Capítulo 43. En calidad de malos términos
Maxwell Sayler
Era el tercer sábado de julio. Pasaron dos semanas volando sin que me diera cuenta. Mis padres volvieron a estar de viaje y ahora, con la soledad de la casa, me daba cuenta de la falta que hacía Mara. Extrañaba sus risas y jugarretas molestas cuando no encontraba que hacer, sus mensajes o llamadas divertidas, de cuando me preparaba el desayuno tras decirme que era un bueno para nada. Extrañaba a mi pequeña hermana y eso me ardía como el infierno.
En la soledad de la casa, pude aprovechar para desahogarme por primera vez en mucho tiempo. Era cierto que me salían unas cuantas lágrimas mientras veía su retrato de pared con esa gran sonrisa natural, una que había practicado de tal manera que ya estaba tatuada en su rostro. Era irónico el verla así y recordar su cadáver con una mueca triste dibujada al ser mostrada por el forense, parecía haber sufrido en su último momento, y eso me mataba. No pude proteger a mi niña, no pude cuidarla del peligro como tanto había dicho mi padre y tampoco pude estar con ella en todo momento de manera en que estuvo sola en su partida.
Los ojos me ardían, la garganta me quemaba, seguía sin creer que ella no estuviera conmigo por más que lo deseara en el silencio del salón. Tenía esas radicales ganas de arrancarme del pecho el corazón con mis propias manos para detener aquel sentimiento que tanto me había reprimido, que por primera vez dejaba salir a escondidas de los que supuestamente me debían enseñar un camino lejos de este tipo de sufrimientos. ¿Pero qué era lo que tenía? A un padre posiblemente adicto al trabajo ilícito y una madre bastante despreocupada con posibles tendencias peligrosas.
Se había ido mi ángel, mi pequeña de ojos color cielo que me tenía en control y mi hermana con risos de oros tan valiosos como su felicidad, mi compañera de malos momentos y mi mejor amiga. La única que tenía. Ella era perfecta, incluso siendo miembro de la familia, ella era perfecta en todo a pesar de sus defectos, a pesar de ser humana.
Un timbrazo me hizo recobrar la compostura, el teléfono de la casa sonó varias veces antes de que pudiera reaccionar. Caminé hacia él mientras al intentar reprimirme esos nuevos sentimientos de duelo que estaba experimentando para tomar la llamada sin que se notara lo afectado que estaba en el momento.
Tosí un poco para aclarar mi garganta y tomé la llamada, nadie habló. Volví a preguntar y tras tener silencio de nuevo preferí cerrar. No dudaba si era una de esas chicas de la universidad que conseguían mi número, sabrá Dios de dónde y solo hacían eso para escuchar mi voz, porque tomaban demasiado miedo como para hablar conmigo.
Saqué mi celular y observé la hora, faltaba poco para el Haro.
No había considerado la idea de salir, pero era cierto que estaba solo, podía aprovechar un poco la libertad momentánea que me daba el viaje de negocios de mis padres para caminar un poco en la noche y, tal vez, encontrar diversión en mi soledad.
Subí las escaleras con pesadez en el mutismo absoluto y me adentré a mi habitación para prepararme tras darme una adecuada ducha. Me puse ropa de tonalidades oscuras y ligeras, unos zapatos deportivos por si tenía que optar por correr no era mala idea y un gorro en la cabeza que dejaba salir algunos mechones de mi cabello, este último no tenía motivo alguno, solo el hecho de querer usarlo.
Nueve y cuarenta, podía esperar un poco más antes de salir. Preferí revisar mis redes sociales mientras pasaban los minutos. Un rato después recibí un mensaje de Lohan que no se pudo leer por completo hasta que entré al chat de WhatsApp.
«¿Estás en tu casa ahora? Si quieres puedo pasar allá la noche».
Sonreí por diversión, ¿quién creía él que yo era? ¿Mara? Maldita sea, Lohan me caía bien, pero a veces excedía el límite de la amabilidad.
«No es necesario. No quiero hablar con nadie ahora».
En breves instantes corté el rollo para continuar en lo que estaba, pero otro mensaje me sacó un gruñido.
«No fuiste el único en perder a Mara».
«Puedo entender lo que sientes, no tienes que estar solo».
Se me había olvidado de que sabía que mis padres no estaban, ¿qué tan estúpido había que ser para entender el hecho de que alguien quería estar solo? No le contesté más y continué con otros mensajes. Al volver a ver la hora ya eran las diez y quince minutos, podía salir.
Apagué las luces dentro de casa una por una y subí hasta el segundo piso para entrar al ático, miré las armas de mi padre colgadas en ese gran tablón. Al final me decidí por tomar una escopeta semiautomática, una clásica Remington que pertenecía a la colección de papá, abrí la caja a un lado, bajo de una mesa, para tomar los cartuchos que consideraba necesarios para esa noche. Cargué algunos y otros los llevé en mis bolsillos. La colgué a mi espalda y apagué la luz detrás de mí luego de encender la lámpara de mi celular.
