Prólogo
"Todo demonio fue alguna vez un ángel"
Narrador Omnisciente
Era un día nublado. Tormentosas nubes se avecinaban a tres metros de distancia, advirtiendo a los habitantes del pequeño pueblo de que dentro de poco tiempo llovería. Los pueblerinos pasaban entre ellos , sin ni siquiera darse cuenta de lo transitada que estaba la acera. Las parejas caminaban comidas de la mano y los padres y madres de familia brindaban cariño a sus hijos. No era de extrañar, hoy era el día de los enamorados y en ese día del año era donde cada persona en cualquier lugar del mundo dedicaba su día a las personas que más querían.
Pero había algo que resaltar, una niña de cabellos rubios estaba cogida firmemente por la mano de su madre. La cara de la pequeña era fina, su nariz era pequeña y sus labios finos y rosados, parecia una muñeca, y más aún cuando llevaba puesto ese lindo vestido de flores. Ella miraba a todos con una sonrisa y las personas que pasaban por su lado y la veían, eran incapaces de no devolverles la sonrisa. Su cara estaba tan tranquila y llena de armonía que contagiaba sus sentimientos a quien le rodeara.
Pero, aun con toda esa alegría que poseía, le faltaba algo. Todavía no le había dado un regalo a su mamá por ese maravilloso evento que se celebraba hoy.
La chica había pensado hacerle una carta de San Valentín a su madre en la que le diría que lo mucho que la amaba, iba a hacérsela pero en cuanto se levantó por la mañana ella le dijo que se íban a ir. La pequeña le preguntó a donde irían pero la mamá solo se limitó a decir: "A un lugar, lejos de aquí".
Y, ahora, estaba cogida de la mano de su madre, habían llegado al pequeño pueblo hacía casi media hora y seguían caminando. Las piernas de la niña ya estaban cansadas y, aunque le decía a la mujer que la llevaba cogida que se caería la madre no paraba. La pequeña quería gritarle que parara, que sus pequeñas piernas de una chica de seis años no daban más de sí pero se calló. Se calló porque parecía enfadada y triste y sabía la razón.
Al cabo de diez minutos llegaron a unas puertas altas, con barrotes negros. A lo alto de la puerta estaba escrita una palabra de la que la pequeña no sabía su significado. Después de que su madre tocara un botón, la puerta se abrió. Dentro del recinto era todavía peor, los árboles estaban mustias, como si los hubiera envenenado. La fuente que tenía a un lateral del patio estaba seca y sucia, la chica se preguntaba porque no la lavarían para dejarla más bonita.
Y luego estaba la casa, esa casa que con las nubes grises acompañándola se veía todavía aún más tenebrosa. Las paredes había perdido ese color azul que tenía para sustituirlo por un blanco sucio con grietas. Algunas ventanas estaban rotas y en otras se veía algún que otro niño corriendo por la habitación, incluso le pareció ver a un chico en una ventana en lo alto de la casa, observándola e inspeccionándola.
La madre tocó a la puerta y después de unos segundos se oyó el sonido de la puerta siendo abierta. Una mujer mayor, de unos sesenta años, apareció tras ella, las miró a ambas con una sonrisa, aunque la pequeña podía descifrar que esa sonrisa no estaba llena de alegría, sino que escondían algo de tristeza. La anciana las invitó a pasar y cuando llegaron a la entrada la mujer mayor le hizo una seña a la madre de la pequeña como gesto para que hablaran a solas, sin la pequeña.
- Ahora vuelvo, Elizabeth. - le dijo fríamente la madre a la pequeña niña.
Elizabeth vio a su madre desaparecer en una habitación donde cerraron la puerta para tener más privacidad.
La chica observó minuciosamente toda la casa, o al menos, lo que podía llegar a ver. Las pareces eran igual o peor que como las había visto fuera. En una esquina había una escalera de madera por donde a la pequeña le daría mucho miedo subir, parecia que en cualquier momento se rompería. Y los muebles, los muebles también daban miedo, eran negro y algunos estaban desconchados. No había ningún retrato ni ninguna foto en ellos, solo habían peluches y juguetes que necesitaban un cambio.
Dejo de mirar la casa cuando escucho la puerta del supuesto despacho abrirse. De allí salió su madre y la mujer mayor. La tutora de Elizabeth tenía una cara sin expresión ni sentimiento, como si su humanidad se hubiera evaporado, camino hacia la pequeña iba a decirle algo, algo que Elizabeth intuía que no sería bueno, sin embargo, la anciana interrumpió.
- Cariño, ¿quieres que te enseñe la casa? Aquí hay muchos niños de tu edad, si quieres puedes jugar con ellos. - ofreció dulcemente la mujer.
Elizabeth miró a su madre en busca de aceptación y ella se limitó a asentir con su cabeza en señal de afirmación. La pequeña corrió a coger la mano de la mujer mayor y juntas subieron las escaleras. Elizabeth tenía una gran curiosidad en conocer a los chicos que habitaban en esa casa, esperaba llevarse bien con ellos, pues no tenía muchos amigo y le daba curiosidad conocer a más gente. La mujer le llevó hasta una habitación de tamaño mediano, en ella había una cama y una mesita de noche con una pequeña lamparita rosa en ella. La chica corrió hacia la ventana para ver el paisaje en pequeño pero se llevó una gran sorpresa cuando vio a su madre salir del recinto. Se giró a la anciana y ella la observo triste.
- Tengo que ir a por mi mamá, se ha olvidado de mí. - dijo Elizabeth empezando a asustarse. Corrió hacia la puerta como si de un rayo se tratase, pero extrañamente la mujer la retuvo y la acerco a ella hasta estar cara a cara.
- No puedes irte pequeña, tu mamá se ha ido - dijo con tristeza observando a la inocente niña.
- ¡¿Por qué?! - empezó a gritar la niña con desgarro - ¡Tiene que volver! ¡¿Cuando va a venir?! - preguntó histérica.
Al ver el estado de Elizabeth, la anciana cogía a la niña en brazos con dificultad, pues la pequeña luchaba por salir corriendo de la habitación e ir a por su madre. La dejo sobre la cama y Elizabeth dejo de luchar y miró a la mujer que la miraba con ternura, como su madre solía mirarla antes.
- No creo que vuelva pequeña, pero estaré a tu lado. Yo te cuidaré a partir de ahora, amor. - respondió la mujer.
La pequeña lloró, lloró en los brazos de la anciana que le servía de consuelo. Por cada lágrima que salía de su sistema más triste se sentía. Su madre la había abandonado, la había dejado sola, y lo que peor le hacia sentir era no saber el porque.
Se durmió en las piernas de la mujer, mientras esta le acariciaba el cabello y le susurraba frases esperanzadoras y tierna. Pero la chica no escuchaba, sin embargo, se prometió a si misma que nunca, jamás lloraría por alguien.
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