—No había podido regresar. Lo lamento.

Mingyu arrojó una piedra al río. Se mantuvo dándome la espalda por unos segundos más.

—No sabía que en tu familia eran cazadores.

Mi pulso se aceleró. Quería que Mingyu fuera mi amigo, no quería que huyera de mí.

—Yo no lo soy.

Mingyu pareció ignorarme.

—¿Sabes lo que hacen los
cazadores? —negué a pesar de que sí lo sabía—. Matan a los lobos. Lobos como yo, y como mi manada.

—Pero yo nunca te haría daño. Ni a ti ni a ningún lobo.

Dudó de mis palabras y aquello, de alguna manera, me lastimó.

—¿Estás seguro de eso?

Silencio.

—Lo prometo.

Se lo pensó. Después, se transformó. Un lobo marrón ocupó su lugar, con los colmillos filosos y las garras gigantes. Sus ojos brillaban aún más que cuando era humano. Llegaba a la mitad de mi torso sin siquiera intentarlo.

Era fascinante.

Toqué sus orejas. Su cola se
movió y después, cuando acaricié su hocico, se enroscó entre mis piernas.