Capítulo 2: Cuando Dazai lo supo
HUMANIDAD CORROMPIDA
CAPÍTULO 2: CUANDO DAZAI LO SUPO
Osamu Dazai, 16 años
Antes de que el cementerio cerca del puerto se volviera un lugar al cual asistir cuando echo de menos a aquél que ya no está, se convirtió en lo más cercano a "nuestro lugar". No recuerdo el instante exacto en el que sucedió, aunque tampoco es como si tuviera muchas memorias de aquellos años, no cuando la mayoría de las veces funcionaba en automático.
Quizá él estaba almorzando en alguna de las bancas, agotado de los entrenamientos con su mentora, y lo hallé sumido en un silencio que me provocó ganas de hacer y deshacer todo a mi paso. O tal vez me encontró leyendo y quiso acercarse a romper mi paz interior, diciéndome que soy un holgazán.
Haya sido como haya sido, empezamos a ir ahí cada que finalizábamos una misión a altas horas de la madrugada y no teníamos ánimos de llegar a su hogar. Se echaba sobre el césped, arrojando por ahí su apestoso sombrero para que no estorbara, y cerraba los ojos con la esperanza de no oírme hablar (o de hacerlo, dependiendo de su humor). La mayoría de las veces lograba leerlo, descifrando cuándo callar y cuándo hablar.
Nunca aprendí a leer el pensamiento, no es una habilidad con la cual fui dotado; sin embargo, algo en medio de todo el desorden de nuestras vidas me permitió comprenderlo. Todavía no sé si es porque me vi reflejado en su persona, en sus pesares, o no fueron más que los restos de empatía que me quedaban.
En medio de una noche, no dijo nada o dijo todo. Su cabello estaba enmarañado y con restos de ramitas, luego de usar Corrupción, y tenía la mirada fija en el cielo. Y si bien no había muchas estrellas, sus ojos brillaban bajo la poca luz.
No abrió la boca para nada, pero yo sabía qué era lo que acongojaba su frágil interior. Era cuando rememoraba el día en que salió la verdad detrás de su origen, cuando yo estaba seguro de que no podía detestar tanto a algo creado por el hombre. Detalles borrosos, perdidos entre lo que en realidad sucedió y lo que no. Cosas que nunca sabrá.
Tardó varios minutos, antes de girarse a verme. La yerba jugaba sobre sus mejillas, y a mí me picaba en la palma de mis manos. No sé si eso fue lo que me llevó a sonreír, o el darme cuenta de cómo debía verlo para abajo por encontrarme sentado.
Él no dijo ni una palabra, y sonrió también.
Estabaagotado. Lo noté por sus ojos y la forma lenta en que parpadeaba. Pensé en lo cansado que acababa cada que exigía tanto a su cuerpo, y en cómo yo podría repetir en mi cabeza sus mismas escenas una y otra vez y jamás querría dejar de hacerlo.
Y entonces lo supe.
No necesitaba decir nada porque era consciente de cómo yo lo comprendería. De cómo entendería que le parecían crueles los giros de la vida, de cómo todavía no logra descifrar si conocernos fue un error o un acierto, de cómo podíamos pasar de odiarnos a esos minutos de mágico silencio o a carcajadas que hacían volar todo a nuestro alrededor; de cómo estaba encantado de hallar a alguien que no lo obligara a hablar, de cómo detestaba ser un libro abierto para mí y cómo yo era todo lo contrario para él. De cómo yo veía algo que él no, y cómo él veía algo que yo no.
Lo supe, o fui yo quien proyectó mis palabras en él.
Era suficiente para comprender que estaba perdido, incluso mucho antes de lo que imaginé. Y no quería ser hallado, no estando a la deriva del mar azul de sus ojos dispuesto a devorarme.
El día en que confirmé mis sentimientos es algo que me persigue aún hoy en día hasta en mis sueños, incluso si no tengo presente muchos eventos que se dieron en mi época con la mafia.
Fue durante una tarde poco después de su cumpleaños, mientras lo buscaba para comer. Lo encontré hablando con otro de los jóvenes de la organización, haciendo nada sorprendente. Estaba recargado en una de las paredes, riéndose de alguna anécdota estúpida en la que nunca profundicé.
La Port Mafia era conocida por acoger gente de todas las edades, con la condición de ser de ayuda; no obstante, no era común toparnos con adolescentes de nuestra edad con tanta facilidad. No compartíamos los mismos cargos, así que no todos gozábamos con los mismos privilegios (si se les puede llamar así).
