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Capítulo 35. De ser necesario


Trece de junio, ocho con cincuenta y cinco minutos de la noche.

Más música, más volumen, más cerveza. Lancé la lata vacía con rabia a una parte de la habitación luego de la maldita humillación que me hizo pasar mi madre hace pocos minutos. Sabía que ella estaba loca, pero lo que hizo solo me confirmó una vez más lo mal que estaba de la cabeza.

Esa tarde había llegado de clases en mi auto, tomé mi mochila desde atrás del asiento y salí. Caminé a la entrada y justo antes de abrir la puerta de la casa supe que algo andaba mal, algo estaba muy mal. Miré hacia la derecha y noté el carro de mi padre estacionado en el parqueo que solía usar cuando...

No, todo estaba absolutamente mal.

Me di la vuelta para volver al vehículo, pero la puerta se abrió detrás de mí y me hizo mirar sobre mi hombro. Justo lo que esperaba.

—Espero que no estés huyendo Maxwell. Porque es exactamente lo contrario de lo que te enseñé —las palabras de mi madre salieron severas de sus labios, casi un susurro para que los vecinos no escucharan.

Tragué grueso. Me di la vuelta hacia dentro de nuevo y caminé hasta llegar al salón principal, seguido por ella luego de que cerrara la puerta. Noté que mi padre estaba sentado en uno de los sillones con sus piernas cruzadas y observando su celular, ¿qué había hecho yo?

Seguí hasta los muebles con decoraciones bastante detallistas en dorado por encima de toda esa tela blanca que amaba mi madre, y me ubiqué en el sillón frente al hombre distraído. Esperé a que dijeran algo, pero solo noté a mi madre con su celular en mano mientras lo mantenía en su oreja como si llamara a alguien, supuse que sería a Mara, porque estaba mirando por las cortinas translúcidas de las ventanas que dejaban ver la calle.

Cuando nadie tomó la llamada, lanzó en celular con rabia al piso y se giró para verme a mí. Mi padre solo alzó la vista por unos segundos al notar el ruido de algo romperse y luego volvió con su pantalla como si nada pasara.

—Maxwell. —Tragué grueso de nuevo, intentando mantener la compostura, mientras se escuchaban sus tacones acercarse a mi lado y sentarse a mi lado en el reposabrazos—. Cariño. Aquella noche en la que saliste con la escopeta, ¿no dijiste que ayudarías a tu padre con el Haro?

Mierda.

No valía de nada mentir, mi padre estaba ahí. Y si ella preguntaba, era porque ya sabía lo que había hecho. Pero... ¿Cómo?

—Maxwell, espero tu respuesta.

—Mamá.

—Dime lo que quiero escuchar, y que lo escuche tu padre. —Otra vez este levanto sus ojos de la pantalla para verme fijamente.

Sonaba el tic tac del reloj mientras el mutismo se mantenía por parte de los tres. Tras cinco minutos de constante tensión por parte de los dos mayores, una leve risa se escapó de la mujer a mi lado para alejarse un poco, pero sin bajar del asiento en el que estaba.

—Tyler.

—¿Sí cariño?

No.

—Creo que nuestro hijo olvidó lo que le enseñamos. —Ella miró a su esposo y este le vio devuelta—. Deberías enseñarle otra vez que... —Se acercó a mi oreja cuál serpiente con lentitud para obtener a su presa y susurró—: Que para hasta para mentir... Sonreímos.

No. No.

Apreté mis manos en puños. Mi padre se levantó de golpe y no tuvo que decirlo. Repetí la acción de él y le seguí hacia el ático.

Seguro cuando hablo de «Ático» los demás considerarían una parte por encima de la misma casa en la que se guardaban cosas para el futuro o simplemente cosas que no se utilizarían. Sin embargo, el ático en esta casa era otra habitación igual que las demás al final del pasillo. La única diferencia era su complejidad en el interior. Una estancia blanca, con una pared llena de armas que utilizaba mi padre en el Haro con el fin de recrear su expresión favorita: Volar cabezas. Tenía una ventana de vidrio oscuro esférico de gran tamaño que daba vista al exterior, pero no hacia el interior.

Y para complementar, la habitación no estaba pintada. No lo estaba porque se había preparado con uno de los contactos de mi padre para poner las paredes anti-sonido. Nada se escuchaba fuera, pero tampoco nada se escuchaba dentro.

Subimos las escaleras mientras mi corazón colgaba de mi garganta, sabía lo que pasaría, sabía lo que me haría y lo peor era, que debía fingir en todo el momento que no me importaba.

