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үεsтεяαү


— ¿La fiesta?

Última hora, viernes. La clase más tediosa de la Creación. Adriel se había preparado para hacer 0 caso a la explicación, tirada sobre su escritorio, pero una voz y su peculiar conversación la obligaron a levantarse como si un imán tirase de ella.

— ¡Sí! La fiesta de San Valentín. ¡Mañana por la noche!

—Ya, pero, ¿qué pasa con la fiesta?

Maddie hablaba con su mejor amiga, Mindy sobre la festividad del sábado. A Adriel normalmente no le habría interesado lo más mínimo, pero las cosas habían cambiado...

—Te estoy preguntando, tonta. ¿Vas a ir con Duncan?

—Evidentemente. Llevamos año y medio saliendo juntos, ¿crees que se iba a negar?

—No sería la primera vez.

— ¡Su madre estaba enferma! Se quedó a cuidarla, por eso no vino.

—Es todo un caballero.

—Ay. Sí que lo es.

—Joder, qué dolor de cabeza —Adriel se hundió más y más entre sus brazos. De verdad que la estaban dando jaqueca.

Pero esas chicas no la escuchaban, no la hacían allí. No existía. Y en ese maldito día de San Valentín, no existiría para nadie en el mundo.

Mejor así. ¿Para qué iba a necesitar ella existir? Odiaba los bailes. Ya no hablemos de los vestidos. Odiaba tener que fingir ser una niña buena, una princesa porque no se sentía así, nunca. Y no necesitaba que nadie la invitara para sentirse apreciada. ¡No necesitaba que la apreciaran! Se bastaba ella sola.

La profesora entró en el aula y mandó abrir los libros. Sin embargo, Adriel no pasó mucho tiempo ahí. Prefería fugarse de ese aula para no escuchar, para no sentir. Porque la risa de Maddie Singer resonaba en su cabeza.

Seguía hablando con Mindy del baile. De qué vestido iba a llevar. De qué peinado iba a prepararse. De qué canciones quería bailar. El sueño americano de un adolescente. Ser coronada reina del baile.

Y mientras la profesora impartía su clase y Maddie hablaba por los codos de su baile ideal, Adriel la miraba de reojo, sin darse cuenta de lo mucho que fantaseaba en realidad con ir a esa fiesta. Pero si alguien se lo preguntaba, ella diría que son bobadas.

Cuando la clase terminó y sonó el timbre, Adriel escuchó el pistoletazo de salida. Recogió todo tan rápido como siempre y caminó derecha a la calle, sin mirar atrás, sin pararse a hablar con nadie, esquivando a tantos como podía. Era sencillo en realidad. Nadie parecía reparar en ella.

Consiguió salir y alejarse del instituto y cuando se vio sola por las calles se permitió respirar. Cogió aire y lo soltó, relajándose. Era mucho mejor así, sin disculpas, sin charlas. Solo ella y su silencio. Caminó sin prisa pero sin detenerse a mirar por las calles de Castle Combe, atravesando el pueblo y alejándose del núcleo. Allá, al final del camino de piedra, había dos casas solitarias, envueltas por los frondosos brazos del bosque. Antes solía correr por esos bosques, con una corona sobre la cabeza, mirada desafiante y fuerte risa, y a su lado siempre iban su leales servidores, el intrépido paladín y genial mago. Si ahora volviera a esos bosques, se vería sola, con una corona rota y un reino sumido en una irrecuperable extinción. Por eso no había vuelto a entrar al bosque desde hacía ya año y medio.

Llegó a su casa y entró por el jardín trasero. La puerta siempre chirriaba y era algo que la ponía de los nervios. Sonaron truenos en la lejanía y el cielo nublado empezó a oscurecer todavía más. Nubarrones negros se acercaban por el este. Adriel los observaba desde el jardín, con la mochila colgando y el corazón acelerándose. Antes no se dejaba encantar por cosas tan mundanas, antes, cuando portaba su corona, aplastaba a las hormigas y podía extinguir la electricidad del pueblo solo con su mente. Antes, cuando todos se asustaban al verla, los mismos que ahora no podían verla entre tanta gente. Antes cuando coger un libro era aburrido, o doloroso, según de cuánto tiempo atrás retrocedemos.

