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4 - Día 6

El insistente sonido del timbre me despertó. Abrí los ojos al mundo, escapando del profundo sueño en el que había estado atrapada en las últimas horas, y descubrí que estaba en el sillón de casa, con el presentador del telediario informando sobre las noticias de sucesos. El volumen del televisor estaba altísimo.

Más timbrazos.

Me bajé del sillón con lentitud, sintiendo despertar cientos de punzadas de dolor a lo largo y ancho de todo mi cuerpo con cada movimiento, y apoyé los pies en el suelo.

Llegar hasta la puerta fue una auténtica odisea.

Timbrazos cada vez más seguidos. Insistentes, largos... agresivos incluso. Fuese quien fuese quien llamaba, estaba muy nervioso.

—Ya va, ya va...

Giré las llaves en la cerradura y abrí. Al otro lado del umbral, con el rostro enrojecido y los ojos muy abiertos de pura furia, había una mujer mayor. Nos miramos durante un instante, ella con rabia, yo aún demasiado adormilada para saber qué estaba pasando, y se cruzó de brazos. Por increíble que parezca, a pesar de ser muy pequeña, diminuta casi con su metro cincuenta de altura, su enfado la hacía parecer enorme.

—¿¡Pero cuantas veces te tengo que decir que bajes el maldito volumen, niña!? —dijo a voz en grito—. ¡No te lo voy a volver a repetir ni una maldita vez, ¿me oyes!? ¡La próxima vez llamo a la policía!

La anciana dijo algo más que no llegué a entender, farfulló un par de maldiciones, también un insulto, y subió al ascensor. Pocos segundos después oí un sonoro portazo en uno de los pisos superiores.

Tardé unos segundos en reaccionar. Parpadeé lentamente, tratando de deshacerme del peso del cansancio, y regresé al interior del piso, desconcertada.

—¿Pero qué...? —dije en voz alta.

Preferí no darle mayor importancia. Nunca había tenido problemas con los vecinos, pero Ana era una experta en la materia, así que me limité a hacer lo que ella siempre hacía: nada. Volví al salón y localicé el teléfono móvil sobre la mesa de cristal. Tenía varios mensajes de la noche anterior sin leer. Les eché un rápido vistazo, asegurándome así de que no fuesen demasiado importantes (grupos y mi madre, besitos), y me dejé caer en el sillón. Estaba molida.

Bajé el volumen del televisor. La verdad es que estaba muy alto, tanto que me costaba creer que no me hubiese despertado antes. Dejé el mando en el sillón, me acomodé y contemplé la pantalla sin prestar demasiada atención a lo que emitían. El presentador hablaba y hablaba de un desaparecido, de los Chalecos Amarillos de París, de un niño y un pozo... de mil cosas. Paseé la mirada por las distintas imágenes con los ojos entrecerrados, sumida en el silencio absoluto, hasta que llegaron los anuncios. Entonces cogí el mando, cambié de cadena y puse un programa matinal en el que la presentadora estaba entrevistando a un cantante extranjero de TRAP. Él parecía algo incómodo ante las preguntas tan incisivas, mientras que ella, encantada, dejaba que sus colaboradores se lo pasaran en grande. Lo vi durante unos minutos, fascinada por el espectáculo, hasta que mis ojos toparon con el pequeño cartel situado en el lateral superior derecho de la pantalla que indicaba la hora. Arqueé la ceja, sorprendida, y cogí el teléfono para comparar. Efectivamente, eran las nueve de la mañana... pero había algo extraño en la fecha.

Desbloqueé el teléfono y traté de actualizarlo. Incluso entré en la aplicación del calendario. Algo no me cuadraba. A pesar de ello, no cambió nada. La fecha seguía siendo la misma... tres días más tarde de lo que debería.

Accedí a internet y comprobé la fecha en un diario digital.

—Imposible.

El agudo sonido del timbre del interfono me sobresaltó. Di un brinco en el sillón, volví la mirada hacia el pasillo y aguardé a que volviesen a llamar antes de cogerlo.

—¿Alicia? —La voz de Rosa sonó un poco distorsionada a través del altavoz del interfono—. Te estoy esperando, bonita. ¿Bajas o qué?

—Sí, perdona... oye, ¿qué día es hoy?

—¿Hoy? ¡Pues viernes! ¡El tercer mejor día de la semana! Venga, baja, al final vamos a llegar muy tarde.

Tardé unos segundos en reaccionar. Había llegado a Barcelona el domingo por la mañana y habían pasado solo tres días. Tres días, no seis...

Aquello no tenía sentido.



