Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 4: Sensatez y sentimientos

HUMANIDAD CORROMPIDA

CAPÍTULO 4: SENSATEZ Y SENTIMIENTOS

Chuuya Nakahara, 17 años

Pacheco pidió un carajillo con alcohol de café mexicano y se quedó ahí, sentado, calmado e interesado en nuestra conversación poco civilizada.

En su informe, especificaba que el efecto de su poder, Las Batallas en el Desierto, era desconocido, igual que la mayoría de su información. Eran una organización de la que se conocía poco y, si no fuera por la gente de confianza de nuestro jefe, no tendríamos ni lo más básico de su apariencia.

Dazai se inclinó sobre la barra para echarle un vistazo, indispuesto a hacer una escena rodeados de gente inocente. Su expresión se volvió seria, como de costumbre, y, si no hubiéramos estado en medio de una misión, me habría reído. Era como si barriera con la mirada al enemigo, como si lo juzgara hasta por respirar.

—Si quieres conocer el respeto actual a la cultura de un país, tienes que acercarte a los jóvenes —volvió a hablar el señor. Su carajillo tenía un lindo grano de café encima y olía rico—. Siempre lo he dicho. Son el reflejo de sus padres y abuelos, después de todo.

No tenía forma de saber que, en nuestro caso, no aplicaba. Si nos hubiera importado, nos habría parecido grosero e insensible. No lo hacía, por fortuna.

—En cualquier caso —prosiguió. Bebió un poco de su vaso y tarareó lo bueno que estaba—, no esperaba encontrarme a gente tan joven aquí. Es decir, no es un lugar al que suelan ser invitados... Sin ofender.

Ambos hicimos un gesto despreocupado, yo por lo tenso que era estar entre un desconocido y el Prodigio Demonio de la Port Mafia; él, porque en realidad no le importaba en absoluto su palabrería.

Su rostro inexpresivo rozaba en el desinterés y desdén, en lo grosero y dominante. En los hombres que reconocían sus pecados, era de temer. Se daban cuenta de cómo no podía interesarle menos sus arrepentimientos y ruegos por piedad, sus falsas promesas de cómo dejarían de interponerse o que pagarían sus deudas, porque él ya había decidido su final.

Y, punto y aparte, lo hacía ver atractivo. Un ángel de la muerte decidido con acabar el trabajo pendiente.

Pacheco no estaba al tanto. Su acento y nombre lo delataban como extranjero, uno inconsciente de lo que todo eso implicaba.

—Debe ser aburrido, ¿no? —Parecía ajeno a que ninguno le dirigió la palabra, o le dio igual—. Estar solos aquí, digo.

Sus irises rosados brillaron bajo la luz cuando se giró a verme. Llegué a contemplar reflejos lilas en ellos, un contraste femenino y romántico para el estilo formal con el que vestía y su cara larga. Era agradable a la vista para aparentar tener alrededor de la edad del jefe.

Cuando me notó tan atento en él, dibujó una sonrisa.

—Estamos acompañados por el otro —respondí, por fin. Nuestros dedos apenas se rozaban, extendidos sobre la barra—. Y si no hubiéramos querido venir, no estaríamos aquí. Así de simple.

—Son adolescentes —resaltó, como si no supiéramos—. Deberían estar en fiestas, bares con gente de su edad, haciendo tarea o en alguna cita. Este lugar es tan aburrido que hasta yo mismo me plantearía irme.

¿Qué era en realidad ser un adolescente?

Fiestas. Bares. Tarea. Citas.

En contra de mi voluntad, me pregunté con irritación si eso era lo que representaba la juventud hoy en día para los adultos: inmadurez, insensatez e irresponsabilidad. Cada que veían a un chico salirse de la etiqueta de lo típico, saltaban para defender lo indefendible, la posición en la que uno mismo se metió por decisión propia, como si fuéramos idiotas. Ser joven no te quitaba la capacidad de elección, de hacerte cargo de tus errores.

