Capítulo 5: Te veo
HUMANIDAD CORROMPIDA
CAPÍTULO 5: TE VEO
Osamu Dazai, 18 años
De aquella noche lo único que recuerdo es la pesadez de mis ojos, los incontables bostezos que se me escaparon y las ganas de taparme con la cobija más afelpada que hallase entre las pertenencias de Ango o Chuuya, de preferencia suya porque su detergente no me picaba tanto en la nariz.
Sentía como si hubiera llorado por días enteros, el cansancio de haberme quedado sin lágrimas y voz luego de aceptar la idea de que nadie acudiría a mi llamado. No había lagrimeado ni un poco, cabe aclarar, y sabía que un perro fiel siempre socorrería a su amo. Así que no sé qué me llevó a sentirme de esa manera.
A veces eran así. Los apagones, quiero decir. Parecía como si el alumbrado público se fundiera, de uno en uno o todos de un tirón, dejándome rodeado por la inmensa nada. Con una oscuridad abrasadora y devastadora por delante, con la creciente soledad respirándome en la nuca, o con el peso de volverse irrelevante bajo la costumbre constante.
Otras veces, en lugar de apagones eran todo lo contrario. Eran atracones de comida de alguien hambriento y con intenciones de tragarse al mundo entero para ahogar la maldición que lo carcome, vivir al límite con intenciones de ignorar sus problemas hasta olvidarse de ellos.
También existían ocasiones en las que no pasaba nada, en donde flotaba con tranquilidad sobre una falsa seguridad que me mentía diciendo que estaba en paz. No era hasta que una corriente submarina me jalase con ella y me llevara hasta sus secretos más ocultos, cuando recordaba que eran las peores. La mayoría de la gente ignora que las aguas quietas son las más profundas.
Y era agotador.
Agotador no poder olvidarme de eso, de estar a la defensiva en todo momento y que todo fuese equivalente a la mierda misma. ¿Cómo uno puede deshacerse de eso, al final de cuentas? ¿Qué hacer para borrar de la memoria que la vida era el propio camino hacia la fatalidad? ¿Cómo ignorar a la sociedad hostil que nos rodea, si formamos parte de ella?
Entonces, no.
Si bien no había llorado y no tenía intenciones de hacerlo, algo en mí esa vez me hacía sentir como si lo hubiera hecho. El adormecimiento de mi rostro y mis hombros caídos me transmitían algo que no comprendía qué era. ¿Añoranza, tal vez?
Tenía a Chuuya junto a mí, a los clásicos escasos centímetros que acostumbrábamos a mantener en cada desvelo en el cementerio. Volvieron a ser los mismos de antes unos meses después de la misión donde acabamos con García Márquez, el líder de la organización El Vuelo del Quetzal.
—Su propósito es proteger la esencia de la humanidad y asegurar la preservación de cultura, recuerdos y sentimientos —informé en la siguiente reunión, entregando la carpeta—. Buscan asegurar que la gente no pierda de vista sus raíces a través de métodos poco convencionales, como sacrificio de muertes por un bien mayor y control de emociones.
—A algunos parece no gustarles la idea de aceptar que la cultura, y con ella la humanidad, se transforma —el jefe estaba sentado del otro lado del escritorio—. Pecan de lo mismo que la gente que tanto daño les hizo a sus antepasados.
—El que no conoce su historia está condenado a repetirla —agregué y él sonrió con avidez.
Durante esa junta, mi compañero no habló, limitándose a quedarse a un paso detrás de mí. No tuve que señalarle nada para que él mismo uniera los puntos cuando notó la ausencia de Elise en el despacho: ella supo todo desde un inicio, con su inquietante y falsa inocencia.
Esperó lo que consideré necesario, y todo volvió a su flujo normal en el instante en que tomé el valor de acercarme de nuevo, con la esperanza de revivir el embriagante calor del que mi privé (me privaron) y que mitigaba cualquier dolor.
Por eso estábamos ahí, como solíamos hacerlo, a casi un año después y quizá un poco más callados que de costumbre por mi estado. Él reconocía mis silencios, así que estaba bien. Podía vivir con ello, incluso si no podía estarse quieto en algunas ocasiones.
Lo oí tamborilear el pasto y distinguí el sonido amortiguado por la tierra húmeda debajo de nosotros. Lo hacía para relajarme, para demostrarme que seguía ahí incluso si no nos tocábamos. No sabía que seguía el ritmo de mi corazón.
Los muertos debían estar dormidos esa noche, ya que nos permitieron disfrutar de eso. Del otro.
Entrelacé nuestros meñiques como respuesta. La sensación del cuero de sus guantes me pareció chistosa, como de costumbre, un curioso balance entre confort y necesito reírme de su mal gusto.
—¿Qué tanto estás viendo? —Pregunté.
Tenía la mirada fija en la oscuridad del cielo nocturno, así que pensaba que no noté las veces en que su mirada se desvió en algunas ocasiones hacia mí, ansiando el instante en que estuviera listo para romper el silencio. Sus ojos se habían oscurecido con los años, tornándose de un tono azul grisáceo que me recordaba a la cianita.
Él tardó en responder.
—Hace años —empezó al cabo de un momento—, cuando pensé que mi atracción por ti no era más que un interés juvenil, pensé en que la belleza nocturna te hace brillar. Solo que no te diré cómo la luna te sigue en cada paso que das, cómo tus ojos pueden lucir como estrellas fugaces a punto de extinguirse o cómo tu mera existencia es como presenciar el florecimiento de una flor de luna, porque me caes mal.
Tuve que enderezarme para verlo, entre enternecido y ofendido, con el indicio de una sonrisa confundida vislumbrándose en mi rostro. ¿Cómo podía hacer eso, decir odiarme luego de algo así? Casi podía imaginarlo disfrutando de esas contradicciones, tanto como lo hacía yo.
Ahí, en medio de la noche y sin hacer nada más que intercambiar miradas divertidas, entendí lo fácil que me fue comprender cuánto me gustaba. En medio del mundo destruido al que estuvimos condenados a vivir, él era honesto y fiel a sí mismo. Esa manera de ser salvaje y valiente, desde ataques verbales hasta físicos, selló mi corazón.
Estaba perdido en la oscuridad, pero sabía que él podía encontrarme en ella incluso con los ojos cerrados.
Su mano se estiró, rozó mi cabello despeinado por el viento y acarició mi mejilla. Cerré los ojos porque no quería nada más. Lo único que deseaba en esta vida era a él, tenerlo para mí. Y estaba ahí, sin oposición, ofreciendo lo mismo o incluso más para mí.
Pude tomarlo, hacerlo mío y cumplir mi mayor anhelo, aceptar esa pureza y olvidarme de la sensatez que tanto me ataba a la tierra. Pude haberla cambiado por él, por Chuuya, para que fuera mi nueva ancla y evitara que me hundiera en las profundidades de mi mente.
Estaba ahí, parpadeando con una lentitud tortuosa. Con esa gargantilla que le regalé hacía tiempo. Con la valentía que le faltaba a un cobarde como yo. Con sus incontables pecas que me tomé el atrevimiento de intentar contar varias veces. Con sus ojos centellantes, dándome la llave de su corazón. Con la respiración acelerada porque sabía lo que veía.
Sabía que lo veía a Él, al hombre feroz que tenía frente a mí.
Sin embargo, no lo hice. No lo tomé.
No porque no quisiera o pudiera, si no porque no habría sido justo. No podía hacerlo mi ancla, si yo no podía ofrecerle lo mismo. Mi cuerda estaba rota y se rompería en cualquier segundo, lo habría dejado a la deriva y yo me habría perdido al fondo del océano.
Y si amar era el sentimiento más humano que llegaría a sentir, no quería que se viera manchado como el resto de mí.
—¿Qué tanto estás viendo? —Repetí.
—A ti, Dazai —respondió, esta vez sin tardar—. Te veo a ti.
...
El éxito era subjetivo.
Ganar y perder eran conceptos complicados dentro de la Port Mafia, en especial si se tiene trato directo por Ōgai Mori. Su felicidad podía significar la desdicha de muchos, y su frustración el alivio de otros; de alegre y ruidoso, pasaba a serio y calculador. Y yo no podía juzgarlo cuando me describían con las mismas palabras.
Una tarde en la que terminamos temprano nuestra misión, decidimos quitarnos el pendiente de la junta del día siguiente y fuimos a la oficina del jefe para reportar la finalización del trabajo. Preferíamos estar lejos de él lo más pronto posible. De sus excentricidades, más bien.
La habitación estaba sumida en la penumbra, las ventanas daban hacia el atardecer frente al mar y la única luz era una lamparita opaca en el escritorio. Mori se reclinó en su silla, observándonos con atención, como si pensara en cuál sería su siguiente movimiento de ajedrez. Elise no estaba presente.
El silencio que nos rodeaba hacía predecible que vendría algo pesado, se sentía en el aire. Estaba seguro de ello, de cuánto me arrepentiría por haber vuelto por segunda vez en ese día a la oficina. La mirada examinante que nos dio no era de a gratis, tramaba algo.
Sus ojos se pasearon de mí a Chuuya, quien yacía parado, desconcertado, por la escena. Volvió a verme. Mi indiferencia tembló cuando lo oí soltar un bufido, divertido de pronto por algo que ninguno fue capaz de ver. Estaba aburrido y por fin encontró con qué entretenerse.
Entonces, habló:
—Hay algo en ti, Dazai —dijo. Yo tuve que haber hecho caso a mi instinto de tomar a mi compañero y marcharnos—, que no deja de molestarme. No sé con exactitud lo que es, aunque creo tener una idea. ¿Estás dispuesto a escucharla?
—Inclusive si no quiero...
Rio, interrumpiéndome.
Vi su gran frente, era más fácil que verlo a los ojos de verdad.
—Siempre vienen aquí tras una misión importante —habló apenas se recuperó, limpiando una falsa lágrima—. Veo a Chuuya-kun venir cansado, a veces aún después de dormir, ¡y a los demás ni se diga! ¿Y tú?
La mala espina se clavó en mí una y otra vez y se me revolvió el estómago. Un insulto por parte de mi cuerpo cabe mencionar, ya que ni siquiera comí esa tarde.
—¿Yo qué?
—Creo que no eres justo con los demás integrantes —continuó. A mí me importaba un bledo que creyera—. Ellos vienen aquí, a este espacio en el que se sienten seguros porque saben que no les pasará nada. Muestran su lado más vulnerable, sus dolores e inquietudes, ¿y tú?
—No creo que a nadie...
—A mí sí —interrumpió a Chuuya. Él calló, lo mejor que pudo hacer—. Tus vendas. Me pregunto por qué sigues cubriéndote así. Es una costumbre, ¿no? Una muy rara, si me dejas opinar. ¿Qué ocultas ahí que no hayamos visto ya? Nuestros hombres han vuelto heridos, magullados, ¿qué tan grave puede ser lo que escondes ahí debajo?
Me mantuve el silencio. Mi pecho retumbaba con el latido de mi corazón y una voz en mi cabeza me pidió a gritos que no cediera, que no era más que simple palabrería que no necesitaba ser escuchada. Mi paz empezaba a desmoronarse y mi inquietud se tuvo que ver reflejada porque sonrió de nueva cuenta, como si siguiera el hilo de mis pensamientos intentando calmarme.
Y lo cortó.
—¿Te crees superior, acaso? —Preguntó.
No.
Ni siquiera me sentía igual.
—Porque eso es lo que proyecta el Prodigio Demonio de la Port Mafia —odiaba cómo sonaba de él, cuando no era proveniente del sarcasmo de Chuuya—. Aun si eres el ejecutivo más joven que hemos tenido, debes mantener cierto perfil. Tu gente no confiará en ti. No debes dejar que el ego se te suba.
Me quedé quieto, mirando al frente o mirando a la nada. Todavía no sé qué hacía. Todo a mi alrededor parecía desdibujarse. Las paredes de la habitación se estrechaban, como si la realidad misma estuviera queriendo asfixiarme. Mi respiración se aceleró y, pese a que intenté controlarla, el aire parecía insuficiente. Mis pulmones pedían más de lo que era capaz de darles.
—Es injusto, ¿no crees? —Siguió.
—Dazai, no necesitas...
Ya no oía más que el pitido en mis oídos, el zumbido que me hizo sacudirme y querer arrancarme el cabello. Quería reírme, soltar la carcajada más sonora del mundo, a causa de los nervios y, al mismo tiempo, lo único que quería era centrarme en respirar.
Mis manos temblaron, y cuando intenté llevar una de ellas al pecho, me di cuenta de mi hiperventilación. Era ligera y filosa, diferente a la causada por el ejercicio, como cuchillas. El oxígeno no era más que un vacío, los restos de algo que apenas me mantenía despierto.
Me deshice de las vendas de mis brazos y mi cuello, en busca de paz y de alejarme de aquella presión. Había marcas de todo tipo, desde heridas por misiones hasta las de un hombre que había sobrevivido a más de una batalla interna.
—¿Son las únicas? —El jefe se oyó decepcionado—. Imaginé que habría más.
Sí, había más.
La camisa también me asfixiaba. Las cicatrices debajo de ella quemaban, ardían debajo del vendaje casero con el que me cubría todos los días. Eran profundas, no nada más físicas, sino también parte del testimonio de la tormenta que vivía dentro de mí.
No me la quité.
No pude, no con Mori viéndome con la atención con que lo hacía. No cuando ya había experimentado más que la simple mirada penetrante de otro hombre en el pasado y estaba en recuperación por ello.
No quería desnudarme. El jefe tenía razón.
No quería sentirme vulnerable.
Clavé los ojos al suelo con la esperanza de anclarme a algo en concreto, algo que no me remontara a esa habitación en específico. Mis dedos se crisparon y sentía la boca seca, con el ahogo intensificándose cada vez más.
Intenté hablar o emitir algún sonido, cualquier cosa que me hiciera aparentar no estar tan mal como de seguro me veía. Lo único que logré pronunciar fue un balbuceo entrecortado.
Fue ahí cuando me di cuenta de cómo no había diferencia entre eso y mis pensamientos, cómo tanto interna como externamente la luz podía apagarse o las aguas quietas me arrastrarían hasta el fondo de ellas.
Chuuya corrió a socorrerme en el instante en que mis piernas fallaron y estuve a punto de caer. Sudaba frío, y quise decirle que no quería su apestoso abrigo sobre mí cuando me cubrió con él; no obstante, habría sido mentira.
—Es suficiente —la vibración de su voz me hizo temblar. Llevó uno de mis brazos sobre sus hombros—. Ni él ni nosotros somos tu circo, Mori-san.
Me até a él.
A su aroma a cítricos, cuero suave y notas de vino tinto.
A esa expresión preocupada cuando salimos del edificio.
Al sonido de su llanto diciéndome que eso fue injusto.
A su voz aclarando que a nadie le importa si uso vendas.
Al susurro en el que prometía estar conmigo.
Y dejé que me tocara.
Que me abrazara en medio de su propia alteración, que hiciera reaccionar a mi cuerpo con su cálida sinceridad, que me compartiera de su aliento, que se llevara lejos esas ganas de arrancarme la piel y marcara nuevas líneas sobre las cicatrices cargadas de dolor. Que me hiciera recodar por qué sería a la única persona a la que le permitiría eso, por qué fue la única que se ganó ese derecho y por qué nadie más podría quitarle ese lugar.
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