Llegamos al laboratorio a las diez de la mañana. Durante el viaje Rosa intentó darme conversación, pero mis respuestas monosilábicas acabaron por cansarla, así que pasamos más de la mitad del trayecto en silencio. Ella concentrada en el tráfico y yo en el teléfono, en las conversaciones que no recordaba haber mantenido durante aquellos tres días, pero que realmente sí estaban ahí. Había hablado con mi madre, con Ana e incluso había intercambiado algunos mensajes con Santi, pero no recordaba nada. Ni la alegría de mi madre al recibir noticias mías, ni tampoco el entusiasmo de Ana, que había conseguido una magnífica nota en el último examen. Tampoco los reproches de Santi. No recordaba absolutamente nada de los últimos tres días, y así se lo hice saber al doctor Delgado cuando entré en la sala ocho, donde aquella mañana se encontraba, concentrado frente a la pantalla de su ordenador portátil.

—¿De veras no recuerdas absolutamente nada? —preguntó con interés, cuaderno en mano—. Vaya, vaya... ¡qué interesante! Pues has estado viniendo, te lo puedo asegurar.

—¡Pero no tiene ningún sentido! —repliqué con nerviosismo. Cuanto más lo pensaba, más me aceleraba—. Lo último que recuerdo es haber despertado en el coche, en viaje de vuelta después de la primera sesión de hipnosis, ¡o lo que sea que me has hecho! Lo demás... Dios, ¡no recuerdo nada más!

Empecé a llorar. No quería, pero los ojos se me llenaron de lágrimas de puro nerviosismo. Preocupado, el doctor dejó el cuaderno sobre la mesa y se reclinó sobre la mesa, para apoyar la mano sobre mi hombro y apretarlo con suavidad.

—Alicia, calma —respondió, mirándome a los ojos—. Lo primero es que te relajes, ¿de acuerdo? Estás bien, que es lo importante. ¿Te notas extraña? ¿Te duele algo?

Farfullé que no. Estaba muy cansada y me dolía todo el cuerpo, pero sabía que aquello era producto de mis problemas de insomnio. Solía encontrarme así habitualmente.

—Bueno, algo es algo. ¿Te ha pasado anteriormente algo parecido? ¿Has sufrido lagunas?

—No...

—¿Tomas alguna otra medicación? ¿Consumo habitual de alcohol? ¿Drogas?

—¡No! ¡Además, si fuese así ya lo sabríais!

—Pues entonces habrá que valorar la posibilidad de que sea una secuela del tratamiento. —Me apretó por última vez el hombro y regresó a su silla—. De acuerdo, estudiaremos qué ha pasado. Tú no te pongas nerviosa, sobre todo, nos aseguraremos de que todo esté bien, ¿de acuerdo? Pero vaya, no sé tú, pero yo te veo estupenda.

Estupenda. Me hizo sonreír. Julián me guiñó el ojo y logró que mi angustia disminuyese un poco con aquel simple gesto.

—Así me gusta, que sonrías. —Se puso en pie y abrió la puerta, invitándome a acompañarle—. Vamos, te haremos un chequeo completo.



Aquella mañana fue muy intensa. Fui de una sala a otra, sometiéndome a todo tipo de pruebas cuyos resultados demostraron que estaba bien. Había perdido tres días de mi vida, pero no parecía haber motivo aparente. El doctor Delgado valoraba la posibilidad de que fuese consecuencia de la medicación pero no estaba seguro, por lo que, ante la falta de una explicación médica, no llegamos a ninguna conclusión. Había pasado, nada más.

Aquella situación me llevó a plantearme si realmente debía seguir adelante con la terapia. Había firmado un contrato en el que se indicaba claramente que dejar el tratamiento a medias conllevaría una penalización importante, más de quince mil euros, por lo que no podía tomar la decisión a la ligera. Ni tenía dinero para pagarla, ni podía permitirme endeudar más a mi familia...

Un maldito desastre.



Aquel día comí sola en el comedor de la primera planta. Me senté de espaldas a la sala, prácticamente vacía, y degusté un plato de pasta disfrutando de los rayos de luz que se colaban por la ventana. Después me subí a la azotea para comerme una manzana como postre. Me senté con la espalda apoyada en el muro y saqué el teléfono.

No me atrevía a contárselo a mi madre.

Pasé un rato mirando las redes sociales, sin prestar demasiada atención a nada en concreto, hasta que las puertas del ascensor se abrieron y un par de enfermeros salieron a fumarse unos cigarrillos. Los saludé con un ademán de cabeza, sin ganas de levantarme, y seguí a lo mío durante largo rato.

Alcanzadas las cuatro de la tarde, Miguel se unió a mí.

—Eh, ¡que estás perdida, tía! —exclamó, y se dejó caer a mi lado—. ¿Qué pasa? Tienes mala cara.