Entró corriendo a casa antes de que las gotas bañaran el pueblo. Subió a su cuarto y se tiró a la cama. Sobre la mesilla de noche, un grueso libro de tapa dura, edición del 1977, esperaba a ser retomado, sus hojas a ser acariciadas por sus manos. Un dibujo enmarcado ocupaba una de sus páginas. Era una puerta, un arco con runas en otra lengua escritas y una traducción al pie de página, y en una exclamación intermedia entre el asombro y el temor, de sus labios se le escapó el nombre de aquella ciudad:

—Moria...

— ¿Ya has llegado a Moria?

Adriel se giró tan deprisa como la voz entró a su habitación. Apoyado en la puerta, limpiando sus gafas, Crowley fingía no estar prestándola atención.

—Acabo de hacerlo. Todavía estamos en la puerta.

Crowley sonrió lleno de soberbia.

—Supongo que ahora sí me darás las gracias por el regalo.

—Aún es pronto. Como te digo, recién llegamos a Moria, y mientras la vida de Gimli corra peligro no te agradeceré nada.

— ¿En serio?

—Ni lo dudes.

Su intención era seguir un poco más allá, averiguar qué le depararía el camino tras esas puertas. Se moría por ver ese reino, acompañar a la Compañía del Anillo por esos caminos tan misteriosos. Pero Crowley no tenía muy buen aspecto.

Adriel no necesitaba muchas palabras para leer lo que decía su mirada. Intentaba llamar su atención de alguna manera. Crowley se marchó de la habitación pero Adriel no fue capaz de regresar a la Tierra Media después de eso. Dejó el libro sobre la cama, dejando el marcapáginas entre las hojas que había abandonado, y siguió a Crowley por la casa.

— ¿Tienes hambre? —Preguntó el demonio. —Yo no. Pero te prepararé algo si quieres.

—Puedo hacerme la comida, no te preocupes.

—Insisto.

Adriel lo observaba desde la puerta, sabía qué vendría a continuación, así que decidió evitarlo. Ninguno estaba en sus cabales, ambos tenían sus motivos para gritar, enfadarse o tirar cuchillos. Pero no quería tener que montar ningún numerito que agravara la situación.

—Vale.

— ¿Qué te apetece?

—Lo dejo a tu criterio. Voy a guardar las cosas y bajo.

—No tardes. Tienes que poner la mesa.

— ¡Sí!

Adriel regresó a su cuarto corriendo. Cogió su mochila y la subió al escritorio antes de empezar a vaciarla. Dejó sus libros sobre la mesa, sus cuadernos, sus apuntes sueltos. Los libros y cuadernos los guardó en un cajón y los papeles los archivó en una carpeta.

Fuera seguía lloviendo. El olor a La Comarca se colaba por las ventanas entreabiertas. Debería cerrarlas. Pero quería conservar ese olor. El día en el que Crowley llegó a casa con El Señor de los Anillos bajo el brazo, fue duro, porque ese día era siempre el más duro del año. Crowley intentó mostrarse desinteresado, diciendo que vio el libro y lo compró, sin compromiso ni nada, y Adriel le gritó porque no le gustaba leer. Sin embargo, por dentro ella sabía que Crowley solo quería arrancarle un poco las sonrisas, o los gritos si a caso, porque precisamente ese día era en el que menos se sentía entera.

No lo imaginó cuando empezó a leer, pero ese libro se convirtió en el mejor regalo de cumpleaños que podían haberla hecho. Al principio, su lectura fue lenta, pero pronto empezó a fluir como la lluvia que estaba bañando Castle Combe en esos momentos. Y ese olor era parecido al de aquel día, cuando correteaba con Frodo por Bolsón Cerrado y su corazón de estremecía a cada paso.

— ¡Duncan, ten cuidado!

Alzó la mirada y petrificada se clavó en la pareja que reía y jugaba bajo la lluvia. Maddie atrajo a Duncan hacia ella y entre risas y cabellos mojados, se besaron, como si bebieran el uno del otro.

Así de rápido desapareció La Comarca.

Y así de rápido cerró la ventana.

Se agachó y se convirtió en una bola en el suelo. El corazón latía enfurecido en su pecho y sus ojos relucían de rabia y dolor. Pero no podía comprenderlo. ¿Por qué dolía tanto?

Adriel no se movió hasta que Crowley dio una voz para ir a comer.

