Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

16. Miss Perfección.

Pasé cuatro días más en el hospital. A pesar de que me encontraba físicamente sana, la doctora Russell me obligó a que me quedara allí un par de días más para ayudarme con el otro problema.

El psicológico.

La pérdida de Chase me había convertido en una cáscara vacía que se movía por obligación. La psicóloga a la que me remitió la doctora Russell era una vieja amiga suya, Diana Fellowes, y, según les aseguró a mi madre y a Henry, me ayudaría para superar todo lo que había vivido. Me sentí un poco decepcionada cuando ninguno de ellos dos puso objeción alguna a que me visitara aquella psicóloga; el sentimiento de traición por parte de mi madre fue creciendo conforme su cabeza iba asintiendo, aceptando todo lo que la doctora Russell le decía. Tenía ganas de gritarle y recriminarle que, cuando estuvo todo aquel tiempo ausente y volcada en la bebida y medicaciones, yo no la había delatado. Pero aquello hubiera supuesto más problemas.

Y yo lo único que quería era irme de allí.

Gary parecía haber desaparecido por completo tras pasar la primera noche en el hospital después de haber conseguido despertar de la inconsciencia y yo lo agradecía. En aquellos momentos quería alejarme de cualquier cosa que pudiera relacionarla con Chase.

Se me escapó un gruñido cuando vi aparecer por la puerta a la señorita Fellowes; era un cliché dentro de la categoría de «psicóloga»: alta, embutida en un traje de chaqueta con falda recta que le llegaba por encima de la rodilla, zapatos de tacón, ojos castaños y una cuidada melena rubia teñida, en alguna peluquería de élite, que llevaba recogida en una tirante coleta. Por no hablar de las gafas de montura que llevaba sobre el puente de la nariz.

Mi familia había decidido escabullirse para poder dejarnos un poco de «intimidad» dentro de la habitación del hospital. Lo cierto es que lo habían hecho porque no podían soportar verme de aquella manera. Era como si me hubiera convertido en mi madre tras la muerte de mi padre: ausente. Fría. Muerta.

La señorita Fellowes acercó uno de los viejos sillones a mi cama y me dedicó una amable sonrisa que, evidentemente, no le devolví. Se alisó la falda sobre sus torneadas y bronceadas piernas y colocó encima una carpeta. Aquello era el colmo.

-Hola –me saludó educadamente-. Soy Diana Fellowes y, como has podido suponer, estoy aquí para que puedas desahogarte.

Puse los ojos en blanco al oírla. «Desahogarme», curiosa elección de palabras sabiendo que había estado a punto de ahogarme en un río que se encontraba a varios grados bajo cero y del que había conseguido salir vivita y coleando. Debía parecerle una chica milagro.

«No como Chase», susurró una insidiosa voz en el fondo de mi mente. Aparté de golpe esos pensamientos y me cerré en banda a cualquiera que se acercara mínimamente al accidente o a Chase.

-Eres muy joven para estar sufriendo todo esto –prosiguió Fellowes- y es muy duro para ti haber perdido a alguien tan importante en un accidente de tráfico. No eres la primera, Mina, pero tampoco serás la última. Tienes a gente que te apoya y que va a estar siempre a tu lado para ayudarte a superar este terrible episodio.

Fruncí el ceño ante sus palabras, ante el hecho de que estuviera dando por sentado que Chase estaba muerto. Es lo que todos querían hacerme entender, que él se había ido; su cuerpo había sido arrastrado por la corriente, incapaz de poder salir de allí. Lo mismo que tendría que haberme pasado a mí.

Pero allí estaba.

Viva.

El mismo sentimiento de culpa que venía arrastrando desde que había despertado en el hospital me atenazó de nuevo el corazón. Chase había hecho un gran sacrificio para conseguir que yo saliera del río viva. Se había sacrificado a sí mismo para que yo tuviera una oportunidad de poder vivir. Pero, de algún modo, se había llevado una parte de mí.

Una parte importante.

El parloteo de aquella mujer, el contenido, parecía estar dirigido a una niña pequeña que hubiera perdido a su mascota. Pero la realidad era muy diferente: había perdido a un pilar importante en mi vida. A una persona que era imprescindible para mí.

Había perdido uno de los motivos por los cuales mantenía la esperanza de seguir viviendo.