Caminé despacio entre la oscuridad de la casa y salí por la parte trasera, anduve despacio para observar mi alrededor y apresuré el paso para empezar con el juego. Era noche de cacería, con suerte tendría unas cuantas cabezas que volar
Las horas pasaron volando, eran casi las una de la mañana del domingo, tenía algo de sangre en los pantalones y salpicaduras en la cara. Un imbécil me sorprendió en la velada de asesinatos por la espalda, amenazándome con una cuchilla. Duré un buen rato forcejeando hasta que me pude zafar. Al final logró romper mi pantalón en la pelea, pero nada que una buena patada seguida de un plomazo en la cabeza que no lo solucionara.
A pesar de eso, pude disfrutar mucho y fue una lástima cuando me tuve que detener al darme cuenta de que me quedaba sin municiones para seguir. Algunos, siete u ocho mal contados pude llevarme esa noche, no era el mejor récord, pero me ayudaron a sentirme mejor al creer que eran los asesinos de mi hermana. Desahogándome en el paso. Podía jurar que vinieron unos cuantos más de otras ciudades a participar del Haro, había caras que no conocía del todo. Tardé algo más porque tuve que esconder y enterrar los cuerpos, podía ser un asesino, pero era uno decente que no dejaba basura en la casa de sus vecinos.
Caminé por el alrededor de la casa, presionando el rifle en el piso con mi mano de vez en cuando, que no tenía más que otra utilidad que golpear de ser necesario al estar con pocos tiros.
Limpié mis zapatos fuera, arrastrándolos para que el lodo que se había aferrado a las suelas se quitara y no ensuciara el piso al entrar, no quería limpiar antes de que llegaran mis padres.
Ingresé a la casa por la puerta trasera, justo donde estaba la cocina y daba paso al salón. Busqué en la alacena un vaso, fui al grifo y tomé del agua, estaba completamente sediento tras el extenuante ejercicio realizado esa noche.
Al terminar, puse el arma sobre la mesa y me senté en una de las sillas. En un instante me dio el impulso de mover el rifle al recordar las palabras de mi madre de no querer ese tipo de cosas sobre la mesa, pero luego recordé que ella no se encontraba y lo dejé pasar. Hasta ese punto llegaba mi miedo a esa mujer.
De repente un sonido vino desde arriba, justo donde se encontraba el salón de armas, miré en dirección al techo intentando recordar si Mara estuviese... Espera. Mara estaba muerta. Estaba solo en casa.
Supuestamente solo.
Las luces seguían apagadas en todo el lugar, solo entraban reflejos de otras casas y eran bastante ligeras. Me levanté despacio de la silla para tomar el dispositivo sobre la mesa con la mirada fija en el oscuro salón, caminé despacio para adentrarme a ella intentando percibir algún movimiento o algo que me diera indicios de no estar solo.
Mis ojos se empezaron a adaptar y podía distinguir unas que otras cosas, sostuve el alargado dispositivo de disparos sobre mis hombros, en total mutismo.
Pasó un corto tiempo, pero logré escuchar algo bastante cerca, algo se cayó y el sonido venía de arriba.
Activé la escopeta como si fuese a disparar a pesar de que se encontraba vacía, solo para alertar a quién sea que estuviera dentro de la casa de que estaba armado. Levanté el mismo hasta una posición de defensa para adentrarme aún más con intenciones de no chocar con nada. Al percibir mi cercanía con las escaleras, intenté subir peldaño por peldaño lo más lento posible para no hacer ningún sonido, seguía alerta.
Al llegar al segundo piso noté una luz encendida, estaba bastante seguro de que todo estaba apagado cuando me fui. ¡Maldita sea, si era la habitación de Mara! Caminé apresurado, sin importar el ruido o el objeto roto frente a la puerta y entré en ella para notar que todo estaba igual de como lo había dejado antes de irme, pero cuando quise para verificar mejor a detalle, sentí un portazo venir de la misma puerta trasera.
Miré a la ventana y corrí a ella para abrirla, saqué mi cabeza con presura mirando al jardín trasero. Nada. No había nadie, no se escuchaba nada.
Sea quien sea, entró a mi casa e hizo algo.
Apreté los dientes con rabia para cerrar la ventana con impulso cuando entré la cabeza, un gruñido de frustración abandonó mi cuerpo y estrellé el fusil en el piso para después pasar con ira mis manos por mi cara, quería arrancármela de la repulsión que sentí hacia mí mismo.
¡Maldita sea! ¡Maldita sea una y mil veces el que entró a mi casa! Por su culpa había roto la regla cuatro: «Nadie entra a la casa».
No me podía estar sucediendo eso, errático me agaché para tomar lo que había lanzado al piso, pero me frené antes de levantarme, ¿acaso eso era un carnet universitario? Lo tomé con atención y le di la vuelta para darme cuenta de que era...
El carnet de Lohan.
Lo apreté el plástico con la suficiente rabia como para doblarlo y tensé mi mandíbula al mirar a la nada, imaginando cada una de las cosas que le haría cuando lo volviera a ver.
Si él tenía suerte, disfrutaría bastante su última noche.
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