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V: Monstruos y tiburones


Un laboratorio secreto. ¿Qué podía estar mal?

Equipo costoso, tanques y sustancias de dudosa procedencia, papeles acomodados con oraciones raras escritas en ellos, montones de cosas sospechosas y... Nada, normalidad.

Apestaba a eso, hasta que bajabas la cabeza y te topabas con una especie de pecera enorme, la cual resultaba ser la base de gran parte del laboratorio.

Normal también, sin embargo, lo que nadaba en las aguas verdosas, sin duda no eran peces, tampoco tiburones, y la posibilidad de que, fuera lo que fuera que estuviera metido ahí adentro siguiera con vida, era la misma que la de encontrar vida en la luna.

Patético, patético, y muy asqueroso.

— ¿Qué es todo esto? 

Conann se encogió de hombros, retrocediendo sin quitar los ojos del cristal, de las pedacerías que nadaban. Intentábamos adivinar qué era; partes de carne, tejidos, huesos, ojos, flotaban mucho ojos.

Tal vez demasiados.

— O más bien, — me agaché, lo suficiente para quedar lo más cerca posible de las piezas humanoides. — ¿a quiénes pertenecieron?

— ¿Qué les puede importar a unos niños a quiénes pertenecieron los restos de este tanque? — detrás de las escaleras, una pequeña puerta fue abierta, revelando al profesor Federick, quien avanzó acompañado de un bastón y múltiples vendas que antes no necesitaba para moverse. 

Parecía doloroso.

Gruñó al chocar con la esquina de una mesa, maldijo sin contenerse y golpeó fuerte la madera, consiguiendo agrietarla y romper varios artículos de cristal, que se hicieron añicos, esparciéndose sobre los papeles. 

— Para empezar no deberían estar aquí, váyanse ahora. ¿Creen que aquí abajo es lugar para que jueguen? 

— Profesor. — Conann avanzó vacilante, se detuvo con el ademán seco de Federick. 

Incluso a punto de romperse, el viejo decrépito mantenía su terquedad de hacerlo todo por sí mismo.

— ¿Están sordos? Les ordené que se vayan.

— Sí. — Conann bajó la cabeza.

— No. — dije. Chocando y resistiendo el impacto de la mirada gélida del anciano. — No iremos a ningún lado.

Se rió, y no supe distinguir si era de mí, o por mí.

— Tú en especial, Nessa, deberías de considerar dejar de jugar fuera de casa. Esta vez tuviste suerte de toparte con una aprendiz como Volka, pero, ¿quién sabe? Posiblemente en la siguiente ocasión sea la mismísima Shinoby Slovich quien abandone Viena y te arrastre a ese infierno negro con ella.

Me crucé de brazos, retando a su boca, estaba bien si me infravaloraba. 

No caería en su juego.

No era tan débil.

— ¿Por qué querrían llevarme a Viena? ¿Qué tengo yo que ellas no tengan?

— Imoan. — Federeick jugó con una de las lupas rotas, sin esconder su satisfacción de ver mi máscara agrietarse. — La viste. Estuvo aquí, o es lo que dicen las voces del bosque. — Avanzó cojeando, arrastrando la pierna izquierda, intentando no vacilar al pisar firme con la derecha. — ¿Tienes idea de lo importante que son los miembros de las dos familias? Volka vino por eso, encontró este refugio gubernamental por Imoan, y lo destruyó, junto a sus protectores, nada más por el rumor de que su hermana llegó a esta zona. Mis lesiones no son gratis. ¿Cuánto dolor crees que puedes soportar Nessa? ¿Te crees tan fuerte como para aguantar una tronadora de los Slovich? Si vives después de recibir la tortura, búscame, entonces podremos hablar de valor mirándonos a la cara.

— Profesor. — Conann apagó la pantalla. Aún no se atrevía a encarar de nuevo a Federick, no lo culpaba, ver al viejo pavonearse con sus heridas de guerra se volvía sufrible. — Las heridas...

Federick alzó sus brazos, con el bastón golpeo una de sus piernas, conteniendo la mueca que expulsaba el dolor.

— ¿Qué? ¿Esto? No es nada, estaré estable para finales de año. 

— Profesor...

— ¿Qué es este lugar? — avancé, llegando a la sección conjunta de escritorios y aparatos silenciosos. — Mencionó que antes del ataque era un refugio gubernamental. ¿Qué refugiaban?

— Armas. — Federick golpeó tres veces el cristal de la pecera con el final de su bastón. — Mascotas de nuestro país y de Rusia.

Temblé al mismo tiempo que las partes flotantes se movían por el impacto de los golpes. Puse mi atención en otra parte, la carne en proceso de putrefacción no llegaba a ser de mis vistas favoritas. 

Encontraba tantas cosas fuera de lugar conforme más miraba, y las preguntas no se quedaban atrás, yendo en aumento con el pasar de los segundos.

Abrí al boca para preguntar de nuevo, Conann fue mucho más rápido, y su interrogante salió antes de que yo concretara siquiera la primer sílaba.

— Profesor...

— ¿Ahora qué, Conann?

