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1 | Encargo

Apreté los ojos varias veces, antes de revolverme en el suelo del pequeño salón de mi apartamento y darle un gran trago a la séptima cerveza de la tarde.

Ahí seguía. Llevaba horas viendo cómo esa especie de sustancia gelatinosa que imitaba mi aspecto y mi cara me observaba desde el sofá, vestido como yo y con el mismo cabello castaño sobre la frente. ¿Qué hacía? ¿Le arrojaba una lata? ¿Me comportaba como si no estuviera? ¿Me burlaba de la situación?

—Estás bebiendo mucho.

Lo que faltaba. Si hablaba y todo.

—Recuerda que tomas medicamentos.

Ni que eso fuera un inconveniente. Lo bueno de estar muriéndose era que uno podía tomarse la licencia de hacer cosas peligrosas sin miedo a las consecuencias.

—Tu no puedes opinar. —Me terminé la bebida de una, sin respirar—. Ni siquiera eres real.

—Sí lo soy —me contradijo—. Yoon Gi, debes cuidarte.

¿Cuidarme? Gateé en busca de la bolsa de cervezas, que se había deslizado de forma incomprensible bajo la mesa. Abrí la octava. Menuda tontería. ¿Para qué iba yo a cuidarme?

A mis veintiocho años, me había esforzado lo indecible por tener una vida ejemplar. Había llevado una alimentación sana, dormido mis horas y realizado deporte con regularidad pero de nada me había servido. Los mareos habían sido los primeros en aparecer, días después se habían unido los vómitos y más tarde las bolitas luminosas que detectaba a mi alrededor flotando en el aire. Fue entonces cuando me hicieron la resonancia magnética. En esa prueba descubrieron que tenía un tumor cerebral del tamaño de una canica. Y ese bulto, que en las imágenes lucía como un guisante mal pegado en el córtex, también era el responsable de que ahora estuviera viendo a ese yo de consistencia blanda y viscosa en mi sofá.

—Se le conoce como autoscopia —me había explicado el neurocirujano Min Yuh aquella misma mañana cuando, sumido en pánico tras habérmelo encontrado tras la puerta del baño, había volado al hospital—. Es una alucinación visual que se produce cuando se oprime la zona temporo- parietal de la corteza cerebral. —Señaló en el dibujo la intersección entre las áreas, un poco por encima de la oreja izquierda—. Justo aquí. —La rodeó—. El resultado es verse a uno mismo en el espejo pero con una apariencia parecida a un flan.

—Entiendo. —No hacía falta ser muy listo para comprender que un síntoma así solo podía significar empeoramiento—. ¿Y qué tratamiento debo seguir para que se vaya?

—No hay tratamiento. Cuando tu mente está ocupada desaparecerá y volverá cuando no lo esté.

Vaya; entonces, ¿iba a tener que convivir con ello? Repasé, sin mirarlos realmente, los colores de la lámina. Sabía que no cumpliría los veintinueve y el miedo a la muerte me cerraba el estómago y me impedía dormir pero, ya puestos a aceptar que todo se iba a acabar, al menos quería que mis últimos días fueran normales. No iba a ser así, claro.

—¿Qué más síntomas me esperan? —pregunté a continuación—. Sé que acordamos que me explicaría las cosas sobre la marcha pero me gustaría que me diera un adelanto. Lo necesito para prepararme.

—Desde mi punto de vista lo único que necesitas es operarte —repitió la indicación de siempre—.  Si sale bien, los síntomas desaparecerán, al menos por un tiempo, y tu vida se alargará unos años más.

Desvié la vista a la pared, luchando por no llorar.

—Opérate, Yoon Gi —insistió—. Haré todo lo posible para que el resultado sea el mejor.

No lo dudaba. Era un médico excelente y los riesgos de la intervención me parecían asumibles si los comparaba con las consecuencias de la enfermedad pero la operación costaba cerca de un billón de wones. Eso estaba, con mucho, fuera de mi posibilidades.

Mi cuenta bancaria era una lamentable colección de números rojos, mis ahorros se encontraban  bajo mínimos y no tenía familia a la que pedir ayuda. Tampoco amigos, salvo Nam Joon, aunque él no contaba porque era otro muerto de hambre y estaba endeudado hasta las cejas. En resumidas cuentas, que me tocaba morir y punto.

Me bebí la octava y la novena cerveza. A la décima la televisión empezó a moverse hacia los lados. O puede que fuera yo. A saber.

—¡Yoongito! —De repente, me entró la risa; el nombre con el que acababa de bautizar a la alucinación era tan genial... —¡Yoongito, únete a la diversión y brinda conmigo! ¡No seas soso! ¡Bebe! ¡Tenemos que festejar que vas a ser mi inseparable hasta que me vaya al infierno, donde Kim me debe de estar esperando!

