Capítulo 4
Habían pasado dos días desde que papá se había ido.
Para la familia Miller, era un nuevo problema. Mi amigo no hablaba de otra cosa que no fuera la intrépida decisión externa y poderosa para mandar al escuadrón de mi padre a New York, siendo que la única preocupación de este fuera está única ciudad. Aunque ambos estábamos de acuerdo, no podíamos ponernos altivos con altos mandos a los que no conocíamos ni de vista.
—Mamá no para de gritar al teléfono como si este expresará mejor sus emociones.
Sus reclamos, molestos en toda la extensión, me causaban cierta confusión y diversión.
Yo pasaba por lo mismo. No era nada parecido a un duelo, pero el constante repiqueteo en el pecho era algo apabullante. Una pregunta que no me dejaba dormir en las noches y que me alegrará que no fuese contestada en los noticieros.
Los títulos me causaban terror.
Mis ojos comenzaban a mirar desesperadamente cada parte del televisor cómo a un enemigo.
Pensar en la situación de mi amigo era más fácil que hacerlo con la mía.
Había angustia, horror, misterio y crueldad.
—Le ha dicho a mi padre que se arrepiente de no haberse casado con su gran vestido soñado. Después se le pasa y empieza a regañarlo por haber dejado destapada la pasta de dientes.
—Pensé que tú papá no estaba.
—No lo está. Ella lo hace y prefiere culparlo.
Resopló harto de lo que se vivía en su casa. Lidiar con su hermano, al que no le hacía gracia su presencia, era de por si difícil. Hacerlo con la señora Miller, lo convertía en un nosocomio.
Y él odiaba estos.
Habíamos aprovechado el descanso de la clase del profesor Hernández para platicar un poco. Era jueves, el día más pesado de la semana, ya que eran tres horas de constantes palabras plausibles y noticias que se tenían que discutir. Las opiniones eran un tema importante para él.
Para cuando regresamos al salón de clases, otros compañeros habían ido por su café mañanero y brotes de sobres de azúcar.
Parecía algo ilógico y estúpido.
Después se entendía.
Nos sentamos por la tercera fila y esperamos a que se escuchara el ya familiar sonido de sus zapatos pegar en la puerta y avisar el cierre de puerta.
Dió tres aplausos, llamado la atención de todos y su característico bigote se movió, demostrando una emoción palpitante. Sus ojos centellaron ante la expectativa de hacernos más ilustres.
Empezó hablando acerca de los que habían ocurrido en las Islas Fiji, prestándose a mis compañeros para resolver dudas que tuvieran acerca de lo ocurrido.
Su voz gruesa rebotaba en las paredes del salón, penetrando con sus ojos cada una de nuestras miradas. Algunas aburridas, y otras concentradas en lo que decía.
Mientras explicaba, sentí como si un tornado creciera en mi interior, estrujando mi abdomen. Cuando por fin dejó por un minuto el tema el profesor, sonó la campana.
Todas esas horas el tema de centró en las grandes noticias y alguno que otro debate.
Cuando salimos del salón, los pasillos estaban medio vacíos. Nos dirigimos con calma hacía el comedor sin decir ni una sola palabra.
Algunas veces, así constaban nuestros momentos.
Cada quién centrado en sus pensamientos.
El celular de Dan empezó a sonar con una canción horrible, rompiendo el sepulcral y desolador ambiente en silencio.
Estiró su mano hasta alcanzar su teléfono que estaba entre los fondos de su bolsillo delantero para llevárselo a la oreja. No se detuvo a mirar la pantalla para comprobar quién llamaba, pero si demostrarlo con el explosivo repertorio de insultos disimulados y grandes quejas de una mujer a la que conocía bastante bien.
Sus ojos se volvieron blancos menos del tiempo que hubiera esperado y sus labios no supieron articular algo, no hasta que sus cejas se arrugaron y el color de sus ojos se intensificó.
—Bien.
La escueta contestación fue una advertencia suficiente para mí.
Él no era de menudas palabras, sino de grandes expresiones y peroratas que llegaban a colmar el ajeno quejido de alguien.
—Dile a Lucas, yo estaré ocupado.