De cualquier forma, ahí estaba aquel chico, con la fortuna de haberse hallado a uno de los favoritos del jefe dispuesto a escuchar su tonta historia. Y algo en mi apacible ser se removió, inquieto y molesto, al descubrir que mi perro meneaba la cola y alzaba las orejas para escuchar a alguien más.
Era como revivir la escena de Yuan en el arcade donde Chuuya demostró que se quedaría con nosotros hasta concluir la misión para la que lo reclutó Mori, con la diferencia de ahora no ver a una molesta muchacha parlanchina de cabello rosa colgada de su brazo.
Algunos describirían el malestar que sentí en la boca de mi estómago como gastritis, o como retortijones. Era un cosquilleo ardiente y frustrado por la repentina vista que tenía enfrente, un recordatorio que llegó como un balde de agua helada sobre cómo el mundo del enano no era solo yo.
Y estaba bien, por supuesto que estaba bien.
Porque yo no soportaría tenerlo todo el día pegado a mí. Porque yo tenía a dos amigos a los que les sangrarían los oídos si me oían quejarme de él en todas nuestras reuniones. Porque debía haber un inicio y un fin, una diferenciación de cuándo surgía uno y cuándo el otro. Porque debíamos funcionar bien separados, como lo hacíamos juntos.
No éramos un alma dividida en dos, después de todo.
—Chuuya se pasea delante de mí otro día más. Es muy molesto, ojalá desapareciera de mi vista —me acordé del atardecer en el que leí para Oda y Ango uno de mis escritos—. Pero, obviamente, no quiero que deje de mirarme.
Fingí sentirme ofendido cuando hasta Ango estalló en risas.
—¡Es detestable! ¿Por qué se burlan?
Estábamos rodeados por una pila gigante de libros que contenían registrados los descensos de todos los integrantes de la organización, junto a una detallada descripción de lo que fue en vida el fallecido.
—Dudo mucho que el odio se refleje escribiéndole veintiséis libros.
—Veintisiete —corregí a Oda.
Él volvió a carcajear, asegurándose de plasmar ese sonido ronco y entrecortado en el fondo de mi corazón para que jamás olvidara lo que en realidad era importante. Esos instantes felices a su lado.
¿Y qué se suponía que debía de hacer con esa información, con las suposiciones de mis sentimientos por el hombre más insoportable que hubiera conocido y con mi repentina revelación?
No. Era más que una simple revelación.
Era una epifanía.
Ese acontecimiento no podía describirse con una palabra tan mundana como "revelación". No cuando, por primera vez tras tanto, algo me hizo sentir como si me estuviera incinerando en las llamas de la perdición. Un fuego podría consumirme en las profundidades de un viejo bosque y no se asemejaría al azote de realidad que golpeó mi interior esa vez, a la quemadura de tener el orgullo pisoteado y aceptar que sentía algo por Él.
Cayó en cuenta de mi presencia pocos segundos después de haberse despedido, todavía en media recuperación por su ataque de risa. Las olas de su mirada se encargaron de arrasar con el fuego y el ardor.
Hubiera vomitado, si pudiera haber comido.
Ah, sí.
Lo estaba buscando porque él tenía mi comida.
—Creí que estabas cargando la calabaza completa para hacer mi crema, y que por eso tardabas tanto —fue lo primero que dije. Entornó los ojos, caminando hacia mí—. ¡Deberías ser más considerado conmigo! Ves que me estoy muriendo de hambre por no comer más que cremas y sopas durante los primeros días luego de una cita con el dentista, ¡y te tardas taaanto! ¿A quién le estabas meneando la cola, Chuuya?
Su cara se tensó apenas canturreé su nombre. Ya habíamos discutido sobre cómo yo me tomaba tantas libertades y no lo respetaba, al menos a su parecer. Quejas sin sentido, para el mío.
Sujetó el cuello de mi camisa, jalándome para estar a su altura en el proceso. Tenía los recipientes de nuestra comida en su otra mano, en una bolsita rosada que Kōyo tuvo que haberle prestado.
—¿A quién le dices que está meneando la cola, desparpajo de vendas?
No estaba molesto, a pesar de su tono gruñón. No de verdad.
Sonreí e incliné más mi rostro, al grado de apreciar de cerca su entrecejo fruncido y el rechinar de sus dientes. Y descubrí que a lo mejor sí me gustaba mucho. Me gustaba verme reflejado en sus ojos, sentirme el centro de su universo y el causante de cada una de sus emociones.
—¿Acaso hay alguien más? —Susurré.
Lo siguiente que supe fue el coscorrón que recibí en la cabeza.
