12 - Día 26
Lloraba. Estaba atrapada en un sueño infinito en el que corría por un bosque. Lo hacía con los pies descalzos y un vestido blanco que ondeaba alrededor de mis piernas con cada paso mientras las ramas bajas me arañaban la piel. Tenía algunos cortes y heridas.
Lloraba.
Lloraba desesperada.
Lloraba aterrorizada.
Y corría. Huía. Escapaba. Tenía miedo, estaba horrorizada por la verdad. La sabía desde hacía días, pero su peso se había vuelto insoportable en las últimas horas. No podía seguir cargando con ello. Ni podía ni quería. Era demasiado.
Corría y corría, y el bosque no acababa nunca. Sabía hacia donde me dirigía, al desfiladero, pero no lograba alcanzarlo. Quería saltar... quería acabar con todo de una vez. Quería no despertar jamás, y desde allí podría hacerlo. Cuando saltase caería junto a mi hermana, a su lado. Ella cogería mi mano y no volveríamos a separarnos jamás...
Pero para ello primero tenía que llegar, tenía que alcanzar aquel saliente... tenía que escapar de él...
Un golpe seco en todo el costado derecho del cuerpo me despertó. Parpadeé con incredulidad, sobresaltada por la violencia del impacto, y descubrí que estaba en el suelo, tirada junto a la cama. Me había caído.
Me incorporé lentamente, sintiendo un dolor muy agudo apoderarse de mí. Tenía la sábana enrollada entre las piernas. La aparté con un tirón, logrando con aquel gesto que en mi hombro sintiese un nuevo aguijonazo de dolor, y me dejé caer sobre el colchón. Me dolía absolutamente todo el cuerpo. Todo. Y no era un dolor suave precisamente: sentía como si me hubiesen molido a palos, como si absolutamente cada centímetro de mi cuerpo estuviese amoratado, y no entendía el motivo.
No entendía nada.
Haciendo un auténtico esfuerzo extendí el brazo hasta la mesita de noche y cogí el teléfono. Era pronto, las siete de la mañana, pero ya tenía más de cincuenta mensajes de mi madre, Ana y David. Incluso Daniela me había escrito, y por el tono de su mensaje no estaba tranquila precisamente. David había contactado con ella tras dejarle plantado el día anterior en el faro.
Una vez más.
Dejé escapar un profundo suspiro y cerré los ojos. El último recuerdo que albergaba era del día anterior, a mediodía. Una vez más había ido al laboratorio Himalaya, como cada día, pero no me había reunido con Delgado. De hecho, desde la última sesión de Hypnos, hacía ya tres días, no había vuelto a verlo. En su lugar había estado con el equipo de enfermeros, con Joan a la cabeza, completando formularios y haciendo ejercicios memorísticos. Querían trabajar mis lagunas y que recuperase parte de los recuerdos perdidos, pero por el momento no habíamos podido avanzar. No era tan fácil.
En definitiva, habían sido días tranquilos. Por las noches me había reunido con David, con el que aunque no me había vuelto a besar había podido disfrutar de más cercanía, y había regresado a casa más tranquila. Más contenta. Relajada, incluso... hasta esa mañana.
Esa mañana en la que tal era mi malestar que dudaba mucho incluso el poder ir al laboratorio.
Pasé un rato en la cama, confiando en que el dolor de cuerpo disminuiría, pero al ver que aumentaba hice un esfuerzo por levantarme. Apoyé los pies en el frío suelo, me incorporé y paso a paso atravesé el apartamento hasta alcanzar el baño. Tomé asiento en la taza del WC y abrí el armario en busca de alguna pastilla de Ibuprofeno con la que apaciguar mis dolores con las manos temblorosas por el esfuerzo. Siempre funcionaba. Revolví las distintas cajas, maldiciendo de puro angustia cada vez que cualquier objeto rozaba mis manos, hasta finalmente encontrar lo que buscaba. Cogí un par de píldoras, me incorporé y me las metí en la boca, dispuesta a tragármelas con un trago de agua.
Sin embargo, no lo hice.