Colgó tan rápido como cogió el teléfono.
Intento calmarse, o eso adiviné. No le era difícil apagar sus emociones y reemplazarlas. Era algo que había perfeccionado, y algo que le envidiaba. Si hubiera tenido esa habilidad cuando era niña, las pesadillas no se repetirían después de tantos años, y el miedo por repetir una escena parecido, no estaría quemando mis huesos. Tampoco caminar por las calles y encontrar a alguien tan parecida a su verdugo.
Me otorgó una de sus mejores sonrisas, aunque era forzada. Si podías verla por demasiado tiempo, lo notabas.
Sabía que preguntar algo era riesgoso.
Siempre que tocaba algún tema de gran magnitud podía ver cómo su cuerpo se tensaba e intentaba acelerar mis pensamientos más recónditos. Procuré no arrepentirme de mi próxima pregunta y decirme que era correcto preguntarle.
—¿Estás bien?
No hubo nada de su parte.
Incluso pensé que el tiempo de había detenido de no ser por su pestañeo.
Entorno los ojos y quise haberme golpeado por haber hecho la pregunta más tonta del mundo.
Claro que no estaba bien. Estaba furioso y lo disimulaba porque no quería que nadie lo viera, y ese nadie me incluía a mí. El sentimiento ya era algo regular cuando algo iba mal, pero nunca pregunté por respeto. Muy dentro de mí, me hice creer que así era. Que no era normal que le molestara cuánto le podía repetir su madre y hacerlo explotar y contener ese estallido.
—Todo bien.
Tardo más de lo que había pensado.
Tragó saliva y su nuez de Adán se reflejo.
—Solamente no te metas en esto, Lea.
—Pero ...
No pude objetar. Levantó más su mirada y me sentí pequeña e indefensa. Casi pude afirmar que la diferencia de altura se hacía más grande con cada minuto que pasaba mirándome ¿O era mi imaginación?
Fue mi turno de aplanar los labios.
Solía ser una persona paciente para todos los niveles de respuesta, pero había situaciones en las que gritar parecía razonable, y otras en las que llorar posterior a sacar todo parecía la solución más óptima.
—Dan, sé que no es mi asunto—me dolió decir esa parte. Sabía que lo era, él era mi mejor amigo. El único al que le había confiado toda mi vida y conocía todos mis secretos y mis peores miedos—pero soy tu amiga, puedes decirme todo lo que quieras.
Habían sido unas patéticas palabras. Quería decir más. Objetar. Refutar en su postura o su forma de alejarme.
—No es buen lugar para hablar de esto.
Sentí un alivio al saber que obtendría más por mi pregunta.
Asentí y lo seguí por los pasillos de la universidad, pensando en las probabilidades y ficticias alternativas del pasado. Si hubiera tenido la serenidad para tratar de entender sus problemas personales, no hubiéramos tardado en hablar de lo que le asfixiaba.
Ni siquiera habíamos llegado al final de pasillo y su voz hizo saltar mi corazón.
Cuando creí que iba confesarme las emociones y los sentimientos que tanto guardaba y parecían hervir su sangre, y que amortiguaban todo el peso de desquitarse con un simple golpe, su simple sonrisa y esos ojos afables me hicieron retroceder.
—Conoces todo de mí, pero hay ocasiones en las que saberlo todo no es suficiente porque jamás abarcará una palabra.
«Eres mi confidente, Lea. Mi familia no puede ser un lugar cómodo cuando vives tras la sombra de alguien quién creció pensando que un ladrón no tiene más intención que robar para sí y que la debilidad por los placeres tan mundanos era ser criminal.
»Va mucho más allá de un simple pan o de una joya. Las personas somos singulares y no plurales. No podemos amar forzosamente y pensar en el agradecimiento cuando el resquemor de hacer un favor es más grande que la parsimonia y el confort por hacerlo.
Intenté acercarme para hacerle saber que no entendía sus palabras. Un atisbo de la seriedad tornó su cuerpo y su mirada. No quería que estuviera cerca. No por el momento. Y me dolió saber que, por mucho que me hubiera esforzado por abrirle todo de mí y saborear la sensación de pensar en él como un hermano y en mi familia auténtica, jamás cambiaría como se sentía.