Tanta cercanía me llamó la atención. Le miré de reojo, sorprendida, pero no dije nada. Estaba demasiado disgustada como para ello.

—Nada.

—Ya, claro, lo que tú digas. —Lanzó un suspiro—. Bueno, ¿te animas al final o qué?

—¿A qué?

—¿Cómo que a qué? ¡Pero Alicia!

Llegué a la conclusión de que me había perdido algo con él. Tanta cercanía me había sorprendido, pero podía llegar a entenderlo. No obstante, aquello ya era demasiado...

Se me saltaron las lágrimas de pura impotencia. Lo miré con una mezcla de sensaciones, sin saber qué demonios estaba pasando, y cuando me preguntó qué me sucedía se lo expliqué todo. No lo conocía de nada, lo sé, y por contrato no debería haber dicho nada sobre un posible efecto secundario de la medicación, pero no me importó. Se lo dije todo... porque necesitaba soltarlo. Necesitaba compartir mi angustia con alguien y no quería hacerlo por teléfono con alguien a quien no pudiese ver a la cara.

Me negaba.

Así pues, Miguel se convirtió en mi paño de lágrimas. Lloré como la niñata asustada que era, y aunque no supo qué decirme para consolarme, me bastó con que me escuchara. Hubiese agradecido que me abrazara, la verdad, o que se mostrara un poco más cariñoso conmigo, pero bueno, tampoco esperaba demasiado de él. Con el par de veces que habíamos hablado había tenido suficiente para saber que no era de ese tipo de personas.

—¿Sabes lo que te va a ir bien? Que te vengas esta noche con Daniela y conmigo por ahí.

—¿Quién es Daniela?

—Daniela trabaja conmigo en el proyecto. Es una buena tía... un poco loca, pero muy maja. Vinimos los dos de Madrid y salimos juntos los fines de semana. Hoy vamos a Marina, al Razzmatazz. Podrías venirte: te iría bien para despejarte. Además, así podemos comprobar si tu brebaje mágico funciona.



Acepté la oferta. Aquella tarde volví a casa, cené y me arreglé. Dos horas después, a la una y media de la madrugada, atravesé las puertas de la sala Razzmatazz y me reuní en una de sus cinco salas con un Miguel al que la ropa de calle le sentaba mucho mejor que su habitual bata blanca. El médico alzó la copa que llevaba entre manos, una Margarita de Fresa, y me guiñó el ojo.

—¡Has venido! —exclamó con entusiasmo. Se acercó a mi encuentro, siempre manteniendo las distancias—. Pensaba que lo mismo al final te rajabas.

—¿Yo? —repliqué con diversión, y solté una risotada—. Va a ser que no. Tendría que estar muy, muy jodida para perderme una salida.

—Pues esta mañana lo estabas, te lo aseguro... o al menos lo parecía. Ven, anda, te voy a presentar a Daniela.

Seguí a Miguel y su copa por la sala, abriéndonos paso entre las decenas de personas que bailaban al ritmo de la música bajo la luz multicolor de los focos. El ambiente estaba muy animado, aunque era un tanto distinto al de Alicante. Mientras que en las discotecas de mi ciudad era relativamente extraño ver corrillos de gente charlando y riendo, allí parecía bastante más común. La gente brindaba, se abrazaba y cantaba y todo bajo el paraguas de un ambiente festivo, pero algo menos juvenil de al que estaba acostumbrada. Allí mis diecinueve años destacaban entre los veintilargos de la mayoría.

Miguel me llevó hasta la siguiente sala, donde la música era algo distinta, algo como tecno y donde decenas de chicos y chicas saltaban al ritmo de la música con pulseras de pinchos fluorescentes, crestas en la cabeza y pantalones tejanos llenos de agujeros.

Nos detuvimos junto a un trío de chicos que brindaban con sus botellines de cerveza.

—¿Ves a aquella? ¿La del top y los pantalones negros? Ella es Daniela.

Seguí la dirección que indicaba su dedo para localizar entre el gentío a la chica de la que hablaba. ¡Y vaya tela! La tal Daniela no pasaba desapercibida precisamente. Era la chica de físico imponente, alta y con el cuerpo lleno de curvas, que se encontraba al fondo de la sala, con la espalda apoyada en la pared y la boca pegada a la de un chico rubio. Ambos parecían tan concentrados en intentar devorarse mutuamente que apenas eran conscientes de que estaban rodeados de gente.

Los observé durante unos segundos, un tanto sorprendida ante tanta demostración de amor en público, y volví la mirada hacia Miguel, que por aquel entonces ya tenía la mirada fija en un grupo de tres chicas que bailaban juntas. Por la expresión relajada de su rostro supuse que, como mínimo, aquella era su tercera Margarita.