Me acerqué al lavabo, dispuse la mano sobre el grifo... y entonces vi los blísteres de las pastillas rojas que tomaba a diario, vacíos. Faltaban doce pastillas como mínimo. Y no era lo único. Junto a los blísteres había un frasco blanco en cuyo interior tan solo quedaban tres píldoras azules. Todas las demás habían desaparecido. Todas...
Un repentino fogonazo del día anterior me golpeó como un rayo. Me vi a mí misma ante el espejo, con los ojos llenos de lágrimas y las pastillas en las manos. Tenía el rostro totalmente descompuesto en una mueca de profundo dolor.
Estaba desesperada.
No necesité ver más. Horrorizada ante la imagen, retrocedí hasta golpearme la espalda contra la puerta. Me llevé las manos instintivamente al estómago, donde sospechaba que debían estar las pastillas que habían desaparecido, y lancé un grito de puro pánico.
Corrí de regreso a la habitación y cogí el móvil. Me temblaban tanto las manos que la pantalla táctil no respondía. Volví a gritar presa del miedo y me obligué a mí misma a calmarme. Así no conseguiría nada. Respiré hondo varias veces, me senté en el borde del colchón y, concentrándome en ello, al fin logré desbloquear el teléfono. Marqué el icono de llamada y pulsé el último número de la lista. Pocos segundos después la voz de David sonó al otro lado de la línea.
—¿Alicia? ¿Eres tú? ¿¡Se puede saber qué demonios te pasa!? ¡Anoche...!
—¡Ven a casa, por favor! —supliqué entre sollozos, prácticamente a gritos—. ¡Creo que he hecho una estupidez! Creo que...
—¡Eh, eh, calma! —replicó de inmediato, cambiando el tono. Del enfado pasó a la angustia—. ¿¡Qué ha pasado!? ¿¡Qué has hecho!?
—¡No lo sé! ¡No lo sé, pero...!
—Vale, vale. Voy para allí, dame diez minutos, ¿vale? Tranquila.
Colgué el teléfono y cogí aire, tratando de calmarme. No estaba segura de lo que había pasado, si me había tragado las pastillas o simplemente había sido un intento fallido, pero lo que tenía claro era que no me encontraba bien. El dolor que atenazaba mi cuerpo cada vez era más intenso, y cuanto más pensaba en ello, más agudo se volvía. Era como si me ardiera la sangre, como si mis huesos se quisieran romper.
Como si alguien quisiera arrancarme la piel desde dentro.
Era horrible.
Aterrada, volví al baño y cogí las cajas de los medicamentos para buscar en Internet las posibles consecuencias de un consumo excesivo. Memoricé el nombre de las pastillas rojas, desbloqueé de nuevo el móvil y accedí al navegador. Aún estaba la última página que había visitado. Una página extraña que rápidamente llamó mi atención.
—¿Y esto?
Moví de arriba abajo el cuerpo del texto tratando de entender qué era lo que estaba viendo, hasta que al fin di con la clave. Se trataba de una web recopilatoria de noticias antiguas, con una de hacía diez años en pantalla. Una noticia sobre la aparición del cadáver de una mujer joven en una casa en las afueras de Málaga...
Sintiendo un repentino escalofrío recorrerme el cuerpo, decidí leer la noticia. No detallaba demasiado sobre el descubrimiento, pero había los suficientes datos como para que el corazón se me encogiese en el pecho. Tras tres meses desaparecida, el cadáver de Irene Domínguez Cruz, una joven malagueña de tan solo veinte años, había aparecido en el interior de una vivienda abandonada, sin ropa y con evidentes signos de violencia. El cuerpo presentaba una fractura en el cráneo incompatible con la vida y otros tantos golpes que tras el estudio forense habían sido situados temporalmente unas horas después de la muerte de la joven. Irene Domínguez había sido asesinada primero y después maltratada. Finalmente, tras meses de desaparición, el cuerpo había sido trasladado al lugar donde un sin techo lo había encontrado. Según las declaraciones del implicado, hacía semanas que dormía en aquel edificio a diario y el cuerpo no estaba allí, por lo que se llegó a la conclusión de que había sido transportado horas antes de su descubrimiento.