Era ajeno a su familia adoptiva. A su padre estricto y con un sentido más tóxico de lo que era la justicia. De una madre que se preocupaba, pero que no objetaba enfrente de su esposo ante las reprimendas. Y de un hermano al que no podía identificar por eso sí no es por otro apelativo indiscutible.
Sabía que su familia era difícil de comprender e intentaba darle los mejores días soleados y las mejores bromas.
Por última vez, me callo tan solo mirarme y se fue.
Me dejó plantada en el pasillo.
(...)
Al salir de la universidad, me di cuenta de lo tarde que era para lo habitual de la semana. Estaba estudiando en la biblioteca para un examen y el tiempo repasando las páginas y los apuntes gastaron mi noción.
Suspiré y ajuste los libros que había pedido prestados.
No parecía ser la última en irse, pero la desolación que vi al recorrer mi camino se sintió abrumadora.
—¡Lea!
Giré la cabeza a tiempo y deje caer la pila de cosas instintivamente mientras detenía su corpulento cuerpo.
Abrí los ojos como platos. El peso era grande, y yo no era tan fuerte para cargar con él el tiempo que estuviera encima de mí.
—¿Qué demonios ...?
Si hubiera sido una broma, lo toleraría, pero no lo era. El olor, tentando a lo nauseabundo y fragante a alcohol, abrió una gran puerta de confusión dentro de mí.
Sus ojos brillaban cómo faroles; cuál adicto a su droga. La comisura de su boca elevaba en una sonrisa torcida, esperando que está fuera afable. Su cabello, que hace unas horas estaba más pulcro, tenía pequeñas hojas y el desorden caí cómo fuente.
Murmuró inconfundibles palabras sobre un unicornio y señores en motocicleta nadando, tomando uno de mis mechones de pelo y mordiendolo.
—Estás totalmente borracho.
No era una pregunta, y aún así sonó a una. Una pequeña confirmación que esperaba, y de la que estaba segura, no obtendría respuesta.
¿Eso había estado haciendo desde que me dejó plantada en el pasillo?
Empezó a cantar una canción sobre buenos y malos.
Y sólo había un maldito lugar que tenía la corona de celebrar los tragos con una canción tan absurda como los hermanos que fascinaba a mi amigo.
Los buenos y malos Hernett.
—Tengo que llevarte a mi casa, Dan, tu mamá no puede verte en este estado.
Caminamos hasta un árbol cerca o y lo dejé por un momento para poder ir a levantar mis libros y algunas cosas que se habían caído de mi bolso. Me agaché y empecé a colocarlo todo para que rindiera el máximo y no perdiera nada en el trayecto.
Hasta ahora, no me había percatado de que no tenía su mochila. Negué y asentí, empezando a sentir un aire inquietante.
¿Y si no estuviera solamente borracho?
¿Y si se había topado con un ladrón o habría olvidado sus pertenencias en aquel bar?
—Por favor, ayúdame—le reclamé y él sólo pudo reírse, como si le hubiera contado un chiste.
Intenté avanzar una cuadra o caminar algunos pasos sin tropezar o dejar que su aplastara el mío, pero estaba demás decir que yo no tenía el suficiente vigor y la agilidad requerida para que llegáramos a mi casa. Me coloqué en la acera y pedí un taxi, esperando a que alguien parará y se apiadara de mi alma muerta.
Estaba cansada y necesitaba comer o iba a desmayarme.
Un señor de orilló y me miró raro.
—Buenas noches, señorita ...
—Buenas noches—le dije apresurada—¿Podría ayudarme con algo?
Leyó mi urgencia y no dudo ni un segundo en bajar de su taxi y seguirme. Al inicio observó el cuerpo tirado de mi amigo con una expresión de absoluto terror, pensando lo peor.
Intentó retroceder y yo de detenerlo, sin verme tan mal.
—No quiero involucrarme en nada delictivo, lo siento, yo ...
Y escuchamos un ronquido.
Fue mi salvación.
—Está algo pasado de copas.
