Capítulo 3
Tan solo había pasado una semana de mi intrépida y elocuente decisión sobre ser copiloto de la amiga de Dan, y el arrepentimiento se hacía presente a cada segundo. Picaba en mi piel y en mi lengua.
La mentira parecía ser mi única destrucción.
A la par, conocer a Caleb se volvió más divertido. Sus risas y preguntas extrañas solo me provocaban carcajadas y un ameno momento que menguaba las caóticas apariciones y dudas sobre todo el mundo, por ejemplo, las miradas penetrantes y largas de los policías.
Querer atribuir eso al cargo que mantenía a mi papá, y su estrecha relación con las cadenas televisivas donde solo exponía el hampa y otra victoria más era un pensamiento tan impensable y absurdo que solo calmaba mis nervios.
Imaginar su figura y su aura imponía un poco de justicia en mi corazón.
El permanecía de pie en el umbral de mi habitación, cruzando sus brazos, con una expresión que distaba de la serenidad y las buenas noticias. Sin embargo, le sonreí, a la espera de que nada de lo que estuviera pensando fuera real. Los edredones se hunden con el movimiento de mis palmas y no le queda mas remedio que avanzar y sentarse en la orilla de la cama, estirando su cara hasta pasarla sobre mi frente, plantando un beso.
En mis adentros le agradecí por hacerlo.
La sensación se repetía una y otra vez, y yo la seguía sintiendo como hace años, cuando me adoptaron. Cuándo supe que no tenía que estar sola y que la alegría que sentía pronto iba ser suya de una forma parigual.
Pero eso no quitaba lo que se aproximaba.
Si cuerpo tenso, sus labios intentando mantener una sonrisa estirada y convincente ...
Todo gritaba una sola cosa.
—¿Qué pasa, papá?
Hay una sensación nada satisfactoria en mi pecho.
—Tendré que irme cariño, tengo unos operativos en New York—dice lentamente, con cautela, incluso con miedo a mi reacción.
Y no está de más.
Primero me inunda la tristeza, luego la furia.
Las diferentes escenas y sonidos de balas centellando a lo largo de su micrófono y las cámaras vuelven a atacar mi mente, como una avalancha.
Veo, como si fuera un teatro, como todo su equipo comienza a huir de aquella lluvia interminable y macabra de munición.
Los gritos de mamá. Mis lágrimas rondando. El general gritando instrucciones. El silencio de la habitación. Los alaridos de los compañeros de papá.
Papá cayendo al asfalto por una bala.
Todo es un bucle.
Me levanto de la cama de un golpe y le grito lo más molesta que puedo.
—¿Te irás de nuevo? ¿Dejarás que te veamos morir?
Una mueca de dolor adorna su rostro.
Esa fue vi la primera vez que lo ví pendiendo de un hilo. Estoy segura de que mamá había sufrido más, es por ello que le hice jurar que no se expondría así ante los carteles y jefes.
El terror, porque superaba al miedo profundo, de perderlo, era un recordatorio constante de lo peligroso que representaba su trabajo.
Era una unidad especial para combatir a los carteles, narcotraficantes y mafiosos en la ciudad.
Muchos de ellos yacían, en hogaño, tras las rejas, y los que ascendían podían jactarse de un momento de dinero y degustación. Pero las grandes presas estaban en los barrotes por una sola persona que tenía intacto, después de muchos años de academia, su sentido de justicia y respeto a la Ley.
Cada uno de los que portaban un traje naranja sabía y recordaba con una claridad aplastante el rostro de mi padre. Lo tenían presente incluso en pesadillas.
Y yo tenía en las mías una acusación palpitante.
No quería que me abandonará, que nos dejará solas. Quería que renunciará a ese trabajo con ahínco.
Sabía lo mucho que le costó llegar hasta ahí y ser más que una unidad en la que se invertiría millones.
Le costó sudor y lágrimas.
Dolor y prejuicios.
Al principio, cuándo tuve que ver cómo se iba durante largos días e infinitas noches, me explicaron con detalle en qué laboraba.
