18 - día 48
Amanecí rodeada por los brazos desnudos de David, con el cabello alborotado y el sabor de sus labios aún en mi boca. Respiraba rítmicamente junto a mi oído, sumido en un profundo sueño que le hacía sonreír. Parecía tremendamente vulnerable. Me recosté sobre él para depositar un beso en su frente y recogí el teléfono de la mesilla de noche. Durante la madrugada había vibrado en varias ocasiones, pero había estado demasiado ocupada para atenderlo, así que me había limitado a ponerlo en silencio. Dadas las circunstancias, en tan solo diez minutos sonaría el despertador, aproveché para chequearlos.
Santi...
Mientras leía sus mensajes nocturnos (me los había mandado desde otro número, por cierto) pude imaginarlo perfectamente borracho, aburrido y deprimido. Decía que me echaba de menos, que nunca había conocido a nadie como yo y que jamás podría enamorarse otra vez, que le perdonase, que estábamos hechos el uno para el otro... y después seguía insistiendo una y otra vez a lo largo de treinta mensajes tan inconexos y mal escritos que no pude más que reír. Bloqueé el contacto sin responder y borré los mensajes. No valía la pena responder. Entré en su perfil de Instagram, donde encontré una dramática fotografía en blanco y negro de él y unas cuantas frases que se suponía que eran poéticas en las que se fustigaba a sí mismo por haberme perdido...
Logró hacerme reír.
—¿De qué te ríes? —murmuró David a mi lado, con los ojos entrecerrados. Se arremolinó entre las sábanas, aferrándose a mi brazo, y se asomó a la pantalla del teléfono—. ¿Pero qué...? ¿Ese no es tu ex?
Se despertó de golpe.
—Venga ya, Ali, ese es Santi, ¿no?
—El mismo —admití—. Ayer le dio un ataque de amor.
—¿En serio? —Me miró con preocupación—. ¿Y bien?
Le borré las dudas con un beso.
—¿A ti qué te parece? Es un capullo, que le den. Simplemente, me reía, nada más.
Aliviado, David cogió el teléfono y leyó la poesía con diversión. No era de los que solía burlarse de aquel tipo de circunstancias, así que no dijo nada. No obstante, en su mirada podía leer auténtica satisfacción de ver a Santi hacer el ridículo.
—Le daría un pañuelo si estuviese por aquí. Es más, cuando vaya contigo a Alicante se lo daré, para que no crea que soy mal tío.
—Ya, claro... —Lo miré de reojo—. Te recuerdo que aún falta más de un mes para que me vaya... y que a ti te queda bastante para acabar el máster.
—No lo suficiente como para hacerme cambiar de opinión. —Me plantó un beso en la mejilla y se destapó, dispuesto a ponerse en pie—. Me adelanto, ¿vale? Voy a la ducha: tengo que irme pronto. Mi tío debe estar hecho una furia, se me olvidó avisar que me quedaba aquí.
—Bah, no creo yo que esté demasiado preocupado...
Esperé a que acabase de ducharse para desayunar juntos en la cocina. Después, tras despedirnos con la promesa de que aquella misma noche iría al Himalaya a visitarme, me encaminé al baño para darme la que sería la última ducha en casa de los próximos días. Volvían a ingresarme y esta vez iba a ser para más tiempo.
Me lavé el pelo, me lo sequé con detenimiento y preparé la maleta. Una vez cerrada hice la cama, volví al salón y aguardé pacientemente a que el Ateca blanco de Rosa acudiese a mi encuentro. Como de costumbre, apareció puntual.
—Buenos días, Rosa —saludé tras guardar el equipaje en el maletero y tomar asiento en la parte trasera del coche. Cerré con suavidad y me puse el cinturón—, ¿qué tal?
—No tan bien como tú —respondió dedicándome una fugaz mirada por el retrovisor, y me guiñó el ojo—. La sonrisita te delata.
—David se ha quedado a dormir.
—¡Vaya! ¡David! Me gusta ese chico para ti: es encantador.
—Y a mí también me gusta para mí —aseguré—. Me encanta.