Le supliqué y cedió, cargando con la mayor parte de la tarea. Ambos empujamos a mi amigo para que se quedara en el asiento trasero y yo fuera adelante. Temía que me vomitara y esto nos costaría caro. No sólo tendríamos que pagarle algo al señor, sino que nos dejaría a pocas cuadras y no tenía ánimo de intentar llegar con un peso muerto a mi casa.
Con proeza, hicimos lo que estaba a nuestro alcance y partimos, escuchando los balbuceos de Dan, inconfundibles y divertidos.
Por fortuna, no era una distancia tan grande la que se tenía que recorrer y nos encontramos en la entrada del vecindario. Las calles estaban vacías salvo por los faroles que alumbraban con tenuidad y el parvo sonido del viento al salir. Pasaba de la cena y el reloj del teléfono marcaba las ocho de las noche, y aún así el sepulcral tañido de las voces y la habitualidad de una casa no parecía pasar por aquí.
Me pregunté, de nuevo, cuántas botellas debía de haber pedido en el bar de los hermanos para quedar en este estado tan somnoliento e insípido para alguien como él. Disfrutaba de las buenas fiestas y una buena compañía siempre que podía, aún cuando estuviéramos entre semana.
Si el alcohol era una buena forma de olvidar tu presente y darte la oportunidad para disfrutar de los lamentos o divertirte, se había excedido.
Abrí la puerta del taxi y saqué a mi pobre amigo y su ya dormida alma como a un saco de papas, esperando poder llegar sin caernos. Caminamos lento y seguro para abrir la puerta y hacer el menor escándalo, por mucho que estuviéramos solos.
Esperaba que mi madre tardará un poco más, ya que no había visto su auto en la entrada, para arreglar el desastre en el que se encontraba Dan.
—Sube—le inste.
Tropezó en los primeros escalones, mascullando groserías hacia mi persona y al mundo entero.
Arrugue mis cejas, enfurruñada.
Cuando logramos llegar a salvo al pasillo, me volví a asegurar de no escuchar nada. Puede que el auto no estuviera en la entrada, pero había una cochera de la que nadie hacía uso, y eso no era bueno.
Estaba cansada por las largas horas de estudio y no quería lidiar con un regaño ajeno. Había sido una semana intensa y quería un poco de paz rodeándome.
Lo recosté en mi cama y le saqué los zapatos.
Revisé su caqueta y no había nada dentro de esta. Tenía la esperanza de que mis suposiciones fueran erróneas y estuvieran en el fondo de un bolsillo que sabía que no era tan grande como la estupidez de su decisión, pero no era el momento para recriminarme más.
Caminé de puntillas hasta el cuarto de mis padres y abrí con cuidado, esperando ver un cuerpo dormido en la cama, abrazando una almohada y una foto.
Nada.
Mi madre no estaba.
No me resultaba extraño, pero tampoco usual. Ella no salía en la noche muy a menudo. Si lo hacía, era por un pequeño aperitivo y tendía a ir en ropa deportiva para aprovechar el camino y hacer ejercicio, pero ahí olía a perfume. Un ligero toque humoso e imperceptible del que no te darías cuenta si no estuvieras buscándolo, y eso hacia.
Me adentre más, sabiendo que estaba invadiendo su espacio y sospechar de locuras. Su cama estaba tendida, cómo si no hubiera pensando en usarla está noche; su buró, entreabierto; su clóset, cerrado y con una llave. Me acerqué al buró, diciéndome que no era para buscar algo más allá de saciar mi curiosidad y no repetirlo, pero era mentira.
Extendí mi mamá y una serie de notas se dejaron ver, junto a sobres amarillos y unas cuantas fotos de papá.
Mordí mi labio.
No era una buena idea espiar las notas. Estaba mal. Ellos confiaban en mí y respetaban mi espacio y aquello que me guardaba. Inevitablemente, mis recuerdos viajaron hacia la psicóloga que había tenido que visitar después de mi adopción. Sus lentes gruesos y la mirada entornada no eran un buen amigo para una chiquilla. Sus palabras tampoco. La dirección en la que me enfocaba, con frecuencia, era a mi pasado. Hacía lo que había sido mi vida anterior al orfanato para recordar caras de mis padres y mi hermano. Hacía él.