Con su desaparición, Chase había logrado llevarse consigo esas ganas de vivir. El dolor sordo me hacía replantearme seriamente seguir allí. Era posible que tuviera aún a mi familia como apoyo y segundo motivo para seguir adelante, pero la culpa de saber que yo, en cierto modo, había conseguido que Chase no pudiera salir de ese río era demasiado agobiante y aplastante.

«Otro nombre más que añadir a la lista, preciosa –canturreó la voz en mi cabeza-. ¿Cuántos van ya? ¿Tres? Lay, Betty… y ahora Chase. ¿Cuál será el próximo, Mina? ¿Quién será al siguiente al que destroces?», continuó implacable.

En el fondo, aquella molesta voz llevaba razón: había arrastrado a Lay conmigo cuando me secuestraron por poner en un aprieto a Chase; Betty no había podido superar la muerte de Lay y Chase no había logrado salir conmigo del río porque lo había agotado el sacarme a mí en primer lugar.

«Debería estar muerta», pensé.

En cuanto esas tres palabras se formaron en mi mente, fue como si hubiera encendido una bombilla. No tendría que estar en aquella cama, ni siquiera tendría que estar en aquel hospital.

Mi sitio estaba en el fondo de aquel río, metida dentro del coche.

Mi madre me advirtió que, de seguir estando en esa actitud tan pasota, nunca saldría del hospital. Fellowes lo único que quería era ver que estaba comenzando a superar el trauma del accidente, que estaba empezando a seguir adelante; estaba claro que tendría que hablar con ella, responderle a sus preguntas y asentir a sus consejos si quería salir de allí. Así pues comencé a fingir que la escuchaba atentamente, controlé mi tono de voz hasta convertirlo en un tono abierto y amable; incluso sonreía, me obligaba a hacerlo, cuando Fellowes hacía algún tipo de broma para aligerar el tenso ambiente que se respiraba en la habitación.

Finalmente, tres días después, conseguí que se tragara que había mejorado y que estaba lista para marcharme de ese hospital. Mi madre y Henry se deshicieron en halagos y agradecimientos ante la psicóloga por la «gran ayuda que me había proporcionado, dándome fuerzas para poder salir adelante»; mis hermanos no habían vuelto al hospital hasta entonces. Estaba segura que ambos pensaban que me había perdido, que no era la misma Mina y, en el fondo, llevaban razón. Lo que quedaba de mí era una cáscara, una imagen de lo que fui. Un autómata.

Pero tenía que fingir delante de mi familia si quería que no siguieran preocupados por mí. Gary apareció con una bolsa que contenía las pocas pertenencias que habían conseguido, de manera un tanto misteriosa, recuperar del coche y prendas nuevas. Alcé ambas cejas en un gesto elocuente, suplicándole que pronunciara las palabras que tanto anhelaba oír, pero el negó imperceptiblemente con la cabeza.

No había ni rastro de Chase.

Me encerré en el cuarto de baño que había en la habitación y cerré el pestillo. Sabía que mi madre no estaría de acuerdo con ello, pensando que aún no estaba del todo capacitada para tener un poco de intimidad ante un grupo de personas al otro lado de la puerta, pero no me importó.

Estudié la ropa que me había traído Gary y me quedé perpleja. No era el tipo de ropa que yo llevaría, a excepción de contadas y especiales ocasiones, pero tendría que servirme, ya que la ropa que llevaba cuando me trajeron del hospital estaba destrozada. Me cambié en silencio y, cuando me miré en el espejo, no me reconocí: estaba pálida, con ojeras e incluso había perdido algo de peso (normal con la comida que ponían en aquel hospital y que parecía puré de cartón). Mis ojos grises habían perdido brillo y mis labios estaban fruncidos.

Era yo misma pero, al tiempo, era otra persona diferente.

Una persona que había sufrido mucho.

Salí del baño con la cabeza gacha y me topé con la mirada iracunda de mi madre, a la que no se le había pasado por alto que hubiera echado el pestillo, incumpliendo así sus advertencias. Gary parecía haber desaparecido tras cumplir con su cometido. Henry y mis hermanos pequeños me miraban con cierta expectación.

Habían venido hasta aquí en el coche de mi madre así que, cuando me preguntaron dónde ir, les pedí que me dejaran en casa. Mi madre insistió en que quizá debería volver con ellos una temporada a Blackstone, pero me negué en rotundo alegando todo tipo de razones: la universidad, el hecho de que no estaría sola porque tenía amigos… Las llamadas cada cuarto de hora para que mi madre pudiera respirar tranquila sabiendo que estaba bien.

