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𝕷ondres era un lugar alborotado, demasiado, en realidad. Pero aún tenía algo que a Aziraphale le gustaba.
Quizás fueran todos los recuerdos que se le venían a la mente, cenas en el Ritz, paseos por el parque, noches enteras leyendo por enésima vez alguno de sus libros preferidos... Ah... La librería. Si algo adoraba Aziraphale de Londres era su librería. Y llevaba una década sin pasar por allí. Se preguntaba cómo estaría.
En cambio, Hesper no se preguntaba nada.
Había cumplido los 13, y ni el tiempo ni la magia lograron hacer efecto en su alma. Tras varios años en Tadfield, finalmente, y debido a las múltiples ocasiones en las que el pueblo entero corrió peligro por su presencia, Aziraphale decidió hacer las maletas y volver a Londres. Quizás ya no quedaba otro lugar donde estuviera a salvo.
Desde que pasó aquello, Hesper hablaba poco. Menos que poco. Su expresividad se había visto limitada por su propia esencia, que trataba de controlar por todos los medios que su cuerpo no explotase en mitad de la calle. Estaba encerrado bajo su propia piel, para poder conservar algo de sí mismo. En ese tiempo, averiguaron cosas sobre lo que había pasado y sobre muchos de los símbolos que le fueron tatuados. La mayoría servían para encerrar y capturar, algunos transformaban el poder y otros estaban relacionados con el alma y el recipiente. Seguramente, lo que quiera que fuera Hesper, en realidad debía tener un tamaño inmenso. Hacía un esfuerzo infinito por controlarse y evitar causar algo peor.
Al cabo del tiempo, se acostumbró a esa sensación de estar amordazado, y finalmente, el otro Hesper dominó al anterior. Ahora, Hesper era un jovencito inexpresivo, centrado únicamente en los libros que leía y en su aprendizaje individual. No se mezclaba con los humanos y no dejaba que los problemas de éstos se mezclasen con los propios.
Pero ni eso era capaz de obligar a Aziraphale a rendirse. Y siempre apelaba al espíritu de la Navidad para lograr arrancarle una sonrisa, por pequeña que fuera; estaría satisfecho con notar el más leve cambio.
Estaba decidido. Lo iba a hacer. Todo cambiaría a partir de esa mañana...
—Hesper... —El ángel se acercó lentamente a la cama donde dormía el chico. Sentado al borde lo observó mientras dormía, con dulzura. —Eh, Hesper.
Lentamente, el niño abrió sus ojos.
—Buenos días. —La sonrisa de Aziraphale alumbraba aquella habitación gris. —Es hora de levantarse.
Hesper no dijo nada. Antes habría preguntado o se habría percatado por sí mismo de que era Navidad. En tal caso, posiblemente habría sido el propio Hesper quien hubiese ido a despertar al ángel. Lamentablemente, las cosas no iban para nada como Aziraphale quería, pues el chico ni si quiera se movió.
— ¿Sabes qué día es hoy?
—25 de diciembre. Navidad.
— ¡Correcto! ¿Y sabes lo que te espera bajo el árbol?
—Tradicionalmente, se dejan regalos. Supongo que serán regalos.
— ¿No quieres ir a abrirlos?
El chico tardó unos segundos en contestar. El plan de Aziraphale estaba yendo al revés; él estaba más entusiasmado que Hesper.
—No especialmente. Pero tú pareces querer ir.
— ¡Claro que quiero ir a ver! Seguro que tenemos cosas maravillosas...
—Podría estar bien.
Se encendió una bombillita. El hecho de que contemplara la posibilidad de que algo pudiera estar bien, le devolvió al ángel las esperanzas que estaba perdiendo.
Fueron pues, al encuentro de la Navidad, y sentados en el suelo, cada uno cogió su regalo y los empezaron a abrir. Y efectivamente, Aziraphale estaba más entusiasmado que Hesper, cuyo envoltorio se deshacía entre sus manos, de lo lento que arrancaba el papel.
— ¡Un equipo de magia! —Exclamó el ángel. — ¡Justo lo que yo quería! ¿Qué tienes tú, Hesper?
No había terminado de desenvolverlo. Aziraphale le dio su espacio y su tiempo para abrirlo. Finalmente sacó un libro sobre dinosaurios. La sonrisa de Aziraphale no le cabía en la cara.
—Dinosaurios, Hesper. Con lo que te gustan.
—Son dignos de estudio —respondió sin el mínimo de ímpetu —, fueron criaturas enormes que poblaron la Tierra durante mucho más que los seres humanos. Hacen que uno se cuestione si de verdad es el ser humano la raza superior entre los animales. Ellos ocuparon el planeta durante mucho más tiempo y lo dejaron en perfecto estado.
El ángel no estaba seguro de si llorar, aplaudir o irse a un rincón a pensar. Aunque él sabía la broma que Dios gastó a los arqueólogos con los dinosaurios, aunque Hesper lo sabía, de niño siempre adoró a aquellas bestias. Por eso el ángel pensó que aquel libro despertaría algo más en él que un comentario profundo que da dolor de cabeza.
