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Capítulo 7: Romeo y Julieta

HUMANIDAD CORROMPIDA

CAPÍTULO 7: ROMEO Y JULIETA

Chuuya Nakahara, 22 años

No supe en qué momento el amor y la devoción que llegué a sentir por él se fue tiñendo y manchando por la decepción, enojo y tristeza. Siempre fui consciente de lo que conllevaba amarlo, desear algo real a su lado, y decidí ignorarlo y mentirme con que yo podría ser una excepción. Que yo sería la excepción por la cual se quedaría.

De un día a otro, su antigua oficina fue convertida en una bodega a la que rara vez se visitaba, y la de Ango, donde antes se juntaban los tres amigos, pasó a ser del nuevo trabajador que cubrió su puesto. Y la vida en la Port Mafia continuó, como si en sus instalaciones nunca hubiera sido visto aquel misterioso trío.

Fui el único que tardó en superar su ausencia, en superarlo a Él.

La noche siguiente a cuando traicionó a la organización, decidí abrir el mejor vino que tenía guardado en mi reserva. Era especial, recordaba haberlo presumido con orgullo la vez en que lo conseguí. Me lo acabé tan pronto que no me di cuenta. Supuse que esa era una fecha importante, el inicio y el final de algo grande.

Me obligué a recodarme que no fui abandonado, aun si mi corazón se sintiera como una bola de papel pisoteada y arrastrada, y que todo era por un bien mayor. Que, por mucho que hubiéramos ignorado al destino, lo nuestro no habría llegado a ningún lugar bueno si seguíamos creciendo en un ambiente roto y corrompido, como lo era ese.

Festejé por los dos, por lo que eso significaba para ambos.

Lloré la mañana en que desperté y no lo vi a mi lado. Me encerré en uno de los cubículos del baño del trabajo cuando me encargaron mi primera misión sin él, tras una breve plática en donde lo señalaron como traidor, y tuve que pelear con mis propias ganas de hundir la cabeza en agua para dejar de sentir. Y en la noche me emborraché y dejé que mis nudillos se volvieran violetas por los golpes que le di a la pared.

En la madrugada siguiente, vomité. Vomité lo bueno y lo malo. Me ahogué entre los diamantes que rodaban por mi rostro, con la bilis y mi propia saliva. Porque confiaba en él más que en cualquier otra persona y, de todas formas, podía sentir cómo mi interior se rompía cada que su nombre volvía y retumbaba en mi alma.

¿En qué momento de mi vida me pareció buena idea prometer ser suyo? ¿O fue algo que mi corazón hizo por su cuenta?

Porque tuvo que pasar seis meses para que el llanto dejara de ser parte de mi rutina, y casi cuatro años para aceptar que tomar caminos diferentes era la mejor forma de convertirnos en nuestra mejor versión. Y fue él quien decidió ser el villano de la historia, y cargar con la culpa de romperme y deshacerme, para hacernos fuertes.

Tuvieron que pasar cuatro años para que me conformara con verlo en los recuerdos nocturnos que mi corazón se encargaba de proyectar antes de dormir. Para que dejara de llamarlo en la oscuridad en busca de cualquier respuesta y, en cambio, lo esperara hasta que fuera nuestro momento. Para que me acostumbrara a la respiración profunda del monstruo de nuestro pasado en mi nuca, y al anhelo de un futuro en el que pudiéramos estar juntos.

Aunque lo odiaba.

Por supuesto que todavía lo odiaba.

Una parte de mí no tenía suficiente con la justificación de haberse ido para encontrar su razón de vivir, dejándome abandonado en el mundo al que él me metió casi a la fuerza. Esa parte me decía que sí fue un traidor, y que a quien traicionó fue a mí. Que decidió irse con el enemigo, antes de seguir a mi lado, y me dejó en medio de una gran guerra sin fin.

Lo detestaba aún más por su nivel de confianza en sí mismo (en mí o en nosotros, dudo entenderlo). Por esa forma en la que creía ciegamente que, sin importar que tomáramos caminos diferentes, el único nombre que yo seguiría pronunciando sería el suyo, para hacerle recordar quiénes éramos en verdad, en honor a como él alguna vez llamó al mío.