Mi cerebro lo bloqueó. Lo dejé hacerlo y sus rizos dorados que siempre brillaban con el sol dejaron de aparecer en las sesiones y fueron remplazados por una intencionado respuesta negativa e interpuesta de la que no era capaz de hablar.
Olvidar lo que era antes de conocer a Tyler y Ana me había salvado. No estaba constantemente preguntándome cosas que eran obvias y que hubiera ansiado por conocer. Sus caras, sus sonrisas, sus ojos. Todo era un deje desconocido que evite y se respetó con vehemencia, cómo si ellos también lo desearan.
Aún así, lo hice.
Los bordes de la primera nota aleatoria conformaban gotas escarlata y doradas, con hilos finos y convergentes que contenían una frase caótica y sin sentido.
Si Caperucita Roja fuese un mal ¿Quién sería el juez?
Abrí otra nota y ahora los colores cambiaban. Los bordes eran espinas cian que apuntaban a una sola palabra.
Saturno.
Decidí abrir las tres notas restantes, impaciente.
Cada una de ellas era diferente.
Cada una de ellas contenía algo incoherente.
Momia.
Presa.
La última era distinta, y era algo más legible y detallada.
¿Si hubieras visto cuántos hoyos tenía, podrías adivinar que dije?
¿Quién será el juez está vez?
Mis ojos se quedaron observando. Mi mente, por su parte, estaba absorta.
¿Quién le habría enviado esto a mi madre?
Un sabor amargo se instaló en mi boca.
Todavía faltaban los sobres amarillos, y la idea de que resultarán más amigables que esto era lejana.
Con temor, abrí dos de ellos, dejando los otros en la cama.
Uno de ellos tenía una dirección y el otro, dinero.
Solté lo que tenía en mis manos y me levanté con abrupto. Agarré todo y lo metí a su lugar.
Luego corrí hacia mi cuarto.
(...)
El alba se podía vislumbrar incluso a través de las cortinas.
No pude dormir en toda la noche.
Mis pensamientos solo estaban dirigidos hacia aquellas misivas espeluznantes con bordes preciosos y llamativos, esperando atraer más la atención a ellos que a al propio contenido.
Giré y el rostro de mi amigo me recibió.
No esperaba que se levantará temprano, pero si una visita de Ariana, su madre.
Ella, al igual que yo, sabía que el único lugar al que acudiría sería a mi casa, a la comodidad de las paredes de mis padres que trataban de entenderlo.
La semana no había terminado todavía para mí, así que me alisté para la universidad y corrí a clases, sin esperar a revisar la cocina o el comedor, esperando encontrar un desayuno y una plática mañanera y amena. No era como ayer. Hoy auguraba algo tranquilo, o eso me dije durante el trayecto y la estancia de mis clases.
El impacto de mi pluma contra la libreta se repitió en cada hora del horario hasta que llegara el almuerzo y pudiera ir al bar para intentar hallar lo que había perdido Dan.
La mañana fue movida, como se esperaba para los meses finales.
El aburrimiento se mataba con las advertencias y el porvenir disfrutando de las vacaciones y el descanso se saboreaban saliendo de las constantes explicaciones doctorales.
Mi teléfono no vibró cómo hubiera esperado que lo hiciera.
No había mensajes de Ariana.
Tampoco de mi amigo.
Mucho menos de mi madre.
Intenté no obviar el hecho de Ana intentaba tener la constancia de saber cada actividad que realizaba a cada minuto. Aunque lo hiciera por broma, sabía cuánto le encantaba que le respondiera.
Le gustaba estar atenta.
Intenté no tomarle mucha importancia y caminé para tomar el transporte público que me acercaría al letrero neón colgado con un fondo negro impresionante y las figuras de dos jarras y dados tirados.
La primera vez que había oído hablar sobre aquel lugar, fue en los pasillos de la universidad. Una chica comentó la cercanía de los dueños del lugar con algunos mandos policiacos y políticos de los que no pudo mencionar una palabra.
