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029.

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—¡Avanzad!

La voz de Cincos era casi inaudible entre el fragor de la batalla. Los hombres de Riane se hacían paso entre los árboles y entre las rocas.

Aquello parecía Umbara. El bosque estaba plagado de oscuridad, y, aunque no era sempiterna, sí se debía a la hora a la que habían llegado. Además, hacía frío y el visor del casco de Riane le indicaba que había un setenta y nueve por ciento de humedad.

Ella misma se obligaba a atravesar la maleza, disparando casi a ciegas, hacia el otro lado del río. Los hombres de Rex habían sufrido una escaramuza, y los droides estaban posicionados al otro lado del agua, donde una planicie sin vegetación les permitía avanzar y disparar hacia los clones.

Riane intentó no pisar ningún cadáver mientras avanzaba al frente. Sentía el corazón en las orejas, las explosiones a su alrededor, en el pecho. Veía a sus chicos de azul caer a su alrededor.

Disparaba mientras que, con los ojos, pasaba pestañas en el visor de su casco para buscar el identificador de Rex. Y no lo encontraba.

Se agachó contra un árbol. Había perdido de vista a Cincos, pero tenía a un hombre de la Compañía Torrente al lado.

—¡Soldado! ¡¿Dónde está su hombre al mando?!

Era un novato: su armadura era completamente blanca. Miró a Riane un momento, pero distinguió su voz femenina y reconoció el rayo azul que le atravesaba el casco. La teniente Unmel era inconfundible, aunque no la hubieras visto nunca.

—¡Es Jesse, señora! ¡El capitán ha caído!

El capitán ha caído.

Sin responder, aceleró, lanzándose hacia la primera línea de fuego para llegar hasta Jesse. Si los hombres de Rex estaban felices de ver los refuerzos, no se notaba mucho. Las fuerzas especiales estaban ayudando, pero nadie quitaba que estaban en problemas.

Las DL-44 de Riane disparaban a ciegas. Vio a Jesse y su singular casco, con el símbolo de la República, al lado de Cincos.

Se apostó a su lado tras una roca y continuó disparando a la otra orilla del río.

—¡Señora! —gritó Jesse—. ¡Ahora está usted al mando!

Que le dieran al mando, pensó Riane.

—¡¿Dónde está Rex?!

Jesse movió la cabeza violentamente hacia un lado, como para expresar su preocupación.

—¡Herido! ¡En una cueva con Kix! ¡A tres clicks!

¿Cómo de herido? ¿Grave? ¿Puede caminar? ¿Ha podido Kix ayudarle? No había tiempo para preguntas.

—¡Coordenadas!

Descargó una DL-44 mientras disparaba con la otra. Había aprendido ese truco de Rex. Utilizó la muñeca y el saliente de la piedra ante ella para introducir otra carga. Tumbó a un hojalata y se centró inmediatamente en otro.

—Pero, teniente...

—¡Es una orden!

Jesse pareció pensárselo un momento, pero tenía razón: ahora Riane era su superior, y debía cumplir sus órdenes. Las coordenadas de Rex y Kix aparecieron en su visor. Asintió cortamente y se giró a Cincos.

—¡Estás al mando! —le gritó—. ¡Saca a los hombres de aquí y reagruparos! ¡No podréis cruzar ese río hasta que lleguen los refuerzos de Skywalker!

Cincos dejó de disparar. Negó brevemente con la cabeza, pero Riane sabía que no desobedecería esas órdenes.

—¿Y qué vas a hacer tú?

Una pregunta estúpida, pues ya sabía la respuesta.

—Volveré.

Y partió en busca del capitán.

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Tres clicks eran pocos para una soldado, pero la distancia parecía más cuando había que atravesar un bosque lleno de colinas empinadas, en busca de una cueva, y en medio de terreno tomado por el enemigo.

Aun así, Riane no se había detenido en ningún momento. Le llevó casi tres cuartos de hora estándar llegar a las coordenadas que Jesse le había indicado. Había corrido al principio, lejos del campo de batalla, pero, tras dejar el río y a la 501 atrás, se había visto obligada a caminar para no tropezar y hacerse daño. Lo último que necesitaba Rex en aquel momento es que la ayuda que iba a recibir se torciera el tobillo.

Las coordenadas le indicaban la falda de una gran colina, con salientes de piedra que parecían que pudieran caer en cualquier momento. Atravesó la última fila de árboles con el corazón en la garganta. Fue entonces cuando distinguió, a través de la visión nocturna de su casco, a Kix, entre dos piedras, con el bláster alzado.

El hombre bajó el arma en cuanto la distinguió, y Riane se dio prisa en llegar hasta él y quitarse el casco.

—El capitán está dentro —le dijo de inmediato—. Llevo haciendo guardia desde que los otros nos dejaron aquí.

No se había quitado el casco, pero Riane podía distinguir el cansancio y el estrés en su voz. Le puso una mano en la hombrera, asintió cortamente, y él se hizo a un lado para que ella pudiera ver la boca de la cueva.

Era un agujero, en realidad. Riane se tuvo que agachar un poco para atravesar la entrada, y después, andar un par de pasos en la misma posición hasta que el techo se volvía un poco más alto. Se preguntó cómo habían metido a Rex allí, teniendo en cuenta su estado.

La luz de una pequeña lámpara de aceite bloggin iluminaba a duras penas el cuerpo de Rex, tendido en el suelo.

—¿Ane?

Sintió que se le salía el aire de golpe mientras se agachaba a su lado, dejando el casco en el suelo y examinando sus heridas. Kix le había quitado la armadura, y Riane podía ver que le había vendado una herida en el pecho, en el lado derecho, y otra en la pierna izquierda.

