me duele la cabeza. Necesito irme a casa.

Accedió, claro. Hubiera preferido aclararle a aquel señor tan peculiar el tema de la habitación las veces que hubieran hecho falta, con comas, puntos y todos los datos del mundo, pero acababan de dar las doce y, ahora sí, llegábamos tarde.

Volamos por la escalera. Mejor dicho, Nam voló y yo me arrastré agarrado a la barandilla como pude, maldiciendo mentalmente que no hubiera ascensor, mientras observaba las paredes atestadas de reproducciones de obras de arte y de relojes de diferentes formas y tamaños, algunos en funcionamiento y otro detenidos en alguna hora perdida. Todo era extraño. Oscuro. Lúgubre.

—Este hotel da mala vibración —murmuré al llegar, por fin, al número cuatro metálico que anunciaba nuestro destino—. No entiendo como aún no ha quebrado. Si yo tuviera vacaciones nunca elegiría un lugar como es...

No alcancé a terminar la frase porque el escenario que encontré me sorprendió tanto que me quedé sin respiración.

Ante mí se abrían unos imponentes ventanales que daban a una no menos imponente extensión de agua que parecía bailar junto al edificio, sin límites definidos a parte de los árboles de la derecha y de un cielo despejado que mostraba el sol en todo su apogeo. Me aproximé al cristal, junto a Nam, que contemplaba el paisaje tan alucinado como yo. La masa verdosa y brillante se mecía al compás del viento y la sensación hipnótica que desprendía ponía la piel de gallina.

¿Qué era? ¿Un lago? ¿Se trataba del que había mencionado el señor de abajo? Madre mía; lucía precioso. Precioso y atrayente.

—Quería demostrarle a Hobi que se equivocaba en sus teorías sobrenaturales. —Una voz femenina, melancólica y ausente, se me coló en el oído—. Por eso le propuso venir aquí. Pretendía echarse una risas a su costa y que se diera cuenta de que era un lago normal, como otro cualquiera.

Me giré. Justo a mi lado, una chica de cabello a media melena en tono rubio, tez delicada como la porcelana y ojos enrojecidos por las lágrimas observaba el horizonte.

—Descubrió algo —continuó—. El día que desapareció vino a verme y me dijo que había averiguado lo que se escondía en este lugar. —Un hilo acuoso se le deslizó por la mejilla—. Me pidió que le dejara entrar pero no quise. Desde entonces nadie sabe nada de él.

—¿Eres Choi Hye Ri? —asocié.

Vaya. Me había esperado a una típica niña rica estirada y de elegante apariencia pero lo que veía era una joven de aspecto demasiado sencillo que no debía de tener más de veintidós años.

—Por favor, encuéntrale. —Sus pupilas amarronadas me buscaron con desesperación—. Te lo suplico. Encuentra a Jung Kook.

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