Y lo odiaba porque era cierto.

Llamaría su nombre cuantas veces fuesen necesarias para convencerlo de que algún día hallaría la felicidad que tanto anheló, incluso si ella no yacía en mí, como tan egoísta llegué a desear alguna vez. Porque, incluso si el destino aguardaba un final brillante para mí, no podría disfrutarlo sin él a mi lado, viendo y amando a la misma luz que yo.

Fue hasta que me encontré con aquel jovencito delgaducho una tarde, cerca de lo que fue (es y será) nuestro lugar, que comprendí el significado de seguir sonriendo incluso cuando duele vivir con una herida así.

Akutagawa se encontraba de pie, admirando la sombra del árbol en la colina y con las manos en los bolsillos de su abrigo favorito. No se giró a verme cuando me paré detrás de él, pese a que fue consciente de mi presencia.

—Qué fácil es dejar las cosas a medias —pensó en voz alta.

Ahí supe dos cosas. La marcha de Dazai dejó marca en más de una persona, y él nunca dejaría algo a medias. Era su forma de decir que volvería a terminarlas, de alguna u otra manera.

Lo confirmé a los años, cuando nos reencontramos, luego de uno de mis viajes por occidente y supe que lo tenían de rehén en uno de los últimos pisos. Donde, a lo mejor, tendría que haberlo golpeado más fuerte por la vergüenza que me hizo pasar al final de nuestro efímero encuentro.

—Llevábamos tiempo sin vernos —dijo, jugueteando con mi daga—. No podía aparecer sin una sorpresa preparada.

—Te mataré —respondí. Se oyó más como un gruñido molesto, siendo sinceros—. Juro que algún día lo haré.

Jurar en vano estaba mal. Me dejaba mal parado, como alguien que no cumple con su palabra; sin embargo, estaba seguro de cuán poco podía importarle eso a él. Había hecho toda su escenita conmigo como una de las razones, al final de cuentas.

El Señor tuvo que verse avergonzado, si me descubrió disfrutando de enterarme sobre cómo, aún después de todo ese tiempo, también seguía pensando en mí.

¿Cómo no hacerlo? Si mis latidos parecían los de una colegiala enamorada que acababa de encontrarse con el hombre misterioso que la visita en medio de sus sueños. Llevaba esperando tanto por cualquier pista que me hiciera saber que él seguía ahí, cerca y lejos de mí y deseando lo mismo que yo, que ni siquiera me imaginé tenerlo cara a cara a las pocas horas de llegar de mi misión.

Me detuve en medio del pasillo, con la certeza que esperaría los minutos suficientes para que me relajara y pudiera irme, y froté las manos contra mis piernas en busca de cualquier sensación que me confirmaran no haber soñado la escena anterior. Porque, si así era, si todo fue producto de mi imaginación, prefería seguir encerrado en ella durante un rato más.

Me encontraba dividido, con una parte nublando casi en su mayoría a la otra. Una seguía en el oscuro y frío cuarto de rehenes, viendo reflejado en los oscuros ojos de aquel hombre al chiquillo con frenillos que me robó suspiros y anhelos por tanto tiempo, con mis pulsaciones desbocadas y la necesidad de hundirme en su madera, narcóticos y whisky. Otra, la impostora, susurraba y hacía eco con la pregunta de cómo es que caí tan fácil en sus palabras de nuevo, en cómo se adueñó de la calidez de mi cuerpo.

Y la primera le respondió que Osamu Dazai nunca había perdido nada de mí, que lo único que hice fue acallar las voces de mi cabeza durante esos años y ahora todo volvería a lo que fue alguna vez. Volvió al lugar que siempre lo recibiría con los brazos abiertos, en medio de gruñidos y tropezones. Volvió a su hogar.

La segunda seguía teniendo miedo de salir lastimada, de nuevo.

—Lo encontré a punto de irse —dijo Kōyo, durante nuestra tarde de té ese mismo día—. Son idiotas, si piensan que pueden verme la cara. Los conozco mejor de lo que creen. Los vi crecer, madurar y despedirse. Quebrarse y reconstruirse.

