Episodio 1 - The Memoriable...
– ¡Haiko! ¡Espérame! –
La voz de un pequeño Yokashi resonaba en la cueva. Sus pasos rápidos golpeaban el suelo húmedo, mientras corría tras su hermana mayor, Haiko, que avanzaba con una gracia casi etérea. El sonido de una cascada rugía al final del túnel, acompañado por el eco de gotas cayendo desde las paredes rocosas.
Haiko estaba unos metros más adelante. Su figura parecía fundirse con la luz que se filtraba a través de la entrada de la cascada. Sin detenerse, atravesó la cortina de agua, desapareciendo al otro lado.
Yokashi llegó al borde, sus ojos grises llenos de asombro. Más allá de la cascada, un paisaje de ensueño se extendía ante él: un valle cubierto de flores que se mecían con el viento, árboles Sakura en plena floración, y un cielo tan azul que parecía irreal. Quiso cruzar para seguir a su hermana, pero la cascada, antes líquida y dócil, se endureció de repente, bloqueando el camino.
Confundido, intentó tocar el agua sólida, pero no pudo atravesarla. Al otro lado, Haiko lo miraba con una sonrisa serena, una de esas que iluminaban todo a su alrededor. Le hizo un gesto para que esperara y, sin decir una palabra, se adentró en el valle hasta desaparecer entre los cerezos.
...
Yokashi abrió los ojos de golpe. El techo de madera de su casa apareció en su visión, borroso al principio, hasta que su mente se despejó por completo. Era otro sueño. Uno recurrente, tan vívido que cada vez parecía más real. Se incorporó lentamente, sintiendo la rigidez en su cuerpo después de una noche inquieta. Miró a su alrededor. Su habitación estaba desordenada: ropa tirada por el suelo, una pila de libros apilados al azar, y su arco descansando en un rincón junto a un carcaj lleno de flechas. El sol, alto en el cielo, indicaba que ya era casi mediodía. Con un suspiro, se levantó del catre y se acercó a la ventana. Afuera, el bosque se extendía en todas direcciones, el lugar que ahora llamaba hogar. Desde la muerte de Haiko, la casa había quedado en completo silencio. Nadie quejaría por el desorden, ni lo regañaría por dormir hasta tarde.
"Otro día más", pensó, mientras se dirigía hacia la sala.
Pasó junto al pequeño altar que había montado en memoria de su hermana. Una flor marchita descansaba en el jarrón de cerámica. Se detuvo un momento, acariciando la madera con los dedos, antes de dirigirse a la cocina. Prendió el fuego con movimientos automáticos, su mente divagando hacia recuerdos dolorosos. Haiko había sido su mundo. La hermana que lo crió cuando sus padres murieron, apenas cuatro años mayor que él, pero con una fortaleza que siempre lo había impresionado. Y ahora, incluso su luz había desaparecido, arrebatada brutalmente mientras él no estaba. Había salido a cazar ese día, como cualquier otro. Pero al regresar, era demasiado tarde...
Sacudiendo la cabeza para despejarse, se preparó algo rápido para comer. Había trabajo que hacer. Aunque viviera solo, aunque el dolor lo consumiera a veces, aún tenía responsabilidades. Salir a cazar no era solo una tarea; era lo único que le daba un propósito. Tomó su arco y su carcaj, asegurándose de que las flechas estuvieran en buen estado. Con un último vistazo al altar de Haiko, murmuró en voz baja:
– Algún día, te prometo que lo encontraré. –
Yokashi salió de su casa, el aire fresco de la mañana acariciando su rostro mientras ajustaba el carcaj lleno de flechas sobre su espalda y aseguraba su arco en su mano. Se dirigió hacia la pequeña aldea que se encontraba a unos cuantos kilómetros de su hogar. A pesar de su distancia, la aldea siempre estaba llena de vida. Su ubicación en el cruce de varios caminos la hacía un punto de encuentro para cazadores, viajeros y comerciantes, lo que resultaba en un constante bullicio. La combinación de gritos lejanos de comerciantes ofreciendo sus mercancías, los murmullos de las conversaciones y el sonido del agua fluyendo por el río cercano siempre lo aturdía, pero ya se había acostumbrado.
