11 - Día 23
Sentía que perdía el control de mi vida.
Los últimos seis días habían pasado como fogonazos de imágenes y sonidos en los que, atrapada en mi cuerpo, apenas había podido decidir. Me había dejado llevar por la voz que susurraba en mi mente, la voz que daba vida a mi ser, y había visto desde un segundo plano lo que había ido viviendo. Las visitas al laboratorio, las charlas en la cafetería, las noches bajo el faro...
El faro. Había soñado con aquel lugar. No sabía si había sido únicamente un sueño muy largo o varios distintos, pero mi mente estaba cargada de imágenes del faro cuadrado con el que había soñado días atrás. Me veía bajo su sombra, contemplando el mar en compañía de alguien. Alguien que estaba casi convencida de que era David, aunque en mis sueños era un poco diferente. Mismo acento, misma sonrisa, mismos ojos... pero distinta mirada. El David de mis sueños tenía un encanto muy especial. Era divertido, era inocente, un torbellino de emociones y de palabras que me arrastraba a un mundo diferente cada vez que se encontraba a mi lado. Lograba hacerme despegar los pies del suelo, lograba llenar mis silencios.
Siempre estaba ahí, mirándome, sonriéndome, susurrándome.
Pero era un niño. Un adolescente, en realidad. Y yo también.
Sueños... Empezaba a costarme diferenciar la realidad de los sueños. Las dos vidas, como decía Julián, se mezclaban en una única existencia de la que no siempre me sentía protagonista. Aquel día volví a mandar sobre mí misma, volvía a ser la dueña de mi vida, volvía a gobernarla. Los días anteriores, sin embargo...
El sonido de la alarma del móvil me despertó. Parpadeé, pues hacía horas que tenía los ojos abiertos, e iluminé el techo de la habitación. Oscuridad. Extendí la mano hasta la mesilla de noche y encendí la lamparita. El halo de luz dorado arrancó de las sombras el espejo y el armario. Me incorporé con lentitud, sintiendo las sábanas resbalar por mi cuerpo, y apoyé los pies en el suelo. Los músculos de mis piernas se quejaron al ponerme en pie. Atravesé la habitación con paso lento hasta el espejo y me detuve frente a este para mirarme con detenimiento. Buscaba algo distinto en mí, un nuevo cambio que no tardé en percibir.
—¿Pero qué...?
Me llevé la mano al pelo y cogí uno de los mechones para comprobar la tonalidad. Seguía siendo castaña, sí, pero había un brillo rojizo en él.
Me pregunté cuándo habría vuelto a teñírmelo.
Seguí mirándome con detenimiento en busca de nuevos cambios. Labios, ojos, nariz, pómulos... cualquier cosa. Busqué cualquier detalle distinto, por mínimo que fuera, pero en aquella ocasión no encontré nada nuevo. Era mi rostro, o mejor dicho, era mi nuevo rostro, aquel al que me estaba acostumbrando, pero no el mío. Nadie lo notaba, o al menos no decían nada al respecto, puesto que apenas habían conocido a la Alicia de antes, pero era distinto. Era absurdo, sí, no tenía ningún sentido ni tan siquiera que me lo plantease, pero ya no era la misma. Ni espiritualmente, ni tampoco físicamente.
Aquella terapia me estaba cambiando. ¿Sería posible que las dos Alicias se estuviesen fusionando? La de los sueños y la real, la de las dos vidas. No tenía mucho sentido, pero teniendo en cuenta que no existía ninguna explicación racional, decidí dejarme llevar un poco por la locura del doctor Delgado.
Me froté los ojos, menos cansada de lo habitual, por cierto, y salí al pasillo. Aquella mañana decidí desayunar antes de ducharme. Nunca lo había hecho pues mi rutina estaba más que marcada, pero aquella mañana me apetecía cambiar. Me preparé el desayuno cumpliendo con la estricta dieta de la terapia y me senté en el sillón para comérmelo con tranquilidad. Incluso encendí el televisor. Comí sin prestar demasiada atención a ninguna noticia en concreto, paseando la mirada por el escaso mobiliario de la sala, hasta ver la puerta de la terraza. Más allá del cristal, la luz del nuevo día iluminaba el cielo. Me acerqué a la cristalera y me acabé el desayuno de pie, disfrutando de las vistas. Después, tras desnudarme en la habitación y dejar la ropa perfectamente doblada sobre la cama, me metí en la ducha.