Era eso o querían proteger la pureza del alma de uno para evitar que fuera corrompida, como lo fue la suya en su momento. O quizá no eran más que mis propios pensamientos intentando justificar cómo la vida me había llevado hasta donde estaba.

Dazai.

Una voz en mi cabeza susurró su nombre y aparté la pierna de mala gana en el instante en que Pacheco dio inocentes palmaditas en una de ellas, como si escuchara y comprendiera lo que un simple comentario acongojó mi pobre quietud.

—No finjan ser demasiado maduros para su edad y disfruten mientras puedan —agregó con tono fastidioso, como si quiera dárselas de moralistas en la vida de alguien que ni siquiera conocía—. Disfruten del ruido y buena música.

Las personas con moralidad tan volátil, tan hipócrita y contradictoria, me ponía los vellos de punta.

—Si tan aburrido está, debería irse —tomó la palabra Dazai. No alcancé a distinguir su descontento por notarme incómodo—. Tenemos libre albedrio, al final de cuentas. No está encadenado para quedarse en esta fiesta tan aburrida, como dice usted.

Cuando me giré hacia su dirección, tenía la vista fija en el barista y en cómo iba de un lugar a otro, atendiendo al resto de clientela. Había perdido el interés de ver al enemigo a la cara, con una cómoda posición en la que apoyaba su mentón en una mano.

Más que parecerme grosero, me resultó sospechoso. No podía ser tan presumido, como para únicamente centrarse en la búsqueda del líder del Vuelo del Quetzal y aparentar estar tan agotado.

—¡Ojalá! —El señor entornó los ojos y estiró las piernas, demasiado alto para caber bien y estar tan cómodo como yo—. Mi acompañante está terminando unos pendientes. Lo estoy esperando para tomar nuestro barco. Iremos a Tailandia, nuestra familia nos espera.

Su acompañante. El líder del movimiento.

Gabriel García Márquez.

—Desearía estar tan bien acompañado como ustedes —su comentario me hizo volver a fijarme en él, esta vez con una ceja alzada—. Si tuviera a un sujeto con el que pudiera bromear sobre orinarlo como cita, esto sería más divertido.

Cita.

La misma voz de antes susurró.

Sabía que aquello estaba muy lejos de ser eso, una "cita".

Que Dazai bromeara con respecto a que era una salida importante en mi departamento, y el que me tomara de la mano durante ese largo rato, no eran más que tonterías suyas. Chistes tontos a los que podía soportar porque mi corazón gozaba de buena salud y no sufriría ningún ataque de la emoción.

Y, no obstante, un sonrojo se apoderó de mis mejillas en el instante en que mi cuerpo pareció imitar de forma inconsciente la posición de mi compañero.

—¿Cita? —Repetí y bufé—. Creo que te estás haciendo ideas equivocadas. Este desparpajo de vendas no es nada más que mi acompañante. Nos invitaron juntos, vinimos juntos. No es tan complicado.

Pacheco echó una rápida ojeada al chico junto a mí. Podía escucharlo juguetear con los post-it que me tendió antes, dibujando y desdibujando líneas a su gusto. Lo sabía porque hacía ruido hasta para respirar, era cuestión de identificar simples detalles.

—Los vi agarrándose de la mano antes —agregó.

—Es como un niño. Es despistado y se pierde —mentí con facilidad.

—Así que es eso —asentí y volvió a tararear, ahora divertido—. Quizá tengas razón. Salir con alguien que tiene prioridades diferentes a las tuyas es un martirio.

—¡Ni que lo digas! —Continué. Mi segunda copa de vino estaba casi vacía—. No sabes la cantidad de tiempo que paso a su lado al día. Andar con él implicaría hacerlo aún más. Sería una tortura. Me volvería loco.

Rio, cantarín.

—¿Estás seguro de eso?

Sí.

Loco.

La voz sabía que tuve razón. Sabía que Dazai no necesita de una fuerza sobrehumana o intentar hacer lo imposible para volverme loco.