Por las tardes, Adriel se quedaba completamente sola. Encerrada en su cuarto, abría su libro y dejaba que Tolkien la alejase de esa vida suya tan horrorosa. Ese día, más que ningún otro, quería estar sola con su lectura. Crowley tampoco estaba de humor, por razones obvias, ningún año lo estaba. Pero Adriel, por primera vez en su vida, podía comprenderlo de verdad, o casi.

Sin embargo, Adriel no era famosa por tener suerte, precisamente.

Llamaron a la puerta.

Con un gruñido, bajó tras recordar que Crowley no estaba en casa. Pero no soltó el libro en ningún momento. Abrió la puerta y despegó los ojos de las páginas solo un segundo para ver a quién tenía frente a ella. Unos segundos más tarde tuvo que agarrarse a algo para no caerse del susto.

—Hola —saludó Duncan.

Ella lo miró atónita, en silencio. No tenía palabras en ese momento.

— ¿Estás bien? —Preguntó él.

—Sí —se aclaró la voz y trató de recuperar la cordura —. ¿Qué quieres?

—Bueno, para empezar, mi madre me ha pedido que le encargue un ramo a Crowley, y por eso estoy aquí. Y ya que venía, —sonrió, algo avergonzado —, la verdad es que me ha costado mucho decidirme a hacerlo, quería... Quería verte.

—Vale. Qué bien. Pues ahora mismo me pillas ocupada y Crowley no está en casa así que... En fin. Adiós.

Quiso cerrar la puerta. La estaba cerrando. No paraba de repetirse que cerrarse la maldita puerta, pero Duncan la agarró y volvió a abrirla. Y así, las heridas de Adriel volvieron a sangrar.

— ¡Espera un momento! No puedes dejarme así, con la palabra en la boca. He venido a verte porque quiero hablar contigo. 

—Y yo te he dicho que estoy ocupada. Así que ya hablaremos.

— ¡No! ¡Ya estoy harto de los "ya hablaremos"! Llevo esperando para hablar contigo más de un año.

—No seas exagerado. Y si no lo has hecho es porque no has querido.

— ¿Que no he querido? ¡Lo he intentado, Adriel, miles de veces! Y lo único que sabes hacer es cerrarme la puerta en las narices. No puedo más con esta situación, ¿vale? Quiero arreglar las cosas.

Y ella también quería.

Era lo que más quería en el mundo.

Pero su orgullo era grande, y tenía una cabezota grande como recipiente que le venía como anillo al dedo.

—Las cosas podían haberse arreglado hace mucho.

—No me diste la oportunidad.

— ¿Cómo que no? Yo siempre he estado aquí. ¿Y tú? Porque llevas sin llamar a esta puerta desde hace meses.

—Pero he intentado llamar a otras. No es mi culpa que te cierres en banda. 

Tenía razón. Era una estúpida. Una tremenda cabezota que no atendía a razones.

—No quiero que esto se prolongue mucho más, Adriel. Hemos cometido errores. Sí, lo admito, yo también. Pero no puedo remar yo solo contracorriente. Quiero arreglar las cosas, de verdad.

Un escalofrío la recorrió. Lo miró a los ojos, viendo en ellos reflejados todo el daño que esa situación les estaba haciendo. No podía ser tan orgullosa, a veces, tendría que dar su brazo a torcer. Y no era un mal momento para hacerlo. Lo echaba mucho de menos. Todo lo referente a él. Su risa, su complicidad, su miedo, su compañía. Duncan era lo único que le quedaba, el salvavidas que evitaba que se hundiera y se alejara por completo de la sociedad.

Pero, efectivamente, Adriel había perdido la compañía de la suerte, quizás nunca la tuvo de su lado.

— ¡Duncan! —Exclamó una voz desde el camino que conducía a sus casas.

Adriel se le ensombreció la mirada. Era Maddie y tras ella, todo su grupo de amigos. Los mismos que de muy pequeños se metieron con Adriel y su hermano, los mismos que se escondían atemorizados cuando ella era la Reina del Patio. Entre ellos estaba ese idiota al que rompió la nariz por meterse con su hermano. Y al imbécil al que atizó con una silla porque le quitaba la comida a Duncan en los recreos. Ahora iban a buscarlo a él, a su mejor amigo, a su salvavidas. Y en ese momento comprendió, no solo lo sola que estaba en realidad, sino lo lejos que estaba de la superficie.

—Creo que han venido a buscarte.