Me sentó bien sentir el agua en la cara. Cerré los ojos y me relajé. Tenía el presentimiento de que iba a ser un día largo.
Aquella mañana entramos en el laboratorio número uno por primera vez. Al igual que el resto, se trataba de una sala de tamaño medio cuya gran peculiaridad eran sus paredes. Las que daban al exterior eran totalmente acristaladas, lo que ofrecía unas vistas espectaculares, mientras que el resto estaban cubiertas por grandes espejos cuyos juegos de luces e imágenes provocaban una extraña sensación de ingravidez. Estar en aquel lugar era como flotar en el aire, suspendida entre los edificios de la ciudad.
Era inquietante.
Seguí a Julián a su interior con paso temeroso. A diferencia de él, que se movía con total naturalidad por su interior, el vértigo ralentizó mi avance. Me detuve bajo el umbral de la puerta tratando de asimilar la imagen, y cogí aire. Detrás de mí, Joan me apremió a que entrase.
—¡Vamos, mujer! —dijo con marcado acento catalán. A pesar de su aspecto, muy moreno de piel y con casi doscientos kilos de peso a sus espaldas, el enfermero procedía de una larga estirpe de catalanes—, ¡que no pasa res!
Julián se detuvo en el centro de la sala junto a una butaca reclinable. Frente a esta había una cajonera blanca de dónde sacó una pequeña caja de latón. En su interior, perfectamente colocados sobre espuma roja, había cuatro frascos de metal. Cogió uno de ellos y lo agitó.
—Ven, Alicia, siéntate. Vamos a prepararlo todo —dijo—. Necesito que estés muy relajada, con la mente totalmente en blanco. Toma, bébete esto.
No iba a ser fácil, pues el vértigo me atenazaba los músculos, pero obedecí. Bebí el contenido del frasco, bastante más dulce de lo esperado, y me senté en la butaca reclinable, indicando a Joan el grado de inclinación adecuado para mi comodidad. Me recosté sobre los reposabrazos y cerré los ojos.
—Vamos allá...
Sentí cómo la butaca giraba varios grados hasta quedar de cara a la pared acristalada. Joan toqueteó el mecanismo de la silla, el cual estaba situado a la altura de las patas, y activó una palanca. Me apretó con suavidad el antebrazo a modo tranquilizador.
—Vinga, noia, que això ja està fet...
Seguidamente, cumpliendo con las órdenes de Delgado, el enfermero empezó a remover parte del mobiliario por toda la sala. Tuve la tentación de abrir los ojos y mirar qué hacían, pero decidí cumplir con la recomendación del médico y permanecí a la espera, hasta que unos minutos después acabaron. Intercambiaron unos cuantos susurros en catalán, Julián rio por lo bajo y se despidió de él. Escuché la puerta cerrarse tras nosotros.
Una vez a solas, el doctor se alejó unos pasos hacia el lateral derecho de la sala.
—Voy a poner un poco de música ambiental. ¿Cuál es tu grupo favorito?
—The Muse.
Me lo imaginé sonriendo.
—Oh, The Muse, es un buen grupo. Pop Británico si no recuerdo mal. Es una buena elección, desde luego, pero para la sesión necesitamos algo más relajado. Confía en mí.
La elección del doctor Delgado fue acertada. El grupo elegido fue Apocalyptica, un conjunto de cuatro violonchelistas que hacían auténticas maravillas con sus instrumentos. Pocas veces había escuchado adaptaciones en música metal tan emocionantes como las suyas. En definitiva, un auténtico acierto.
Pero aunque la música fue un elemento clave para crear la atmósfera que nos acompañaría a lo largo de las siguientes tres horas, no fue la única. Cuando abrí los ojos descubrí que me encontraba ante la ciudad, una ciudad ahora oculta tras un velo de oscuridad cuya visión me transportó a la Barcelona nocturna, la cubierta de estrellas y de nubes... la de la brisa cálida y la música suave.
Una suave niebla blanca surgió de lo alto de las paredes a través de unas rendijas de ventilación. Olía a mar. Acomodé la cabeza en el respaldo de la butaca y fijé la mirada en el cielo estrellado. Tras de mí, Delgado tomó asiento. Estaba muy cerca, a menos de un metro, pero a la vez lo sentía muy lejos.
