1 - Día 1
Nos bastó un rápido vistazo para ver que aunque era un apartamento pequeño, era más que suficiente para mí. Con una habitación, un baño y un salón con cocina americana tenía bastante para vivir sola. Además, iba a ser algo temporal. Tres meses pasaban muy rápido.
—Santa Helena del Mar es un lugar muy tranquilo. En verano su número de habitantes se dispara con la llegada de turistas, pero ahora, en invierno, es bastante tranquilo —dijo Manel Segura tras entregarme las llaves del piso—. ¿Te ha explicado el doctor Delgado las condiciones del contrato?
—Más o menos. Me ha dicho que mientras le haga caso, todo irá bien.
—Es una forma de verlo. Cada día vendrá un coche a recogerte. Dependiendo del tratamiento que toque, vendrá a una hora u otra. Te iremos informando a diario. La misma persona que te haya llevado, te traerá. —Manel atravesó el pequeño salón amueblado hasta la puerta de la terraza. Se asomó—. Una de las cláusulas del contrato es la imposibilidad de conducir, ¿eres consciente de ello?
Me encogí de hombros como respuesta. Sí, era consciente de ello, aunque no entendía el motivo. No obstante, dado que necesitaba el dinero, no me lo había planteado.
—No conduciré, de acuerdo.
—Tienes prohibido el consumo de todo tipo de estupefacientes, incluidos el alcohol y el tabaco. Además, llevarás una alimentación equilibrada. Mañana el doctor te entregará una dieta que debes seguir. Nosotros nos ocuparemos de proporcionarte la materia prima.
—¿No hace falta que haga la compra?
Manel negó con la cabeza.
—Nos ocuparemos del reabastecimiento durante las horas que estés en el laboratorio.
—Vaya, me siento como una marquesa.
Ensanchó la sonrisa, divertido ante mi comentario.
—Algo así. Tomarás la medicación respetando las horas estipuladas. Tienes un cuaderno donde te indicamos qué debes tomar en cada momento. Todos los medicamentos están en el armario del baño.
—¿Hay muchos?
Manel se encogió de hombros.
—Bastantes.
—¡Pues qué bien!
—El paseo marítimo es un buen lugar en el que ejercitarte. De hecho, te recomiendo ir hasta el faro. No hay demasiada distancia desde aquí y las vistas valen la pena. Recuerda, ejercicio suave, no severo. Durante estos tres meses vas a tener que llevar una vida restrictiva, pero todo acaba. —En los labios del hombre se dibujó un asomo de sonrisa—. Ten paciencia, Alicia, vale la pena.
Acompañé a Manel hasta la salida, donde se detuvo una vez más para recordarme que aquella noche tenía que asistir a una cena concertada con el doctor Delgado. Después, tras casi una hora de indicaciones, recomendaciones y prohibiciones, me dejó en paz.
Aquel era mi primer día en la provincia de Barcelona. Dos semanas antes, cuando aún vivía en Alicante con mi madre, uno de los profesores de la facultad de Veterinaria que tan poco pisaba me había presentado a uno de los compañeros de Manel, un científico en busca de conejillos de indias con los que experimentar a cambio de dinero. Dadas las circunstancias, las deudas de mi madre y mi precaria situación en la universidad, a punto de ser expulsada por las faltas, decidí informarme. Aquel año ya estaba perdido, no me engañaba. Había pasado más tiempo fuera de clase que dentro, así que no me pareció descabellado aceptar el trato. Después de todo, ¿qué eran tres meses?
A mi madre no le gustó tanto la idea. Aquel tipo, Antonio creo que se llamaba, le explicó detalladamente en qué consistiría el experimento al que me vería sometida, sus ventajas y posibles efectos secundarios, pero incluso así no logró convencerla. Lógico, yo era su única hija y compañía desde la muerte de mi padre. Bueno, no exactamente. Yo y las deudas, en realidad. Así pues, aunque la idea le horrorizó, la cantidad de ceros con los que iban a gratificarme por mi participación en el experimento suavizó las cosas. Mi madre decidió dejar la decisión en mis manos y yo, que además de necesitar un cambio de ambiente quería ayudarla a zanjar sus problemillas financieros, acepté.