De lo que sí estaba seguro, es que no había logrado nada. El chico se levantó y regresó a su cuarto, con el libro sí, pero lo dejaría sobre la mesa para volver a dormir.
Aziraphale quedó devastado.
Se estaba esforzando tanto... Y no veía ninguna respuesta a sus tratamientos. Hesper había dejado de ser humano, ahora era otro ser. Muy fuerte. Muy peligroso. Muy inhumano.
Cabizbajo, el ángel se acercó al teléfono. Se había comprado un buzón de voz. Casi más porque se lo pedía el corazón que por una necesidad real. No había mucha gente que llamase a su tienda y fuera imprescindible cogerle el teléfono. Pulsó unos botones y la voz robótica del buzón de voz le dijo que no había llamadas.
Ni una.
Lloró su corazón.
—Ya no me...
Se negó a decirlo en voz alta.
El problema de vivir solo con Hesper es que nadie podía entender el dolor que parecía. Extrañaba su hogar, a su hijo, y también extrañaba a su pequeña revoltosa. Pero al menos le quedaban las llamadas.
Los primeros días, Crowley llamaba a cada hora, cada segundo de sus vidas era controlado vía telefónica. Sin embargo, hacía año y medio que las llamadas empezaron a remitir. Varios meses sin recibir una sola. Y había dejado pasar tanto tiempo que ahora le daba vergüenza llamar él mismo.
Y las dudas, el temor, el riesgo del desamor acechando a cada paso... Empezó a pensar que se estaba olvidando de él.
Y cualquiera pensará: ¡Eso es ridículo!
Crowley y Aziraphale habían pasado muchos más años sin verse, entre unas cosas y otras, y en ningún momento olvidaron al otro. No solo porque sabían que estaba ahí, sino porque de sus pensamientos no de iba. Se habían acomodado en su interior.
Pero el ángel sintió que las cosas estaban cambiando. Que Crowley podía tener problemas. Que podía sentirse... Herido. O tuviera mejores cosas que hacer.
Aziraphale se sentó entristecido en un cómodo sillón. En silencio. Hasta que la puerta se abrió de pronto.
— ¿Hola? —dijo una voz infantil — ¿Hay alguien aquí?
Aziraphale acudió raudo a recibir a su primer cliente en años. No era más que un crío, de la edad de Hesperia más o menos, que venía ilusionado y tímido con un monedero pequeño y abultado entre las manos.
—Buenos días, señor —dijo él —, disculpe, ¿la tienda está abierta?
—Sí, claro, jovencito.
— ¡Bien! —Exclamó con ilusión. —Vengo a comprar un libro.
Aziraphale sonrió. Le recordó a Hesper, años atrás, tan educado, con tanta facilidad para impresionarse... Solo Dios sabía lo que lo echaba de menos.
Ayudó al niño a encontrar el libro que quería, que según decía, era un regalo de cumpleaños para su hermana. Aziraphale charló con él entre tanto y descubrió que el niño se llamaba Andrew, que había pasado por delante de la tienda muchas veces, pero siempre estaba cerrada. Que tenía muchas ganas de entrar y verla porque le encantaban los libros.
Sus voces atrajeron a Hesper. Incapaz de pensar, de sentir curiosidad, de moverse por medio de una emoción, el niño se levantó y fue hacia ellos, con la mente en blanco, solo para ver si había alguien de verdad allí.
—Me alegro mucho de que haya vuelto, señor Aziraphale.
—Oh, criatura.
Su sonrisa calmó el corazón del ángel. Sintió un gran alivio en el pecho. En ese momento, vio a Hesper, que oculto entre las sombras, observaba, inquietante, al niño de la tienda.
— ¡Hesper! Querido... —El niño se giró a verlo, y de entrada, tuvo miedo. —Ven, acércate.
Hesper obedeció sin quitarle los ojos de encima al niño que se quedaba sin espacio por el que retroceder.
—Él es Hesper, mi hijo. También le gustan los libros. Es un poco... Tímido, pero estoy seguro de que podéis haceros amigos, ¿verdad, Hesper?
El niño tragó saliva y dio un paso hacia Hesper, temblando.
—Hola... Me... Me... Me llamó Wesley.
—Hola, Wesley—su voz era plana.
—Un... Placer...
Wesley estuvo mirándolo un rato hasta que empezó a sentirse cómodo. Se relajó al ver que simplemente era inexpresivo. De hecho, le parecía que tenía un rostro dulce.
— ¡Ah! —Se sobresaltó. —Tengo que irme ya o mi madre me reñirá. Ha sido un placer, señor Aziraphale. Y... Hesper.
—Igualmente —respondió con la misma voz de robot.
Sin embargo, Wesley sonrió. Se despidió con la mano y salió corriendo de la tienda.
Sin querer, Hesper había hecho un amigo.
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