Duncan se giró con el corazón en un puño y sin su ansiada respuesta. Pero ya era tarde. La puerta estaba cerrada y Adriel ya no se esforzaba por seguir tocando el salvavidas.

Habían abierto un centro comercial a las afueras de Castle Combe, en el lado opuesto de su casa, y allí, Crowley había abierto una floristería.

Era viernes día 14 de febrero. San Valentín. Crowley intentaba recordar qué diantres habría hecho ese para convertirse en santo. Y concluía en que definitivamente prefería la celebración romana. Lo único positivo que sacaba de esta situación es que la gente venía en masa a comprar ramos y flores. Y ese sábado había baile en el instituto por lo que la asistencia fue aún mayor, sobretodo en la tarde.

Todo lo que hacía era sentarse y leer el periódico mientras escuchaba su interminable disco de Queen.

— ¡Hola, Crowley! —Exclamó su nueva clienta del día.

Al mirar por encima del periódico, se levantó para atender a la que resultó ser su casera.

—Hola, Dolores.

—Vaya. Hace tanto tiempo que no te veía...

—Sí, por cierto, ¿dónde has estado?

—Oh, a Francis le salió un buen empleo en Bath, con buenos ingresos, ya sabes... Y, bueno, de perdidos al río. Se ha jubilado y nos apetecía volver aquí. La verdad, siempre nos gustó más este rinconcito del mundo que una ciudad con aglomeraciones —explicaba sonriente —. Dime, ¿qué tal todo? ¿Los niños? ¡Bueno! Que ya no serán niños, ¿verdad? Deben estar hechos unos jovencitos ya. ¿Y el señor Logentine?

Crowley trató no mostrar ninguna reacción a sus menciones. Hesper, Adriel y Aziraphale regresaban a su cabeza, y el dolor de apoderaba de él. Se vio lo más apático posible.

—No te equivocas, ya no son unos críos, ya tienen 16.

— ¡Madre mía! ¡16 años! Cómo pasa el tiempo.

—Sí... Parece que fue ayer cuando llegamos a este lugar. Pienso en Adriel entonces, era solo una renacuaja que se metía en problemas cada día y ahora... Bueno, ahora es toda una mujer que se mete problemas a veces.

— ¡Ay, Adriel! ¡Nunca cambiará! ¿Y el chico?

—Hesper... —Suspiró. —Aziraphale y él ya no viven aquí. —La mirada de la mujer se agrandó. —No, se marcharon hace ya unos cinco años.

—No lo sabía... Lo siento mucho.

— ¡No se han muerto ni nada por el estilo! Es solo que... Las cosas cambian.

—Lo sé, querido, lo sé.

—Pero, bueno, a Adriel y a mí nos va bien.

—Pues me alegro de eso. Mira, he venido a comprarte algunas plantas para decorar la casa. ¿Tú qué me recomiendas?

Crowley se llevó a Dolores a hacer su tour personal por la floristería y la mostró todo lo que tenía.

Una vez entrada la noche, cerró y regresó a casa.

Tenía el ánimo por los suelos. Solo mentar a Aziraphale había logrado derribar la muralla de naipes que había levantado para poder pasar ese día sin pensar en él, sin ver cuántas veces había intentado llamarle pero al final no había hecho.

Se tiró en el sofá, dejándose hundir junto a Adriel, que parecía tan decaída como él. Pasaron unos segundos de silencio hasta que ella decidió hablar.

—Gimli sigue con vida.

—Qué bien...

—Lo de Moria al final no ha sido muy buena idea.

—Ya, bueno, supongo que así están las cosas, ¿no? A veces tomamos decisiones que nos persiguen el resto de nuestros días...

Volvió el silencio. Ninguno tenía fuerzas para hablar, pero ambos querían y necesitaban hacerlo.

Un poco más tarde, Crowley intervino:

—Dolores ha vuelto.

— ¿Ah, sí?

—Se fueron a Bath y ahora que Francis se ha jubilado han vuelto aquí.

— ¿Y para qué? Yo preferiría quedarme en Bath.

—A ellos les gusta más esto, por lo que se ve.

Adriel se quedó pensativa un momento.

—Supongo que tiene su encanto. ¿Y que tal están?

—Bien, bien. Contentos, o eso parece. Ha preguntado por ti y... —Silencio. No quería decir sus nombres. —Y por ellos.