Empecé a sentir una agradable sensación de somnolencia.
—Me gustaría adentrarme un poco más en tu mente —dijo. Su voz sonaba aterciopelada, lejana en el tiempo y en el espacio, pero a la vez muy cercana y familiar—. Hasta ahora nuestras sesiones de Hypnos han transcurrido mientras estabas en estado de somnolencia. Durante ese proceso era con la otra Alicia con quien hablaba, con la niña que hay atrapada en tu interior. ¿Quieres que te hable de ella?
—Hablas como si fuese otra persona —dije sin poder evitar sonreír—. Pero en el fondo soy yo.
—¿De veras? —Hizo una pausa—. Entonces háblame de esa Alicia, la del mundo de los sueños. Si realmente eres tú, no tendrás problemas para hacerlo, ¿no?
Tuve la tentación de girarme y mirarle, tratando de encontrar en sus misteriosas palabras una mueca burlona, pero no lo hice. En lugar de ello decidí seguirle el juego. Concentré la mirada en el cielo estrellado y dejé que su voz me acunara.
—¿Y qué quieres que te explique?
—Pues empecemos por lo más básico: ¿cómo te llamas?
—Fácil, Alicia Gómez.
—¿Alicia Gómez? ¿De veras? ¿En tus sueños tienes apellidos? —La voz de Delgado sonó divertida—. Cierra los ojos y trata de recordar el último sueño que hayas tenido. Profundiza en él, en sus imágenes, en sus sonidos, en sus aromas... piérdete en él.
Pensé en el mar del sueño del faro. No lo recordaba embravecido, pero en mi mente las olas golpeaban con fuerza contra la orilla. El agua estaba teñida de oscuridad y de puntos de luz que engullía la espuma. El cielo estaba algo encapotado y el viento soplaba con fuerza, arrancando silbidos a las rocas. Porque estábamos sentados en rocas, sí. Junto al mar, en un saliente bajo la alargada sombra de la farola...
El perfume de David me acarició el rostro cuando su cabellera revoloteó junto a la mía. Su mirada eclipsaba el resto de su rostro. Sus ojos eran como dos grandes estrellas, y en su reflejo estaba yo. Yo y mi larga melena castaña rojiza. Me concentré en mi propia imagen, descubriendo a una Alicia distinta en ella. Traté de comprender la tristeza en sus ojos. Había pérdida en ellos: había miedo.
Estaba asustada.
La imagen logró transmitirme la sensación de angustia que en aquel entonces sufría la Alicia de mis sueños. Tenía miedo de algo, algo que la atormentaba por las noches cuando se acostaba, cuando soñaba. ¿Pero acaso los sueños soñaban?
Abrí los ojos a la noche de Barcelona y creí ver mi propio reflejo en la pared acristalada. Julián tenía razón, era otra persona. La protagonista de mis sueños era otra chica que vivía en mi interior y que no se llamaba Alicia. Desconocía su nombre, pero no era ese, estaba convencida.
—No sé cómo se llama —dije al fin, aletargada por la revelación—. Se parece a mí, pero no soy yo.
—Háblame de ella.
—Está triste... está angustiada. Algo le preocupa... algo horrible.
—¿Qué más?
Volví a cerrar los ojos. El rugido del mar apenas me permitía escuchar lo que David le decía. Le sujetaba la mano con fuerza, protector. Él también estaba preocupado... la abrazaba. Me abrazaba.
Podía sentir su aliento en mi rostro. Lágrimas saladas cruzaban mis mejillas.
—Le gusta David. Le encanta, en realidad, y él a ella. Son muy jóvenes, poco más que adolescentes, pero hay mucha química. Él es de los pocos que logra consolarla.
—¿David es su novio?
—Creo que sí.
—Intenta entender el motivo de su tristeza. Profundiza.
Profundiza...
No sabía cómo debía hacerlo, pero lo intenté. Me concentré en la chica del sueño, dejando de lado a David y el entorno, y traté de profundizar en sus ojos. Su mirada estaba teñida de lágrimas, y no era para menos. En su mente un pensamiento palpitaba con fuerza: un recuerdo que brillaba en mitad de una noche de tormenta...
La imagen de una chica algo mayor que ella lo emborronó todo, llenándome de angustia. Desconocía su nombre, pero sabía que se trataba de su hermana. Su hermana mayor, para ser más exactos. La que conducía, la que sonreía, la que cantaba... la que se había ido una temporada para estudiar fuera. Hacía poco que había vuelto, tan solo unos días, pero se había vuelto a ir.