Mi amigo señaló un retrato; marco de caoba oscura, protector rallado por algo que quizá fueran garras, dentro, atrapados por el vidrio y el tiempo, una familia de tres sonreía. Dos hombres protegiendo a una pequeña; el más grande y viejo, podía encajar en el entorno salvaje sin ningún problema, tenía heridas cicatrizadas que se marcaban en sus antebrazos fornidos, tez morena de haber pasado horas debajo del sol, vestía al estilo militar, tenía una placa militar que lo elevaba en un alto rango. 

— Su barba es muy grande. 

— Es mi cuñado. — Federick respondió con rigidez, solo entonces supe que mi pensamiento escapó en palabras. — Mi hermano es el médico, y la niña de en medio es su hija. 

Sí, sin duda, aquel chico delgado, de cabellos rubios y ojos azules, era hermano de Federick. Lo hubiera notado aunque no lo dijera.

— La niña... — me acerqué a la foto, buscando una forma de corregir el espacio quemado en el lugar en donde debería de estar un rostro infantil. Fue inútil, después del agujero negro, nada más podían distinguirse mechones largos, castaños y lacios. — ¿No quería a su sobrina? 

Ofendido, llevó una mano a su pecho y escupió las palabras. 

— La amaba tanto como mi hermano.

— ¿Entonces por qué quemó su rostro?— objeté, señalando las pruebas del delito.

Federick sobó su cien, apretó la piel con fuerza, dejando rojos surcos horizontales. 

— Nessa, consideraba que me tenías en un mal concepto. ¿Pero esto? Yo no quemé el rostro de mi Vava, fue ella la que lo hizo.

— ¿Ella? — dejé de lado la fotografía, regresando a Federick. 

No creía que una niña quemara su propia fotografía tan fácil, su propio rostro con odio.

 Federick pasó de estar blanco a tener un color rojo enfermizo. Se molestó conmigo, lo sabía,  muchas veces en clase ocurrió un escenario bastante similar.

Le molestaba la estupidez, y con eso ya era obvio que le molestaba yo.

— Ella, Volka. — espetó, apretando la mandíbula hasta un punto de presión que no creí posible.  — No puedes esperar menos, es una Slovich después de todo. 

Cada oración fue dicha con odio, parecía que eran brazas ardientes que le metieron ala boca, y al sacarlas las escupía eufórico y lleno de rencor. 

Federick se portaba extraño, tenía más energía para insultar que para tener paciencia.

— ¿Qué quiere decir con eso?— pregunté. En clase no lo escuché referirse a los Slovich con desprecio. 

No. Al hablar de ellos ni siquiera mostraba una emoción.

Nada.

Ese bastardo ermitaño y resentido no mostraba nada.

Su indiferencia a mis ídolos de élite podría considerarse como una de las razones más fuertes por las que comencé a despreciarlo, y no en silencio precisamente.

Federick se encogió de hombros, dio media vuelta, y antes de desaparecer por el mismo lugar por el que llegó, nos miró de reojo.

— Mi ultimátum es este, si regresan acabarán nadando junto a mis peces. Sobre aviso no hay engaño, lárguense, o llamaré a las autoridades por invasión a propiedad privada.

Iba a gritarle que cerrara la boca, Conann calló mis protestas con una mano y se despidió con  cortesía, arrastrándome a la fuerza de regreso a la superficie.

Conforme nos alejábamos, menos veía el final, pero puedo jurar que los ojos de Federick me siguieron un largo rato, persiguiéndome también en sueños por los siguientes días.

***

Se cumplían dos meses del encuentro con Imoan.

Y se cumplían quince días desde que dejé de ser atormentada por un par de azul cielo calmo y tormentoso.

Qué combinación más absurda. 

¿Cómo llegaba a ser posible que en el mismo azul en el que se reflejaba la paz, pudiera esconderse la guerra?

No encontraba la respuesta. Y Federick continuaba anteponiéndose a las reglas y el orden con sus ojos similares, y distinto a la vez.

Azul.

Azul.

¡Maldito azul!

Por algo siempre amé el morado.

Odiaba limpiar el cuarto de la abuela porque me recordaba a los baúles interminables, y al toparme con una figura de arcilla pintada de azul, no pude soportarlo más.

Lo odié más todavía.

Quise lanzar la figura por la ventana, porque, era ella o era yo.

Tropecé antes de alcanzar el marco de madera, la porcelana resbaló de mi mano y rodó por el tapete bordado que tapizaba el suelo imperfecto, yo no tuve la suerte de caer con la misma gracia, en medio del desorden hice que los baúles, cerrados por años, se abrieran, regando su contenido con olor a viejo.

Me hubiera quejado, por el resbalón, la caída, el golpe y la sangre que brotaba en una cascada de mi muñeca al codo.

Me hubiera quejado, si tan solo mis ojos no hubieran conectado con las palabras negras, escritas en el papel gastado, corroído por el tiempo y la humedad.

Es curioso, como unas simples palabras pueden cambiar al mundo.

Es curioso, porque, después de leer la caligrafía elegante de mi abuela en su época de resplandor, Nessa Miller pasó de ser un cerebro oxidado, a la mente más brillante que New York pudiera poseer.

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