Me volví a marear. Terminé con la cabeza sobre la mesa.

—¡Kim, pedazo de cabrón, hijo de puta! —Cambié de tema, sin venir a cuento—. ¡En el infierno nos vamos a ver las caras tu y yo!

—Recordar sucesos pasados no te hace ningún bien.

Vi por el rabillo del ojo cómo la gelatina, que se había posicionado junto a mí, trataba de ponerme la mano en el hombro. Me aparté, perdí el equilibrio y me estrellé contra el suelo.

—¿Te has hecho daño? —Mi doble se arrodilló—. ¿Estás bien?

—Qué aburrido eres, pastelito. —Por supuesto, me dolía todo pero, como tenía la risa floja, en lugar de quejarme me carcajeé a mandíbula batiente—. Yo soy la alegría de la fiesta... Y tu... Tu estás hecho de helado. —Le puse el dedo en la pierna pero la sensación fue como tocar el aire—. ¡Eres un puré intocable!

En ese momento llamaron a la puerta. No me moví.

—Es de buena educación responder cuando llaman.

Me estiré en cruz sobre las baldosas, sin parar de reír. Hasta me recordaba las normas de cortesía y todo. Este tipo era un crack. Volvieron a llamar.

—¡Yoon Gi! ¡Eh, Yoon Gi! —La insistencia de Nam Joon, que dejó el dedo pegado al botón, me cortó la diversión—. ¡Ábreme! ¡No te vas a creer lo que ha pasado! ¡Vas a alucinar!

Y yo que pensaba que mi cupo de alucinaciones estaba completo...

—¡En serio, Yoon Gi, en serio! —Los timbrazos dieron paso a una insoportable canción zumbeante—. ¡De verdad es increíble! —Me levanté, como pude, y me tambaleé hasta la entrada, apoyándome en la pared—. ¡Has tenido tanta suerte que tiene que ser cosa de Dios! ¡De Dios! ¡Seguro!

Descorrí el pestillo. Tres chicos de cabello castaño claro, mirada felina escondida tras gafas de pasta oscura y jersey blanco se movieron en eses por el rellano.

—Nam, coleguita. —Le mostré una radiante sonrisa alcoholizada—. Ahora no puedo atenderte. Estoy en pleno ahogamiento personal.

—Por favor, deja de amargarte y atiende a lo que tengo que contarte.

Mi amigo me obvió por completo y se coló por el pequeño espacio entre mi cuerpo y la cerradura, con uno o... No, eran dos maletines negros. O más bien uno que parecían dos.

—Te traigo un súper notición que solucionará todos tus proble... —Se interrumpió al pisar una de las latas. Su mirada, espantada, recorrió el suelo—. ¡Oh, cielos!

La impresión ante el caos del salón, plagado de bebidas vacías, recortes de periódicos sobre delitos violentos desperdigados por mesas y sillas, envases de comida en la estantería y ropa apilada por los rincones, le descolgó la mandíbula.

—¡Pero cómo puedes tener esto así! —Se escandalizó—. ¡Qué basurero!

—Perdona por no dedicar los últimos días de mi vida a limpiar con devoción un apartamento que ni siquiera es mío.

—Precisamente. —Ni corto ni perezoso, soltó el maletín y se metió en la cocina—. Cuando uno está enfermo necesita rodearse de un ambiente agradable. —Le escuché trastear por los cajones—. Para recuperarse hay que estar relajado y limpio, no borracho y hecho un desastre humano.

—Pero yo no voy a recuperarme. —Me senté en el suelo; ahora sí que podía dar por finalizada la diversión.

—Me encanta tu positividad.

—Yo lo llamo realismo.

Reapareció con un delantal de ositos colgando del cuello, un par de guantes rosa chillón y una bolsa enorme de basura y, derrochando aspavientos de asco por los cuatro costados, dio cuenta de la porquería que le salía al paso, a tal velocidad que se me hizo imposible seguirle con la vista. Sabía que el desorden le superaba. Siempre había sido un maniático de la pulcritud y de los suelos relucientes así que la desorganización le ponía nervioso. Decía que le impedía concentrarse.

—¡Óyeme, Nam, oye esto muy bien! —El alcohol volvió a hablar por mí—. ¡Estaba en una fiesta en honor a Yoongito así que si quieres estar aquí tienes que beber! —No me hizo caso, claro—. ¡Nam, maleducado! ¡Nam!