Pero no voluntariamente.
Había desaparecido. Podía ver imágenes del telediario, todas ellas mudas, pero el cartel informativo era claro: "la joven Irene Domínguez Cruz, de veinte años, lleva dos meses desaparecida". Dos largos meses en los que por mucho que la policía y equipos de búsqueda especializados la habían estado buscando, no habían logrado dar con ella. Nadie sabía absolutamente nada sobre su paradero, solo que la noche anterior, la noche antes de desaparecer, había ido a buscarme a la farola y me había llevado a casa.
Nada más.
—Tengo una hermana. —Hice una pausa, repentinamente confusa—. ¿Tengo? No, tiene... o tenía. Su hermana ha desaparecido. Se llama Irene.
—¿Qué le ha pasado?
—No lo sé, pero la última noche antes de desaparecer estuvo con ella... —Abrí los ojos, repentinamente asustada, y volví la mirada atrás, hacia Julián—. ¿De qué va todo esto? ¿Quién es la tal Irene Domínguez? ¡Yo no tengo ninguna hermana!
Julián, que como de costumbre tenía un cuaderno entre manos donde iba anotándolo todo, me miró desde la penumbra durante unos segundos, pensativo. Parecía profundamente concentrado en algo.
—Háblame de Irene.
—No puedo: no la conozco.
—Sí la conoces. Vamos, haz el esfuerzo. —Apoyó la mano sobre mi hombro y señaló al frente con el mentón—. Cierra los ojos y concéntrate. Concéntrate en tus sueños...
Lo primero que hice cuando llegué a mi casa fue escribir a David. La mañana había sido muy extraña y me sentía insegura. Tenía la mente aún confundida, aturdida tras la extraña sesión de Hypnos con Julián, pero me sentía más liberada. Habíamos hablado mucho, habíamos profundizado en la otra Alicia, la del mundo de los sueños, y habíamos trabajado sobre ello. Al parecer, ella era la clave para mi recuperación. O al menos eso decía Delgado, claro. Yo, llegados a aquel punto, ya no sabía ni qué pensar. Quería creer que la chica que encarnaba en los sueños era yo misma, que aunque fuese un poco diferente seguía siendo la misma persona, pero las dudas de mi doctor me hacían preguntarme si no me estaría equivocando.
Fuera como fuese, aquella tarde no quería pensar en ello. El nombre de Irene Domínguez Cruz había quedado grabado a fuego en mi memoria, pero no quería investigar al respecto. Era fácil, tan solo tenía que introducir su nombre en Google y presionar el botón de "Búsqueda", pero tal era mi miedo ante lo que pudiese encontrar que preferí no hacerlo. Utilicé el teléfono únicamente para escribir a David, y una vez obtuve mi respuesta, lo puse en modo avión.
El Capitán Málaga ya me estaba esperando entre las rocas cuando llegué. Aquella tarde llevaba una sudadera verde, unos tejanos rotos y un abrigo negro cuya capucha de pelo no pude evitar tocar tan pronto me senté a su lado. Era tremendamente suave. Me acomodé a su lado, con la cremallera de mi chaqueta hasta arriba, cubriéndome el mentón, y saludé con un ligero encogimiento de hombros. Aquel día la temperatura era algo más suave, pero seguía haciendo frío.
—¿Todo bien? —preguntó ante mi silencio—. Pareces un poco nerviosa.
—No lo sé —respondí, y no mentía. Me invadía una gran mezcla de sentimientos—. No quiero pensar: háblame tú. ¿Qué tal estás? ¿Qué has hecho hoy?
David me miró fijamente con aquellos bonitos ojos castaños, dubitativo, y asintió. Por un instante creí ver su rostro eclipsado por su mirada, tal y como había pasado en el sueño, pero rápidamente su sonrisa iluminó una cara que, aunque parecida, no era la misma.
Metió una de sus manos en el bolsillo de mi chaqueta, para poder atrapar la mía, y volvió la mirada hacia el oleaje. Empezó a hablar.
Y aunque habló durante bastante rato sobre su familia, sus estudios y su vida en Málaga, apenas le presté atención. No podía. Era como si algo me impidiera poder escuchar lo que decía. En mi mente el nombre de Irene Domínguez Cruz no dejaba de repetirse una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, silenciando todo lo demás. Necesitaba saber más sobre ella... necesitaba saber dónde estaba.