Y no necesitaba decirlos porque Adriel lo entendió.

Ese día estaba siendo más duro de lo que podría haber previsto.

— ¿Le echas de menos? —Preguntó de pronto la chica.

Crowley tardó unos segundos eternos en responder. Conocía la respuesta pero no se veía capaz de compartirla, aunque era algo evidente.

—Seis mil años —dijo mirando al vacío —, tardé seis mil años en confesarle lo que sentía. Y de pronto... Desaparece de mi vida. Y ahora lo noto más que nunca porque llegamos a tener algo de verdad. Supongo que sí, le echo de menos, a él y a Hesper, por supuesto —sin mirarse, se miraron, y sus almas se arroparon —; tú y tu hermano, aunque no lo diga lo suficiente, habéis sido lo que he estado esperando toda mi vida sin si quiera saberlo. Mi familia...

Crowley sintió el tono nostálgico en el ambiente. Se dejó caer de espaldas sobre el colchón y resopló.

—Maldito día de San Valentín...

Ardriel miró por la ventana, pero su mirada estaba perdida entre sus pensamientos. Ya era de noche. Duncan y Maddie deberían estar por ahí, o en su casa, ahí al otro lado de la pared. Pensó en su conversación.

—He hablado con Dipper.

— ¿Ah, sí? ¿Y qué? ¿Ya está todo arreglado o seguís cabreados?

—Ya no estoy tan enfadada, y él seguro que no lo está ni un poco. Ha venido a encargarte un ramo de su madre. Y me ha dicho que quería arreglar las cosas.

Crowley la miró confuso. No parecía contenta, ni si quiera tranquila. Lo cierto es que una fuerte tristeza se había apoderado de ella, y eso a Crowley no le gustaba.

— ¿Por qué tengo la sensación de que no ha cambiado nada?

—Creo que ya no estamos peleados. Pero sé que ya no somos nada.

— ¿Y eso qué quiere decir?

—No sé si vamos a poder volver a ser amigos. Ya no... Ya no me entiendo con él, o eso creo. Ahora se pasa el día por ahí con sus nuevos amigos, los mismos que se metían con nosotros cuando éramos pequeños. Yo creía que aún teníamos una oportunidad, pero... Era mi salvavidas, Crowley, y tengo la sensación de que lo he perdido para siempre.

Crowley se estremeció. Nunca la había oído hablar así. Ni si quiera cuando Hesper se marchó. Tuvo que hacer frente a muchas cosas ella sola, pero es que en realidad, nunca lo estuvo. Duncan estuvo siempre a su lado, ayudándola, cuidándola, acompañándola. Desde hacía un año, había desaparecido de su vida, y no sabía cómo podía estar afectando eso a Duncan, pero a Adriel la había pinchado, la estaba hundiendo. Y eso era lo último que quería ver. Crowley no se consideraba un buen padre, sabía que no lo era. Pero no podía permitir que Adriel, su Killer Queen, su niña, cayera en la oscuridad por no haber sabido guiarla.

—Te vales por ti misma, Adriel. No necesitas ningún salvavidas, nunca lo has necesitado —se miraron en silencio, tratando de comprenderse —. Eres una de las personas más fuertes que conozco y no necesitas que nadie venga  salvarte. Te pido que guardes estas palabras, y que te levantes, que luches. Sé tu propio salvavidas y no dejes que te trague el mar. ¿De acuerdo?

Asintió. Quizás, con el tiempo, aquellas palabras tomaran más fuerza, pero en ese momento, aunque lo intentó, su mente no podía concentrarse en eso. 

Se abrazó las piernas y enterró la cara entre las rodillas. La presión del pecho crecía a cada respiración, cada latido, cada pensamiento.

Él estaba por ahí con ella.

¿Y por qué le dolía tanto?

Había hecho caso omiso a esa pregunta todo el día, y el último año que llevaban juntos esos dos.

Y ya tenía una respuesta.

—Papá —llamó temblando —, tengo que contarte una cosa.

Crowley se levantó la mirada para concedérsela solo a ella. Adriel cogió aire y soltó aquello que su corazón llevaba años ladrando sin saberlo si quiera.

—Me he enamorado.

Crowley se estiró, tenso.

— ¿Que te has qué? ¿Cómo? ¿Quién...?

Se miraron en silencio, aunque la respuesta estaba muy clara.

—Duncan Dipper.

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