—Tú fuiste quien no respondió el mensaje que te envié —reprochó. Habíamos vuelto a una distancia considerable y caminaba a mi lado, o a un par de pasos enfrente más bien.
Siguió parloteando sobre cuántos mensajes envió y cuántas veces me llamó, sin acordarse de cómo le avisé durante la mañana que perdí mi celular y no lo hallaba por ningún lado. Debía estar en mi habitación, el problema era que no me gustaba pasar mucho tiempo ahí. Era asfixiante.
Iba pensando en el hambre que había ignorado los últimos minutos, hasta que noté algo nuevo en él. Entre sus quejas y palabrerías, ademanes dramáticos y groserías, su abrigo mostró una parte de su cuello. Ahí, junto a sus incontables pecas, colgaba un listón negro que reconocí a los segundos de reparar en ella.
Traía la gargantilla que Ango me ayudó a escogerle como regalo.
—¡Pensé que no la usarías! —Exclamé.
Creí que la dejaría tirada cerca del bote de basura, a donde aventó el obsequio al leer mi dedicatoria. "Para mi perro", decía.
—Sentí pena por tu amigo, al enterarme de cómo lo arrastraste para comprarla —se limitó a decir, comprendiendo con facilidad a lo que me refería—. Y combina con mi ropa.
Claro que lo hacía. Era consciente de eso cuando me decidí por ella entre las diferentes opciones que Ango me mostró en la tercera tienda que visitamos. Era mi primera vez regalando algo (idea de Oda), no quería que fuese algo inútil que se quedara arrumbado en el fondo de su clóset.
Y no iba a perder la posibilidad de hacer un chiste infantil sobre cómo debía marcar mi territorio en lo que era mío. Porque él se volvió parte de mí en el segundo en que perdió la apuesta que hicimos al conocernos.
Me adelanté unos pasos y caminé de espaldas para tenerlo de frente, conociendo el camino al panteón al derecho y al revés, y queriendo apreciarlo mejor. Su rostro estaba más relajado y una expresión divertida se vislumbraba en la comisura de sus labios.
Claro, una cosa eran mis intenciones y bromas, y otra muy diferente ver que era tan tonto como para usarla. Y uso la palabra "tonto" porque prefiero seguir riéndome de él, antes que de mí mismo y del calor que de nueva cuenta me invadió, más controlado y ocultable esa vez.
—¿Qué? —Buscó indagar a los segundos, alzando una ceja.
—Tengo buen gusto —dije.
No sé si me alagué por mi elección de gargantilla, o porque pude verlo por completo por primera vez tras aceptar mi atracción hacia él. Porque vi más pecas en el resto de su cuello y asomándosele desde las clavículas por debajo de su camisa, su patético sombrero haciéndolo lucir más alto, su mentón afilado y sus cejas delgadas, o el reflejo del sol de mayo en las profundidades de sus aguas.
—¿Buen gusto? —Repitió y yo asentí, volviendo a su lado—. Creí que estabas marcando a tu mascota —y pudo dejarlo ahí, pero agregó—: No te preocupes, no escaparé.
No dijimos nada más durante el resto del camino.
Dejamos que sus palabras burbujearan a nuestro alrededor, con nuestras manos apenas rozándose unas cuantas veces y una promesa que sabíamos nunca se rompería, atándonos al otro con un hilo invisible.
...
No quería decirlo.
No quería dejarme expuesto de la manera en la que lo hice.
Habíamos vuelto de una misión y estábamos en nuestro lugar, en el cementerio de siempre y en la colina de siempre. El cielo estaba nublado y el clima se sentía húmedo, pegajoso.
Era nuestra primera vez bebiendo juntos. El alcohol y los jóvenes no es una combinación del todo perfecta, Oda y Ango ya me lo habían dicho muchas veces a lo largo de sus anécdotas, sin saber que tiempo después me les uniría en sus visitas a su bar favorito.
No quería dejarlo en su pequeño departamento y volver al mío. No quería sentirme incómodo en esas cuatro paredes, o dejarlo a él solo, pensando de más en su habitación. Quedarme hasta altas horas de la noche a su lado era bueno para los dos. Chuuya no se hundiría en el pasado, y yo no regresaría a mi cuarto.
No podía descansar en un lugar al que no consideraba mi hogar.
Así que ahí estábamos ambos, sentados contra la corteza de un árbol y ocultos por las sombras. Podía sentir los dedos de nuestras manos desocupadas rozándose y acercándose cada vez más después de cada ademán; o el aroma a cítricos de su bebida y sus susurros quejumbrosos en los que decía cuánto odiaba el alcohol barato; o el peso de su abrigo y su sombrero sobre mis piernas.
