9 - Día 16
Me costó despertarme. El sonido de la alarma del móvil sonaba muy lejano, como si procediese del final de un largo túnel. Sonaba débil al principio, como una simple pulsación o un zumbido. Con el transcurso de los segundos, sin embargo, fue aumentando el volumen. Extendí lentamente el brazo en busca del final del túnel y lo palpé hasta localizar la fuente del ruido. Lo acerqué a mi rostro... y al abrir los ojos vi que la pantalla del teléfono estaba iluminada. Presioné el icono de apagar y volví a cerrar los párpados, sintiendo el peso del mundo caer sobre mí, hundiéndome más y más en la cama...
Era como si alguien tirase de mí desde el interior del colchón, tratando de engullirme.
—Dios... —murmuré entre dientes.
Me obligué a mí misma a levantarme. Quería seguir durmiendo, estaba profundamente agotada, como si no hubiese logrado dormir más que un par de horas, pero sabía que si seguía con los ojos cerrados no saldría de casa, así que me esforcé por incorporarme. Me destapé con lentitud, apartando la cubierta de hierro en la que se habían transformado las sábanas y las mantas, y apoyé los pies sobre el frío suelo.
Necesité unos segundos más para lograr ponerme en pie.
—Madre mía —me quejé. Alcé los brazos y me estiré—. Qué horror...
Hundí los pies en las zapatillas y me acerqué al espejo de pie, donde me detuve para mirarme. Sospechaba que tendría mal aspecto, pero el contenido del reflejo me sorprendió tanto que por un instante me olvidé incluso del sueño. Extendí la mano hasta el interruptor de la luz para poder mirarme mejor y acerqué el rostro al vidrio. Estaba extraña. No sabía decir el qué exactamente, pero había algo raro en mi rostro. Algo diferente...
Me alejé con inquietud, saliendo al frío pasillo. Desconcertada, miré a ambos extremos y me dirigí al baño, donde volví a mirarme en el espejo en busca de una explicación. Por desgracia, no la había. Sencillamente, había algo diferente en mi rostro.
Decidí que era el cansancio el culpable de mi extraña expresión. Encendí el calefactor, me desvestí y me metí bajo la ducha, donde la calidez del agua logró serenarme un poco. Cerré los ojos y dejé que el chorro cayese sobre mi cabeza y hombros durante unos minutos. Aquella noche había soñado. No recordaba exactamente el qué, pero había soñado con David. El Capitán Málaga había logrado hacerse un hueco en mi mente y me entristecía no poder recordar qué era lo que habíamos vivido en la "otra vida", como decía Julián.
Desayuné, llamé a mi madre un buen rato y salí a la terraza a que me diese el aire. Un rato después, ya con el Ateca blanco esperándome en la puerta, dejé el apartamento e inicié el trayecto hacia Barcelona en compañía de una Rosa algo más habladora que el día anterior.
—Buenos días, preciosa —me saludó amistosamente nada más cerrar la puerta—. ¿Todo bien? Tienes cara de cansada.
—Lo estoy —admití—, pero estoy bien. Muy bien, en realidad. Contenta.
—¿Muy bien? —Interesada, Rosa me miró por el retrovisor. Su tono se tornó tremendamente jocoso—. Ese "Muy bien" suena a que te ha pasado algo "muy bueno".
Encendí la cámara delantera del móvil y miré la estúpida sonrisita que decoraba mi rostro. No era de sorprender que Rosa me hablase con aquel tono tan repelente, en su lugar yo también lo habría hecho.
Desvié la mirada hacia la ventanilla, incapaz de evitar ensanchar aún más la sonrisa, y me encogí de hombros.
—Podría ser...
La chófer rio.
—¿Y tu "podría ser" tiene nombre?
Lo tenía, por supuesto, pero no se lo dije. En lugar de ello le dediqué una de esas miradas mías que mi madre decía que eran capaces de helar el mismísimo infierno y me concentré en el teléfono. Me hubiese gustado haber despertado con algún mensaje del Capitán Málaga, pero dado que no había recibido ninguno, accedí de nuevo a la galería de fotografías para verlas. Habíamos salido muy bien, la verdad. Tan bien que no pude evitar volver a reír como una idiota al vernos posar.
—Bueno, bueno, bueno, no sé quién será el afortunado, pero desde luego ha hecho un buen trabajo contigo —exclamó Rosa con diversión—. Desde que te conozco no te había visto sonreír así.
—Venga ya, exageras.
—No, no exagero en absoluto —aseguró. Fijó la atención en la carretera y, dedicándome un último guiño, selló los labios.