Entramos a la habitación al final del pasillo, justo después de la habitación de Mara, la mía, la de invitados y el baño. Mi padre abrió la puerta y me dejó entrar primero, sabía perfectamente donde debía ubicarme. Caminé hasta estar al centro, frente a la pared, con la vista hacia donde se encontraban las armas.

El hombre puso su mano en el mentón, como si decidiera que arma tomar o qué haría. Luego de un rato solo tomó una pistola que conocía bastante bien, era la que llevaba el mismo nombre de aquella hora nocturna de la ciudad, la misma que lo había llevado a tener el poder no solamente en la universidad, sino también de la ciudad cuando el sol se ocultaba detrás de las montañas: El Haro.

—Sonríe.

Su tono áspero me recordó que tenía que hacerlo, él se había dado cuento de lo serio que estaba sin tener que voltearse para verificar.

—Al parecer se te han olvidado unas cuantas reglas de esta casa Max, ¿me puedes decir lo que sucede?

Seguí con mi amplia sonrisa mientras él pulía el metal de la pistola como si de un cristal se tratara. Luego de unos segundos de pasar el paño, levantó el cañón y me apuntó.

—Me gustaría que recites lo que te enseñamos.

Él quitó el seguro y mi respiración se hizo pesada cuando él agudizó su mirada, notó mi duda a pesar de mi sonrisa. Disparó. La bala pasó justo a unos centímetros de mi cara, inclinado hacia la derecha.

—Debemos mantenernos al margen de lo que diga mamá —recité de memoria—. Contener nuestras emociones sin importar lo que pase.

Otra bala pasó por mi lado. Sin embargo, ninguna de las dos balas me inmutó.

—No me convences Maxwell, de nuevo.

—Debemos mantenernos al margen de lo que diga mamá —repetí—. Contener nuestras emociones sin importar lo que pase. No salir al Haro, al menos que sea para ayudar a papá. —Una tercera bala, continué ampliando mi sonrisa—. Nadie debe entra a la casa. No tener debilidades.

—¿Y? —Cargó el revólver con la rapidez común de él y apuntó en seguida.

—Siempre sonreír. —La cuarta bala se clavó detrás de mí.

Mi padre bajó la guardia para colocarla en su lugar el metal mortífero, como si nada pasó, caminó hasta la puerta y la abrió, pero se detuvo un momento para mirarme.

—No sé lo que le hiciste a tu madre, pero espero que no se repita. —Otra vez, esa mirada aguada como la de un arcón, juzgándome en el silencio por unos segundos—. Abres demasiado los ojos, tu sonrisa se está notando falsa. Practícalo si no quieres que volvamos aquí.

Sin más que decir, salió para cerrar la puerta detrás de él. Yo me quedé mirando la puerta con esa sonrisa permanente, la misma que poco a poco se fue tambaleando hasta convertirse en una mueca bastante forzada que dolía en mi cara. Caí de rodillas hacia al frente y luego hacia atrás para quedar sentado en el piso, justo al lado de los gatillos aun calientes en el piso por el impacto.



Otra canción, otra cerveza, el volumen a tope. Lanzaba al piso todo lo que encontraba en el camino, mi madre no solo me humilló frente a mi padre, sino que me puso en la mira de él de nuevo luego de tantos años de lucha para salir de esos ojos juzgadores que me persiguieron hasta en mis peores pesadillas. Todo por culpa de esa maldita española y su hermano.

No. No era culpa de ellos del todo.

Era culpa de Mara. Sí, era culpa de la imbécil de mi hermana y sus insaciables ansias de coger con cualquiera que pasara por sus malditos ojos. Tomé otra cerveza y la bebí de un solo golpe, poco a poco comencé a escuchar gritos en la habitación del lado. Mamá debía estar también pelando con Mara, pero los gritos nunca habían sido su método, ¿qué tan malo pudo hacer ella para estar de esa manera? ¿Y quién diablos le dijo sobre la noche del Haro en el que busqué a Kylee?

Terminé la bebida y comprimí la lata con las manos para lanzarla a un lado. La rabia pura fluía por todo mi cuerpo, debía descargarme con algo, debía romper algo o destruirlo para sentirme mejor conmigo mismo. Algo debía sangrar, algo debía dejar de existir, algo...

Tomé el martillo que estaba justo en el piso y lo arrojé a una parte de la pared, para ver cómo este se clavaba tras lanzar un gruñido.

Sea quien sea que me delató, lo atraparía y le haríarogar por su maldita existencia. O era eso, o me dejaba de llamar Maxwell.


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