III
La noche es fría, el cielo está cubierto por nubes teñidas de gris oscuro y el viento resopla abruptamente, balanceando así la copa de los árboles.
La lluvia no tardará mucho en llegar, así que la joven se apresura y sale de su hogar con un abrigo y un ramo de girasoles.
Marcha por las vacías calles, arrastrándose a sí misma a un vacío de martirio sin fin.
Una pobre alma en sufrimiento.
Es lo único que es.
Su vida se ha acabado, porque sin ella nada tiene el más remoto sentido.
Su débil cuerpo la conduce hasta el cementerio, luego hasta aquella tan conocida lápida. La de su amada Nicha Yontarak.
Sus rodillas parecen dejar de funcionar en un momento y entonces cae al suelo, frente a la lápida de su difunta novia.
Una vez más las lágrimas escapan, cayendo por sus pómulos como si cataratas fueran.
El ciclo se repite así, una y otra vez, sin parar.
Sus temblorosas manos que cargan el ramo, dejan caer el mismo encima de la losa.
—Esta vez decidí traer tus flores favoritas, mi amor.
Su voz está completamente rota, aún así se obliga a parecer feliz. Sonríe a duras penas, intentando lucir alegre, cuando sus ojos gritan lo contrario.
Diminutas gotas caen del cielo, mojando el rostro de la muchacha; sin embargo, a ella no parece importarle en lo absoluto.
Pronto comienzan a recaer con más fuerza, empezando allí una fuerte lluvia; pero a ella no le interesa en lo más mínimo.
—Ahora no lloraré sola. La lluvia y yo sufriremos juntos.
Y ella se queda allí, frente a lo que restaba de su único amor y bajo la violenta lluvia.
Porque no importaba si en esa noche ella dejaba de respirar.
Nicha es lo único que necesita, aún así ella esté enterrada bajo tierra.
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