Le observé meter mi ropa sucia en un cesto, desaparecer camino del cuarto de la lavadora y regresar con el cubo de fregar hasta los topes y un bote de desinfectante que regó a chorros directamente por el piso. Joder; si se iba a poner así, prefería que se largara a importunar al loco de su vecino, ese tipo con vocación de caza fantasmas y ropa estrafalaria que me caía tan mal.

—¡Nam, compañero, deja de limpiar! —protesté— ¡Nam, amigo! ¡Nam, el que nunca me abandona! ¡Nam! ¡Nam, te quiero!

—Sí, sí, y yo a ti. —Ni con todo mi repertorio de afectividad dejó de dar bandazos frenéticos con la fregona—. Mejor dejamos la conversación para mañana. No creo que ahora te vayas a enterar de nada.

—No, no —negué—. Cuenta, que te escucho.

Me echó una ojeada dubitativa y al mismo tiempo ansiosa. Se moría por hacerlo.

—No estoy tal mal como para no enterarme de una conversación. —Me puse recto y adopté la mayor de las seriedades—. ¿Ves? —Me señalé—. Ya estoy listo.

—Bueno, a ver... —Por fin, soltó la dichosa fregona y se quitó los guantes—. Has oído hablar de los Choi, ¿verdad? Los de C&W.

—Ajá.

Todo el mundo en Corea conocía a los Choi. El matrimonio tenían en su haber una gran cantidad de empresas, entre ellas una destacada compañía de entretenimiento, la escuela de artes escénicas más prestigiosa del país y una firma de moda de creciente popularidad, aparte de que sus dos hijos eran personalidades de gran influencia en redes sociales. Casi se podían considerar los modelos a seguir de media población.

—Pues resulta que la hija menor de la familia, Choi Hye Ri, se ha puesto contacto con nuestro gabinete. —Un repentino entusiasmo impregnó sus ojos—. Está buscando un detective, alguien le contó lo de la niña secuestrada que todo el mundo daba por muerta y que nosotros encontramos el año pasado y, ¡bam! —Chasqueó los dedos—. Quiere contratarnos.

Arqué las cejas, repentinamente espabilado. ¿Y a eso le llamaba él buenas noticias? Yo ya no podía trabajar. Me sentía saturado incluso cuando buscaba mascotas perdidas.

—Paso. —Ni me lo pensé—. Dile que no.

—Eso hice pero se puso a llorar —continuó el relato—. Me dijo que estaba desesperada, que nos necesitaba porque éramos su última esperanza. Me hizo sentirme tan mal que terminé hablándole de tu enfermedad.

Si no hubiera estado medio borracho, le hubiera dado un golpe en la cabezota. Entendía la parte de "la chica me dio pena" pero odiaba la soltura con la que se permitía hablar de mí sin permiso.

—Y, aquí viene lo bueno, cuando pensaba que habíamos zanjado el asunto y que buscaría por otra parte, va y me manda esto. —Abrió el maletín y lo colocó en el sofá—. Es increíble. O sea, increíble.

Estiré el cuello para mirar el interior y ...

¡Joder!

Si me quedaba algún signo de embriaguez se disipó por completo. ¿Eso era real? Me levanté sobre las rodillas y gateé hasta la enorme cantidad de dinero que tenía ante los ojos, sin dar crédito.

—¿Qué... ? —me trabé—. ¿Cuánto... ? ¿Para qué?

—Un millón ahora mismo y el compromiso de pagarte el tratamiento médico completo si cumplimos el encargo.

Me froté los ojos tres veces, puede que más. Realmente era de locos. ¿Una cuchara de oro que no conocía de nada estaba dispuesta a correr con mis gastos médicos? Muy desesperada tenía que estar. O muy difícil tenía que ser el trabajo. Una de dos.

—Esto es raro. —Repasé una y otra vez los bordes de los billetes—. ¿En qué consiste el encargo?

—Quiere que encontremos a alguien que desapareció el mes pasado.

—¿Quién?

—No tengo ni idea. —Se encogió de hombros—. Me ha pedido que mañana vayamos a Hagseub-Jeongsin. Dice que ahí nos lo explicará todo con detalle.

Hagseub-Jeongsin. Ese pueblo me sonaba. No había ido nunca pero creía haber visto indicaciones camino al parque natural del monte Gyeronsang, a unas dos horas de Seúl.

—¿Entonces qué hacemos? —Mi amigo contuvo el aliento—. ¿Nos reunimos con ella?

Eso ni se preguntaba. Sonaba extraño pero, dada mi situación, eso era lo de menos. Quería vivir. Lo quería con todas mis fuerzas y se me acababa de presentar la oportunidad de hacerlo.

—Prepara las cosas —me escuché—. Salimos a las seis.

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