La gente se movía entre las calles estrechas, y entre los edificios de madera y piedra, Yokashi se sentía un poco fuera de lugar, como un espectador del caos que reinaba a su alrededor. A pesar de la constante actividad, el joven cazador siempre había encontrado consuelo en el ajetreo de la aldea, pues no solo le daba la oportunidad de abastecerse, sino también de mantenerse cerca de su mentor, Kazuo Arakaki, quien era uno de los pocos a quienes Yokashi realmente confiaba.
De repente, entre el bullicio, una voz familiar le cortó el pensamiento:
– ¡Yokashi! –
Giró hacia el origen de la voz. A través del tumulto, divisó a una joven que se abría paso entre la multitud con una sonrisa cálida en el rostro. Era Eiko Hirata, la hija adoptiva de la familia Heeko, y una de las pocas personas que lograba hacer que Yokashi olvidara, aunque solo fuera por un momento, el dolor de la pérdida de su hermana.
– ¡Eiko! – respondió, devolviendo la sonrisa, aunque sus ojos mostraban el cansancio de sus constantes viajes al bosque. – ¿Qué haces por aquí? –
Eiko, que llevaba un simple vestido de lino, se detuvo frente a él, dejando escapar una pequeña risa.
– Bueno, disfrutando el entorno, más que nada. Es cálido y siempre me gusta venir a esta parte del pueblo... ¿Y tú? ¿Qué te trae por aquí hoy? – preguntó, sus ojos brillando con una suavidad tranquila, casi como si pudiera leer sus pensamientos.
– Vine a ver al señor Arakaki – dijo Yokashi, sin perder su tono alegre. – Necesito algunos consejos para mi próxima caza. La aldea necesita alimento, y yo podría usar algo de dirección. –
– ¿Puedo acompañarte? – Eiko lo miró, su voz tímida pero firme.
– Claro, si no es molestia – respondió Yokashi, con una sonrisa que dejaba ver su aprecio por su amiga. Aunque Eiko no era hábil en combate, su capacidad para leer el alma de las personas le daba una perspectiva única que él valoraba enormemente.
Juntos comenzaron a caminar por las calles del pueblo, el bullicio de la gente acompañándolos. Mientras avanzaban, Eiko hablaba con calma sobre los pequeños eventos del pueblo, desde las nuevas cosechas hasta los chismes más recientes sobre los viajeros que pasaban por allí. Sin embargo, a medida que se acercaban al dojo de Kazuo, un cambio en el aire hizo que Yokashi se tensara ligeramente.
A lo lejos, en el camino hacia el dojo, apareció una figura conocida, una que siempre le traía recuerdos incómodos. Takumi Yamada, el joven rival de Yokashi. Un año mayor, arrogante y siempre con una sonrisa desafiante. Había sido su rival desde pequeños, siempre buscando demostrar que era más habilidoso, pero también dispuesto a jugar sucio para obtener la victoria.
– ¡Mira quién tenemos aquí! – Takumi exclamó con una risa burlona al ver a Yokashi y Eiko acercarse. Su tono era provocador, como siempre. – ¿Vienes a buscar más consejos del viejo Kazuo? No sé por qué te sigues molestando. ¿Realmente crees que puedes mejorar? –
Yokashi detuvo sus pasos, dejando que la mirada de Takumi lo desbordara por un momento. No se iba a dejar provocar. Miró a Eiko por un instante y luego volvió su atención a Takumi, su sonrisa confiada nunca desapareciendo.
– ¿Sabes, Takumi? – empezó Yokashi, su voz calma pero cargada de determinación. – No necesito que me enseñe nada que tú ya no sepas. Me han bastado estos años para darme cuenta de que la habilidad no lo es todo. Y en cuanto a tus métodos... Bueno, no me sorprendería si un día te encuentras con alguien que sea capaz de ver a través de tu fachada. –
Takumi frunció el ceño, claramente irritado por la respuesta de Yokashi, pero no dijo nada más. Por un momento, el ambiente se tensó, pero al final, Takumi simplemente dio un paso atrás, cruzando los brazos con una sonrisa tensa.
– Nos vemos en el campo de batalla, Yokashi. Espero que no te duela tanto la próxima vez que te derrote. –
Yokashi no respondió, pero su mirada fría fue suficiente para que Takumi se diera por vencido. Sin perder su compostura, volvió a mirar a Eiko y sonrió, guiándola hacia el dojo de Kazuo. La puerta de madera se abrió al llegar, revelando al maestro Kazuo Arakaki, que estaba en su habitual postura de meditación. Aunque su rostro mostraba una severidad inherente, había un destello de calidez en su mirada al ver a Yokashi.
Kazuo Arakaki observó a Yokashi con su mirada habitual, mezcla de severidad y una calidez subyacente, mientras el joven cazador se acomodaba frente a él. El dojo estaba tan minimalista como siempre, con las paredes adornadas solo por las armas antiguas que Kazuo había recolectado a lo largo de los años. La quietud del lugar reflejaba la paz que su maestro había logrado alcanzar, una paz que a Yokashi le parecía inalcanzable, pero que siempre aspiraba a comprender.
– Ah, has venido, joven Heeko – dijo Kazuo, su voz grave y tranquila, como el sonido de las olas rompiendo en la orilla. – ¿Y esta es tu amiga Eiko? –
Yokashi asintió y, con una sonrisa relajada, indicó a Eiko, quien se mantenía cerca, observando el intercambio. Eiko, con su serenidad natural, asintió y dedicó una sonrisa suave a Kazuo.
– Sí, maestro Arakaki. Eiko ha venido conmigo. – Yokashi hizo una pausa antes de continuar, siempre agradecido por la presencia de Eiko, cuya calidez y bondad equilibraban el vacío que él sentía por dentro. – Quería pedirte algunos consejos sobre la caza. He tenido dificultades últimamente y pensé que podrías darme algunas recomendaciones.
Kazuo se inclinó ligeramente hacia adelante, sus ojos se entrecerraron, pero no era desconfianza lo que reflejaba, sino una atención profunda. La vida de un cazador nunca era sencilla, y Kazuo sabía que el joven frente a él había pasado por más pruebas de las que la mayoría podía soportar.
– La caza no se trata solo de aguzar los sentidos o de precisión. – Kazuo comenzó, su tono tranquilo pero firme. – La paciencia y el respeto por la naturaleza son tan importantes como las habilidades físicas. No es solo un acto de obtener alimento, sino de aprender del ciclo de la vida y la muerte.
Yokashi asintió mientras escuchaba atentamente. A pesar de su dolor interno, aún encontraba consuelo en las enseñanzas de su mentor. Pero, de pronto, la conversación dio un giro inesperado, cuando Kazuo, al ver la intensidad en los ojos del joven, decidió hablar de un tema del que nunca había mencionado antes.
– Aunque la caza es tu propósito ahora, joven Heeko... – Kazuo hizo una pausa, su mirada fija en el joven. – Creo que hay algo más que todavía te consume, algo que aún no has enfrentado.
Yokashi frunció el ceño, notando la seriedad en la voz de su maestro. Algo en su interior se removió, y la última conversación que había tenido con su hermana, antes de su trágica muerte, se presentó en su mente, junto con la rabia que había decidido ignorar.
– ¿De qué hablas, maestro? – preguntó, sin ocultar el desconcierto en su voz.
Kazuo suspiró, dejando escapar una pequeña bocanada de aire mientras sus ojos se volvían sombríos.