No necesitaba hablar para que entendiera cuánto odiaba volver a casa, lo dejaría quedarse en la mía cuanto deseara. No necesitaba intentar robarme una sonrisa, se la daría gratis y sin esfuerzo en medio de nuestros desvelos. No necesitaba buscarme entre la multitud, yo siempre estaría a su lado. No necesitaba de algo para yo tener presente su aroma incluso durante su ausencia, la reconocería hasta en medio de mis memorias.

No necesitaba de nada, no cuando ya lo prefería sobre cualquier otra cosa.

Y temía volverme loco, perderme en él y hundirme en la oscuridad de sus ojos.

Hundirme y hundirlo.

Perderme y perderlo.

Osamu Dazai pecaba de ser voluble, inestable.

Podía carcajear hasta quedarse sin aire, o hablarme acerca de la muerte y la desesperanza. Ser un libro abierto en medio de una idea tonta, o ser el diario escondido y cerrado con recelo de una colegiala. O sonreírme y brillar más que el mismo sol, u oscurecer todo con el manto de su mirada vacía.

Y podía decir amarme a los minutos de conocerme, así como llamarme su perro. Disfrutar de mis promesas en las que digo no abandonarlo, y hacerme temer que él podría hacerlo algún día.

Porque siempre fui consciente de eso, que nunca dijo algo al respecto.

Nunca habló sobre cómo era un buen dueño. De cómo él jamás abandonaría al pobre perro que recogió de la calle y le dio un lugar al cual pertenecer.

Tal vez por eso nunca tuvo un perro de verdad y se conformó conmigo.

Tortura.

Pero él estaba ahí, y al Chuuya Nakahara de diecisiete años le pareció fácil confiar. Se le hizo que la tortura de amarlo sonaba bien, que podía con lo bueno y lo malo porque de eso se trataba la vida.

La vida a su lado, con todo y sin nada, se oía bien.

¿Estás seguro de eso?

Perdido en la mirada de aquel hombre, un dolor surcó mi corazón.

Un dolor bueno.

Era humano.

Era real, y era mío.

Fue en ese instante, en ese proceso de aceptación (porque era míomíomío), una cuarta voz se hizo presente e irrumpió la calma.

—¡Aquí estás!

Un hombre de tez morena, cejas pobladas y barba sujetó por los hombros a Pacheco, soltando una sonora carcajada. Tenía una cicatriz en la mejilla y el traje desalineado, con la camisa abierta hasta la mitad del pecho. El pequeño emblema de la familia García colgaba de una cadena por su cuello.

—Te llevo buscando media hora —la voz de García Márquez era rasposa, clásica de un hombre mayor—. El gerente quiere hablar contigo acerca de las remodelaciones que le recomendaste. Nos iremos después de eso, lo juro.

—Pudiste enviarme un mensaje, Gabo —Pacheco se despidió (de mí) con una sonrisa—. ¿Dónde está?

—¡Lo hice! —Reprochó él e intercambió una mirada con nosotros—. Ven, sígueme...

Dio un leve asentimiento como despedida, e ignoré el segundo extra del vistazo que le dirigió a Dazai.

—¿Y si dejamos que se vayan a Tailandia y ya? —Masculló mi compañero, terminándose su segundo vaso.

Pude haberme reído.

Pude haberle dado la razón.

Pudimos habernos ido y dejado la misión.

Y, sin embargo, aproveché cuando de un saltito se apartó de mi lado, tomándolo del hombro para detenerlo.

Fue su turno de alzar la ceja, confundido por mi repentino toque.

—¿Qué?

Titubeé, viéndolo a los ojos.

Debía decirlo.

Debía decirlo porque ese dolor era míomíomío.

Y podría ser suyosuyosuyo si lo compartía.

Y podría ser nuestro, por fin.

—Me gustas.

Su expresión permaneció como antes, desinteresada y los párpados caídos, como si le diera flojera y sueño estar ahí. Como si le hubiera dado flojera y sueño escuchar mi confesión que, por muy corta y sin tanta charlatanería que fuera, era sincera.

Él lo sabía. Sabía que no jugaría con algo así. Que me daría asco fingir sentimientos que en realidad no tengo porque odio la falsedad y la superficialidad.