Pasé el resto del viaje tonteando con las fotos y las redes sociales, decidiendo qué imagen subir. La noche anterior había estado convencida de que quería vengarme de Santi: que tenía que hacerle rabiar tanto o más de lo que yo había rabiado al verle con otra. Aquella mañana, sin embargo, mi visión había cambiado de tal forma que decidí guardar para mí aquella noche. Colgué una de las fotos que hicimos al mar, pero nada más. Todas aquellas imágenes en las que aparecíamos riendo, mirándonos o sencillamente haciendo el idiota las mantuve en secreto, para poder disfrutar de ellas cuando me apeteciese. Ni tan siquiera se las envié a Ana. Guardé la fotografía que David tenía de perfil de WhatsApp y se la mandé para que pudiese verle la cara, pero nada más.
—¿Preparada? ¡Hoy va a ser un día emocionante!
—Bueno, si tú lo dices...
—¡Claro que sí, Alicia! Se cumplen quince días desde que nos vimos por primera vez: desde el inicio del tratamiento. Con la sesión de Hypnos de hoy veremos avances, ya verás.
Tanto entusiasmo logró animarme más de lo que ya lo estaba. Julián, que aquel día venía con el pelo especialmente corto tras haber pasado por la peluquería el día anterior (para ponerse guapo para la ocasión, decía), estaba fuera de sí. Estaba tan convencido de que ese día obtendría buenos resultados que la posibilidad de fracasar no tenía cabida en su mente. De hecho, tal era su buen humor que cuando entré aquella mañana en su despacho, diez minutos antes de lo acordado, lo encontré escuchando y tarareando lo que él consideraba el "temazo del siglo": el "Bad Romance" de Lady Gaga. Obviamente, la imagen me dejó noqueada. Si ya de por sí Julián me caía bien, aquella mañana logró ganarme por completo cuando, con una gran sonrisa pintada en la cara, no solo no dejó de cantar al verme entrar, sino que empezó a mover los hombros y los brazos al ritmo de la canción. Me señaló la silla con el mentón para que tomase asiento y me uní a él en el bailoteo.
Fue uno de los momentos más surrealistas de mi vida, pero también uno de los más divertidos. Sin duda, no había otro como Julián Delgado.
—Tú relájate y déjalo todo en mis manos. Cuando despiertes tendré buenas noticias para ti, ya verás. Dentro de poco tus problemas acabarán.
Mis problemas acabarán... Entré en el aseo de la sala tres de los laboratorios para desnudarme, con el convencimiento de que aquel día cambiaría mi vida. La seguridad de Julián me había contagiado de esperanza, así que no tuve miedo alguno. Ni cuando me vi en el espejo del baño y no me reconocí en su reflejo, ni tampoco cuando los enfermeros me ajustaron los cinturones en la camilla. Ni tuve miedo ni dejé que el nerviosismo se apoderase de mí. Me dejé llevar, escuché las palabras tranquilizadoras de Julián mientras me explicaba cómo sería la terapia de aquel día como si del sonido del mar se tratase, y cerré los ojos. Dejé que la oscuridad y el cansancio arrastrasen mi cuerpo hasta el océano del sueño y allí floté a la deriva, guiada por los vientos que surgían de los labios de Delgado. Sin miedo a ahogarme... sin miedo a no despertar.
Sin miedo a viajar hasta la otra vida.
El sonido del mar. Las olas lamiendo la playa... la arena tostada entre los dedos de los pies. El cielo azul, limpio de nubes, y la brisa acariciando mi cabello. La luz del sol arranca destellos rojizos a mi larga cabellera ondulada. Me sujeto el sombrero, el viento quiere arrancármelo. A mi derecha, él sonríe. Él ríe. Él es un adolescente. Yo soy una adolescente. Vamos de la mano... nos miramos, nos gustamos, nos besamos. La farola está a nuestras espaldas, alzándose como un gran coloso. Nos fundimos en un gran abrazo y la oscuridad tiñe de sombras nuestro alrededor. Las estrellas brillan en el cielo. Ella me mira desde la distancia. Sus ojos son como dos grandes bolas de fuego. Me mira con una sonrisa en los labios. Me espera junto a un coche rojo, apoyada en el capó y con los brazos cruzados. Dicen que nos parecemos muchísimo, y puede que así sea. No lo sé. Ella es tan, tan increíble... me despido de él con un beso en los labios. Me gusta aquel chico, me encanta, pero me gusta aún más mi hermana. Corro a su encuentro y la abrazo. Hacía días que no la veía. Demasiados días. Ella me corresponde al abrazo y subimos al coche. Ahora conduce: es genial. Mientras vamos por la carretera sube la música de la radio y nos ponemos a bailar. Fingimos que cantamos al principio, después lo hacemos de verdad. Le digo que la he echado de menos y ella responde que ella también, que lo soy todo para ella, y ella lo es todo para mí. Metemos el coche en el aparcamiento y subimos juntas a casa, donde a aquellas horas ya no nos espera nadie. Nuestros padres duermen. Me despido de ella y entro en mi habitación. Me meto en la cama... y entonces me despiertan los gritos. Los gritos de mi madre, los llantos, las peleas. No sé cómo, pero sé que ha desaparecido. Lo sé. Llevan días buscándola. Semanas. Meses. Mis ojos se llenan de sangre cuando en las noticias dicen que han encontrado su cadáver en las afueras, en una casa abandonada. La han asesinado. Me araño los párpados: no quiero verlo. No puedo verlo. Interviene mi madre, interviene mi padre... y los ojos asustados de mi padre me acompañan. Me siguen. Me persiguen. Los veo en todas partes. En la noche, en el día, en la playa, en la montaña.