También era la primera vez que estábamos ahí tan tarde, jugábamos a decir casos hipotéticos. Debían de rondar por las tres o cuatro de la madrugada, y yo no dejaba de bostezar en medio de todo, como si mi organismo pensara que no era más que un simple sueño más.
—Bien —dije y río, agotado. Se giró a verme, con su expresión adormecida y perdida entre el cansancio y los efectos de la bebida—. Si salto por la borda, ¿me detendrías o me dejarías morir?
—¿Tienes intenciones de matarte justo ahora?
—¿Me dejarías morir? —Insistí.
Los muertos golpeaban la tierra desde sus tumbas, o quizá no era más que mi corazón acelerado y perdido, tratando de ubicarme y detenerme. Había algo en esa tierra muerta que, incluso sin estar en mis cinco sentidos, me hacía sentir vivo a su lado.
Se lo pensó un poco. Yo intentaba tener mis ojos fijos en él para no marearme más, para no hablar con las palabras tan arrastradas y no demostrar que el alcohol adulterado me afectaba más que el whisky de confianza de Oda.
—¿Es lo que tú querrías?
Su pregunta me desconcertó, incapaz de diferenciar si lo hizo para escapar de la situación, o si en realidad había algo de bondad en él e interés en mis propias decisiones.
Siendo sinceros, ni siquiera yo sé qué esperaba al respecto.
—Sería egoísta retenerte —siguió, como de costumbre—. Tal vez saltaría contigo.
Debí dejar las situaciones hipotéticas ahí, como tema de un borracho en medio de su desasosiego.
No quería decirlo.
No quería dejarme expuesto de la manera en la que lo hice.
Alguna fuerza celestial tuvo que haber llegado a detenerme, a ahogarme con mi propia saliva o matarme antes de dejarme hablar más de la cuenta para evitar romper eso.
—Si tú y yo fuéramos novios...
Una risita me interrumpió.
Sus ojos se encontraron con los míos, todavía riéndose con suavidad.
—¿Qué? —Pregunté.
—Nada —negó y apretó sus labios, ocultando una sonrisa—. Continúa.
Los de la mafia tuvieron que haberme enseñado a callarme en momentos clave de la vida, como lo era este. Me mostraron cómo proteger a los míos y a mí mismo, a cómo entrenar con dureza a mis subordinados, la manera correcta de hacer un interrogatorio y borrar mis huellas en una escena (...). Sin embargo, nunca me prepararon para lo más difícil de un adolescente: estar ebrio frente al muchacho que le gusta.
—No —insistí—. ¿Por qué te ríes?
Chuuya se enderezó, apartando su mano de la mía y pareciendo buscar las palabras correctas para expresarse. No era el mejor haciéndolo, aunque esa noche descubrí que yo tampoco lo era cuando más lo necesitaba.
—Por lo que dices, claro —señaló y apoyó su lata entre las piernas—. ¿Cómo seríamos novios, si se supone que nos odiamos? Es decir, todo el mundo lo sabe. No me sorprendería que hablaras pestes de mí con tus amigos.
—Todo el mundo necesita desahogarse —me defendí. Por primera vez, me sentí un poco desnudo frente a sus reproches—. Hasta en los mejores matrimonios hay diferencias. Es la magia de las relaciones: la comunicación y el aprendizaje.
Volvió a reírse.
Esa vez, la mejor forma de describir los ardores en mí seguramente sí habría sido gastritis. Gastritis por la irritación que mi estómago vivió por la cerveza de dudosa procedencia, los sorpresivos nervios y el golpe bajo que fue escucharlo reírse de un escenario en el que pudiéramos ser pareja.
—¿De dónde estás sacando esta charla barata de psicólogo?
Fue la primera vez en que me sentí ofendido.
Ofendido porque acababan de pisar mis sentimientos. Lo peor era que el culpable ni siquiera fue consciente de ello. Se le notaba en sus carcajadas, en lo relajado que aparentaba estar.
—A lo mejor no te odio tanto —intenté arreglarlo.
Y, si Dios existe, me abandonó por completo en la tercera risa.
Quería vomitar. No sabía si las chucherías que comimos o mis propios intestinos. Cualquiera sonaba bien. Cualquiera era mejor que seguir hablando y hundirme más en el fango de mis palabras.
—¿Qué? —Fue su turno de preguntar.
—Nada —respondí.