Di un suave apretón a su hombro, antes de soltarlo.

Tortura.

Si bien la voz se oía más lejos, la sentí más directa y a la defensiva.

No entendí.

¿Ya no sentía nada por mí? ¿Me tardé mucho tiempo en traer a la luz ese tema? ¿No era el momento adecuado para confesarme porque estábamos en medio de una misión? ¿No lo dije tan fuerte o convincente? ¿Nada más lo pensé? ¿Estaba procesando la información y se atacaría en risas?

Voluble.

Dazai me veía igual que a sus rehenes antes de dispararles luego de serle útiles.

El corazón me tembló y la sangre se me heló cuando habló.

—Qué irónico —fue lo único que dijo al respecto y tamborileó la barra—. Espérame aquí. Vuelvo pronto.

Y se fue.

No hallé el coraje suficiente para preguntarle a qué se refería con eso, a dónde quería llegar con semejante rechazo tan patético y carente de tacto. Me parecía imposible que fuera tan poco considerado, a diferencia mía en su debido momento, si lo que quería era tiempo para procesarlo.

Me quedé ahí, sentado como perro tras recibir una orden, por no saber a dónde más ir. El banquillo ahora me parecía demasiado pequeño y no dejaba de mover las piernas, intentando procesar lo que recién acababa de pasar.

¿Acaso usé mal las palabras? ¿Esperaba fuegos artificiales y silbatos, flores o chocolates? Porque no podía reprocharme en la cara que fui seco cuando él se me confesó estando ebrio, durante una noche en el cementerio.

Aunque, si lo pensaba mejor, tal vez tampoco hubo tanta diferencia a como lo hice yo.

Ahora había música de fondo y vestíamos elegantes, no olíamos a alcohol barato y nos habíamos tomado de la mano por primera vez. A mi parecer, no me contradecía. El detalle era que seguíamos en una misión, y seguir y finalizarla no era muy diferente.

Me declaré justo después de que José Emilio se fuera, luego de ese silencio que pudo haberse malinterpretado porque, claro, Dazai no podía leerme la mente por mucho que supusiera cosas.

A lo mejor la cagué un poco.

Tuve que haberme guardado mis sentimientos al menos unas horas más. No me costaba nada procesarlos y esperarme a la mañana siguiente, cuando todo eso terminara y él llegara a mi departamento para irnos juntos a la organización. Le hubiera dado su almuerzo con una notita que dijera lo que sentía, haberlo soltado a lo largo del camino con la naturalidad que nos caracterizaba o habérselo susurrado en medio de nuestro desvelo, con la luna y las estrellas de testigos.

El hubiera no existe, por infortunio, y no tenía la habilidad de regresar en el tiempo para impedirme tomar esa decisión tan apresurada.

Estampé la frente contra la mesa y solté un gruñido por el dolor.

Dazai tenía razón cuando decía que él era la sensatez y yo los sentimientos.

Que así funcionábamos y que nada ni nadie lo cambiaría.

Entonces, ¿por qué?

Si funcionábamos bien juntos, ¿por qué hizo eso? ¿Era una venganza por hacerle pasar vergüenza aquella noche? ¿Lo dijo sin malas intenciones y lo que quería decir era que lo dejáramos para otro momento? ¿O era cierto que ya no sentía nada por mí, que las últimas bromas y acercamientos fueron malentendidos?

¿No creía que me pudiera gustar alguien? ¿Que no soy lo suficiente humano para sentir algo tan mundano, como lo era el amor? ¿O era él quien no se sentía humano? ¿Se creía una bestia que no merecía ser amada?

Palidecí.

Las ansias me revolvieron el estómago y me dieron ganas de vomitar por semejante idea. Lo único que pedía era que se tomara en serio mis sentimientos, no le pedía que me bajara la luna o me pidiera ser su novio. ¿Era mucho que pedir?

Entre más lo pensaba, me dolía más la cabeza y no podía permitirlo. Estaba en medio de un trabajo, debíamos conseguir información del Vuelo del Quetzal o deshacernos de ellos, lo que fuera primero.

