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23 - Día 80

—¿Hola? ¿Me oyes? Si puedes oírme, mueve la cabeza.

Le oía, sí. No tenía la más remota idea de a quién pertenecía aquel rostro, ni el suyo ni el del hombre moreno que lo acompañaba, pero al menos los escuchaba, algo era algo.

Ambos sonrieron con complicidad ante mi respuesta. Se miraron mutuamente y asintieron con la cabeza a la vez. Por sus expresiones de total y absoluta satisfacción supuse que acababan de conseguir algo muy importante.

—Dios mío, ¿me oyes de verdad? ¿Puedes repetir lo que te digo?

Parpadeé un par de veces, logrando con ello enfocar del todo los rostros de los dos hombres que con tanto interés me miraban. Seguía sin conocerlos, pero sus expresiones eran tan amables que no pude evitar contagiarme de su buen humor.

Asentí con la cabeza.

—Podría repetirlo, sí —admití—, pero dudo que sirva de mucho, la verdad.

—¡Buena respuesta! —exclamó el tipo del pelo rubio rizado, y asintió con la cabeza—. ¿Cómo te encuentras? Espera, vamos a ayudarte a incorporarte. Joan, por favor.

Me senté en la cama con la ayuda del hombre de la piel morena, un enfermero por su vestimenta. El tal Joan me cogió por debajo de los brazos con cuidado, como si de una muñeca de cristal me tratase, y me situó con delicadeza con la espalda apoyada en la almohada y el cabecero.

Una vez incorporada, el tipo del pelo rubio, suponía que un médico por la bata y el estetoscopio, tomó asiento en el borde de la cama y me comprobó las pupilas con una pequeña linterna negra.

Me pidió que le siguiese el dedo con la mirada.

—Bien, bien, bien... —se dijo a sí mismo. Pidió al enfermero que nos acercase un medidor de tensión y entre los dos me la tomaron. El resultado, al igual que el del resto de las pruebas, fue positivo—. ¡Genial! Parece que está todo bien. Mira, siéntate ahora de lado, con las piernas colgando, y levántate la bata. Voy a comprobar tu ritmo cardíaco.

—Mi corazón funciona bastante bien —respondí, aunque obedecí. Me levanté la prenda y esperé unos segundos. Poco después di un pequeño brinco al sentir el frío peso del estetoscopio sobre la piel.

—Efectivamente, funciona muy bien. Joan, por favor, levántale el brazo derecho... bien, y ahora el derecho. Ahá... bien. Todo bien, sí señor. ¡Magnífico! Perfecto, gracias por tu colaboración, Alicia, ha sido de...

—¿Quién es Alicia?

La pregunta resonó con fuerza en mi mente, despertando extraños ecos. El nombre me resultaba ligeramente familiar, aunque no recordaba el motivo. Me pregunté si alguien de la facultad se llamaría así. La verdad era que no me había molestado demasiado en conocer a mis compañeras. Ni a ellas ni a nadie en general: no les necesitaba. Con Daniela tenía más que suficiente.

El doctor respondió con una amplia sonrisa.

—¡Perdona! Fallo mío.

—Ya veo, ya —dije, y me bajé de la camilla de su salto—. ¿Dónde demonios se supone que estoy? ¿Esto es un hospital? —Me miré la bata, tratando de recuperar el último recuerdo, pero ante la falta de respuesta supuse que aún debía estar aturdida—. Dios, ¿me has operado? No recuerdo nada.

—No exactamente —respondió, y me tendió la mano—. Tengo mucho que contarte, pero lo haremos poco a poco, ¿de acuerdo? Has sufrido un grave accidente, así que es probable que tardes un poco en recuperar la memoria. Por suerte, para eso estoy yo aquí. Mi nombre es Julián Delgado, encantado.

—¿Julián Delgado? —Su nombre resonó con fuerza en mi mente—. Yo a ti te conozco... tú trabajas para mi padre, ¿no?

El médico y el enfermero volvieron a intercambiar una fugaz mirada llena de complicidad.

—Así es.

—Ya veo... ¿ves? No suelo olvidarme de los nombres. Nunca me olvido.

—Eso está bien, Vanessa. Vamos a tener que forzar esa mente tuya para intentar recuperar toda la información que ahora mismo tienes escondida, así que confiemos en que tengas razón y no suelas olvidarte de nada.