Apoyé el mentón en mi mano y suspiré. No quería un regaño, no cuando mi propio instinto se encontraba dando subidas y bajadas por las inseguridades que me atormentaban.

El regreso de mi antiguo compañero me daba más dudas que respuestas, por mucho que quisiera ignorarlo. ¿Qué tanto cambió en los últimos años? ¿Encontró lo que tanto buscó? ¿La vida era más sencilla o, por lo menos, vivir lo era? ¿Regresó para quedarse, o era una simple visita? Y si tenía pensado quedarse, ¿en dónde nos posicionaba eso?

—Le dije que no lo quiero cerca de ti —siguió ella, ganándose mi atención—. No sé qué planea volviendo así, tan repentino —me sirvió té y continuó, ignorando mis ganas de responder—. Por supuesto, me contestó que no es asunto mío, que es algo entre ustedes dos. ¡Es un sinvergüenza!

El olor a canela de la infusión llegó a mi nariz y me causó picazón. Olía pesado, así que decidí deshacerme de cualquier intención mía de abrir la boca. Cada que fallaba en el té era porque estaba molesta.

—Son demasiado grandecitos para jugar a Romeo y Julieta —puntualizó al final.

El calor de mi bebida me quemó desde dentro y, con ello, traté de mitigar la simple idea de seguir pensando en eso. En cómo quise que en verdad él fuera Romeo y me sacara de la soledad en la que viví sin mi pareja todos esos años, que oyera lo mal que me sentí sin su presencia a mi lado y se atreviera a dar el paso que nunca dimos antes. Que me besara y atrajera entre sus brazos, que susurrara promesas que estuviera seguro de cumplir para mi acongojado corazón.

Deseé ser su Julieta y abandonar todo lo que nos ataba para no ser nada más que él y yo contra cualquier adversidad. Velar por él durante las noches y protegerlo de las sombras, y yo sentirme seguro cada que el sol intentara herirme con su brillo. Convertirnos juntos en la espuma del mar, o en la esponjosidad de las nubes; en dos estrellas centellantes, o árboles con las raíces entrelazadas.

Eso se oía más fácil que nuestra realidad. Que pelear con los miembros de una organización norteamericana que amenazara la paz de nuestra ciudad, con manzanas envenenadas, un dragón furioso o con una rata salida de la alcantarilla y su porquería de trucos.

Así que no volvimos al otro al instante, por desgracia. Inclusive si nuestros corazones sangrasen en nombre del otro, si nuestros cuerpos se moviesen por reflejo bajo el llamado de la voz contraria o si cada célula nuestra confiara con plenitud en que el otro se lanzaría a tiempo para salvarlo. No estábamos listos, pero vernos y sentirnos cerca ya era algo.

¿O no?

No.

Por supuesto que no.

Verlo de vez en cuando nunca sería suficiente. Sentirlo cerca y jamás ser capaz de alcanzarlo, de tocarlo, era un martirio. Era desgastante ignorar mis ganas de jalarlo hasta un callejón y compartir con él ese dolor bueno y agonizante que me cubría cada que pensaba en él. La necesidad de recordarle cómo es que era míomíomío y yo suyosuyosuyo me impedía pensar con claridad... Y ni hablar del miedo y la desesperación por no saber cuándo nos volveremos a encontrar, o si habría una próxima.

Fue justo la noche siguiente del incidente que nos hizo enfrentarnos por segunda vez a Tatsuhiko Shibusawa, un autonombrado "coleccionista" de habilidades y de un intelecto "superior" e inalcanzable, cuando me pregunté si la espera había valido la pena. Era válido tener dudas, al final de cuentas.

El aire en mi bar favorito era denso, cargado con el clásico aroma a alcohol, los caros perfumes de los visitantes y el asfixiante humo de cigarro que tanto odio. La música jazz que llenaba el lugar, lenta y seductora, hacía bailar a un par de parejas y desencajaba por completo con mi humor y mis incontables cuestionamientos. ¿Cómo Dazai y yo éramos capaces de arriesgar nuestras vidas, confiando en el otro, y seguíamos sin poder cerrar ese círculo? ¿Seríamos capaces de lograrlo alguna vez? ¿Esto era una señal para tener que soltar la atadura que nos unía, y usarla para llamarnos nada más por el trabajo?