Necesitaba encontrarla.
Su desaparición me angustiaba enormemente, atenazaba mi mente, mis músculos, mi todo. Necesitaba saber qué había sido de ella, y necesitaba saberlo ya. Después de todo, ¿cómo no iba a necesitar saber dónde estaba mi hermana?
—No me estás escuchando, ¿verdad? —escuché decir a David de repente.
Sus palabras rompieron el hilo de mis pensamientos. Lo miré con desconcierto, como si acabase de aterrizar en la conversación, y me entristecí al ver su expresión de decepción. No pude mentir.
—Lo siento —me disculpé—. Hoy es un día extraño.
—¿Y cuándo no lo es? —David sacó la mano de mi bolsillo, soltando la mía, molesto, y lanzó un profundo suspiro—. Contigo es todo siempre muy extraño, Alicia. Mira que lo intento, pero no te entiendo. A veces tengo la sensación de que te gusto, pero otras... —Se encogió de hombros—. Sé sincera conmigo, por favor. ¿Te gusto o no? Podemos ser amigos si quieres, pero... pero a mí me gustas. Mucho, de hecho, y me gustaría que hubiese algo entre tú y yo. Algo serio, ya sabes. Algo que... bueno... di algo, ¿no?
Aunque quise, y más al ver cómo me miraba con aquellos bonitos ojos asustados, no supe qué responder. Demasiado concentrada en mis propias preocupaciones, la avalancha de sinceridad del Capitán Málaga me había dejado sin aliento. Le mantuve la mirada con los labios sellados, y durante los pocos segundos que mantuvimos el contacto visual no fui capaz de romper el silencio. No me salían las palabras.
Decepcionado o dolido, no lo sé, David asintió con la cabeza, creyendo leer entre líneas, y se puso en pie.
—Vale, no pasa nada. ¡Nada de nada, en serio! —Forzó una sonrisa—. Todo está bien, aunque si no te importa preferiría irme. No me apetece seguir aquí, hace frío. Te acompaño a casa si quieres.
Tomé su mano cuando me la tendió y me levanté también. Se iba... nos íbamos. Aquella historia se acababa, y todo porque no era capaz de reaccionar. Todo porque mi mente seguía en el laboratorio, sentada en aquella butaca de cara a la noche de Barcelona.
Todo porque seguía concentrada en mi hermana...
No solté su mano cuando me levanté. No quería hacerlo. Entrelacé nuestros dedos y volví a mirarlo a los ojos, aquellos bonitos ojos castaños que con tanta tristeza me miraban. Me dolía verlo así por mi culpa. El Capitán Málaga era pura alegría, puro positivismo, pura energía, y aquel anochecer estaba apagado.
Yo lo había apagado.
Me obligué a mí misma a reaccionar. Nada de aquello tenía sentido: ni David tenía que estar triste, ni yo tenía que dejarlo ir. Me gustaba, me encantaba, y quería que lo supiera. Tenía que saberlo. Por desgracia, no era tan fácil. Mi mente no funcionaba como quería, seguía aletargada y el tiempo se me acababa.
Por suerte, conocía el mejor remedio para solucionar las cosas.
Me acerqué un poco más a él, hasta apoyar mi pecho sobre el suyo, y me puse de puntillas para quedar cara a cara. Una vez frente a frente, incapaz de evitar que una sonrisita nerviosa decorase mis labios, apoyé la mano sobre su pecho, allí donde el corazón latía acelerado, y ladeé ligeramente el rostro.
—Perdona —dije, esforzándome porque las palabras surgieran de mi boca—, hoy estoy idiota, en serio. No me gustas, me encantas.
Y dicho esto, juntamos nuestros labios en un largo y cálido beso. Un beso gracias al cual pude olvidar a Irene Domínguez, a mi yo de los sueños y el laboratorio Himalaya. Olvidé a Delgado, a Daniela y a Miguel, y me concentré en él. En el ritmo de su corazón, la suavidad de sus labios y el calor de sus brazos alrededor de mi cintura.
No era el mismo chico que el de mis sueños, ahora estaba segura, pero no me importaba. Al contrario, lo prefería. El David de la farola era encantador, pero el Capitán Málaga era perfecto.
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