Tuve que haber palidecido en este instante, pues al cabo de un rato dejó de reír y su semblante cambió a uno serio. Serio rozando en lo incómodo. Y yo no quería que estuviera incómodo. ¡Ni siquiera comprendía qué era todo eso! Toda esa maraña de sentimentalismos y retortijones.
—¿Cómo quieres que no me ría, si cada que puedes dices que soy molesto y ruidoso? —No había burla ni tono condescendiente esa vez—. Te quejas tanto de mí que fue muy repentina la idea de ser pareja.
Arrugué la nariz, sintiéndome atrapado.
—Pues lo eres —no mentiría.
—Entonces, ¿cuál es el punto de esto?
—¡Que era un escenario imaginario y tú te reíste en mi cara! —Hasta yo me sorprendí al percatarme de cómo exploté, con uno de mis típicos ademanes exasperantes con los brazos—. Es decir, que te odie no impide que me gustes. ¡No tienes por qué actuar como si fuera algo tan imposible! Es grosero, y rudo, e insensible, y...
—¡Espera, espera! —Él también alzó la voz. No había caído en cuenta de su expresión consternada y, mucho menos, mi confesión—. ¿Qué fue lo que dijiste?
—¡Sordo, aparte! —Rememorando todo, tiene sentido que no me creyera—. Dije que es grosero, y rudo, e insensible, y...
—No eso, Dazai —interrumpió, otra vez. Casi derrama el contenido de su lata—. ¿Te gusto?
Gastritis.
Cólicos.
Vómito.
Diarrea.
Cualquier cosa habría sido mejor que el sudor pegajoso que me recorrió de un segundo a otro la espalda y el cuello, que la comezón ansiosa que carcomía mis manos y la repentina bajada de adrenalina, azúcar y efecto del alcohol que tuve al grado de querer desmayarme ahí mismo.
Yo, el temido Prodigio Demonio de la Port Mafia, fui tan patético como un adolescente promedio frente a los temas del amor. Y tendría que haberme esperanzado con eso, con la idea de sentirme identificado con seres de mi especie y mi edad, si no fuera porque me estaba hundiendo en los remolinos oceánicos que tenía frente a mí.
—¡No es la primera vez que te lo digo! —Intenté actuar natural.
—¡La primera vez que me lo dijiste fue a los minutos de haberme conocido! —Hizo ademán de querer darme un coscorrón, ahorcarme o las dos a la vez. No supe si verlo alterado me tendría que haber calmado o desesperado más—. Eres increíble...
—Gracias.
—¡No es un halago! ¡Tú...!
Pasó las manos por su cabello y quitó su abrigo y sombrero de mis piernas. No tenía intenciones de irse, si no de cubrirse a sí mismo. Debía estar pasando por el mismo ataque de agua helada que yo, asimilando la noticia.
Como si no hubiera sido poco, volví a hablar:
—¿Yo te gusto?
Hizo un gesto para que me callara. Era estúpido porque mi "yo" de quince años habría considerado que en verdad le gustaba a Chuuya, que la forma en la cual se perdía viéndome (y que creía yo no notaba) sería tan obvio para él como lo fue para mí.
Pensé que gustar de alguien era fácil de digerir, inclusive si dices odiarlo.
Porque lo fue para mí.
Fue sencillo entender que me gustaba mi compañero gritón, enojón y regañón, al que solía molestar cada que tuviera oportunidad; o con el que compartía silencios agradables y risas por chistes donde nosotros seríamos los únicos en entenderlos.
En medio de la telaraña de pensamientos, pesares y ansias, algo se coló en mi interior. Un gusanito que no dejó de repetir las mismas palabras una y otra vez, hasta que Chuuya volvió a hablar.
Es fácil amarlo a él.
¿Es fácil amarte a ti?
¿Quién aceptaría algo así?
Algo roto.
—No lo sé, Dazai —dijo, dejándose caer de vuelta en el césped—. Incluso si lo supiera, esto no es lo que espero de una confesión. No quiero que sea un recuerdo fugaz en mi ebriedad.
Cobarde.
Charlatán.
—Esto no te hace una persona incapaz de ser amada —siguió. Otra vez, siguió e incendió cada pequeña parte de mí—. Lo sabes, ¿verdad?
Mi corazón dolía y mi cabeza me repetía que habría sido mejor si todo hubiera sido un sueño. Que era imposible que yo comprendiera tan mal las señales. De los dos, yo era el del raciocinio y sensatez, ¿cómo dejé que eso pasara?
Me acosté a su lado porque era más fácil que seguir atormentándome.
Era más fácil esperar el amanecer a su lado y comenzar un nuevo día.
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