—Pues parece que está un poco ocupada, ¿no?

—Bueno, un poco. Ese tipo con el que está es del laboratorio también. No es de nuestro proyecto, pero trabajaba para el doctor Domínguez. Se llama Eric, creo, o Enric, no me he quedado con el nombre, la verdad.

—Ya... ¿y dices que Daniela trabaja contigo?

—Más o menos. —Miguel me miró de reojo y se encogió de hombros—. Confidencialidad, ya sabes. No puedo decir ni mu. En fin, ¿te tomas algo conmigo?

—Me gustaría, la verdad... pero lo tengo prohibido. Tres meses.

Miguel puso los ojos en blanco, dio un largo trago en mi honor y dejó la copa vacía sobre una de las repisas. Seguidamente, llevándome estratégicamente junto al grupo de tres chicas, empezamos a bailar.

Aquella noche me lo pasé muy bien. Bailé hasta las tantas con Miguel, el cual acabó vomitando después de tantas Margaritas, y conocí a Daniela después de que pasase un buen rato frotándose con su amigo. Eric o Enric, o como se llamase, y ella se despidieron al rato con un tórrido beso y, uniéndose a nosotros al fin, trajo consigo no solo su simpatía y alegría, sino también una vitalidad y fuerza que pocas veces había visto en nadie. Aquella chica era pura diversión, un huracán de energía cuyas ansias de pasárselo en grande no parecían tener límite.

—Alicia te llamas, ¿verdad? —me dijo una hora después de conocernos, mientras bailábamos juntas entrechocando las caderas y dando vueltas la una alrededor de la otra—. Es brutal, tía, pero me recuerdas a alguien... a una buena amiga que tenía en Madrid. No sé exactamente en qué, ¡pero os dais un aire!

—¿Y eso es bueno?

Daniela me cogió de la mano para hacerme dar un par de vueltas sobre mí misma. Tenía el ritmo metido en el cuerpo. Se contoneaba con sensualidad, irradiando un encanto personal que incluso logró encandilarme a mí.

—¡Brutal! —gritó. Me soltó y empezó a girar ella, alzando los brazos para dar palmas—. Me ha dicho Miguel que eres nueva en Barcelona, ¡yo también! Soy de Madrid, ¿sabes? Llegué hace muy poco... ¡podríamos quedar! No sé si vas a poder seguirme el ritmo, pero puedes intentarlo. —Guiño—. Salimos cada fin de semana por ahí. Además, si curras en el laboratorio podríamos comer juntas. La gente de allí es un auténtico coñazo, te lo aseguro. De puertas para fuera molan, pero ahí dentro se comportan como unos auténticos gilipollas. Tú pareces más normal. Lo eres, ¿verdad?

—Lo intento.

—¡Algo es algo! ¡Bueno, a lo importante! ¿¡Te hace o qué!? Te aseguro que conmigo no te vas a aburrir. ¡Tengo un imán para conocer gente guay! ¡Va! ¡Anímate!

Rio burlona. Seguidamente, aprovechando que Miguel acababa de reaparecer tras una visita al servicio, nos cogió a cada uno de un brazo y empezamos a girar los tres en línea, logrando formar un buen espacio a nuestro alrededor.

—¿¡Qué me dices!? —gritó mientras dábamos vueltas, con el cabello castaño alborotado alrededor de la cara. Ya no le quedaba apenas carmín rojo en los labios y tenía la línea negra de los ojos algo corrida, pero incluso así parecía tener fuerzas para aguantar ocho horas más—. ¿¡Te unes a nosotros o qué!?

Oh, por favor, la duda ofende.



Volví a casa de madrugada, agotada pero profundamente satisfecha. Después del día tan extraño que había vivido el fin de fiesta había sido lo que había necesitado para animarme un poco. El tratamiento iba a ser duro, estaba convencida, pero la compañía ayudaría.

Pagué el taxi, que me dejó frente al portal de casa, y alcé la mirada al cielo. Estaba a punto de amanecer. Metí la mano en el bolso en busca de las llaves, incluso las saqué, pero no llegué a meterlas en la cerradura. En lugar de ello, me alejé del edificio y me encaminé hacia el paseo marítimo, con el faro como objetivo y sintiéndome extrañamente atraída por él. Absurdo, ¿eh? Estaba cansada y tenía sueño, al día siguiente tenía que volver al laboratorio y tenía que cumplir con el horario... pero me dio igual. Por alguna extraña razón necesitaba ir a aquel lugar, tenía que sentarme entre sus rocas y disfrutar de la salida del sol...

Así lo hice. Fui hasta allí. Y fue entonces, aquel día y en aquel momento, estando frente al mar, cuando me di cuenta por primera vez de que alguien me observaba.






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