Dos semanas después ya estaba en Santa Helena del Mar, en el interior de un bonito apartamento unipersonal a tan solo cinco calles del paseo marítimo.
De locos.
Aproveché la tarde para deshacer la maleta. No traía demasiado equipaje conmigo ni tampoco enseres personales aparte del teléfono móvil y algún que otro libro de la facultad. Necesitaba replantearme muchas cosas, quería desconectar de mi vida anterior y olvidar quién era durante una temporada, y aquella era la mejor forma.
Dejé la maleta sobre la cama que presidía la habitación y paseé la mirada por las paredes azules hasta alcanzar el gran espejo de pie que había junto al armario. Recordaba haber tenido uno parecido a aquel en mi habitación cuando era una niña. Quizás no tan alto, pues en este podía verme de cuerpo entero, pero sí de cintura para arriba. Todo un lujo.
Me acerqué al cristal y observé mi reflejo. Medía un metro setenta, era delgada y tenía la piel clara con pecas. Mis ojos eran de color gris y mi cabello castaño, aunque hacía unas semanas que me lo había decolorado. Mi madre odiaba aquel color, y los aros de la nariz y del labio también, por cierto, pero aún más el corte de pelo. A ella le gustaba la melena larga, no corta, pero incluso así admitía que me quedaba bien. Era de mi "rollo", como solía decirme. El pelo decolorado, los tejanos de pitillo llenos de desgarrones, las botas altas y los suéteres de lana anchos. Esa era yo, Alicia Gómez, la futura veterinaria que no pisaba clase y que hacía meses que no lograba dormir más de tres horas seguidas. Por suerte, todo iba a cambiar. Julián Delgado, el doctor al mando del equipo científico del proyecto, me había prometido que cuando acabase el experimento volvería a dormir noches enteras, que debía tener fe, y yo quería creer en él.
Pasé mi primera tarde tratando de acostumbrarme a mi nuevo hogar. El piso en sí no era gran cosa, sus espacios eran reducidos y su mobiliario y recursos limitados, pero todo era tan nuevo que iba con especial cuidado de no estropear nada. En el salón tenía una televisión de LED de 40 pulgadas, una mesa de comedor y un par de sillas. Además, había un sillón de cuero no muy grande de color crema, perfecto para ver series. Tan pronto me diesen de alta en internet, aprovecharía para ver todas las que tenía en la lista de pendientes. Pero aunque en general el salón era acogedor, lo mejor era lo que aguardaba al otro lado de la puerta de cristal: la terraza. No era demasiado grande, pero sus vistas del frondoso parque que había frente al edificio eran más que suficientes para desconectar. Las copas de los árboles se unían entre sí escondiendo el parque tras una nube de hojas, lo que despertaba en mí la sensación de estar frente a un bosque. Y si a aquella imagen le sumabas el aroma a mar de la brisa, aquel lugar se convertía en un pequeño paraíso en el que disfrutar de las siguientes semanas.
Anocheció pronto. Me di un baño de agua muy caliente, me sequé el pelo y, controlando en todo momento la hora en el móvil para no asistir tarde a nuestro primer encuentro, me preparé para acudir a mi cita con el doctor Delgado en uno de los restaurantes del paseo.
Aún no nos conocíamos en persona. Había visto un par de cortos de sus conferencias universitarias en internet e incluso había estado curioseando su perfil de Linkedin, pero incluso así aquel hombre seguía siendo un auténtico misterio para mí. El tal Antonio lo había descrito como un genio, alguien capaz de cambiar el mundo, pero yo tenía mis dudas al respecto. Según su perfil, Julián era un destacado doctor especializado en psicología y neurología, el primero de su promoción, pero como él había tantos que no había logrado impresionarme. Lo único que me había sorprendido, y no me costaba admitirlo, era que hubiese sabido tanto sobre mí cuando hablamos por teléfono la primera vez. Aquel hombre me había proporcionado tantos datos privados sobre mi persona que había logrado inquietarme. Me había sentido incluso incómoda. No obstante, su carisma rápidamente había acabado con mi malestar, logrando hacerme sentir como una auténtica afortunada. Si alguien podía acabar con mi problema de insomnio, ese alguien era él.