Asentí con la cabeza con lentitud, tratando de encajar el accidente del que hablaba en mi vida, pero no fui capaz de hacerlo. Tal era el vacío que había en mi mente que resultaba complicado. Parecía surrealista, pero mi memoria era como un gran yermo pelado: los recuerdos estaban en algún lugar, alborotados y mezclados entre sí, pero tal era el desorden que había auténticas lagunas temporales en las que salvo vacío y silencio, no había nada.

Absolutamente nada.

Apoyé los pies en el suelo con la ayuda de Joan y paso a paso fui recorriendo las frías baldosas de la habitación donde al parecer llevaba unas semanas ingresada hasta llegar al baño, donde me mojé la cara. Busqué por el mármol un cepillo y pasta con los que lavarme los dientes y pasé un rato tratando de recuperar un mínimo de dignidad. Tenía un aliento tan desagradable y el pelo tan enredado que ni tan siquiera me reconocía.

—En serio, no sé qué demonios me habrá pasado, pero podríais haberme arreglado un poco. ¿Dónde está mi madre? Me cuesta creer que ella lo haya permitido. ¿Y Daniela? Se va a enterar cuando la coja.

Mi indignación les divertía. No entendía el motivo, pero por alguna extraña razón parecían encantados con que estuviese enfadada. Supongo que, dadas las circunstancias, no solo era lógico, sino que era de agradecer. El que después de un accidente mi personalidad estuviese volviendo a abrirse paso entre el desconcierto que atenazaba mi mente era buena señal.

Me quité la bata sin avisar, logrando con ello que Joan abriese los ojos de par en par desde la puerta, y me adentré en la ducha. Abrí el grifo y alcé el rostro hacia el chorro de agua. No sé si me sentía más sucia o confusa.

—No mires —dije al volver la vista atrás y ver que el enfermero seguía bajo el umbral, mirándome con curiosidad. No había interés sexual en su mirada, era evidente, de hecho lo más probable era que desde su óptica fuese algo parecido a un conejillo de indias con el que habían estado experimentando, pero agradecía un poco de intimidad.

El enfermero asintió un tanto avergonzado y salió del baño. Un rato después, ya con una toalla cubriéndome el cuerpo y otra el pelo, volví a la habitación donde alguien había dejado ropa limpia sobre la cama. La cogí con rapidez, agradeciendo que la estancia estuviese vacía para poder desnudarme, y me vestí con ropa que desde luego no era mía.

Volví al baño para secarme el pelo frente al espejo. Notaba mi rostro un poco extraño. No sabía exactamente la causa, pero había algo diferente en él. No obstante, no me preocupaba. El tatuaje de los pájaros seguía allí donde lo había dejado, en mi muñeca, y mi cabellera castaña teñida de pelirrojo seguía cayendo sobre mis hombros con la misma ligereza de siempre, así que di por sentado que lo demás volvería a la normalidad tarde o temprano, tal y como siempre había hecho.

Me recogí el cabello en una coleta y volví a salir a la habitación en busca de mi móvil. Por el momento seguía sin recibir ninguna visita, pero era cuestión de tiempo de que mi madre o Daniela vinieran a buscarme. Después de todo, siempre lo hacían.

Tomé asiento en el borde de la cama y esperé. Un minuto, dos, tres...

Diez minutos después, la puerta se abrió y entró el mismo doctor de antes, el tal Julián Delgado. Se acercó a mí con curiosidad, me miró de arriba abajo, haciéndome sentir de nuevo como un conejillo de indias, y sonrió.

Tenía una sonrisa muy bonita, por cierto.

—¿Qué tal estás, Vanessa? ¿Cómo te encuentras?

—Bien. Bueno, no recuerdo nada, pero estoy bien. Dices que he tenido un accidente, ¿no? ¿Un accidente de qué? ¿De coche?

—Es largo de explicar. Más tarde hablaremos de ello, pero por el momento es mejor que simplemente te relajes. Imagino que tendrás hambre, ¿quieres comer algo?

Tenía hambre, sí. Hasta entonces no me había dado cuenta, pero me crujía el estómago. Acepté la invitación del doctor y juntos salimos a un largo pasadizo lleno de puertas cerradas al final del cual había un número ocho colgado en la pared. Delgado le echó un rápido vistazo y nos pusimos en marcha en dirección contraria. Cruzamos una puerta de cristal y, alcanzando una tranquila recepción donde una mujer atendía al teléfono, subimos al ascensor.