El crepúsculo caía y luego la noche. Yo inventaba cuentos en los que el héroe era él. Ayudaba a las personas. Ponía su pellejo por encima de todo. Quería hacer y combatir.
Y si salvaba a los demás, era justo que nos salvará a nosotras.
Que se salvará a sí mismo.
A su familia.
Se levanta cuando nota mis ojos vidriosos. Se le ve preocupado, angustiado.
¿Qué se supone que piense después de verlo entrar a urgencia junto a todos sus compañeros?
Soy egoísta, y lo sé.
Luchó mucho para estar en esa posición, celebrando cada que puede por un triunfo. Por una vida salvada.
Quito bruscamente las que caen por mis mejillas y me repito que él jamás podría quebrantar su promesa. Su juramento.
Lo abrazo con fuerza, sin querer soltarlo.
Mi corazón no quiere soltarlo.
Tengo un mal sabor en el paladar y el pecho. Es la circunstancia de cada situación de su unidad. Es como si este el que me indicará que algo está mal, que algo en este operativo no me va a dejar bien.
Lo tengo a diario.
—Sé que tienes pavor, hija, pero confía en mi—acaricia mi cabello—no hay mejor hombre que tu padre para salir de lo azaroso.
Golpeo su hombro por la broma pesada y sus manos me sueltan amablemente, con cuidado, pensando que si lo hace con premura, voy a romperme. Limpia los restos de lágrimas hasta que mi visión ya no es solo una neblina.
Puedo confiar en él, aunque sé de antemano que parte de sus palabras tienen un toque de mentira y regusto a una vaga promesa.
Nunca se sale ileso si se quiere enfrentar a alguien.
Siempre pierdes algo.
Me pregunté por mucho tiempo cómo es que mamá aceptaba todo esto. Luego entendí que no lo hacía. Verla llorar en aquella habitación de una forma desconsolada y apresurada y gritar cuando el sonido de la bala impactó, me hizo darme cuenta de que no estaba conforme con ver a su esposo al borde de la perdición, pero lo amaba, y eso implicaba soportar en lo que se había metido.
Estaría a su lado en vida, y en muerte.
Él la convencía con su labia, incluso en una camilla, con que recibir el mal era una prueba fehaciente de estar haciendo el bien. Antes mejoraba el mundo para ella. Ahora, lo hace por las dos.
Por última vez, le sonrío, calmandólo, y vuelve a besar mi frente antes de que se retire de mi habitación para seguir arreglando su equipaje.
Me dejo deslizar por la pared hasta quedar sentada, las lágrimas desparecieron, pero ahí hay rastro de ellas.
Mi cuerpo cada vez se siente más cansado, tal vez por tener esa sensación de estrés al imaginarme que alguien me ve y, ahora, esta noticia tan repentina.
Mis ojos se cierran lentamente dejando que descansen mis párpados, si eso podría funcionar.
La oscuridad me llena y dejo que me acompañe.
(...)
Siento que unas manos toman mis rodillas y cuello. No quiero abrir los ojos porque sigo teniendo sueño y me siento tan bien que me acurruco en los brazos de quién me sostiene.
Tal vez es mi padre que todavía no se ha ido, y por toda la perorata de rutina y desgaste, no le pregunté cuándo.
Sólo espero que no sea pronto.
—Vamos, despierta—me susurran en el oído haciendo que me remueva.
No quiero escuchar nada así que hundo mi cara en las colchas. No estoy segura que sea la cama, pero es cómodo y suave.
—Te lo advertí.
La voz, tediosa en sí misma, ya no vuelve a perturbar mi sueño y me permite volver a estar entre las sombras, disfrutando de lo relajante que se siente mi cuerpo.
Mis parpadeos están en un punto en el que se equilibra con mi cuerpo.
El sueño es demasiado.
Ya no vuelvo a escuchar esa espantosa y patosa voz que me va en contra de mis deseos.