Me hundí en mi asiento, con una botella de vino casi vacía frente a mi copa, y fingí que el murmullo de la gente yendo y viniendo era suficiente para dormir cada una de las preguntas que me seguían desde que sentí su mano sobre mi mejilla, deteniendo Corrupción y atrayéndome a él, aclarando mi mente y acelerando cada pequeña parte de mí.

Había sido un día largo, en especial cuando mi cuerpo todavía sufría recaídas de mi "heroica" escenita. Quería dormir e intentar soñar con su rostro, porque debía de ser más sano eso que el estarme atormentando por el deseo de volver a sentirlo contra mí. No lo hacía porque la calidez de su cuerpo, el peso de su voz y su aroma seguían jugándome una mala pasada.

Cerré los ojos, alargando un suspiro. ¿Por qué amar era tan complicado? Y aún más soportar a la gente diciendo que no lo era, que si era difícil entonces no era ahí donde debía estar uno. ¡Cómo se notaba lo superficial de su vida!

—Es nuestra tercera cita. ¿Qué bebidas nos recomienda? —Oí a un hombre hablar con el barista, entusiasmado y con un tono bobalicón.

—¡La cuarta! —Lo corrigió su novia, divertida y a media carcajada—. También contó aquella en la que salimos a caminar al parque.

—¡La cuarta, entonces!

Odiaba esos días en los que la gente parecía más feliz de lo normal y al olor a whisky de otro cliente frecuente, así que era perfecto. Así podía desconectarme y, al mismo tiempo, fingir que el olor a licor del hombre a mi lado provenía de mi antiguo compañero y no de un completo desconocido.

O eso pensé, hasta que percibí por sobre todo la presencia de un nuevo aroma, junto a una presencia silenciosa que se ubicó detrás de mí, como una sombra majestuosa de un pavorreal extendiendo sus plumas. Vuelve a ser whisky y, bajo eso, una esencia a narcóticos y el perfume amaderado barato que reconocería en cada rincón.

Porque barato era ordinario; y eso, cotidiano. Y cotidiano, calidez, seguridad y protección.

Con eso, quería decir Osamu Dazai.

Me negué a abrir los ojos y girarme a verlo. No sabía si el vino logró tener los efectos contrarios esa noche y, en vez de robarme los recuerdos de ese hombre, acabó trayéndomelos con tanta claridad que me hizo imaginar que se trataba de su persona. No me habría gustado voltearme y no verlo, o verlo y que dijera algo que me comprometiera.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo al instante en que confirmé que era él, cuando detecté una mano sobre mi hombro e intenté usar mi habilidad, y no logré activarla. Porque, por muy ebrio que estuviera, nadie podría inhabilitar mi poder con un simple toque.

Bastó con ver de reojo para descubrir vendas en sus muñecas, así que me digné a girarme.

Y sí, estaba de pie ahí.

Pude distinguir una sonrisa en medio de mi visión borrosa, sin lograr descifrar si era una burlona o compasiva. Cualquiera de las dos la odiaría. Llevaba su típica y clásica gabardina y una corbatita tipo bolo que le regalé hacía años para que le diera más luz a su rostro.

Di un pequeño golpecito en la piedra aqua y sonreí.

—Te ves tan feo como de costumbre —dije, rompiendo el silencio. Alargué las vocales, ebrio—. ¿Ya no usarás ese traje blanco? ¿O ese abrigo negro que tanto odiabas?

Me regresó la sonrisa y se sentó a mi lado.

Quise preguntarle qué hacía ahí, en mi preciado bar y no en el suyo, el que tanto me mencionaba cada que salía con sus amigos. Si alguien lo llamó porque yo olvidé activar el sonido de mi celular y necesitaban mi ayuda. Si lo único que quería era echarme a perder una de mis cosas favoritas. Si fue ahí en busca de alguien más, a una cita con una mujer que le siguiera el ritmo unos días con el fin de conseguir algo más que risas y chistes tontos.

La simple imagen mental me revolvió el estómago y tuve que hacer a un lado el vino para recostarme sobre la barra.