Empezamos a descender.

—¿En qué hospital estamos? —pregunté mientras bajábamos, tratando de entender lo que ponía en los carteles informativos de la cabina—. ¿Es eso catalán?

—Sí, es catalán. Estamos en Barcelona.

—¿En Barcelona? —Parpadeé con perplejidad—. ¿Y qué se supone que hago aquí? ¿Dónde está mi madre? ¿Ella sabe que estoy aquí? ¿Y mi padre?

—Ambos lo saben, sí, y tu padre está aquí. De hecho, este edificio le pertenece. Estás en los laboratorios Himalaya, Vanessa.

—¿Himalaya?

El recuerdo de mi hermana Irene acudió a mi mente, inundándola de escenas del pasado. En todas ellas éramos felices, disfrutábamos de la compañía de la otra y de la estrecha relación que siempre habíamos tenido. Mientras había vivido en casa no había habido noche que no hubiésemos estado juntas, charlando hasta bien entrada la madrugada. Mis padres no lo sabían, claro, o al menos habíamos querido pensar que no lo sabían, pero durante aquellas horas habíamos hablado de todo. Desde los chicos que nos gustaban hasta nuestros sueños más privados, desde a lo que queríamos dedicarnos de mayores a dónde nos gustaría viajar.

Y ahí era dónde entraba Irene.

Una sonrisa amarga se dibujó en mis labios.

—A mi hermana le hubiese gustado ir: era el viaje de sus sueños.

—Ahora sabemos entonces por qué este lugar se llama como se llama —replicó Delgado con amabilidad—. Llegamos ya.

Salimos a una tranquila planta donde nos esperaba una cafetería prácticamente vacía. Se trataba de un lugar agradable donde el hilo musical de fondo me recordaba a la cafetería de la universidad; lo único que faltaba eran los estudiantes, por lo demás, desde la tenue luz que se colaba a través de las persianas y la disposición de las mesas y la barra, era la misma. Delgado pidió un par de cafés para los dos y tomamos asiento al fondo de la sala, junto a un póster en el que un niño de dos años aparecía pidiendo silencio.

Me llevé la taza a los labios y di un sorbo. Su sabor despertó recuerdos en mí. Por un instante oí el murmullo continuo de los estudiantes, el pitido de la cafetera y las risas de cuantos me rodeaban. Yo miraba el móvil, como siempre. Era de las pocas que estaba sola. En el otro extremo de la sala, de espaldas al resto de mesas, había otro chico. Siempre el mismo chico: Miguel. Miguel el silencioso, el irritable, el inteligente... el del tejado.

Los recuerdos empezaron a mezclarse entre sí, inundando de escenas del pasado y del presente mi mente.

—¿Dónde está Miguel? —dije al fin, recordando nuestra última conversación. Decía no querer hablar más conmigo, pero no entendía el motivo. ¿Habíamos discutido? No lo recordaba.

—¿Miguel? —respondió Julián con evidente sorpresa. Dejó la taza sobre la mesa y esbozó una sonrisa algo tensa, clavando la mirada en mí—. ¿De qué Miguel hablas, Vanessa?

Vanessa...

—De Miguel Durán, ¿de quién voy a hablar si no?

Creí ver cierta inquietud relampaguear en sus ojos.

—¿Sabes de quién te hablo? Es un chico de mi edad, así, canijo, con gafas... siempre parece nervioso. El muy imbécil dijo que no quería volver a hablar conmigo la última vez que le llamé. —Lancé un suspiro—. Será gilipollas...

Endureció aún más la expresión.

—Ah, Miguel, sí, creo que sé de quién me hablas —dijo en tono cortante—. ¿Pero vosotros sois amigos? Creía que solo habíais coincidido en la universidad.

—Y solo coincidimos en la universidad, te lo aseguro. Ese tipo es más rarito que yo, que no es poco.

—Pero dices que hablasteis por teléfono, ¿no?

—Sí, sí. Quedamos hace poco por un tema de la universidad... una reunión con un profesor. Sáenz De Balaguer, ¿le conoces? Es un auténtico erudito.

Julián no pudo disimular su alivio. En sus labios se adivinó una sonrisa, y como si de un niño se tratase, soltó una carcajada nerviosa.

—¡Madre mía, Vanessa! ¡Ya me estabas preocupando! Venga, tómate el café, anda, y deja de pensar. Más tarde nos pondremos a ello, ahora mismo simplemente tienes que relajarte, ¿de acuerdo?