—Cuídalo entonces. En fin... vamos para allá. Hoy te quedas ingresada unos días, ¿verdad?
Asentí mientras nos poníamos de nuevo en marcha. Después de tantos días había memorizado hasta tal punto el camino hasta el laboratorio que estaba convencida poder replicarlo estando yo al volante. Cuando todo acabase, lo haría antes de volver a casa.
—Ocho días como poco.
—Vaya, es tiempo... ¿va todo bien?
—Sí, genial. Estamos avanzando mucho.
—Me alegro entonces. Intentaré pasar a verte.
Agradecí su intención convencida de que era sincera y pasé el resto del viaje charlando animadamente con ella. Aquella mañana Rosa tenía ganas de hablar y yo estaba muy animada. Entusiasmada, de hecho. Los buenos resultados de la terapia me estaban influyendo positivamente, y después de una racha tan mala como la última, estaba profundamente agradecida por ello. A pesar de todo, Julián no había mentido: aunque el esfuerzo fuese grande, estaba valiendo la pena.
Llegué a los laboratorios a las nueve y media de la mañana, algo más tarde de lo previsto, pero con tiempo suficiente antes de empezar la terapia. Dejé mis pertenencias en el laboratorio número uno, donde a partir de aquel día estaría instalada, y bajé a la cafetería con la excusa de querer un té.
—Súbeme un café a mí, anda —me pidió Julián—. La jornada promete ser larga.
Buscaba a Miguel. Nuestra última conversación había sido bastante extraña, más de lo habitual, y quería aclarar lo ocurrido con él. Además, quería compartir con él el sueño del día anterior. De nuevo había sido uno de los protagonistas. No había actuado activamente, pero sospechaba que su presencia allí significaba algo. Con suerte, lograría ayudarlo con sus problemas de memoria.
Al no localizarlo en la cafetería pregunté por él a Marc, el chico con el que se suponía que me había confabulado para hundirlo y que en aquel entonces estaba en una de las mesas, desayunando solo. Hasta entonces nunca había hablado con él, pero tal y como suponía, resultó ser un muchacho encantador que no solo no estaba interesado en ocupar el puesto de Miguel, sino que sentía auténtico aprecio por mi complicado amigo.
—Creo que está arriba. Le dije de ir a tomar un café, pero no le apetecía. Hoy está un poco de mal humor...
—Como casi siempre, vaya —bromeé, aunque había un gran poso de verdad en mis palabras—. En fin, gracias.
—Oye, oye... —dijo, cogiéndome del antebrazo para impedir que me fuera—. Una pregunta, tú que estás metida en estos temas... ¿sabes quiénes son esos tipos?
Aunque no había reparado en ellos al entrar en la cafetería, lo cierto era que había nuevas caras. Tres en concreto: dos hombres y una mujer de edades comprendidas entre los cuarenta y los sesenta años que, vestidos con ropas de calle, charlaban animadamente en una de las mesas mientras disfrutaban de un buen desayuno.
Los miré sin demasiado interés.
—Ni idea, ¿por?
—Pues no sé, pero cuando has entrado se te han quedado mirando fijamente... sobre todo el del pelo blanco. —Se encogió de hombros—. Antes he pasado por al lado disimuladamente y he notado que tienen acento andaluz. Lo mismo son colegas del señor Domínguez.
Me encogí de hombros. Ni lo sabía ni me importaba demasiado. No me gustaba que se me quedasen mirando, la verdad, y mucho menos personas que no me conocían, pero dadas las circunstancias supuse que conocerían mi identidad. Teniendo en cuenta los buenos resultados de la terapia, no me sorprendería lo más mínimo que fuesen conocidos o colaboradores del propio Delgado interesados en los resultados.
—A saber. En fin, voy a buscar a Miguel.
—Vale, hasta luego.
Entré en el ascensor y subí hasta la azotea, donde como de costumbre se encontraba mi amigo, contemplando el cielo en completo silencio. Aquella mañana tenía un café ya frío en la mano y la expresión algo más sombría de lo habitual. Además, tenía las ojeras muy marcadas. Parecía no haber dormido en varias noches.