La segunda fue por mi amigo. Su audacia para eludir mis preguntas fue sorprendente. Decía que era el ambiente perfecto para alguien que intentaba ser turista y querría conocer a todo tipo de gente para una noche de pasión. Me contó de una extranjera que le habló alemán durante horas sin saber que no tenía la remota idea de lo que decía, y que el asentir y sonreír eran efectivos.
Recuerdo que sus únicas respuestas habían sido un sí y un no en un pobre alemán patético del que se avergonzó por semanas.
Al contrario que las noches, dónde el bar era atestado, las mañanas lo hacían lucir desolado.
Pocos hombres estaban sentados, y la mayoría era el servicio intentando acomodar el desastre nocturno.
Me acerque hacia uno de ellos y le toqué el hombro, sonriendo. Parecer convincente de no estar atemorizada por visitar el lugar era un fracaso.
—Disculpa ¿sabes si hay algún encargado con el que pueda hablar?
Al principio me miró y no dijo palabra alguna. Me analizaba con cuidado, y sospeche que era por mi vestimenta. No encajaba con la elegancia o la modestia de parecer alguien que iba ahí para pagar por un trago.
Dejó su quehacer y se fue detrás de la barra, cruzando unas puertas.
No era una buena idea reclamar algo de lo que estaba segura, no encontraría. Aunque era un buen indicio.
La probabilidad de que no fuera este lugar sería poca. Su loca canción me lo había confirmado la noche anterior.
—Me dijeron que pediste hablar con un encargado.
Su voz, gruesa y con un acento diferente, solo transmitían poco lo que realmente era.
Aparentaba oscilar entre los treinta o cuarenta, con facciones duras y peligrosas. Debajo de su ojo, había una jarra diminuta, como en el letrero, y una cicatriz diagonal que recorría su mejilla hasta el borde de sus ojos.
Tragué saliva.
—Quería saber sobre ... —me trabe al hablar—bueno, un amigo vino ayer y extravió sus cosas. Solamente quería saber si puedo encontrarlas.
Fue una pésima petición.
—Claro, está en mi oficina.
Se detuvo un instante.
—Solamente tienes que decirme el nombre de la persona. Es por precaución. No queremos que la gente pueda tomarse la libertad de hacer otras cosas.
Mientras habló, una sonrisa colgó de sus labios. Se mostró cortés. Despachó al chico con el que hablé y me hizo un ademán para seguirlo. Dudé un momento y después lo seguí.
Su oficina no estaba detrás de la barra, como pensaba, sino al fondo y alejada de la zona y las mesas. Sus puertas con un gran letrero que decía Hernett me hizo saber que era uno de los dos hermanos.
—Intentamos ser confidenciales con la gente que viene aquí. Espero que entiendas si te pido el nombre.
—Lo entiendo—le dije, sinceramente.
No era un bar cualquiera, pero tampoco era excéntrico.
Era lujoso, pero sencillo.
—Daniel Miller.
Le dí una sonrisa rápido y se detuvo en lo que hacía. Había estado buscando en su escritorio, del que sacó una llave, y se paró en cuánto mencionó el nombre.
—¿Podrías repetirme tu nombre?
—Nunca se lo dije.
Admití con desconfianza.
¿Por qué estaba preguntando algo así?
Nos miramos.
Sus ojos se desviaron de nuevo a su tarea, sacando pequeñas bolsas de hule con ropa junto a una identificación o pulseras.
—Recuerdo que ayer vino y uno de mis chicos llamó a seguridad porque estaba muy alterado. Supongo que habrá olvidado que tenía encima.
No le respondí e inspeccione la bolsa de hule.
Estaba su teléfono, su cartera, una foto de nosotros juntos y un reloj.
—Gracias.
Un alivio se instaló en mi pecho.
Tal vez no era salvarlo de los regaños de su mamá, pero le quitaba el peso de preguntar por sus pertenencias y delatar algo más allá de su seguridad.
—¿Sería algo inoportuno preguntarte tu nombre?
Levanté la mirada.
—Creo que lo sería.
Nos quedamos callados.
Yo por escuchar de nuevo la pregunta, y no saber que esperar de su insistencia. No era lujuriosa, pero se leía interesada.
Le agradecí por última vez y salí del bar.
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