Morfeo toma posesión de mi enriquecedor mundo onírico, permitiendo que me acurruque cual niña.
Siento un líquido deslizar desde mi cara hasta mis hombros, de estos hasta mis tobillos, y es cuando abro los como platos y doy vueltas sobre la superficie, que me percato que es nada más ni menos que la cama, de manera desenfrenada.
Mi cuerpo se eriza y el frío se acopla a mi cuerpo como una segunda capa.
Las prendas que tenía cuando hablé con mi padre se adhieren como un peso muerto y la pesadez solo me incómoda.
Busco, desesperadamente, al responsable de esto y solo puedo fruncir el ceño y apretar los dientes, sintiendo y escuchando el rechinido de ellos.
Dan está de pie, con una sonrisa ladina y lobuna. Sus ojos son viperinos y feroces. Los míos, al contrario, solo pueden demostrar incredulidad y espasmo, sin asimilar el hecho.
—¿Era tan necesario?—es lo único que logra salir de mi boca.
Él asiente con pasión, haciéndome pensar que, en efecto, era la única solución.
¿Realmente lo era?
Agarra las cobijas, quitando la diminuta posibilidad de volver a cubrir y echarme a dormir, y sólo se acerca con premura para cargarme en brazos, a sabiendas de que le golpearé el pecho una y otra vez hasta desquitar mi enojo con su travesura.
—Maldita lagartija... —gruño por lo bajo, recibiendo un guiño.
Camina conmigo, abriendo la puerta del baño, y me deposita en la ducha, abriendo la llave del agua caliente, riendo.
—Vamos, no tenemos mucho tiempo.
Con esa última frase, sale corriendo.
Procuro quitar la suciedad inexistente y la incómoda del cuerpo latente. El estrago del sudor por las lágrimas me deja saber que estás fueron reales. Otra fehaciente prueba de que estuve consciente. De que nada fue un sueño.
Agarro la toalla que está cerca del inodoro y me la coloco sin premura, cubriendo mi cuerpo.
Salgo y al alzar la mirada, lo primero que recorren mis ojos recorren son unas botas militares ajustadas, un pantalón negro con un cinturón en forma de serpiente con destellos dorados y una chaqueta negra.
El conjunto negro solo me dice una cosa. Y no es precisamente lo que mi mente quiere en estos momentos.
Mucho menos mi cuerpo.
Lo perforo con la mirada, pausando mis movimientos.
—No.
Sueno tan convincente que por un momento lo dejo aturdido, frunciendo el entrecejo, abriendo la boca un poco para contraatacar.
La cierra sin resultado y permanecemos unos minutos, cara a cara. Yo, de una u otra, me encuentro reticente a seguirlo a la locura de unas carreras que me dan una sensación de satisfacción, pero con un porcentaje mayor a peligro. Él, por su parte, me reta.
—Oh, me encanta cuando te pones así.
Se ríe, pensando que la situación amerita hacer un chiste.
—No tengo ganas.
Se acerca lentamente y coloco un mechón de mi cabello detrás de mi oreja.
—No entiendo completamente lo que sientes, mi preciosa Lea, pero seré lo más cercano que tengas en cuanto a una situación similar se refiera. Puedo ser tu apoyo y consejero.
—Eres un pésimo amigo.
Le hago saber que con sus palabras solo logró hacerme reír. Nunca ha sido de esas personas que con solo unas cuantas frases puedan aliviar tu pesadumbre, pero lo intenta, y es algo en lo que no pierde tiempo.
—¿Entonces?
Enarca una ceja.
—Solo estaremos una hora.
La rotundidad que enmarca cada una de mis palabras intenta convencerme más a mí.
(...)
Si alguien hubiera dicho que el viaje y el clima no fueran un buen amigo, estaría equivocado.
Las ligeras gotas de lluvia cayeron en mi rostro todo el camino, sin prisa, y lo helado de la brisa, en ningún momento, se convirtió en una mala parte del camino.