Me acerqué a él, logrando con mi mera presencia que frunciese el ceño de pura incomodidad. No entendía el motivo, pero era evidente que no quería estar conmigo. Es más, estaba convencida de que, de haber podido, me habría evitado...
Forzó una sonrisa para corresponder a mi saludo.
—Ya me iba.
—No muerdo, ¿eh?
Apoyé las manos sobre la barandilla y fijé la mirada en el frente. Tenía ganas de mirarlo a la cara, de sondearlo en busca de una maldita explicación, pero no lo hice. El contacto visual con Miguel era peligroso. Para obtener respuestas lo necesitaba a mi lado, y para conseguirlo la única forma posible era tratando de apaciguar su nerviosismo restándole importancia.
—Ya, ya, es solo que tengo prisa, ya sabes. Tengo trabajo, y...
Miré teatralmente el reloj del teléfono.
—¿Y no te puedes quedar ni un minuto?
—Bueno, es que...
—Vale, pues un minuto no. Menos. Medio minuto, si quieres. —Me encogí de hombros—. Lo suficiente para decirte que, sea lo que sea que te he hecho, que te ha molestado, lo siento. Me disculpo por ello. —Le miré de reojo—. No quiero que estemos enfadados, Miguel. Eres uno de los pocos amigos que tengo aquí, y...
Abrumado por mis palabras, Miguel se apresuró a negar con la cabeza, asegurando que no estaba enfadado.
—¡No, por dios! ¡Alicia, no! No estoy enfadado, es solo que...
—Pero no me hablas.
—No es que no te hable, es que...
—¡Me evitas!
Quiso negarlo, pero no fue capaz de encontrar una excusa lo suficientemente buena como para que le creyese. Balbuceó disculpas sin sentido, trató de justificarse con el trabajo y el cansancio, pero finalmente, viéndose contra las cuerdas, no le quedó más alternativa que admitir lo que yo ya sabía. Me había estado evitando desde lo del sueño.
El primer sueño en la universidad.
—¿Pero por qué? —pregunté con confusión—. ¡No lo hice para ofenderte! Al contrario, creía que te podría ser de ayuda...
—Y lo hizo, te lo aseguro —admitió—, pero no puedo entender cómo es posible que tú lo supieras. Lo que me explicaste fue algo real, Alicia. Totalmente real. La descripción del aula, la charla del profesor, el ambiente... y yo en primera fila. —Negó con la cabeza—. ¡Eso no puede ser casual!
Miguel tenía razón: no podía ser casual. Tal y como lo estábamos planteando era realmente de locos: yo no podía haber soñado con algo que no había vivido. Al menos no con tanto realismo...
Aquello no tenía sentido. Una de dos, o por alguna absurda razón estaba recordando a través de los sueños momentos de una vida que no había vivido, o las palabras de Miguel me habían influido demasiado...
—Bueno, tú me has hablado de tus años en la universidad varios días —me defendí—. Quizás mi subconsciente ha tomado esa información y ha decidido transformarla en un sueño... un sueño que a priori parece muy real, pero únicamente porque la descripción que te he dado se ajusta a lo que tú recuerdas. Quizás todo lo demás sea diferente, ¿no crees?
—¿Quieres decir que tu mente ha cogido toda la información que te he ido dando y la ha transformado en un sueño? —replicó con confusión—. Hombre, podría ser, sí, pero ¿por qué? ¿Qué sentido tiene?
Me encogí de hombros.
—Supongo que quería ayudarte.
Mi suposición le hizo sonreír. La verdad es que no me lo había planteado. Me había dejado llevar por lo ocurrido, algo no del todo demasiado común en mí. Normalmente era más reflexiva, pero por alguna extraña razón con Miguel era diferente. Bueno, con él, con Daniela y con David. Desde mi llegada a Barcelona, se podría decir. Ahora me tomaba las cosas de un modo totalmente distinto, y muestra de ello era que, una vez más, lejos de angustiarme por lo que estaba pasando, traté de quitarle importancia.