Me giré hacia ellos por última vez y me despedí con un movimiento de mano antes de subir por la escalera de piedra y meterme en el edificio. Subí hasta mi planta y tuve que esforzarme para poder encajar la llave en la cerradura; la puerta se abrió con un chasquido y una oleada de recuerdos me golpeó de lleno antes siquiera de haber puesto un pie en su interior. El apartamento se hallaba igual que lo habíamos dejado antes de irnos, incluso en la mesa estaban aún los restos de la improvisada comida que me había hecho mientras esperaba a Chase.

Pasé al interior y cerré la puerta mientras dejaba caer la bolsa al suelo con estrépito. Era fuerte, siempre lo había sido; había conseguido que mi familia aparentara ser normal para que ningún vecino sospechara nada. Había logrado sacar adelante a mis dos hermanos. Me había puesto en el papel de madre y había conseguido cumplir con mi cometido a la perfección.

Entonces, ¿qué me pasaba ahora? ¿Por qué no era capaz de mantenerme en pie?

Los sollozos me hacían temblar de la cabeza a los pies y las lágrimas me impedían ver con claridad. Dejé caer mi cuerpo sobre la puerta y me abandoné de nuevo al llanto, sin seguir fingiendo que lo había logrado. Que había conseguido olvidar que Chase no estaba allí.

Me arrastré hasta quedar sentada en el suelo, rodeada de punzantes recuerdos que no paraban de atosigarme mientras recordaba lo que había sentido desde que aquel lobo negro se nos había cruzado en nuestro camino.

Cumplí con mi promesa, llamando a mi madre cada media hora durante el resto de la semana. Conseguí convencerla de que todo aquello me parecía extremo y llegué al acuerdo de mandarle mensajes; también llamé a Alice y al resto para asegurarles que estaba bien y que necesitaba un poco de tiempo. Ninguno de ellos puso objeción alguna a mi petición.

Dejé de ir a clase y me encerré en el apartamento. Los primeros días me habían resultado una auténtica tortura; había demasiados recuerdos impregnados en todos aquellos objetos que me rodeaban y que conseguían asfixiarme. Al final, y aunque lo que hice no me lo había aconsejado la psicóloga Fellowes, me entregué a la rabia: empecé por arrancar las sábanas de la cama y a vaciar el interior de los cajones con todo lo que quedaba de Chase.

Lo único que quería conservar era el colgante.

Había convertido todo el apartamento en un caos. La rabia que me empujaba a romper cosas me ayudaba a controlar las incesables ganas de llorar y me permitían un momento de… cierto control.

Me había decidido instalar en el sofá, ya que la cama era algo que tenía bastante claro que no iba a usar. Además, la habitación se había convertido para mí en una zona completamente prohibida. Incluso había quitado todas las fotos que había ido encontrándome en mi camino, guardándolas todas en un cajón.

El resto del día, cuando ya estaba agotada de llorar, gritar y romper cosas, me dedicaba a quedarme en el sofá, viendo la televisión como si en aquella pantalla se encontrara la medicina que me ayudaba a mantener la poca cordura que me quedaba. Era mi morfina.

Había dejado de cocinar, así que me limitaba a pedir comida a domicilio cuando tenía hambre.

Simplemente me dedicaba a cubrir mis necesidades básicas por obligación. En el fondo, sin embargo, no paraba de repetir una única cosa: debería estar muerta.

Chase se había ido. Pero aquello no era como la primera vez. En esta ocasión, se había ido para siempre; la primera vez conseguí salir adelante porque estaba segura de que, estuviera donde estuviese, Chase quizá podría ser feliz. Que quizá hubiera encontrado a otra persona que consiguiera llenar aquellos huecos que no había sido capaz de cubrir yo por los motivos que fueran.

Me arrebujé más en mi manta y dejé que la mirada vagara por la pantalla del televisor. Todo aquello le pertenecía a Chase, lo había comprado él para que nosotros tuviésemos una vida mejor. Y ahora todo aquello me sentía como si fuera una prisión.

Pero no tenía a otro sitio a donde ir.

No podía regresar de nuevo al apartamento de Caroline y el resto. Estaba segura que mi accidente y la desaparición de Chase, pues no quería pensar en él como si estuviera muerto, se habrían convertido ya en un secreto a voces en Blackstone y que Caroline y el resto ya lo sabrían con todo lujo de detalles.