Llegamos a poco más de una hora de conducir. El lugar al que iríamos se encontraría más lejos que el de la primera vez, con indicaciones un poco confusas que no permitían que alguien desconocido se colara.
El bullicio y la algarabia empiezan a adornar mis oídos y los de Dan. Incluso los primeros autos y personas gritan cada vez más, esperando a que otra carrera comience.
Aparca el coche a unos cuantos metros de la entrada y me regala una sonrisa antes de bajarse y esperar a que camine a su lado.
Tardo unos cuantos segundos en reaccionar y corro hacia él, posicionando mi tenso cuerpo a su costado.
En algunas partes, hay un tumulto de gente en el que ni siquiera nos adentramos. Mientras yo camino a ciegas, sin saber el destino, el sólo zigzaguea hábilmente, sin soltar mi mano hasta que suspira de alivio.
Por lo bajo me dice que llegamos y miro como los autos y las motos se mezclan y los chicos que hacen las apuestas solo pueden carcajearse mientras su pañoleta se alza con el viento.
—Pero mira a quién me vengo a encontrar.
Volteo con curiosidad al escuchar esa voz. Es Dasha, la rubia alborotadora y loca que sonríe a sol y sombra cuál serpiente.
Me mira aún cuando la musculatura de Dan obstaculice su campo de visión y noto un brillo extraño en su mirada. Regresa su mirada a mi amigo y abre los labios, diciéndole algo antes de empujarlo y plantarse frente a mí.
Muerdo mi labio inferior con nerviosismo.
—Me alegra verte.
Es lo único que dice.
Ninguna palabra sale de mi boca, así que decidí mirar alrededor.
Mi amigo está detrás de ella, a la expectativa, y al lado de él, un chico al que creo haber visto.
—¿Volverás ahí?—señala la improvisada pista clandestina.
Encuentro agallas para hablar—No creo—miro hacia la pista—no es lo mío.
—Es una pena, serías una excelente motivación y carnada.
Se ríe estruendosamente, atrayendo miradas.
—Espero no serlo—hablo por lo bajo.
—¿Cómo?
Niego con la cabeza.
—¿No tienes que ir a competir?—le habla con disimulada molestia Dan.
Pone una mano sobre su hombro mientras está solo puede volver a sonreír de forma viperina.
—Te invitaría a ser mi copiloto si no fueras tan gruñón. No te sientan bien las canas—se alza en sus puntas y toca su cabello, molestándolo.
Después de lanzarle algunos comentarios se voltea y me guiña un ojo con complicidad.
—Fue un gusto volver a encontrarte, mausi.
Se pierde entre las personas junto al chico.
Miro a Dan para que me explique el significado de aquella palabra y solo recibo una mirada comprensiva.
—No creo que quiera una fiesta de té—suelta una carcajada y me revuelve el pelo.
Vuelve a camina sobre la multitud para conseguir unos tragos o algo que beber y me deja parada, esperando con la promesa, que parecía más una advertencia de permanecer inmóvil.
Los minutos van pasando con tirria, una cada vez más largo que el otro.
Muevo mi pie derecho, inquieta, e intento decirme que tal vez es el peor lugar para encontrar algo decente que beber y que sólo debe tardar por algún percance en la búsqueda.
Otra carrera se aproxima y mi ansiado corazón no soporta la espera.
Me aproximo a buscarlo, esperando un regaño cuando vea que mi intento de buscarlo sea un fracaso.
Solo avanzo sin dirección, esquivando cuerpos abarrotados entre alcohol y otras cosas, hasta dar con esas ropas que vi hace unas horas.
Me voy deteniendo poco a poco, sopesando la caótica imagen que se presenta ante mí.
Esta con dos hombres de una estatura prominente. Ambos tienen una perforación igual en el labio y una actitud lo suficientemente escalofriante para hacer que Dan tenga los puños apretados.
Intento no ir directamente y me centro en verlos de distintos ángulos.