—Bueno, bueno... lo que tú mandes, jefe. Y dices que todo esto es de mi padre... ¿y se puede saber dónde está? ¿Le has avisado de que he despertado?

—Le he avisado, sí, y pronto vendrá, te lo aseguro. Ahora mismo no puede. —Julián desvió la mirada hacia las ventanas, repentinamente pensativo—. Ha tenido que ausentarse por un tema grave. Ha fallecido la hija de uno de nuestros compañeros.

La noticia me dejó sin aliento. Le miré con fijeza durante unos segundos, incapaz de no recordar la muerte de mi propia hermana, y tragué saliva.

—¡Vaya, qué horror! ¿Qué ha pasado? ¿Era joven?

—Muy joven, Sara tenía doce años si mal no recuerdo. —Se encogió de hombros—. Una auténtica tragedia. Tenía problemas de salud graves.

Preferí no profundizar en el tema. Aquel tipo de sucesos despertaban muchos fantasmas en mí y no quería montar una escena. No delante de aquel tipo tan raro al que apenas conocía.

Me llevé la taza a los labios y seguí bebiendo, tratando de ordenar las ideas.

No iba a ser fácil.



—¿De veras lo has conseguido? ¿Estás seguro?

—Estoy casi convencido. Está muy confusa, es como un gran puzle desmontado, pero en el momento en el que le demos forma, será ella, ya verás. O al menos lo más parecido a ella que jamás nadie pueda conseguir.

Silencio.

—Acuérdate lo que pasó la otra vez...

—Esta vez no va a pasar, ya verás. Lo tengo todo previsto.

—Pero no llegaste a saber cuál era el detonante. ¿Y si esta vez vuelve a pasar lo mismo?

—Confía en mí: la selección de recuerdos es correcta, créeme. No va a volver a pasar.

No va a volver a pasar...

Creían que me había quedado dormida, pero aún podía escuchar sus voces. Eran muy, muy lejanas, y procedían de algún lugar muy ruidoso, pero reconocía a Julián como el dueño de una de ellas. No tenía la más mínima idea de lo que hablaba, pero sospechaba que era sobre mí. Mi mente era un puzle sin montar ahora mismo: un puzle que pretendían rehacer, pero que no iba a ser tan fácil de conseguir, puesto que, aunque aún no fueran conscientes de ello, no solo no faltaban muchas piezas, sino que sobraban muchas otras.

Siguieron hablando, pero el sonido de las sirenas ahogó sus voces, catapultándome al interior de la facultad. Era tarde, la oscuridad de la noche se colaba a través de las ventanas del pórtico y decenas de alumnos salían de la última clase. Ante mí, moviéndose con su habitual nerviosismo, Miguel no paraba de consultar la hora mientras miraba a los universitarios salir a través de los ventanales. Yo, mientras tanto, estaba cómodamente sentada en la mesa, apurando las últimas gotas de la lata de Coca Cola.

—Como no te relajes te va a dar un infarto, Miguel.

Mi compañero me miró con recelo desde detrás del cristal de sus gafas.

—¡Lo que no entiendo es cómo no estás tú nerviosa, Vanessa! ¡Esto es serio!

—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo sabes? ¿Acaso te han dicho algo que no sepa?

Miguel volvió a mirarme, pero no dijo nada. No hizo falta, en aquel preciso momento apareció un joven en la puerta de la cafetería que nos pidió que le acompañásemos hasta el despacho del profesor Sáenz de Balaguer. Una vez allí, se despidió sin decir palabra, dejándonos en compañía del ya veterano doctor y una mujer de pelo corto cuyo rostro me resultaba vagamente familiar.

Nos pidieron que tomásemos asiento.

—Vanessa, Miguel... —empezó el profesor—. Quería presentaros a la doctora Miranda Ochoa, una antigua compañera y colaboradora muy destacada dentro de la comunidad científica española. —Bla, bla, bla—. Miranda está trabajando en un proyecto francamente interesante y muy revolucionario sobre la recientemente denominada medicina post-morten. Es una ciencia totalmente innovadora que va a abrir un nuevo campo de estudio para el que van a ser necesarias muchas mentes jóvenes y abiertas. —Más bla, bla, bla—. La doctora Ochoa me ha pedido colaboración para poder sacar adelante sus estudios, y dado que vosotros dos sois mis mejores alumnos he creído oportuno ofreceros la oportunidad de participar.