—Somos amigos, ¿no? Y los amigos se ayudan entre sí.
—Sí, sí, eso está claro, pero tu forma de ayudar es un tanto peculiar.
—Imagino que me está influyendo la terapia a la que me están sometiendo. Últimamente no soy del todo dueña de lo que sueño.
Miguel asintió con la cabeza, obligándose a mantener los labios sellados. Se notaba que quería hablar, que quería darme su opinión al respecto, pero dadas las restrictivas condiciones de trabajo en el Himalaya, prefirió no decir nada. Tanto contrato de confidencialidad podría causarnos un auténtico problema en caso de que alguien nos escuchase hablar de según qué temas.
—¿Sigues enfadado conmigo entonces? —pregunté a pesar de conocer perfectamente la respuesta. Simplemente quería escucharla.
—Que no estoy enfadado, mujer. Supongo que tú lo hiciste para ayudarme y yo me sentí un poco acorralado... puede que dramatizase un poco.
—Eres un dramas, sí. —Le guiñé el ojo—. ¿Has logrado ya recordar eso?
La amargura tiñó de sombras su mirada.
—Ojalá. No paran de darme ultimátum... y te juro que hago lo que puedo para intentar recordar, pero no hay manera. Al final mi jefe se va a cabrear de verdad y va a dejar de darme oportunidades.
—Ya me imagino. —Me encogí de hombros—. ¿Pues sabes una cosa? Esta noche he vuelto a soñar contigo y la universidad. De hecho, también con ese profesor que me dijiste... ¿cómo se llamaba? El tipo de la anestesia.
Miguel se transformó de nuevo. Hincó los brazos en la barandilla y me miró de reojo con expresión ceñuda, incómodo. A la defensiva, incluso. Creo que quería que dejase de hablar, pero una vez más estaba tan convencida de que quizás lo que tenía que decirle le podría ayudar que decidí seguir adelante. En el fondo, lo hacía por él.
—El doctor Sáenz De Balaguer —dijo en tono cortante.
—Ese mismo. Pues bien, en mi sueño asistíamos a una de sus clases y al finalizar me daba una nota... una nota con una luna pintada en una cara y una dirección en la otra. No sé qué ponía, pero sí que tú...
De repente, el rostro de Miguel palideció. Abrió mucho los ojos, alzando las cejas hasta el infinito, y parpadeó con incredulidad, como si algo en su interior acabase de romperse.
—A mí también me dio esa nota —murmuró con perplejidad—. El profesor... el profesor...
Los ojos de Miguel se llenaron de lágrimas, no sé si de miedo, alegría o tristeza, y salió a la carrera hacia las escaleras de emergencia. Abrió la puerta y desapareció en su interior, dejándome con la palabra en la boca. En realidad no había mucho más que contar, pero me molestó su mala educación. Últimamente estaba demasiado raro.
En fin.
Me quedé un rato más en la azotea respirando el aire poco puro de la ciudad e intercambiando mensajes con David y volví a la planta ocho, donde Julián ya me esperaba.
Me miró con fastidio al verme aparecer sin su café.
—¡Pero Alicia...!
Me encogí de hombros a modo de respuesta. Lo siento, jefe.
No me lo tuvo en cuenta. En el fondo, era lo de menos. Además, empezábamos ya. Me pidió que acompañase a Joan a la sala contigua, donde ya habían preparado una bata médica para que me cambiase, e inicié el proceso habitual. Me desvestí, doblé mi ropa sobre la silla y me puse la prenda. A continuación, sin quitarme los calcetines, eso sí, que el suelo estaba muy frío, volví al laboratorio número uno y me encaminé a la camilla.
Tomé asiento en el borde y me froté las manos. Sabía que no tenía motivo para ello, pero empezaba a estar un poco nerviosa. Siempre me pasaba antes de empezar una nueva sesión. La frialdad de las instalaciones y la concentración de Julián y su equipo no ayudaban precisamente para calmar los ánimos.
—Antes he estado en la cafetería —confesé al doctor mientras él repasaba los últimos apuntes de su cuaderno—. Había gente nueva.
—¿Ah, sí? —respondió sin prestarme demasiada atención.
—Sí, eran tres señores... bueno, dos hombres y una mujer, en realidad.
Me miró de reojo, como si delirase, y asintió con la cabeza.
—Pues mira que bien —ironizó.
—Oye, en serio: por lo visto se me quedaron mirando cuando entré. Yo no lo vi, pero me lo dijo Marc, el compañero de Miguel... —Me encogí de hombros—. Pensé que quizás eran compañeros tuyos.
Logrando al fin captar su atención, Delgado desvió la mirada hacia mí, pensativo, y se cruzó de brazos. No necesitaba que me lo dijese para saber que, por su expresión, estaba tratando de recopilar todo lo que le había dicho para intentar darme una respuesta válida.
No tardó más que unos segundos.
—¿Tres personas, dices? —Asintió con la cabeza—. ¿Uno de ellos tiene el pelo blanco y el otro castaño claro? Y la mujer teñido de rojo, ¿verdad?
Asentí con la cabeza con una sonrisita de satisfacción en los labios. Tonta de mí, empezaba a creer tener cierto control sobre Himalaya.
—¡Los conozco, sí! —Delgado ensanchó la sonrisa—. No demasiado, no te voy a engañar, pero he tratado con ellos en algunas ocasiones. De hecho, ayer me reuní con ellos y les hablé de ti. Supongo que por eso te miraron... hay pocas chicas tan guapas como tú aquí, eh —dijo, y bajó el tono de voz hasta convertirlo en un susurro—, Vanessa.
¿Vanessa?, pensé, pero no dije nada. No me molestó. Ella aún no estaba presente, pero probablemente no tardaría en hacer acto de presencia. Además, en el fondo, por muy retorcido que fuese, no dejaba de ser yo...
Era extraño.
—No seas pelota, anda —le dije en tono divertido—. ¿Y quiénes son? ¿Qué hacen aquí?
—Trabajan para el señor Domínguez —aseguró, e hizo un ademán de cabeza hacia Joan, que acababa de aparecer, para que me ayudase a tumbarme en la camilla, entre las sábanas—. Son cirujanos. De hecho, el del pelo blanco, Jacinto Verdasco, es el cirujano en jefe y Ernesto Zurich y Clara Bermejo son sus colaboradores. Los tres forman un muy buen equipo especializado en la cirugía rápida.
—¿Cirugía rápida?
Asintió con la cabeza.
—Te ponen o te quitan tetas sin que te des apenas cuenta —bromeó—. Utilizan técnicas muy avanzadas que reducen notablemente los tiempos de recuperación. Desconozco cómo lo hacen, pero son el futuro. Su técnica es revolucionaria. De hecho, hay muchos estudios que revelan que uno de los grandes stopper de la cirugía es la recuperación. No todo el mundo puede permitirse pasar X tiempo en cama tras una intervención.
Tomé la mano que Joan me tendía y me dejé caer lentamente sobre el colchón, reposando la cabeza sobre la almohada. Una vez acomodada, el enfermero me cubrió con las sábanas, con su habitual sonrisa en la cara. Parecía mentira que alguien con su físico pudiese ser tan delicado.
—Pero no lo entiendo —insistí—, independientemente del tipo de cirugía que te apliquen, tu cuerpo necesitará menos tiempo o más tiempo para recuperarse, ¿no? ¿En qué pueden influir?
—Si lo supiese ahora mismo no estaría aquí, amiga mía —aseguró con diversión—. Estaría hinchándome a ganar dinero recolocando carne.
—En serio...
Se encogió de hombros.
—No lo sé. Ya te lo dije una vez, la medicina está avanzando a una velocidad que jamás podrías imaginar. Lo que hace unos años era imposible, ahora es posible... y esto es solo el principio. —Me dedicó una última sonrisa antes de que Joan me pusiera la mascarilla y su gas me llevase de la mano hasta el mundo de los sueños—. Pero tranquila, que tú no lo vivirás, querida Alicia. Tú no sufrirás esa condena... ahora ten dulces sueños.
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