– Sé que aún buscas venganza, Yokashi. No te he preguntado porque tu dolor es algo que debes procesar por ti mismo... Pero ha llegado el momento de que lo sepas.
Yokashi sintió que su pecho se tensaba, como si algo se estuviera apretando dentro de él. La muerte de su hermana había sido el desencadenante de su vida de cazador, pero el dolor de su pérdida aún era un fuego que ardía con furia.
– ¿Qué sabes sobre su muerte? – preguntó, su voz más baja de lo que pretendía, su tono marcado por una sombra de angustia y coraje.
Kazuo observó a Yokashi por un largo momento, como si sopesara cada palabra que iba a decir. Finalmente, habló con una calma rota por la gravedad de lo que iba a revelar.
– Fue Raiku Kamigawa. – Dijo finalmente Kazuo, y la simple mención de ese nombre causó que el aire alrededor de Yokashi pareciera volverse denso. – Un hombre que fue una vez mi compañero de lucha, un aliado en el pasado. Pero ha cambiado, ha abandonado el camino honorable por la búsqueda del poder absoluto. Es un hombre peligroso, que domina el elemento rayo, y no tiene reparos en usarlo para sus propios fines. Fue él quien mató a tu hermana, Yokashi.
Las palabras de Kazuo se clavaron como dagas en el corazón de Yokashi. La rabia se encendió en su pecho, y el dolor de la pérdida de Haiko volvió con mayor intensidad que nunca. Cada recuerdo de su hermana, de su risa, de su protección, todo se mezcló con una ira pura que empezó a consumirlo.
– ¡Voy a darle caza! – dijo, casi sin pensarlo, con una determinación feroz. – Encontraré a Raiku Kamigawa, y le haré pagar por lo que hizo.
Kazuo no mostró sorpresa, pero la tristeza en su rostro era palpable. Su mirada pasó de Yokashi a Eiko, que estaba observando la escena con una expresión preocupada.
– Yokashi... – Kazuo comenzó, levantándose lentamente, su figura aún imponente a pesar de su edad. – Sé que tu dolor es profundo, y sé que tu deseo de venganza arde dentro de ti, pero esto no es el camino que quiero para ti. Raiku Kamigawa no es un enemigo que pueda ser derrotado simplemente por el deseo de venganza. Su poder es inmenso, y él ya ha abandonado todo sentido de honor. La furia cegará tu juicio y pondrá en peligro tu vida, y no quiero que sigas ese camino.
Pero Yokashi ya no podía pensar en nada más. El dolor de la pérdida de su hermana lo había empujado a este punto, y la justicia que él sentía que necesitaba aplicar era más importante que cualquier advertencia.
– No me detendrás, maestro – respondió con firmeza, su voz más fría que nunca. – Mi hermana ha muerto, y es mi responsabilidad vengarla. No puedo seguir adelante sin hacerlo.
Kazuo se quedó en silencio, observando al joven que había visto crecer y que ahora tomaba una decisión tan peligrosa. A pesar de su desaprobación, sabía que había llegado un momento en que nada podría detener a Yokashi.
Eiko dio un paso adelante, colocando una mano suavemente sobre el hombro de Yokashi. Aunque no compartía su urgencia, su voz era suave pero llena de sabiduría.
– Yokashi, yo sé que lo que buscas es justicia, pero venganza solo traerá más oscuridad a tu alma. – dijo, mirando a Kazuo con respeto. – No lo hagas solo por dolor. Hazlo porque es lo correcto, por el futuro, no por el pasado.
Pero Yokashi, cegado por la ira y la necesidad de justicia, no escuchaba. Con una última mirada hacia Kazuo, se dio la vuelta, decidido a seguir su camino, sin importar las advertencias de su maestro o las súplicas de Eiko. La sombra de su hermana seguiría pesando sobre su corazón hasta que cumpliera su misión.
Kazuo suspiró en silencio, sabiendo que solo el tiempo revelaría las consecuencias de la elección de Yokashi.
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