Por un momento la charla se detiene y parece calmarse. Durante ese ínfimo instante mi amigo mira a su alrededor, intentando buscar una solución. Sin embargo, sus ojos paran en mí, pese a la distancia. Primero surca la confusión, y está da paso al pavor. Lo veo tragar saliva y retirar su mirada tan pronto hacemos contacto.
Vuelve a hablar, tensando su cuerpo y ladeando su cabeza. Hace un intento de risa y sigue haciendo los mismos movimientos, por lo menos hasta que la atención de aquellos hombros se centra en sus acciones y omiten el hecho de que mueve su mano por lo bajo, diciéndome que me vaya.
Un tercer hombre aparece en mi campo de visión y se acerca a uno de los otros dos y le susurra en el oído unas cuantas palabras. No son tan largas como para entretenerlo, pero si para captar su atención.
La mano de Dan vuelve a mover, en un intento de repetirme la orden.
Siento unos brazos jalar me de mi amigo e intento rebatir.
—Dasha... —su nombre sale de mi boca a tropiezos.
Me ha asustado.
Se detiene un momento y mira a su alrededor como lo hizo Dan.
—No tenemos tiempo para estar aquí.
Es lo único que dice. No agrega más.
Toma mi brazo y me jala, sin tiempo a protestar. Se carga a una que otra persona con un empujón que los deja por el suelo, mientras me sigue llevando al lugar donde están los coches. Veo que el auto de Dan está a pocos metros de nosotros e intento caminar hasta el, pero Dasha me lo impide. Solo niega y me conduce a otro.
—¿Qué pasa, Dasha?—la curiosidad me carcome por dentro.
—Nada.
Sus escuetas palabras solo me frustran, pero también son una afiliada navaja que cortan mis dudas.
Esperamos poco más de media hora recargadas en un coche negro calladas. Juego con los hilos de mi pantalón, los quito y los pongo en su lugar repetitivamente.
Sin otra cosa que hacer, la miro. Ella está con los ojos cerrados, suspirando.
Es más alta que yo. Tiene una cabellera rubia que está atada a un chongo mal hecho y que contiene algunos mechones locos que caen por su frente.
—Si quieres una foto puedes tomarla, no me molesta.
Abre sus ojos y voltea la mirada, mirándome intensamente.
—Es solo que no te veo como una chica a la que le gusten estos lugar.
Suelto lo primero que pienso y eso parece calmar el ambiente.
Asiente una y otra vez, analizando mi respuesta. Después, lo deja y comienza a hablar conmigo sobre otro tema. Recuesto un poco mi cuerpo el el coche y le sigo la plática.
Al principio pensé que era divertida y loca, pero hace una hora era sería y extraña. Tiene muchas formas de ser, pero al desenvolverse, tiene un sentido del humor retorcido y divertido. Excluyendo el tema de Dan, solo bromea con qué soy un chiquilla en el cuerpo de una adolescente mayor.
Sin darme cuenta la hora que le había prometido a Dan se va volando, y no es hasta eso que me doy cuenta que no ha regresado, por lo menos en el instante en el que lo pienso.
Unas pisadas se acercan. Son fuerte y decididas.
La primera en detenerse y apartar la mirada de la conversación es Dasha, quién silba.
—Bonitas las horas en que se reporta, Miller.
Algo en mí desemboca al escucharla decir su apellido. Pensé que no se conocían más allá de las carreras.
—Largo.
Llega hasta nosotras y le suelta una ruda respuesta a la reprimenda.
A él no le gustan, es algo que odia. Por lo menos tengo que darle el crédito a su padre, quién también es amigo de mi padre y trabajan conjuntamente.
Las órdenes y los gritos son los suyo.
Me mira y suaviza su voz cuando me pide que nos vayamos.
Me despido rápidamente de Dasha y camino al lado de Dan. Esta estresado y sus dientes rechinan tanto que prefiero callarme las preguntas.
En todo el camino de regreso nadie habla, y en lo único que puedo pensar es en algo que solo me duele.
¿Realmente conozco a Dan?
¿Quiénes eran aquellos hombres?
¿Quién eres, Dan?
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