Así que confiada como estaba, no dudé en salir pronto de casa para llegar al restaurante llamado la Cova Nova, un agradable local situado en primera línea de mar en cuyo hogareño interior aguardaban una docena de mesas circulares con mantelería azul. Tomé asiento en la que nos habían reservado, algo más resguardada que el resto, y aguardé pacientemente a que llegase bebiéndome una Coca Cola.
Pasados diez minutos, saqué el teléfono y empecé a mensajearme con mi amiga Ana, una de mis íntimas en Alicante.
+ Alicia – Ey, Ana, qué tal? Ya me he instalado, el piso es genial! A ver si te vienes algún finde a verme!!
/ Ana - Ya estás allí!? Creía que te ibas mañana!
+ Alicia – Pues ya ves... ahora estoy esperando al doctor. He quedado con él para cenar.
/ Ana – Para cenar?? En serio?? ... ojo con lo que haces! Hay mucho tío raro suelto. Has quedado con alguien más o vais a estar solos?
+ Alicia – Anda ya!! No digas tonterías!!
/ Ana – Tonterías?? Mira las noticias, anda, y verás de lo que hablo. En serio, ten cuidado...
+ Alicia – Que sí mujer, que no pasa nada...
/ Ana – Ya, bueno, por si acaso avísame cuando llegues a casa, vale?
Puse el móvil boca abajo para no responder, como si aquello sirviese de algo. Clavé los codos en la mesa con expresión aburrida y pasé los siguientes minutos observando al resto de comensales. En su mayoría eran parejas que disfrutaban de copiosos platos de pasta y marisco a la luz de las velas.
Y yo esperando a un médico...
Esperé diez minutos más y llamé al número desde el que me había llamado la última vez. No daba señal. Maldije entre dientes, asqueada ante la situación, y decidí irme. Pagué la bebida, me despedí de mala gana del camarero y salí al paseo marítimo, donde el frío invernal arreciaba con fuerza. A pesar de ello, había gente paseando. Lógico, las vistas del mar al anochecer eran impresionantes.
Me acerqué al murete que separaba el paseo de la arena y lo salté para acercarme a la primera línea. Aquella noche había una fuerte marejada, con las olas rompiendo con violencia contra la orilla. La observé a cierta distancia, deleitándome del bonito espectáculo, y tomé varias instantáneas. Después empecé a pasear. No muy lejos de allí, a unos quince minutos de paseo aproximadamente, aguardaba una larga lengua de tierra al final de la cual, iluminando las olas había un faro.
Me dirigí hacia allí. Me puse los auriculares, me conecté a YouTube y dejé que la música de The Muse guiase mis pasos. Quince minutos y cuatro canciones después, me detuve frente al gran edificio blanco y lo bordeé hasta alcanzar la cara que daba a la playa. Entre las rocas, sentado y sumido en sus propios pensamientos, había un chico algo mayor que yo. Ambos nos miramos, más por curiosidad que por interés, y seguimos a nuestro aire durante un rato. Él observando las estrellas y yo escuchando música, tratando de apaciguar mi mal humor.
Un rato después, pasadas las once, volví a casa. Me quité la ropa, me puse el pijama y cumpliendo con lo prometido cogí el cuaderno y comprobé qué debía tomar aquella noche: una píldora roja.
Finalmente me acosté. Ah, sí, y avisé a Ana de que había llegado. No le dije que me habían dejado tirada en mi primera noche en Barcelona, sonaba demasiado dramático. Simplemente, le dije que todo había ido bien, le mandé un par de fotografías de la playa, las cuales por cierto también subí a Instagram, e intenté dormir.
Por desgracia, no lo conseguí hasta pasadas las tres de la madrugada.
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