Terrible.
En el artículo había registradas algunas otras declaraciones del hombre, que según decía había quedado muy impactado por el descubrimiento, pero sobre todo se hablaba de la familia de Irene Domínguez. Al parecer, el padre era un importante miembro de la comunidad educativa de Málaga y la madre una famosa pintora cuya galería de arte recibía cientos de visitas a diario. Gente bien posicionada, en definitiva. Además, Irene tenía una hermana menor de edad, cuyo nombre no salió a la luz, y que como es lógico había quedado muy afectada por su muerte.
Una hermana menor...
La noticia me dejó totalmente aturdida. Mi mente no era capaz de asimilar toda la información, pues mi estado físico me lo impedía, pero sabía que el nombre de Irene Domínguez no era casual. No podía serlo.
Sentí que me ahogaba. Dejé caer el móvil en el interior del lavabo y salí del baño a la carrera. Me faltaba aire. Recorrí el apartamento hasta el salón y allí me apresuré a salir a la terraza en busca de oxígeno. La mañana era fría, gélida incluso, pero la bocanada de aire en la cara me sirvió para evitar que me desmayase. Apoyé las manos sobre la barandilla, inspirando y expirando profundamente, y permanecí unos minutos allí, con el cuerpo en completa tensión, hasta que el León rojo de David por fin apareció. Aparcó frente al portal y salió a la carrera. Un par de minutos después, entró en el apartamento con el rostro contraído en una mueca de preocupación. Me cogió de los hombros mirándome a los ojos, tembloroso.
—¿Qué ha pasado?
No recuerdo mucho más de lo que sucedió. Empecé a explicarle lo ocurrido, eso seguro, pero tal era mi nivel de estrés que acabé desplomándome en sus brazos.
Todo a mi alrededor empezó a dar vueltas.
—Te voy a llevar al hospital donde trabaja mi tío. —Creí oírle decir desde la lejanía—. Allí te ayudarán. Tranquila, ¿vale? Tú sobre todo estate tranquila.
Tranquila. Me apretó la mano, él o el David de mi sueño, no lo sé, y a pesar de la angustia logré calmarme un poco. Asentí con lentitud, con la mirada ya perdida más allá del océano de confusión que me envolvía, y me dejé llevar.
Y de nuevo volvía a correr por los bosques, con las plantas de los pies llenas de heridas a causa de las piedras del camino. Alguien me perseguía. Él me perseguía. Lo había descubierto.
No debería haber regresado a Málaga.
Seguí corriendo por el camino que tantas veces había recorrido hasta alcanzar la cima de los Cuatro Vientos. Ante mí, una larga cuesta de tierra y enredaderas se alzaba entre los árboles, surgiendo del bosque como una lanza. La recorrí a la carrera, sintiendo los músculos de las piernas arder del esfuerzo, hasta alcanzar el final del camino, allí donde la senda llegaba a su fin con un gran desfiladero de paredes casi verticales cortando el viento.
Lancé una fugaz mirada hacia abajo. La imagen era estremecedora. Aunque la mayor parte del paisaje estaba cubierto por árboles, había zonas peladas donde el color marrón de la tierra predominaba sobre el blanco de las piedras.
Cogí aire y acerqué el pie hasta el borde, allí donde el terreno desaparecía para dejar paso a una gran caída de más de setenta metros, y alcé la mirada hacia el cielo. No tardaría en empezar a atardecer.
—¡No! —gritó de repente él, deteniéndose a cierta distancia. Respiraba muy agitado y tenía el rostro totalmente rojo por el esfuerzo—. ¡No lo hagas!
—¡No te acerques! —respondí yo, volviéndome hacia él. La brisa hacía que la falda blanca de mi vestido revolotease alrededor de mis piernas, dejando a la vista los arañazos y los cortes—. ¡Lo sé todo!
—¡No sé de qué me estás hablando, cariño! ¡No tengo la más mínima idea, pero sea lo que sea lo podemos hablar! ¡Lo podemos solucionar!
