Tres años después, en una iglesia antiquísima, de grandes arcos, puntas pronunciadas y vitrales que casi tenían doble colores por los siglos que tenían, dos hombres lobos, uno delgado y astuto, con una cicatriz, y otro fornido y enorme, estaban en la pila bautismal de la abandonada iglesia en la punta de aquel empinado terreno.

Junto a ellos, había otros tres lobos, cada uno sentado en un punto específico; las posiciones de los cinco formaban un pentágono, siendo la pila bautismal donde estaba el lobo más delgado y de ojos verdes.

Todos tenían sus motivos para destruir al mestizo de humano y vampiro, pero de entre todos ellos, dos eran mayores. Más personales.

Todos los licántropos empezaron a murmurar unas palabras, cánticos, que subían y bajaban de tonos, y que mientras de la pila bautismal salía un miasma blanco que parecía tener consciencia propia, porque se retorcía de formas extrañas, empezaron a entonar con ferocidad.

Con odio.

La Noche pronto llegaría, y al hacerlo, ese mestizo desaparecería.

Con el último cántico la niebla se arremolinó con fuerza en sus patas, y sintió como si las metiera en un mar de agua helada, casi quemaba de lo intensa que era esa magia; la neblina le subió hasta los codos cuando la pila empezó a brillar con fuerza. Pronunció las palabras que había leído en aquel libro tan antiguo, el libro que destruyó luego de aprenderlas. El libro de las brujas: El Libro Negro.

Oh, gran señora, permite que mi petición se cumpla, y cuando llegue tu noche, La Noche, te entregaré el resto de mi enemigo. Permíteme obtener lo que deseo. Cumple mi petición con la emoción que te proporciono y haz efectiva mi maldición. Gran señora de Walpurgis.

Tres segundos. Tres segundos después, la pila, la iglesia y la zona del lugar tembló, un dolor insoportable le recorrió cada célula del cuerpo, mientras la niebla se compactaba, brillando de un azul tan intenso como el océano, en la pila.

Entonces los vio: todo lo que ese mestizo había vivido, lo que disfrutó, sufrió, gozó, amó; todo. Todo eso se terminó condensando en una pequeña esfera de color azul, que se solidificó en sus patas.

Sonrió, victorioso, apretando la esfera con todas sus fuerzas, soltando una risotada macabra que hizo eco por la iglesia y podría haberse oído en las profundidades de la tierra.

La carnada ya estaba puesta, solo tenía que esperar a que él mismo viniera a él.