—¿Qué tipo de persona crees que soy? —Soltó de pronto, ganándome la oportunidad de romper el silencio.

Me giré a verlo, confundido y mareado.

—Shibusawa se comparó con Fyodor y conmigo —prosiguió, al notarme perdido en el hilo de la plática—. Inteligente y talentoso. ¿Y qué más?

Parpadeé, lento, en busca de las palabras adecuadas, mientras los engranajes de mis pensamientos intentaban volver a funcionar con regularidad, al reconocer la seriedad detrás de su comentario. No estaba tan ebrio como para no ver el propósito de su pregunta: el miedo de sentir que su marcha fue en vano. No quería empezar un tema que girara entorno a él, si no, escuchar la opinión de quien más confiaba.

Quería oír que no era igual a los villanos que atormentaron la paz de nuestra hermosa ciudad.

—Puedo ver por qué pensó eso —suelto, por fin—. La sangre que corre en tus venas es oscura, misteriosa. Tienes este lado... Calculador. Esa expresión de desinterés y desdén que ve con superioridad y dominancia a la presa de tu telaraña. No eres un perro ruidoso que ladra y gruñe, si no un gato silencioso en media cacería.

Me detuve a pensar en si lo que dije tenía sentido, y si eso era lo que veíamos cada que teníamos la típica discusión de si los perros o los gatos eran mejores. Si yo era un perro para él, entonces tenía todo el sentido que fuera un felino callejero. Uno dispuesto a dar un zarpazo cuando menos se espera, o a mudarse al corazón de quien desee.

—Eres impredecible —continué, como de costumbre, e ignoré la paz que reflejó su rostro—. Y también tienes esta forma de ser tan tuya, tan magnética. Logras atraer a la gente con facilidad. A mí incluido. Es chistoso porque casi puedo asegurar que, si se los pides, las estrellas cantarían para ti y los árboles susurrarían tu nombre.

Permaneció en silencio unos segundos, jugando con el borde de una servilleta que sacó de por ahí, hasta que vislumbré la pequeña silueta de una sonrisita en su rostro.

—¿Tanto amabas a mi antiguo yo? —Preguntó, sin rebasar mis límites—. ¿Con todo lo malo y lo bueno?

—Con todo lo malo y lo bueno.

Mi respuesta inmediata provocó que se callara otra vez, haciéndome soltar una risilla. Su expresión sorprendida era un poema, en especial cada que apretaba y mordía la comisura de sus labios en busca de algo inteligente para decir. Saber que todavía podía dejarlo sin palabras era toda una dicha.

Suspiré de nueva cuenta y apretujé con suavidad una de sus manos sobre la barra.

Tal vez habría sido más fácil mentir, inclinarme por el lado de la balanza que decía odiarlo. Inventar escenarios en los que lo pintaban como el villano, omitir la escala de gris detrás de cada una de nuestras vivencias, para asegurarme de no sufrir más con el océano de preguntas que solía atormentarme y marcar distancia. Decirme a mí mismo que nunca sería quien me sacaría de ese hoyo y, en cambio, sería quien me hundiera más y más en él.

Podría haber pedido un shot al cual llenar con mis lágrimas y tomarlo para ahogar mis penas a su lado, para exclamar "¡Salud!" por los recuerdos y el final definitivo. Porque, mientras más buscábamos nuestras razones para seguir adelante, más me lastimaba la distancia. Más me preguntaba si no era el momento perfecto para dejar de ser uno y uno, y pasar a ser dos. Dos almas que buscaran su porqué.

Sin embargo, habría sido la ruta fácil.

Ser cobarde siempre era fácil.

Y Dazai estaba ahí, avergonzado por mi sinceridad, y haciendo que me preguntara si me gustaban tanto los pasatiempos peligrosos, como no parar hasta enamorarme una y otra vez de él.

Cuando frotó su cuello, me corregí.

Estaba lejos de ser un pasatiempo. Era lo que era. Y lo amaba. Lo amaba desde hacía tantos años que era imposible que desapareciera por simple capricho. Porque amar también eran las subidas y bajadas, el proceso del cambio y, más allá de soltar, era la decisión de acompañar.

—Y todavía —agregué, en caso de ser necesario—. Con todo lo bueno y lo malo que conlleva.