—Por el Creador, Rex... —suspiró—. ¿Qué te ha pasado?

Él se impulsó un poco hacia arriba, y ella le ayudó a apoyarse contra la pared de la cueva a sus espaldas.

—Emboscada —respondió él—. No se nos notificó la existencia de una base enemiga cerca de donde estábamos.

Riane negó con la cabeza. Estaba claro que no podía caminar, y, si podía hacerlo, sería a duras penas. La herida de la pierna estaba mucho peor que la otra. La del pecho tenía un parche de bacta, y la armadura le había salvado la vida como lo había hecho en Felucia antes de que ellos se conocieran. Era una nueva cicatriz para el capitán, pero la pierna había recibido dos disparos, y uno le había atravesado el muslo. Iba a necesitar un tanque de bacta.

—¿No tienes frío?

Kix le había puesto por encima el mono de compresión, pero la humedad le debía de estar helando hasta los huesos. No le respondió.

—¿Te manda el general?

Ella negó con la cabeza.

—No, estaba a punto de volver a Coruscant para unirme a él y al general Kenobi en Darga.

Rex inclinó la cabeza hacia un lado en reproche. Riane no podía quitarle los ojos de encima. Veía a hombres con su mismo rostro todos los días, pero sólo él le aceleraba el corazón de esa manera. Había echado de menos su pelo rubio, e incluso sus gestos serios y de reprimenda, como aquel.

—Deberías haber cumplido con tus órdenes, Unmel...

Ella apretó los labios. Odiaba que la llamara así. Como si no fueran amigos cercanos, como si no se hubieran besado en el garaje de su familia, en Naboo. Como si esos meses que llevaban separados significaran más que todas las cosas que habían pasado juntos. Él pareció entenderlo también, porque, arrepentido, le cogió una de las manos y la puso en su pecho.

—Gracias —añadió.

Riane pensaba que se le iba a salir el corazón del pecho.

—Sabes que hay cosas más importantes que las órdenes.

Sólo fue capaz de susurrar aquello. Y Rex, para su sorpresa, asintió cortamente.

—Lo sé.

Intercambiaron un par de miradas, sumidos en el silencio. Riane debería de estar pensando en cómo sacarle de allí, en contactar con la fragata que estaba en órbita para que, cuando antes, consiguieran un transporte que sacara a Rex de aquel sistema y le llevara a una de las estaciones médicas de la República, donde podrían hacerse cargo de sus heridas. En ese momento sólo podía pensar en él, en que le tenía, por fin, muy cerca.

La verdad era que estaba demasiado encariñada como para volver atrás. Una vez, cuando se había unido a esa guerra, había pensado que estaría siempre preparada para dar su vida por la República. Pero ya se había dado cuenta de que no estaba preparada para morir. No aún. No si tenía a Rex aun a su lado, no si podía, como en ese instante, luchar para que él siguiera en pie.

La guerra se acababa si él moría. No antes. Nunca después.

Y los ojos de Rex, oscuros en la penumbra de la fría cueva, estaban fijos en los de ella. No llevaba puestos sus guantes, y cuando elevó un brazo para que sus nudillos acariciaran su mejilla, una deliciosa corriente de electricidad le atravesó entero.

Hacía tanto tiempo que no la tenía delante. Hacía tanto tiempo que se había distanciado de ella. Y desde que había estado en esa cueva, desde que había caído en qué, quizás, su final se acercaba, no había podido parar de arrepentirse por no intentarlo. Se arrepentía de haberla soltado en Naboo. De haberse cerrado a ella y a sus sentimientos desde que Ahsoka se había ido. Y, sobre todo, de haber apoyado la decisión de Skywalker sobre crear las Fuerzas Rayo.

Estaba enamorado de Riane. Lo llevaba estando desde hacía meses (quizás más tiempo), no valía la pena negarlo. No valía la pena negar que, aunque no había sido creado para sentir, aunque era un producto salido de un laboratorio, Rex era humano a su lado. Rex sentía a su lado.

Y, pudiendo perderla ahora, pudiendo perderla a la guerra en cualquier momento, se dijo que valía la pena romper su honor. Porque besar a Riane estaba prohibido, pero cuando has cruzado la línea una vez, es fácil volver a hacerlo. Y fue muy fácil para Rex atraerla hacia sí y, con los ojos, pedirle un beso.

Inmediatamente, ella se lo dio. Y él dejó que su calor le envolviera en la cueva, aunque sintiera los ojos pesados por los medicamentos y le escocieran las heridas. Se dejó flotar en la sensación que le producían sus labios, esos a los que quería seguir conociendo, con una indulgencia renovada.

Y, cuando ella se separó, no dijeron nada. ¿Qué había que decir? Lo sabían todo.

Además, si no lo decían en alto, quizás no se hiciera realidad. Quizás la acción que acababan de cometer se quedara entre aquellas paredes de piedra.

Aunque, ¿no había sido su primer error enamorarse?

Riane pulsó su transmisor.

—Aquí la teniente Unmel a fragata Rayo —dijo—. Necesito un transporte médico. Repito: necesito un transporte médico urgentemente. Transmitiendo coordenadas.

Un par de segundos de silencio.

—Aquí fragata Rayo a teniente Unmel —respondió una voz idéntica a la de Rex—. Recibido. Acabamos de mandar una fragata médica a su posición: estén preparados para la extracción.

Rex comenzó a incorporarse a duras penas con la ayuda de Riane.

—Volvamos a casa, Rex.

Él asintió, aunque ya estaba en casa, porque ella había llegado a su lado, y eso era suficiente.

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