En la consulta. Me mira y me acaricia el rostro con el dorso de la mano mientras sus labios susurran que me echa de menos. Me echa de menos...
Cuando desperté Julián ya no estaba en la sala. Pregunté por él, pero Joan me dijo que estaba reunido. Algo urgente, por lo visto. Me vestí y bajé a la cafetería, donde empecé a sentirme mareada. No era nada grave, una simple bajada de tensión, probablemente, así que no le di demasiada importancia. Me tomé un café para intentar contrarrestarla y bajé al aparcamiento, donde Rosa ya me esperaba. Me subí al coche con lentitud, sintiendo los músculos y los miembros terriblemente pesados, y me dejé caer en el asiento trasero. Recuerdo que Rosa me dijo algo, pero no respondí. Me pesaban los párpados. Me acomodé en el asiento trasero e intenté dormir.
Cada vez estaba más mareada.
El trayecto se me hizo largo. Había mucho tráfico. Intenté amenizarlo jugueteando con el teléfono, pero el brillo de la pantalla hacía que todo se moviese aún más a mi alrededor. Cerré los ojos e intenté serenarme... intenté relajarme...
Pero no lo conseguí. Empezaron a temblarme las manos, después los brazos, las rodillas, la lengua y después todo se tiñó de blanco. Dejé de apoyar los pies en el suelo y mi cuerpo empezó a flotar. Empecé a caer hacia el cielo.
Me despertó el sonido de un gimoteo cerca de mi cabeza. Abrí lentamente los ojos, sintiendo el enorme peso de mis párpados, y descubrí que había alguien a mi lado, con el rostro enterrado entre los brazos y los ojos llenos de lágrimas. Lloraba desconsoladamente. La observé durante unos segundos tratando de comprender qué estaba sucediendo, y al alzar la vista descubrí que estaba en una camilla, en el box de un hospital. Mi ropa estaba encima de una mesilla, perfectamente doblada, y vestía una bata blanca.
Mis ojos tropezaron con los cables a través de los cuales me estaban monitorizando. Había una pantalla junto al cabezal de la cama que no cesaba de pitar, y junto a ella, con la larga cabellera castaña desmadejada sobre su espalda y hombros, estaba Daniela.
Daniela.
No entendía nada.
—¿Pero qué...? —acerté a decir.
—¡¡Alicia!!
Mi nombre surgió de su garganta como un estallido de alivio. Daniela se abalanzó sobre mí y me rodeó el cuello con los brazos, con el rostro lleno de lágrimas y maquillaje corrido. Me estrechó con fuerza contra su pecho, temblorosa, y me plantó un sonoro beso en la frente.
¿He dicho ya que no entendía nada?
—¡Gracias a Dios que estás bien! Pensaba... pensaba... —Se dejó caer en la silla—. Lo siento, estaba asustada. Me llamó la señora Capdevila hace una hora. Decía que te habías desmayado y que te había llevado al hospital, y como le has hablado alguna vez de mí, pues...
—¿Quién es la señora Capdevila?
Daniela me miró con extrañeza, sorprendida ante mi respuesta, y empezó a reír. Volvió a rodearme el cuello y me plantó un sonoro beso en la frente, incapaz de reprimir tanto risas como lágrimas. Estaba al borde de la histeria.
Yo seguía sin entender nada.
—¿En serio eso es lo único que te importa? ¿Qué quien es la señora Capdevila? ¡Pues tu chófer, quién va a ser! Oh, Alicia, en serio, ¡eres un caso perdido!
Lo era, no lo voy a negar.
Pasamos un buen rato en el box esperando a que un médico pasara a visitarme. Al parecer me había desmayado mientras íbamos de camino a Santa Helena. No había sido muy grave, tan solo una bajada de tensión muy fuerte, así que habían decidido mantenerme en observación hasta que volviese en mí. Por suerte, no tardé más que unos minutos en recuperarme. El tiempo suficiente como para que, tras haberme dejado en el box, Rosa llamase a Daniela y esta acudiese a mi encuentro. Para cuando desperté, mi amiga tan solo llevaba cinco minutos conmigo, llorando como una magdalena, convirtiéndonos en el centro de atención de la mayor parte del equipo médico.