—Gracias por la introducción, Manuel —dijo la doctora, tomando la palabra—. Vuestro profesor está en lo cierto: estamos a punto de empezar una larga travesía a través de una senda poco conocida, la de la medicina post-morten, y necesito mentes privilegiadas como las vuestras para poder recorrerla juntos. El proyecto se llama "Renacimiento", y como bien dice el nombre, busca vencer la barrera de la muerte introduciendo en un cuerpo sano toda la información necesaria para recuperar la psique de un fallecido. Veréis...

Tras una larga reunión de casi cinco horas nos unimos al proyecto "Renacimiento" creyendo que habíamos sido elegidos por nuestros conocimientos y capacidades. Por desgracia, no tardamos demasiado en descubrir que había otros intereses ocultos. Miguel era el sobrino de un reputado banquero cuya gran fortuna era el objetivo principal de la doctora Ochoa. Necesitaba financiación y aquel hombre, viudo desde hace unos cuantos años y roto por la pena, se había convertido en el blanco perfecto.

Habría dado cualquier cosa por recuperar a su mujer.

Yo, en cambio, fui elegida por mi padre, por quién era y sobre todo por la gran infraestructura que estaba formándose a su alrededor. Desde la muerte de mi hermana, mi padre había invertido gran parte de su fortuna en la creación de unos laboratorios donde habían iniciado estudios tan interesantes o incluso más que los que proponía Miranda. Estudios que hasta entonces se estaban desarrollando en secreto, pero cuyas instalaciones eran demasiado golosas como para dejar escapar. Ochoa las quería, quería su influencia, sus recursos y su equipo, y para conseguirlo tenía algo que ella creía infalible: un secreto. Un secreto tan oscuro que, en caso de salir a la luz, no solo hundiría para siempre la reputación de mi padre, sino también lo enterraría en vida.

Un secreto que, furiosa al no lograr convencerme ni asustarme ante sus amenazas, acabó confesándome durante una de las noches de "negociación". Aquella maldita arpía estaba dispuesta a hacer todo lo que estuviese en sus manos con tal de conseguir su propósito.

Absolutamente todo.

—¿¡De qué demonios estás hablando!? ¡Eso no es cierto! —grité al escuchar la cruel acusación. Me levanté hecha una furia y la señalé con el dedo índice, amenazante. Tuve que hacer un auténtico esfuerzo para no arañarle la cara—. ¡Vuelve a decirlo y te juro por Dios que te denuncio a la policía!

Pero al igual que me pasaba a mí con sus intentos de chantaje, mis amenazas no parecían causar efecto en ella.

—Me cuesta creer que estés tan ciega, querida —dijo con frialdad, de brazos cruzados—. Toda Málaga sabe la verdad. ¡Toda! Incluso tu madre lo sabe.

—¡Eso es mentira!

—¿Estás segura de ello? Quizás deberías informarte, Vanessa. Quién sabe, puede que en el fondo todo esto sea más fácil cuando descubras que tu padre es tan cabrón o incluso más que yo. ¡Bueno, qué digo! Él es un sucio asesino: un depravado. Yo, en cambio, lo hago por el bien de la ciencia. ¡Le estoy haciendo un maldito favor al mundo! —Negó con la cabeza—. Cuando logre acabar mis estudios, la muerte no será el final del camino: simplemente será una pausa dentro de la existencia, nada más. Pero para ello necesito poder contar con la infraestructura de los laboratorios Himalaya. —Hizo un alto—. En serio, Vanessa, ¿qué tal si tienes una conversación con tu madre?

Aquella noche me planteé seriamente la posibilidad de tratar aquella locura con ella. Sabía que era una acusación falsa: que no tenía ningún sentido que mi padre estuviese tras la muerte de Irene, pero incluso así no fui capaz de decírselo. Había algo en el fondo de mi alma que me frenaba, que me suplicaba que no lo hiciera. ¿La voz de la conciencia, quizás? ¿O el convencimiento de que en caso de ser cierto no iba a poder soportarlo?

Fuese cual fuese la respuesta, no me atreví a decírselo. Pasé dos días más en casa tratando de decidir qué hacer hasta que finalmente opté por la única alternativa que me quedaba: hice la maleta y volví a Málaga.

Una semana después, salté al vacío.


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