Tras dos días alimentándome a base de restos de comida china, decidí que había llegado el momento de cambiar de tipo de comida. Cogí el teléfono de encima de la mesita, y que había dejado allí tras una larga conversación con mi madre donde le había asegurado que todo iba bien, marqué el número.

No me vendría nada mal algo de comida italiana.

Después de que un simpático hombre con un fuerte acento italiano cogiera mi pedido y me asegurara que en media hora tendría allí mi comida, bloqueé el móvil y lo lancé de nuevo a la mesa. Había tenido que sustituir mi fondo de pantalla por uno predeterminado porque volver a ver a Chase sonriente, aunque fuera en aquella foto, se me clavaba en el pecho como si se tratara de un puñal.

A las diez alguien llamó a la puerta. Me levanté con cierta reticencia del sofá y me acerqué arrastrando los pies hasta ella; ni siquiera me digné a mirar por la mirilla, sospechando que podía tratarse del repartidor del restaurante italiano al que había llamado antes, y la abrí.

Gary Harlow estaba al otro lado.

Con una mueca seria.

Y de brazos cruzados.

Se me escapó un gruñido de frustración e intenté cerrarle la puerta en las narices. Metió el zapato en el hueco antes de que la puerta consiguiera cerrarse entera, bloqueándola; me metí en el salón de nuevo, soltando improperios mientras Gary terminaba de meter todo el cuerpo dentro del apartamento.

No llevaba más que una vieja camiseta que había logrado rescatar del cajón de la ropa de Chase y que había decidido quedármela porque aún mantenía su olor. En otra situación estaría completamente colorada e intentando tapar mis piernas desnudas, pero me limité a gritarle:

-¡Fuera de mi puta casa!

Se me había olvidado comentar que mi vocabulario se había ampliado y que mis formas se habían vuelto un tanto bruscas. Todo esto gracias a un comentario de la señorita Fellowes, que me sugirió que soltara lo que sentía en el momento, intentando ayudar a sacar todo lo que sentía al exterior.

Él hizo caso omiso a mi sugerencia y se dejó caer sobre el sofá, observando a su alrededor con cierta curiosidad.

-¿Han entrado a robarte o es tu nuevo tipo de estilo decorativo? –preguntó.

-¿Por qué no te vas a tomar por culo? –respondí, con enfado-. Déjame en paz. Si has venido a comprobar que sigo viva y bien, aquí tienes la prueba. Largo –repetí.

Gary se recolocó en el sofá con chulería. El mensaje estaba claro: «De aquí no me muevo». Me alejé del sofá y me crucé de brazos mientras lo observaba en silencio, lamentándome por ser tan idiota.

-No has respondido a ninguna de mis llamadas –comentó Gary, molesto.

Alcé la barbilla con aspecto desafiante.

-Quizá he estado ocupada –contesté.

Lo cierto es que, tras varias llamadas de un número desconocido y que no tenía registrado en mi agenda, le había preguntado a mi madre al respecto, respondiéndome que «quizá por casualidad» le había dado mi número de teléfono a Gary porque, además de mi amigo, era mi salvador. Era quien había llegado al lugar del accidente y quien había avisado a los servicios de emergencias para que pudieran trasladarme al hospital. De haberle contado que todo aquello era una estratagema de Gary, cuyo único objetivo era meterse entre mis piernas, y que, además, era un licántropo, alfa de una de las manadas de Manhattan, seguramente hubieran ayudado a disuadir a mi madre de ir repartiendo mi número de teléfono a cualquier persona y a tenerle algún tipo de agradecimiento o aprecio que pudiera sentir hacia él.

-¿Destrozando el apartamento? –observó, con picardía.

-Eso no es asunto tuyo –le espeté.

Gary entrelazó las manos detrás de su nuca y soltó un suspiro.

-Sí que eres asunto mío –me rebatió, en tono serio-. Lo eres desde que Chase aceptó unirse a mi manada.

«Ya he oído demasiadas veces ese argumento», pensé interiormente. Carin me lo aseguró cuando Chase se marchó y me dejó sola. O cuando Betty se enteró de la muerte de Lay.

Hice un aspaviento con la mano.

-Ya, ya –dije-. Por supuesto.

Su rostro se ensombreció.

-No me crees, ¿no es cierto? Pues bien, prepara tus cosas: te mudas a mi apartamento –sentenció.

Ni siquiera me dio opción a negarme. Empezó a moverse por el apartamento, recogiendo prendas de ropas tiradas por el suelo y utensilios que podrían hacerme falta para cuando me marchara de allí.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro