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Capítulo único

Las cinco cifras no solo están tatuadas en la sudorosa piel del convicto. Están grabadas a fuego en lo profundo de su cerebro.

24601.

Ese número define su vida. ¿Cuál es su nombre? Ya no existe más que en sus memorias y nadie recuerda a un tal Jean Valjean.

Así es mejor. Sueña con el día en el que pueda vivir libre, sin preocuparse de los temidos inspectores que lo condenaron a muerte tras intentar redimirse.

Los cinco dígitos escritos en su muñeca como un código solo son un mensaje del pasado. ¿Cuál es su nombre ahora? ¿Fabre? ¿Madeleine? Ya ni siquiera lo sabe. Lo único que tiene el hombre en los bolsillos son las pertenencias de su anterior víctima: llaves, algo de dinero, una tableta de chicle... y lo más importante: su tarjeta de identidad.

El joven que le entregó todo aquello está muerto por su propia mano. El número 24601 no había hecho nada malo, tan solo paseaba por el puente mientras el chico se apuntaba a sí mismo con una pistola.

—Felix Tholomyès —lee el exconvicto.

Pobre muchacho. Según la tarjeta, contaba veinticinco años, treinta menos que 24601.

Pero él ya no existe. Es un recuerdo que se desvanece con rapidez. El que tiene su tarjeta posee su persona y su nombre, y eso es exactamente lo que necesita 24601.

Debe de vivir solo. Según lo que le dijo antes de disparar, vivía en el quinto departamento de la Sección Quinceava de la ciudad de París.

El exconvicto no ha comido desde hace dos días. Le va a servir de mucho visitar la antigua residencia del muerto.

Guardando las llaves en su agujereado bolsillo y comerse el chicle, reanuda el viaje sin miramentos. Entra en el edificio, cuyo cartel reza D3S15. Su destino final.

—Disculpe, ¿sabe en qué piso está la residencia Tholomyès? —pregunta a un hombre en el mesón de la entrada. Él responde su saludo con una mirada rebosante de aburrimiento.

—¿Residencia? ¿Le parece que somos ricos? Ese hombre no tiene ni un duro. Tercer piso, número 302.

—Gracias.

El ascensor traquetea. 24601 no es muy amigo de estos aparatos, pero está demasiado cansado como para tomar las escaleras y llegar al tercer piso de una vez por todas. Necesita alimentarse para continuar escondiéndose.

Se detiene frente a una puerta, cuya inscripción solo muestra el número 302. Introduce las llaves que le entregó el muerto en el ojo de la cerradura, y la entrada se abre ante él.

Es evidente que aquel joven no vivía solo. Los juguetes desparramados por todo el suelo indican que un niño reside en ese hogar.

—¿Quién es? —pregunta una vocecilla infantil.

24601 vuelve la cabeza hacia el lugar donde cree que está la niña. Parece de unos seis años, con una cabeza de cabellos rubios enmarañados, grandes ojos azules y un triste vestido gris. Lleva un trapo entre las manos, que mece a modo de bebé. Una muñeca improvisada, supone el visitante.

Lejos de la sala en la que se hallan, se escucha un agonizante ataque de tos. Ella no está sola.

—Usted no es el novio de mamá —bufa la pequeña, agarrando con más fuerza su juguete.

—Niña...

—¡Mamá! —llama.

El ataque de tos se interrumpe ante el alarido de la chiquilla. Un crujido indica que esa persona se ha levantado de la cama. Una gota de sudor recorre la nuca del exconvicto. Es más fácil lidiar con una niñita, pero no sabe qué esperarse del individuo tras la pared.

—Euphrasie, tengo que descansar —gime una voz inconfundiblemente femenina. Es rasposa y débil: una mujer cansada—. La señora Thénardier vendrá en un rato.

—Hay un hombre en la puerta.

Se escucha a la madre apresurarse. Al parecer, piensa que es su novio. No sabe que ha muerto.

Su rostro sale a la luz. A los ojos de 24601, es grácil y bonita, aunque hace años que no posa con interés la mirada en la figura femenina. La niña —Euphrasie— es la viva imagen de ella. El pelo rubio comienza a crecer sobre su cráneo casi calvo, y sus ojos son de un profundo azul oscuro. No debe de tener más de veinte años, mas en su mirada se ve que ha tenido que envejecer con rapidez.

Tose una vez más. Observando con atención la figura del recién llegado, empuja tras de ella a su hija y sus labios esbozan una mueca fría.

—Usted no es Felix.

—No, señora. Él está muerto.

Ella traga saliva. La angustia, más que una tristeza desolada, se instala en su expresión. Abre la boca para decir algo, pero de su garganta solo brota un graznido de desesperación.

—No... —murmura— No puede dejarnos solas. Le han matado, ¿verdad? Él estaba muy sano... No, es imposible. No dejaría desamparada a su...

Se abstiene de decir hija. Según ve 24601, la niña no sabe la verdadera identidad de su padre, y la mujer no quiere hacérselo saber a tan temprana edad.

—¿Cuál es su nombre, señora? —pregunta el hombre, mientras la mujer se recuesta en un desvencijado sillón que pareciese que va a caerse con tan solo un soplo de viento.

—Fantine.

—¿Tholomyès? —intenta completar.

—No, solo Fantine. No estoy casada con Felix. Él solo... presta su nombre para que nosotras podamos vivir en algún lugar decente.

Decente. Ese basurero se ve de todo menos eso.

—Él se ha suicidado, señora.

Intenta levantarse por la sorpresa, pero un repentino acceso de tos la condena a seguir acostada. Euphrasie se acerca a ella con cierto temor en sus ojos color cielo.

—¿Mamá?

—¡Miente! —solloza Fantine, enterrando el rostro en su vestido.

—Es verdad, señorita. Yo le he visto.

Con expresión deprimida, Fantine levanta la mirada. Vuelve la cabeza hacia su hija.

—Tráeme una manta.

La niña asiente y se apresura con pasos torpes a la habitación para cumplir el pedido. Acto seguido, la madre se dirige al prisionero.

—Me estoy muriendo, ¿no lo entiende? No puede ser verdad lo que me está diciendo. ¿Quién cuidará de esta niña, entonces?

—No lo sé —confiesa él con indiferencia, encogiéndose de hombros—. ¿Tiene algo para comer?

—Refrigerador. La cocina está a la izquierda.

Cuando el hombre se gira para emprender su camino hacia la nevera, Fantine vislumbra un código grabado en su muñeca. 24601. La identidad de un convicto despojado de su verdadero nombre. Con cuidado para no hacer ruido, ella toma el auricular y marca el número de la policía.

El visitante no se da cuenta de nada. Está demasiado concentrado en devorar el contenido de un tarro de duraznos en almíbar.

—Gracias por esto —dice con la fruta en la boca.

La mujer se levanta del sillón con dificultad. Dispuesta a encararle, se asoma tras la pared de la cocina, sus ojos de zafiro brillando con temor.

—Usted es un criminal —susurra, su voz siniestra en el silencio.

—La sociedad no es bondadosa con los hambrientos —replica él sin mirarle.

—Usted es un asesino. ¡Mató a Felix! No tiene nombre y por eso procedió a quitarle el suyo. ¡Fuera de aquí!

El hombre traga saliva con tranquilidad. Se ve extraña la calma en su rostro ante tal acusación, pero el gesto decidido de Fantine no cede.

Él se gira hacia ella. Posee un aire peligroso, y la ausencia de emoción en su expresión no hace más que acentuarlo. Se cruza de brazos, observando a la pequeña mujer rubia con atención.

—Su novio se ha disparado en la sien, señorita Fantine. Me ha dado lo que tenía en los bolsillos. Tengo su tarjeta de identidad; su nombre es ahora el mío.

—Usted nunca será Felix Tholomyès, ¿me entiende? ¡Nunca! He llamado a la policía al ver el código en su muñeca. No tardarán en llegar, y usted recibirá su merecido.

Un fuerte ataque de tos le obliga a interrumpirse. Al apartar la mano de sus labios, Fantine observa manchas de escarlata en su antebrazo. Sangre.

Se recuesta nuevamente. No le queda esperanza más que para vivir un mes más. Además, con la muerte de Felix, no tendrá comida suficiente para ella y Euphrasie.

—Acérquese —susurra.

El exconvicto acata la orden. Ella sabe que se está muriendo, y que estos son sus últimos momentos. La debilidad es insoportable, pero aún así abre una vez más los labios amoratados.

—Busque a alguien que la cuide. Si quiere la tarjeta de Felix, encuentre a una persona que reciba a Euphrasie.

—Señorita Fantine, usted no puede estar muriéndose.

—Es cáncer, ¿qué se le va a hacer? No puedo pagar el tratamiento, por lo que me voy. Son las consecuencias de mis actos. Cúmplalo, hombre, a cambio de haberle dado duraznos en conserva.

—Lo intentaré.

—No lo intentará, lo hará —le corrige. Acto seguido, alza la voz en un repentino acceso de energía—. ¡Euphrasie!

Es la última palabra que brota de su garganta. Sus labios azulados y su faz tintada de una palidez mortal ya no se mueven. Sus orbes azules han perdido el resplandor de la vida terrenal, para estar posados en el invisible más allá. Sus brazos han perdido toda fuerza y cuelgan inertes.

Fantine está muerta. El hombre observa su cadáver con atención, como si en cualquier momento fuese a despertar.

—¿Mamá? —murmura la niña tras de él.

No ha visto toda la escena. Por primera vez desde su entrada a la cárcel, 24601 nota un atisbo de emoción en su duro corazón: compasión. La pequeña Euphrasie está sola en el mundo, tal como él. Inocente, indefensa, huérfana.

—Tu madre está descansando, Euphrasie —asiente con una mueca apenada—. Por fin va a poder dormir sin dolor.

—¿Usted es mi padre? —pregunta sin rodeos, curiosa. No le preocupa su madre dormida; al fin y al cabo, lo que el hombre dice le parece la verdad.

24601 titubea. ¿Debe mentirle a una niñita o aclararle que está frente a lo que la sociedad considera un monstruo?

—Sí —responde finalmente. Después de todo, tiene la identidad de Felix Tholomyès. De pronto, recuerda la llamada que hizo Fantine antes de morir—. Debemos irnos; trae tus cosas. Asumo que no tienes una tarjeta de identidad al ser tan pequeña, ¿verdad?

—No, padre —sonríe. Aquel apelativo hace que un repentino escalofrío toque la piel del prisionero.

—Entonces puedes llamarte como quieras. ¿Qué nombre te gusta?

—No lo sé —duda. El juego le parece algo extraño, pero, de todos modos, casi todo lo que dicen los adultos es extraño—. Me gusta mucho mi nombre, aunque... Si tuviese que elegir uno, sería Catherine, como mi muñeca, o Cosette.

—Cosette me gusta —asiente—. Vámonos, señorita Cosette.

24601 da el paso a la niña antes de cerrar el departamento de un portazo. Ha dejado el cuerpo inerte de una mujer joven azotada por el dolor... y una tarjeta de identificación a sus pies.

— ○ —

¡Crack!

La entrada se abre con un estruendo. El agente Javert no se preocupa por tales nimiedades. Si alguien ha clamado por ayuda al Cuerpo de Policía de París, no debería de preocuparse por una puerta rota, mucho menos si piden auxilio por haber visto a un criminal fugado.

—¡Buscad a 24601! —ladra el inspector. Sus subordinados asienten con premura y proceden a obedecer.

El cadáver de una mujer yace en el sillón que preside el salón. Sus ojos siguen abiertos mirando a la nada y sus piernas, tan solo arropadas con una manta, cuelgan sobre el posabrazos.

—Él la ha matado —murmura entre dientes.

A pesar de que no hay señal visible de violencia o heridas más que una serie de pinchazos en su antebrazo derecho, Javert sabe que fue él. Tiene que haber sido él. ¿Quién, sino? Un criminal que ha evadido su condena a muerte no es alguien inofensivo.

—¡Señor, no está en el departamento! —grita uno de los policías.

Pues claro. Al escuchar a la pobre joven hacer su llamada de auxilio, el prisionero ha escapado. Debía de haberlo previsto. ¡Se siente como un idiota!

—Pero encontramos esto —agrega, mostrando una tarjeta de identificación. La fotografía muestra a una chiquilla de no más de cinco años, escuálida y temerosa. Es increíble el parecido con la mujer que yace muerta en el sillón.

—Euphrasie Tholomyès —lee Javert con voz dura—. Debe de ser la hija o hermana de la muchacha que está ahí. ¿Dónde está la niña?

—No lo sabemos. No está aquí, eso de seguro.

El inspector maldice por lo bajo. 24601 no solo ha matado a una mujer, sino que también ha secuestrado a una pequeña. Los presos no dejan de ser perversos.

Baja la mirada y advierte otra tarjeta, esta vez de un joven. Felix Tholomyès. A Javert no le cuesta unir los cabos.

—Ha jugado a robar identidades. Va a vender las identificaciones de la mujer y la niña para conseguir dinero e irse de París, si es que no lo roba. Felix Tholomyès es la clave: debe de saber quiénes vivían aquí y con suerte sabrá el paradero de 24601. Encontradle, y rápido.

Javert observa de brazos cruzados y con una expresión fría el cuerpo de la muchacha. Sabe que, lejos de ahí, Jean Valjean —el prisionero 24601— escapa de la ley. Y no cejaría hasta encontrarle.

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