Ah, sí.

Estaba en medio de una misión y estaba esperando a que mi compañero volviera de quién sabe dónde. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? Había tardado mucho, si es que fue al baño.

Repasé el encuentro con Pacheco, en falta de un plan e ignorando la desesperación que ese detalle me hizo sentir al recordarlo. Las estrategias de Mori eran una mierda.

Entonces, eso hice. Recapitulé el encuentro con el sublíder de la organización enemiga. Desde su llegada silenciosa a un lado mío, hasta su retirada cuando García se acercó a informarle de la situación.

No hizo nada sospechoso. Su plática fue la más simplona que había tenido con un adulto, ignorando cómo me iluminó para que por fin entendiera cómo me sentía.

Ni siquiera conocíamos su poder ¡y lo único que hizo ese tonto pez muerto fue quedarse callado y no dirigirle la mirada! Excepto cuando notó mi descontento con las palmaditas que me dio.

Fue ahí que algo me hizo clic.

Las habilidades más comunes tendían a tener influencia a través de los sentidos. Obviando que ambos olimos y oímos lo mismo, yo lo vi a la cara, hablé con él y hasta fui tocado. Aun así, me sentía normal. No hubo ningún cambio en mí, así como tampoco en él.

Me quedé pensando en ello, en lo curioso que resultaba ese hecho y cómo era imposible que fuese una simple coincidencia, hasta que sentí cómo alguien tocó mi cabeza. Fue un toquecito leve.

Alcé la mirada.

El barista estaba de pie frente a mí.

—Disculpe, a su compañero se le olvidó esto —me tendió los post-it y la pluma con amabilidad—. Le pido que tenga cuidado. No nos hacemos cargo de cosas perdidas.

Pedí disculpas, avergonzado por el descuido.

Las hojitas tenían dibujos tontos en ellas. Podía sentir el relieve de sus trazos, consecuencia de qué tanto apretaba la pluma a la hora de apoyarla en el papel.

Fue hasta la cuarta hoja que hallé lo que me hizo saltar de mi asiento.

Habitación 109. No tardes.

No necesité más que leer sus jeroglíficos para maldecirlo a él y a toda su descendencia por actuar sin decirme qué carajo haríamos. ¡Pudo haberme dibujado su estúpido plan, en vez de hacer figuras deformes!

El Señor sabía cuánto odiaba a ese hombre.

—¿Desde cuándo se fue? —Le pregunté al barista, quien me vio sorprendido junto a otros invitados.

—Más de cuarenta...

No dejé que terminara y salí corriendo.

Para aquel entonces, si bien la torre en donde se encontraba el hotel, Yokohama Kitanaka, no era tan alta como lo es en la actualidad, sí contaba con una cantidad de pisos considerable.

Tenía el corazón en un puño, entre molesto y preocupado, y el estúpido corsé no me dejaba respirar con normalidad. Para cuando llegué al elevador, quería arrancármelo y dárselo a cualquier huésped para no volver a verlo nunca más.

Presioné el número de piso y esperé.

Me asomé por las transparencias del cubículo para confirmar la cantidad de gente, el riesgo que había si se desataba algo grande, mientras intentaba contactarme por teléfono con Dazai.

Casi cien invitados. Sin contar los huéspedes, trabajadores y músicos.

Y ahí, en medio de la muchedumbre y con una sonrisa relajada, se encontraba José Emilio Pacheco junto a la salida, viéndome fijo.

Tortura.

La voz repitió.

La culpa.

La verdadera tortura.

La verdadera tortura es la culpa.

La llamada me llevó al buzón de voz.

Tardé en darme cuenta, a diferencia de Dazai. Las Batallas en el Desierto era la habilidad de canalizar las luchas emocionales de cada persona a través del contacto visual con el portador. Eran el paso de la niñez a la adultez, lo que la madurez implicaba en cada uno a la hora de tomar decisiones y hacerse cargo de las responsabilidades que conllevaban éstas.