Él no necesitaba decir nada para que yo supiera que era recíproco. Si no fuera el caso, no se habría acercado, así que le sonreí cuando nuestros ojos se encontraron una vez más. La profundidad de los suyos contrastó con los azules míos y deseé explorar la oscuridad detrás de ellos.

Porque en cada uno de los caminos del laberinto de mi cabeza, cada que la bruma la invadía, él siempre estaría ahí. Mi comienzo y mi final, la pregunta y la respuesta.

...

Me acompañó a casa esa noche, arrastrando los pies para ir a la misma velocidad que yo y cuestionándome quién sabe cuántas veces sobre si en verdad podía caminar sin ayuda. Se calmó únicamente cuando le dije que se callara o en serio me enojaría.

—¿Y ese golpe? —Preguntó, al ver una zona en la pared de mi sala hundida.

Lo ignoré y seguí caminando a mi recámara.

Nunca estaría listo para dejar mi orgullo de lado y decir que fue donde golpeé en medio de un ataque de nervios cuando se marchó. Era el sabelotodo de los dos, ¡él era quien tendría que deducirlo en algún punto!

Nos sentamos en la cama, uno frente al otro, con nuestras rodillas tocándose entre sí e ignorando la sensación de familiaridad por la última vez que estuvimos juntos ahí.

Me encontraba mejor que antes, y él había tomado un poco para estar igualado a mí, por mucho que se esforzó en señalarme a mí como el borracho.

Sus manos buscaron las mías y yo les di un suave apretón para demostrarle que todo estaba bien, que el pasado podía seguir atormentándonos, pero lo que importaba era el presente y la construcción de un mejor futuro.

—¿Qué hacías en el bar? —Quise saber.

Él dudó en responder, paseando su mirada por todas partes. No lo apuré y dejé que lo hiciera, que se sorprendiera por cómo todo seguía estando en el mismo lugar y que lo único que cambió fue la cantidad de las botellas. No era el mejor hábito, empezaba a dejarlo poco a poco.

Sus dedos acariciaron mis dorsos y me hicieron cosquillas sobre mis guantes. La tela se arrugaba y alisaba en cada roce.

—Iba de paso —aclaró. Distinguí una chispa de pena, algo casi invisible, en su tono—. Te vi cuando me asomé y no pude evitarlo. He intentado mantenerme al margen todo este tiempo, creí que un descanso no vendría nada mal.

Débil y vulnerable.

—Entonces, ¿te quedarás? —intenté deducir.

Fue su turno de suspirar. Fue, más bien, una exhalación silenciosa, como si hubiera sabido a la perfección que yo diría eso y habría preferido no oírlo.

—¿Alguna vez vendrás para quedarte? —Replanteé mi pregunta.

Me vio en silencio.

Su toque subió a mis mejillas y a algunos mechones de mi cabello, jugando con ellos y tratando de acomodar a los más rebeldes detrás de mis orejas. No lucía molesto por mis inseguridades; en cambio, las comprendió y se disculpó de forma silenciosa.

Sí.

Algún día.

Tal vez no hoy.

Tal vez no mañana.

Cuando mi fe estuvo a punto de desvanecerse, habló:

—Pensé que el sentimiento de soledad desaparecería, si estaba rodeado de gente maravillosa. No obstante, parece haberse atado a mí ahora que no te tengo a mi lado —volvió a entrelazar nuestras manos—. Verte ahí me recordó lo débil que puedo ser cuando se trata de ti. Así que sí, no pude evitar entrar al bar cuando distinguí ese feo sombrero que sueles traer.

Lo miré con una mueca, molesto por su insulto.

—Romeo siempre rescatará a Julieta, Chuuya —prometió—. Y, algún día, dejarán de estar solos. Porque se aman y eso es lo único de lo que están seguros.

Juntó nuestras frentes y nos dejamos abrazar por las almohadas, con nuestro hilo del destino revoloteando a nuestro alrededor y el murmuro de su promesa acompañándonos.

Y, pese a que la mañana siguiente no estaba a mi lado al despertar, la calidez de sus labios en mi coronilla se encargó de aminorar cualquier dolor. 

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