Hablar. Una sonrisa agria se dibujó en mi rostro al escuchar aquella palabra. Hablar...
—¡No! —sentencié—. No hay nada que hablar. Ya no.
—¡Espera, por favor! ¡Dame una oportunidad, cariño! ¡Déjame tan solo explicarme... tan solo un minuto, nada más! ¡Solo eso! ¡Te lo suplico!
—¡Cállate! ¡Mentiroso...! ¡Nunca podré perdonártelo!
Quise gritarle "asesino" con todas mis fuerzas, pero me tragué aquella palabra. No valía la pena, ni tiempo para ello. Tenía que saltar. Había viajado hasta allí para hacerlo, para liberarme de aquella insoportable carga que tanto dolor me había causado en los últimos días, y nada iba a detenerme.
Absolutamente nada...
Además, ella me estaría esperando al otro lado.
Irene...
Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y le di la espalda. Al hacerlo él empezó a correr hacia mí, probablemente en un intento desesperado por detenerme, horrorizado ante lo que estaba a punto de presenciar...
Pero no lo consiguió. Antes de que lograse alcanzarme, salté.
Cuando logré volver en mí estaba en un lugar totalmente distinto, aunque conocido. Me encontraba en la sala ocho del laboratorio Himalaya, con David sujetándome firmemente la mano mientras hablaba con un doctor. A él no lo conocía, pero lo había visto en alguna ocasión. Alto, delgado, con barba y gafas de pasta. Trabajaba con Miguel si mal no recordaba. O con Daniela, no lo sabía. La cuestión era que trabajaba con alguien del laboratorio, y ahora que lo veía junto a David, el parecido entre ellos se volvía innegable. Debía de ser su tío.
Su tío...
Aún saboreaba la amargura de la coincidencia, si es que realmente lo era, ya no sabía qué pensar, cuando la puerta del laboratorio se abrió y el doctor Julián Delgado se unió a nosotros. Intercambió unas palabras con el tío de David, pues a aquellas alturas ya no tenía la más mínima duda de que era él, y palmeó el hombro del muchacho. El Capitán Málaga estaba tan angustiado ante lo que estaba pasando que no sabía ni qué decir. Su expresión era la de un niño asustado que, aferrado a mi mano como si a la de su madre se tratase, apenas lograba articular palabra. Asentía, negaba y murmuraba monosílabos, pero poco más. Los dos doctores, por suerte, parecían bastante más tranquilos que él.
—Has hecho bien trayéndola, muchacho —aseguró Julián, dedicándole esa sonrisa encantadora suya—. Gracias por avisarme, Jero.
—Mi sobrino dice que ha encontrado varios blísteres y un bote de pastillas casi vacíos... —dijo el tal Jero con preocupación—. Por el momento está estable, pero...
—¡Ay, Alicia! —interrumpió Delgado, acercando su mano a mi rostro para acariciarlo. Si tenía los ojos abiertos, que creo que sí, él no se dio cuenta. Ni él ni nadie. Era como si no estuviese allí—. Mi pequeña soñadora... ¡Cuántos dolores de cabeza me estás dando, tesoro! En fin, yo me ocupo de ella, no os preocupéis ninguno de los dos. Sobre todo tú, muchacho. David, ¿verdad?
Él asintió sin soltarme la mano.
—Alicia me ha hablado de ti. La traes loca, ¿eh? —Delgado sonrió—. Venga, vete con tu tío: yo me ocupo de todo. Jero, por favor, avisa a Joan y a Manel. Voy a necesitar un poco de ayuda para conseguir que nuestra estrella vuelva a brillar como antes...
David se resistió a soltarme la mano. No sé si quería quedarse allí o si simplemente estaba en shock, pero su tío tuvo que intervenir para que entrase en razón. Le pidió que le acompañase y, logrando al fin convencerlo, David me soltó. Nuestras manos se separaron...
Y tan pronto el contacto físico entre nosotros desapareció, empezó mi caída a los infiernos.
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