El elevador indicó la llegada a mi destino. Corrí por el pasillo, tardando poco en encontrar la habitación señalada. Oí voces a la par que me acercaba a ella.

—Hay cierta belleza en el caos que casi nadie entiende —era García Márquez—. Tu capacidad de ver los hilos que atan a la gente no es tan diferente a lo que hacemos en El Vuelo del Quetzal. La correcta comprensión de los sentimientos permite llegar a la sensatez.

—¿Comprensión o limitación? —Dijo la voz que conocía a la perfección.

—Eres alguien muy interesante —rio. El sonido me dio asco—. ¿Llegar hasta estos extremos para conseguir información de nuestra organización? Es el sacrificio de la minoría por una mayoría. Por un sueño.

Con un simple toque mío, la puerta de la habitación se agrietó y derribó con un fuerte estruendo. El polvo de los escombros flotó en el aire y me picó en la garganta.

García Márquez se giró hacia mí, con una calma que me molestó aún más. Estaba de pie en el centro de la salita, apacible y como si hubiera estado esperando mi irrupción. Enfrente de él, al borde de una cama desordenada, yacía sentado Dazai, con las piernas cruzadas, sin su saco verde y la camisa sobrepuesta.

Su expresión no vaciló cuando sus ojos se encontraron con los míos.

Esa típica mirada oscura y vacía, reflejo de lo incapaz que era de olvidarse de las tormentas que azotaban su templo, ahora tenía algo más. Un brillo profundo, un pesar diferente.

—¿No conoces de modales? —García sacudió los restos que llegaron a su camisa. Él lucía aún más desarreglado que la primera vez—. Y yo que recorrí mi boleto de barco para poder quedarme un poco y hablar como caballeros...

No creí que hubiesen hablado de verdad.

Y dolía, quemaba y raspaba como la bilis queriendo escaparse.

Los oídos me zumbaban del coraje, la impotencia. Podría haberme desmayado ahí, dejarme consumir y fingir demencia cuando despertara en un lugar a salvo.

La verdadera tortura es la culpa.

¿Era eso a lo que se refería Pacheco? ¿Sabía que pasaría algo así y decidió, nada más, que sucediera, sin interponerse para proteger a la preciada juventud de la que tanto habló?

El que Dazai creciera en un mundo corrompido, no significaba que podían usarlo de esa manera. Mucho menos con tanta normalidad, con tanta naturalidad, como si ese fuera el orden correcto de las cosas.

—¿Caballeros? —Repetí. Tragué saliva y me ardió la garganta—. Llámalo como quieras, esta conversación termina aquí.

Porque yo tenía el corazón roto, pero él debía estar peor.

Estaba peor, ahí sentado, y aun así esperaba que yo hiciera algo.

Me confió el acto final, como siempre, porque sabía que yo correría a socorrerlo incluso si esa vez llegué tarde. Porque era un perro guardián, al parecer.

Mi poder invocó a la gravedad. La salita tembló, el suelo crujió y la lámpara de araña sobre nosotros se desplomó con en estrépito. Los encargados de las habitaciones tardarían en llegar, todavía ocupados en la fiesta.

García dio un salto ágil hacia atrás, levantando un brazo como quien intenta calmar una tormenta. Sonrió con despreocupación, luciendo más joven de lo que era.

—Tan apasionado —halagó la serpiente que se movía entre los escombros.

Sentí algo extraño, un cosquilleo en mi pecho, un calor que no era mío. Él hizo un gentil ademán con la mano y unas orquídeas comenzaron a materializarse a su alrededor. A pesar de que la lluvia de pétalos que caía parecía inofensiva, un toque primaveral para el frío nocturno, de inmediato noté un leve efecto. Una oleada de emociones se desató dentro de mí, como si algo nuevo intentara echar raíz en lo más profundo de mi ser.

—No te molestes en luchar contra esto, Chuuya —García hablaba con una certeza escalofriante—. El odio puede convertirse en devoción, y el amor, en lealtad. Yo solo ajusto los hilos para que todo sea más fácil. Para amar, para odiar, con todo el corazón.