Por suerte, solo fue un susto.
Alertado ante lo ocurrido, el doctor Delgado vino a verme una hora después. No parecía demasiado preocupado, y mucho menos tras analizar los resultados de las analíticas y los controles médicos, por lo que negoció mi alta. Lo que mejor me vendría era descansar en mi casa, decía, y yo estaba de acuerdo.
Tras un buen rato de debate con el equipo médico, regresó al box con buenas noticias.
—¡Dentro de una hora nos iremos, chicas! —anunció, triunfal—. Estarás un rato más en observación y yo mismo te llevaré a casa. Daniela, ¿te importaría quedarte hoy con Alicia? No me gustaría que se quedase sola.
—No hay problema —aseguró ella.
—¡Genial! —Delgado alzó el dedo pulgar—. Pues entonces me voy a tomar un café con un compañero, chicas. Nos vemos luego, ¿eh?
Delgado se fue algo más relajado de lo que había llegado, con un asomo de sonrisa en el rostro y las manos metidas en los bolsillos de su cazadora. Me llamó la atención lo poco que le sorprendió lo ocurrido. Si no fuera porque prefería hablar con él en otro lugar, donde pudiese pegarle los cuatro gritos que se merecía sin testigos, le habría tirado en cara su impasividad. Maldita sea, ¿qué más tenía que pasarme para que se preocupase por mí? ¿Qué más necesitaba para ver que el tratamiento no me estaba sentando bien? ¿Qué muriese?
Por el bien de mi salud mental preferí no profundizar en ello. No era el lugar, no era el momento. Tomé la mano de Daniela cuando me la tendió y permanecí el resto de mi estancia en el hospital charlando con ella. Agradecía enormemente su compañía.
—Perdona por lo de antes —se disculpó un rato después, tras tenderme la botella de agua que acababa de sacar de la máquina expendedora—, me pongo algo nerviosa en estas situaciones. No me gustan los hospitales.
—A mí tampoco —admití—. Pasé una buena temporada en uno cuando mi padre se puso malo y no guardo demasiado buen recuerdo.
—¿Qué le pasó?
—Murió —resumí—. Sufría de problemas respiratorios graves. Cuando era joven estuvieron a punto de extirparle un pulmón. En fin, todo muy dramático, prefiero no contártelo, la verdad. Es una mierda.
Daniela se encogió de hombros, comprensiva.
—Ya me imagino. Yo no he tenido a ningún familiar en el hospital, pero Vanessa... —Lanzó un suspiro lleno de amargura—. ¿Recuerdas la chica a la que te digo que te pareces? ¿A mi amiga? Pues con ella sí que acabé en alguna ocasión en el hospital. Consumía, ¿sabes? Al principio de vez en cuando, en momentos puntuales, pero con el paso del tiempo se fue haciendo más adicta y acabamos en varias ocasiones en urgencias. —Negó con la cabeza—. Hubo una ocasión en la que creía que la perdía. Se salvó por los pelos.
—Vaya... lo siento.
—Ya, yo también. Esa cabrona me daba muchos dolores de cabeza... ¡en fin! C'est la vie. Quizás te cuente algún día un poco más sobre ella, pero no será hoy. No me apetece. Por cierto, tu teléfono no ha dejado de sonar. Alguien te ha mandado mil mensajes en la última hora.
Para demostrarme que no exageraba, Daniela recogió el móvil del bolsillo de mi chaqueta y me lo acercó. Nada más pasar los dedos sobre la pantalla pude comprobar que tenía razón: tenía más de cincuenta mensajes de WhatsApp, dos llamadas perdidas y tres SMS. Mi madre, Ana... y David, claro.
—¡Oh, mierda! —exclamé al ver la hora—. ¡Son casi las doce! Mierda, había quedado.
—¿Ah, sí? —preguntó Daniela con interés y tomó asiento en el borde de la camilla, cruzándose de brazos—. Déjame adivinar, ¿con el tal David? —Soltó una carcajada—. Me lo imaginé cuando vi tu móvil. No he leído nada, te lo aseguro, pero no ha parado de mandar mensajitos...
Quise responder, llamarle y disculparme por no haber podido avisarle, pero preferí no hacerlo. No quería que los nervios me traicionasen. Además, no sabía cómo se lo iba a tomar, así que lo mejor era dejarlo para el siguiente día, cuando estuviese un poco más calmada... si es que lograba despertar, claro. A aquellas alturas del tratamiento, ya no sabía qué pensar.
Por suerte, sí hubo un mañana. El doctor Delgado nos llevó a mi casa en Santa Helena del Mar y, tras una larga noche llena de sueños extraños que se mezclaban con recuerdos en la que apenas logré mantenerme dormida un par de horas, llegó el siguiente amanecer.
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