El Amor en los Tiempos de Cólera.

Deduje que su poder permitía manipular los lazos emocionales de las personas, intensificando los sentimientos que mueven al mundo: el odio y el amor, la obsesión por el poder y el deseo.

Dazai debía saberlo ya, pues no se inmutó. Una parte de mí me dijo que estaba bien, que esta vez no le reprocharía si me usa de entretenimiento. Era lo mínimo que podía ofrecerle.

—¿Crees que puedes jugar conmigo? —gruñí. Las palabras no sonaron tan firmes como quise.

—Es inútil, Chuuya —su voz era un eco lejano. Se oía confundido—. La intensidad siempre provocará descontrol y yo soy el titiritero que tira de ti, de sus lazos.

Una fuerza grande y pesada jalaba de mí, buscaba dividirme en dos. Algo en el poder debía estar mal, al menos en mí, porque no me hacía sentido. Hablaba de un sentimiento y del otro, no de cómo los dos podían funcionar juntos. Porque se podía odiar y amar al mismo tiempo.

Lo vivía todos los días con él, con Dazai Osamu.

Decía odiar sus patéticos chistes, su mal gusto en la ropa y su forma en la que invadía mi espacio personal; su manera irritante de expresarse, su irrespeto hacia la muerte o cómo se guardaba sus miedos para sí mismo.

Y, pese a ello, esa noche descubrí que también lo amaba.

Que amaba lo cotidiano en nosotros: sus visitas mañaneras, las veces en las que comíamos juntos en el cementerio y su compañía silenciosa en mis desvelos; los roces accidentales de nuestras manos, los mensajes entrelíneas que nadie más comprendía y las veces en que estábamos cara a cara y no veía nada más que a él.

No supe cuáles eran sus intenciones teniéndome bajo su poder; no obstante, hayan sido las que hayan sido, no llegaron demasiado lejos luego de reconocer en mí el perfecto desequilibrio que explicaba la relación de nuestro temido dúo.

Algo cambió en el aire y la fuerza. Los lazos se tambalearon, como una cuerda tensa hasta el límite y se rompieron. García frunció el ceño. Las flores que flotaban a nuestro alrededor se marchitaron de repente, cayendo al suelo como cenizas.

Ya habíamos enfrentado a cientos de hombres que se presentaban con el ego distorsionado, con la idea de poder hacerle frente al preciado Doble Negro de la Port Mafia y ganarnos.

—No puedes intensificar algo que ya está al límite —levanté mi mano otra vez, y esta vez la gravedad me obedeció con toda su fuerza. El suelo bajo García Márquez se hundió, enviándolo contra la pared con un estruendo.

Dazai aplaudió con una sonrisa burlona desde su posición y abrochó su camisa.

—¡Bravo, Chuuya! Siempre tan dramático, como el teatro —me halagó.

—¡Cierra la boca!

...

El Prodigio Demonio fue quien acabó con Gabriel García Márquez con un disparo certero, y así fue cómo terminamos juntos otra madrugada más en nuestro lugar especial.

Dazai se mantuvo alejado unos centímetros más de lo usual y me había prestado su saco para cubrirme del frío. Lo usé más por él que por mí, para que no se sintiera asfixiado como yo mismo me sentía por el simple recuerdo.

—Debiste decirme —hablé, por fin—. Esperarme. Lo que sea.

—No tienes que pretender que te importo —susurró. Tenía los ojos fijos en la luna llena—. Lo único que querías es ser esa persona.

Aunque debí enojarme, ofenderme por cómo pensaba de mí, no hallé las fuerzas, no en medio de la tristeza que me invadió oírlo. Hubiera unido los pedazos de mi corazón roto para que el suyo estuviera completo, para protegerlo del mundo oscuro y corrompido que lo capturó.

—No te necesitas acostar con nadie para comprobar nada —respondí en el mismo tono—. Si de algo puedes estar seguro, es que no miento. No con esto. No contigo.

Alguien lloró de impotencia esa noche.

Ese alguien fui yo. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro