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Capítulo 13: Dios

HUMANIDAD CORROMPIDA

CAPÍTULO 13: DIOS

Osamu Dazai, 23 años

No necesité intercambiar miradas con Chuuya para descubrir el pánico creciente en su pecho, o sentir el sudor en sus manos temblorosas, cuando la voz de mi anterior subordinado hizo eco a lo lejos del celular. Se le oía desesperado, con su típica ronquera y respiración acelerada, como solía ponerse cada que había un enfrentamiento.

Un enfrentamiento.

—¿Contra quién? —Pregunté.

—Mario Vargas Llosa —respondió Atsushi.

Por el rabillo del ojo detecté la repentina atención de Carlos Fuentes, siendo llevado a rastras hacia las camionetas que los transportarían a una de las prisiones para portadores de habilidades especiales.

—Fue cuestión de minutos —siguió hablando. Detecté el sonido de pasos apresurados y amortiguados del otro lado de la llamada—. Usó La Ciudad y los Perros para atacarnos. Sus soldados irrumpieron en el departamento de Nakahara-san.

—Usó la distracción para tomarlo —supuse. Recibí una confirmación entrecortada—. ¿Vieron hacia dónde se dirigió? ¿A dónde van ahora?

Hubo un ruido seco, un intercambio en el portador del teléfono, por donde no tardó en hacerse sonar la voz de Akutagawa. Tardé un poco más de lo considerado en saber si permanecer en la llamada o no, en detectar si la irrupción era por mero propósito informativo o la búsqueda de hacerse notar por sobre su compañero.

Las nulas intenciones de su pareja para volver a tomar la batuta me hicieron quedarme. Era más fácil y rápido eso, que obligar a nuestros atacantes a decirnos su paradero.

—La Catedral del Sagrado Corazón —dijo, sin dudarlo siquiera un poco—. Huyó en esa dirección. Es uno de los sitios en donde nos tocaba hacer rondas esta noche. No dudo que su sede sea ahí.

Detalló un poco más del estado de su atacante, de cómo lograron hacerle daño antes de su huida con el pequeño Neal en sus brazos. No dudé en que lo hubieran hecho, confiaba en el criterio de los dos cuando estaban juntos.

—¡No lo lastimen más! —La voz de Fuentes nos hizo girarnos a él. Asomaba la cabeza por la ventanilla y el cabello le caía por la frente—. ¡No es más que un joven que acabó metido en el fango! No ha hecho nada malo. Está siguiendo órdenes, igual que todos.

Con su desesperación, las palabras de Akutagawa se confirmaron y les aseguré que no tardaríamos en llegar con ellos para socorrerlos, que no hicieran nada por su cuenta hasta estar todos juntos.

Para cuando colgué, fue el estruendo de un puñetazo en la camioneta lo que me hizo volver a ver en dirección de los capturados. No me sorprendí al ver que el culpable fue Chuuya, quien sujetaba por la camisa a Carlos y sacudía los restos de la sangre de su nariz rota que quedaron impregnados en sus guantes.

—Eso no le impidió a tu jefe anterior dañar a uno de los nuestros en el pasado —gruñó, rodeando el vehículo. El dolor y coraje en él calentaron mi pecho. Por su forma de saltar a la protección de su familia, tan leal y ciego—. El hombre que quieren traer de nuevo a la vida, el plan en que el mismo Vargas está ayudando, no es ningún santo.

—Eso no los hace mejores que nosotros —intervino Pacheco.

No intervine cuando fue su turno de recibir su merecido, siendo víctima del segundo golpe y ser estrellado contra el cristal que separaba los asientos delanteros y traseros. Su ceja sangró. Fue su culpa por hablar en medio de un tema tan delicado, por verse implicado en la defensa de García Márquez.

—Créeme —murmuró mi compañero, rabioso y alzando poco a poco la voz—. No estoy intentando ser mejor que ustedes. La diferencia es que nosotros no usamos a menores de edad a nuestra conveniencia. ¡Tres años! ¡No es más que un niño que...!

Lo sostuve de los hombros para hacer que dejara de hablar. Los muchachos debían llevárselos y nosotros teníamos una nueva misión que cumplir, si queríamos evitar que Neal fuera víctima de los planes enemigos.

Volteó a verme y entendió el mensaje de mi silencio: mi gratitud y la necesidad de ponernos en marcha tan pronto pudiéramos. Su habilidad se encargó de hacer que volvieran a golpearse contra el cristal, ya agrietado, de la camioneta, Los dejó irse tan pronto señalé el auto que nos dejaron los de la agencia.

—Lo haremos a mi manera.

No reproché cuando tomó el asiento del conductor y dejé que condujera en dirección a la catedral. Era más hábil y rápido que yo, además de haber detectado su exceso de adrenalina, que esperaba controlara a tiempo o tendríamos graves problemas por su temperamento explosivo.

La luna se había ocultado detrás de una enorme nube y las estrellas tuvieron que aumentar su luz, deslumbrando y alumbrando al cielo con su belleza, ajenas a la desesperación por la que el mundo estaba viviendo abajo. Como luces navideñas que decidieron merecer mucho más que un árbol o un tejado para ser presumidas.

Recordé las palabras de Rampo. Todo lo que tuviera que pasar, pasaría. Confiaba en que nunca omitiría una posibilidad tan importante, como la muerte de alguien de los nuestros, así que me obligué a confiar en mis instintos. Era lo que nos quedaba, al final de cuentas.

Intenté transmitir esa tranquilidad a Chuuya, apoderándome de su costumbre de golpetear con los dedos alguna superficie para hacerme notar que estaba ahí. Y era eso lo que quería, que supiera de mí y confiara en que estábamos juntos en este nuevo obstáculo que la vida nos impuso.

Pareció funcionar en combinación con su pequeño ejercicio de respiración, pues, para cuando llegamos a un par de calles del lugar acordado, se bajó del auto con los hombros menos tensos. De igual forma, la pronta aparición de nuestros subordinados desde un callejón tuvo que haber ayudado.

Akutagawa y Atsushi estaban heridos, en especial este último, que tenía la ropa rasgada por su posible urgencia de recurrir a su habilidad, a la bestia de tigre que vivía dentro de él. Para nuestra fortuna, su regeneración parecía estar haciendo de las suyas, así que no tuvimos que preocuparnos.

Los cuatro caminamos en silencio, acudiendo a las sombras que la noche nos regalaba para evitar ser detectados. Los adornos de Navidad de los negocios no ayudaron demasiado, aunque logramos movernos hasta una apestosa callejuela justo a tiempo para no ser azotados por una repentina fuente de luz que invadió las escaleras delanteras del establecimiento.

Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón —los restos de nieve se iluminaron bajo un rayo cegador y una voz femenina, fuerte y firme—, sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis.

—¿Qué demonios...? —Susurró uno de los chicos.

Frente a nosotros, sor Juana Inés de la Cruz se alzaba en vuelo al punto más alto de la catedral, esta vez sin estar disfrazada de Ramiro de Guzmán y usando su clásico atuendo de monja, mismo que muy apenas dejaba a la vista sus mechones oscuros.

Si con ansia sin igual solicitáis su desdén —sus ojos tenían un color amarillo brillante, angelical y puro, y sus palabras resonaban más allá de un simple eco—, ¿por qué queréis que obren bien, si las incitáis al mal?

—¿Qué es eso? —Murmuró otro.

Hombres Necios —nombré su poder. Lo descubrió Rampo, quien, con ayuda de Poe, pudo contactar de manera anónima al convento donde prestó sus servicios—. Le permite atrapar a sus oponentes en un espacio circular de contradicciones, donde todas sus acciones y decisiones se revierten contra ellos mismos. Cada ataque, argumento o movimiento, queda atrapado en un bucle lógico que los debilita, enfrentándolos con sus propias contradicciones.

Chuuya, por consecuente, dedujo que nosotros no lucharíamos contra ella. No sabíamos si Arahabaki podría ser contenido en ese lugar. Tenerlo al borde de utilizar Corrupción, bajo una presión así, lo único que desencadenaría sería la destrucción de los alrededores.

Si su cómoda posición, con las manos en la cadera, no fue suficiente para dar a entender a los demás quién se enfrentaría a la mujer, una segunda presencia debajo de ella nos hizo retroceder unos pasos más.

Un hombre pelirrojo, de cabello largo y porte engreído, detuvo su andar con completa relajación, como si las vendas cubriendo su ojo y resto de heridas no significaran nada. Fue cuestión de un simple parpadear para verlo rodeado por un ejército.

—Vargas —masculló Akutagawa, quien comprendió mis intenciones luego de toser—. El hombre tigre y yo los enfrentaremos.

Atsushi no protestó por su apodo (si es que podía llamársele así, pues parecía más una descripción un poco ofensiva), y accedió sin decir nada más. Con un chasquido de hueso y piel, sus brazos se convirtieron en las patas delanteras rayadas de un tigre.

—Entre su terquedad y agilidad, no nos darán problemas —alenté.

Chuuya y yo los vimos marcharse, corriendo uno detrás del otro, antes de saltar contra su respectivo enemigo a vencer. El rayo de luz parpadeó, trastabillando en cada golpe e intento de atacar desde dentro, y el grito de los guerreros cubrió las voces agravadas de los nuestros.

—¿Y nosotros qué haremos? —Preguntó él.

—Ir por otro camino para atrapar al pez gordo, por supuesto —entornó los ojos, haciéndome sonreír, compasivo—. No actúes con la cabeza caliente. No te preocupes. Somos la pareja de crimen perfecta.

Suspiró sin decir ni una palabra más, dejando quemar las mías entre los dos y tomándome de la mano para seguir nuestro camino entre las sombras y oscuridad. Los negocios estaban cerrados y los dueños de las pocas casas a los alrededores debían estarse protegiendo, después de oír el escándalo frente a la catedral.

Logramos rodearlos, sumergidos en la pelea, y nos adentramos sin dificultad al edificio. El aroma a incienso y velas recién apagadas me provocaron una mueca, asqueado por la combinación de olores. Estábamos casi a oscuras, a excepción de un par de focos que alumbraban el camino a través de sus cristales opacos.

Nuestros pasos resonaron en el vacío, amortiguados y casi olvidados por la alfombra, y las figuras y cuadros religiosos nos siguieron con sus ojos, viéndonos recorrer a tientas el lugar. Sabíamos que no debían estar lejos, no cuando todo indicaba que estuvieron ahí hacía poco.

Los latidos de mi corazón, inquieto y desesperado, me recordaron a aquella noche en la que confesé mis sentimientos, con el golpe de los muertos debajo de nosotros confundiéndose con sus pulsaciones. La diferencia era que esa vez estaba lejos de ser algo parecido y, por primera vez, fui yo quien se tuvo que recordar a sí mismo que debía recurrir a mi lado sensato.

Apreté nuestras manos, ignorando la sensación de la sangre reseca de Fuentes y Pacheco en el guante de mi compañero, y lo atraje más a mí. No me importaba deshacer la formación que habíamos mantenido, de manera inconsciente, tantos años. Haber aceptado estar listo para estar juntos implicaba estar en las buenas y en las malas, y lo quería ahí, a mi lado y en igualdad de condiciones.

Caminamos por el pasillo central, pasando de una en una las bancas.

—Nunca pensé recorrer una iglesia de tu mano —bromeé.

—Por favor, cállate.

Siempre supo que lo hago más por mí que por él. Que es mi forma de obligarme a estar tranquilo, a mostrarme relajado y sereno para estar listo para lo que sea. Que no me gusta sentirme desprotegido y, mucho menos, incapaz de protegerlo a él también.

Por eso no fue grosero y acarició el dorso de mi mano, alguna táctica nueva para también concentrarse a su manera. Su viejo anillo, que suelo robarle antes de salir, se marcó en mi dedo bajo nuestra fuerza, causante de un dolor adormecido que no hizo más que hacerme reaccionar.

Porque, si nuestras formas de traernos a la realidad eran esas, las bromas y los roces silenciosos, ninguna de las dos nos preparó para la silueta del hombre que notamos a medio caminar.

Del hombre que conocía tan bien.

Me detuve en seco e hice lo mismo con él, estirando mi brazo para impedirle el paso, con el oxígeno siendo presa en alguna parte de mi pecho y un sudor frío recorriendo mi espalda y nuca.

La madera de una de las bancas rechinó en medio de la noche, perdida en los puntos ciegos de la poca iluminación y bajo el peso del que llamé mejor amigo en vida.

Ahí, con un giro tortuoso y el rostro apenas iluminado con un rayo de luz lunar filtrándose por uno de los vitrales, Sakunosuke Oda volteó a vernos. La aguja de mi brújula nos apuntó y se encargó de abrir heridas ya cerradas. De hacerme sangrar entre los recuerdos.

Sus ojos azules centellaron, carentes de la vida y ternura que siempre nos regaló a Ango y a mí en cada noche o reunión donde acordábamos vernos, y sus labios tenían grabada la mueca triste y pesada que me dio en sus últimos segundos en este mundo. Llevaba su clásico atuendo de camisa con cuello a rayas, ese abrigo marrón beige que me encargué de honrar cada que me era posible y su pantalón gris pálido, casi deslavado.

Apreté la mano que sujetaba la mía, incapaz de siquiera recordarme cómo respirar y considerando que podría caer desmayado en cualquier momento. No estaba listo para eso, para verlo cara a cara sin necesidad de ser el sueño recurrente donde me pedía unirme a los buenos.

No cuando el propósito enemigo apuntaba a revivir a García Márquez.

—Dazai...

Oí el susurro del viento llamarme, alejado por muy próximo que estuviera. Y es que no había una habilidad que me afectase, no una real proveniente de alguien. Era yo, capturado por el asilo que me ataba a lo bueno y a lo malo de mi pasado. A mis recuerdos y a las personas que me marcaron.

Si estaban tan aterrados por mi antiguo yo, entonces se ahorrarían problemas si no vinieran a buscarme y encontrarme. Si tanto me querían muerto podían decirlo. ¿Cuál era la necesidad de llegar y remover heridas del pasado?

La voz volvió a hablarme.

Estábamos rodeados en el silencio de la habitación. Con cientos de Oda ocupando los lugares disponibles, viéndome y esperando a que hiciera algo, usurpando su imagen y violando su memoria.

Volvimos a ser tres. Con esos ojos vacíos fijos en mí, los latidos de un corazón a punto de explotar y el enojo floreciendo y haciendo estragos con sus espinas en cada uno de los cortes. Encargándose de amargar y matar cualquier rastro de piedad.

Era producto de un poder.

Una réplica impura que se atrevía a intentar imitarlo, con todo y ese semblante apacible que tanto lo caracterizó. Con esa mirada que tantas veces suavizó la coraza de mis temores y me aconsejó cambiar de sentido la navegación de mi velero. La misma que se hizo camino a los adentros de Ango y que le hizo darse cuenta de cómo jamás amaría como lo hizo en ese entonces.

La voz otra vez dijo mi nombre.

Los cientos de caras volvieron a vernos.

Era un calidoscopio. La misma cara con diferentes máscaras. La sonrisa que me regalaba en el bar. El sonrojo que llevaba el nombre de su amor tatuado. Las risas que robaron los niños de los que cuidaba. La emoción que lo invadía cada que probaba un tazón de su platillo favorito. La añoranza cuando me contaba de su libro preferido. La mueca de impotencia cuando comprendió su destino. El grito perdido en el tiempo cuando le arrebataron su sueño.

—Odasaku —dije.

—¿Así es cómo me llamo? —La voz no era similar a la suya. No tenía su esperanza—. Qué curioso. Pero, por favor, no me llames Odasaku. Hazlo por mi nombre.

Juan Rulfo, Pedro Páramo. Fantasmas hechos a base de fragmentos sepultados, espíritus que interactúan con el mundo terrenal y se encargan de confundir a la víctima, ahogándola en la tormenta de arena del ayer.

—Osamu.

La voz susurrante del viento era Chuuya, sujetándome y esperando a que diera alguna señal para atacar o seguir. Yo me aferré a él porque su amor fue lo único real en esa habitación. Porque era la única constante en mi vida.

Mi pasado. Mi presente. Mi futuro. Mi ancla. Mi corazón. Mi todo.

—Acaba con él —fue lo único que dije.

Un error.

Cometieron un simple error que encendió el interruptor cubierto de telarañas y polvo en mi interior. Me encargaría de que pagaran, que se dieran cuenta de cómo no podían llegar con su discurso de mantener viejas costumbres y la protección a desamparados, cuando no eran capaces de entender ni siquiera lo más sencillo de la vida.

Seguí el camino, con las olas de la pelea y los golpes ir y venir. Con las astillas y cristales volando. Con la destrucción de la catedral entera, si en eso terminaba mi simple y única indicación.

Él regresó a mi lado cuando estuve a punto de abrir una puerta detrás del altar. Tenía restos de cemento y madera en su ropa que sacudí con ligereza, sin importarme la imagen de atrás suyo. De Rulfo inmóvil debajo de los escombros, o de las figuras de cerámicas rotas.

—Gracias.

Negó, restando importancia.

—Estaría orgulloso de ti —fue lo único que dijo.

Sonreí.

Esperaba que así fuera, donde sea que estuviera el espíritu del verdadero Oda, y que Ango apoyase los métodos apenas le contara la historia y no tuviera que soportar un discurso aburrido.

—No lo habría logrado sin ti.

Y, de esa manera, continuamos nuestro camino.

La puertecita nos llevó a un par de habitaciones un poco mejor iluminadas, zonas prohibidas para visitantes en donde los sacerdotes de turno podían descansar entre cada misa.

El pasadizo principal era estrecho, frío y húmedo, con algunos crucifijos que presumían las firmas de sus creadores a un costado de cada uno. Entre más avanzábamos, el ruido exterior se extinguió poco a poco, dejándonos con el simple anhelo de que todo estuviera saliendo bien. Que Akutagawa y Atsushi hayan sido rivales dignos y lograsen vencer.

Nos llevó entonces a la intersección del primer y segundo piso, una escalerita que parecía estar a punto de caerse con un simple soplido y un montón de puertas que daban a diferentes habitaciones, desde la planta de abajo hasta la de arriba.

El aire dentro se sentía pesado, casi asfixiante. Las velas que alumbraban cada entrada titilaban, arrojando sombras inquietantes en las paredes y los viejos adornos navideños.

—¿Cómo vamos a...?

¡Todos somos susceptibles a la atracción de las ideas virales...! —El silencio se vio irrumpido por una voz—. Como la histeria colectiva. O una melodía que se te mete en la cabeza y tarareas todo el día hasta que se la contagias a otra persona.

—¡Muy bien, pequeño! Un poco más. Está casi aquí.

No tardamos en identificarla.

La habíamos oído cientos de veces por las mañanas, pensando en voz alta qué desayunar; por las tardes, jugando hasta acabar en carcajadas; y por la noche, deseándonos dulces sueños o pidiéndonos que lo esperáramos afuera del baño, mientras hacía sus necesidades.

Chistes —siguió con pesadez—. Leyendas urbanas. Religiones excéntricas. Marxismo. No importa lo inteligentes que seamos, siempre hay una parte irracional profunda que nos convierte en potenciales anfitriones de información autorreplicante.

La vocecita de Neal hizo eco en el centro de la habitación, resonando ahogada entre las paredes y viniendo de todas las direcciones.

Chuuya me miró con desespero, comenzando a abrir cada una de las puertas. Su alteración me convenció que estaban obligándolo a recitar las palabras para su poder, haciéndonos saber que sería demasiado tarde si no nos apurábamos.

—¡Ayuda! —El sonido de puertas y sus gritos, llamándolo por su nombre desde la planta de abajo, fueron lo suficiente fuerte para llegar a sus oídos.

Segundo piso.

Tercera habitación.

La antigua capilla del Santísimo.

—¡Alguien, ayúdeme! ¡Chu-Chu! ¡Osa...!

Un golpe resonó a la par que azotamos la puerta.

Las ventanas vibraron. El cuarto era enorme, semi vacío y con más de las espeluznantes figuras de cerámica. La antigua vitrina donde solían poner la hostia, representación del Cuerpo de Cristo, estaba vacía y abierta, con polvo y arañas.

La mano de Mistral estaba suspendida en el aire, con los ojos enfurecidos y su cabello recogido en una coleta. Neal tenía los ojos llorosos, la cara roja y su pijama favorito sucio. Sobre ambos, había un enorme cubo flotante, negro y que parecía absorber la energía a su paso; a su alrededor, antiguas fotografías del líder anterior de la organización.

Eso es Snow Crash —lo animó a continuar, ayudándolo a completar sus palabras—. ¿Es un virus, una droga o una religión?

—¡Yo no...! —En cuestión de segundos, apretó sus mejillas y lo obligó a verla.

—¡Copito, no...!

¿Cuál es la diferencia?

Pese a que Chuuya fue rápido, lanzándose contra la mujer para impedir que siguiera lastimándolo, el cubo empezó a brillar con una intensidad cegadora y una corriente de aire desconocida nos recorrió.

Me cubrí los ojos. No lo suficiente para ver cómo, en el interior del espacio flotante, una figura se delineó poco a poco.

Retrocedí un paso por inercia, con la figura atravesando la superficie en la que fue concebida, saliendo de las paredes acuosas del manto y dejando a la criatura a la vista.

Gabriel García Márquez, con una mano extendiéndose hacia afuera, logró atravesar el portal. Mistral se apuró a tomarla, devota y con emoción, mientras Chuuya protegía entre sus brazos a Neal.

—¡Gabo! —Chilló, entusiasmada. Sus ojos brillaban, como si no hubiera pasado nada malo—. Tu ausencia dejó un vacío que ningún otro pudo llenar. Ahora, junto al Vuelo del Quetzal, reescribiremos el destino.

—El resto, querrás decir —corregí. Ambos se giraron hacia mí. Contar con la atención de ese hombre me revolvió el estómago, por muy falso que fuera—. ¿En verdad piensan que traerlo de nuevo resolverá algo? ¿Qué ganan con eso?

Ella sonrió, radiante.

La expresión vacía del recipiente humano dejaba mucho que desear. Era una copia sin la vivacidad y elegancia en los movimientos que tuvo el original, un cascarón a punto de romperse que ni siquiera era capaz de articular una palabra.

Llevó a Snow Crash al máximo, un límite de esfuerzo marcado en la edad y poca experiencia del pequeño portador. Si hubieran esperado a un futuro distante, uno en donde supiera controlar su habilidad, otra historia habría sido. Quizá García Márquez habría sido más realista, más temerario. Más digno de llamarse humano.

Sin embargo, él no lo era.

Ni la imitación ni el verdadero estaban cerca de serlo siquiera un poco. Uno carecía de corazón y el otro de empatía, de dignidad y orgullo. Los perdió en el instante en que no dudó en utilizar a un joven a su favor de la manera tan cruda en la que lo hizo.

—Jamás podrás entender cuán necesario es realizar sacrificios de vez en cuando —respondió ella—. Tú, que siempre te has mantenido al margen y has evitado seguir manchándote las manos, nunca comprenderías esta necesidad. La importancia de volver a las raíces, al origen de todo. No puedes ver la belleza en su estado más puro. Nos los quitaron, a nuestros antepasados y sus recuerdos. El hombre no es nada sin sus tradiciones.

Me pareció curioso lo hipócrita que llega a ser la gente en esos momentos.

La manera en que hablaba de sus muertos me dejó en claro que no era consciente de cómo fueron capaces de casi repetir la historia, con tal de sobreponer sus creencias en otros. No les importó la posibilidad de las pérdidas, ni siquiera si ellos eran de su grupo. Prefirieron sacrificar a una minoría por una mayoría inexistente. Porque nadie pidió eso, nadie pidió ese fin.

—Quien no conoce su historia está condenado a repetirla —recordé las palabras que dije alguna vez—. ¿Valió la pena?

—No han sido más que simples sacrificios por un bien común...

—¿Sacrificio? —Repitió Chuuya, incrédulo y con una vena marcada en la frente. Cubría al niño con su cuerpo y la energía gravitacional hizo crujir el suelo bajo sus pies—. ¿Llamas así a torturar a un chiquillo? ¿A abusar de un joven? ¿A matar a una madre? ¿A jugar con la vida y libertad por tus ideales?

García Márquez alzó una mano, pidiendo silencio. Su mirada se posó en Neal, quien lo observaba con ojos grandes y asustados, incapaz de saber qué hacer para detenerlo.

—¿Eres el vocero? —Preguntó. Las sílabas le pesaban, como si la lengua se le quedara pegada en el paladar—. ¿Eres el portador de las palabras que resuenan en mí?

No obtuvo más que un gruñido como respuesta, similar a un alarido de un perro asustado. Mi compañero retrocedió lentamente con el pequeño en brazos hasta llegar a mi lado.

—Llévatelo —dijo.

El pánico me invadió, incrédulo por su pedido.

—¿Estás loco? —Mascullé, sin moverme—. Incluso si anulo la habilidad y peleas contra Mistral, usar Corrupción aquí podría derrumbar todo el edificio.

—Entonces, será mejor que te des prisa —respondió en el mismo tono, con sus manos apretadas en puños y su aura comenzando a materializarse como hilos oscuros a su alrededor—. Le enseñaré lo que es meterse con los tipos equivocados.

—¿Me enfrentarás tú solo? —La mujer rio—. Tu fuerza bruta no es nada contra mí.

El halo de protección de Ternura hizo presencia, rodeándola con la luz rosada y cálida, demasiado segura e ignorante de lo que era enfrentarse con un poder como lo era Corrupción.

—Soy más que fuerza bruta, vieja —espetó. En el instante que dio un paso adelante, el aire pareció comprimirse aún más—. Soy el dios que te hará pagar por tus pecados.

Supe que no ganaría nada reteniéndolo, no cuando él mismo me dijo en el auto que lo dejara hacerlo a su manera.

El Vuelo del Quetzal se había ganado su enojo. Presionaron el botón más alto que pocas veces alguien podía alcanzar en los niveles de su furia. Y, siendo sincero, yo también quería que pagaran por el daño que hicieron.

Betty. Su hijo. Yo. Desconocidos. Muertos que no podían descansar en paz.

Él dijo que no intentábamos ser mejores y era cierto. Éramos perros callejeros actuando bajo impulsos, haciendo lo que estuviera en nuestras manos para salvarnos a nosotros mismos y a nuestra ciudad. A nuestro hogar.

Por primera vez real, lo dejé decidir en eso.

Porque lo quería tanto como él.

Dejó a Copito en el suelo y se deshizo de sus guantes.

Concesionarios de desgracia oscura —recitó. Neal corrió a mis brazos apenas pudo, escapando con agilidad de la réplica de García Márquez—, no me despierten de nuevo.

Salimos de la capilla por el mismo camino por el cual entramos Chuuya y yo, dejándolo contra Mistral luego de yo haber anulado la habilidad de Snow Crash. Lo último que oímos fue un grito de impotencia de la mujer, junto con el retumbar de los cristales y los gemidos entrecortados del atacante.

Corrí tan rápido como las piernas me lo permitieron, con las paredes comenzando a sufrir estragos del Arahabaki y siendo víctimas de algunas piedrecitas y escombros que cayeron del techo.

La actividad física no era lo mío, en definitiva, y mucho menos cuando me preocupo más de la vida que llevo entre mis brazos que en la mía propia. Cubrí su cabeza a tiempo, evitando que fuera dañado.

Al llegar al altar, el cuerpo de Rulfo seguía donde lo dejamos la última vez y la luz cegadora de sor Juana ya no estaba cuando logré llegar a la salida.

La luna había vuelto a salir de su escondite, permitiéndose deleitarse con el próximo derrumbe de la catedral y de un hombre encargándose de la venganza que estuvo acumulando durante todo ese tiempo. Las estrellas aplaudían en cada centelleo y los árboles sacudían sus ramas en honor al dios que haría justicia divina por su propia mano.

Akutagawa y Atsushi justo habían despedido a una subunidad de la , misma que cargaban con los cuerpos inconscientes de sus enemigos, tal y como hicieron con los magullados de Pacheco y Fuentes.

Corrieron en mi dirección, asegurándose que las lágrimas en el rostro de Neal no eran más que resultado del susto y no del dolor provocado por exigirse de más, por los golpes de Gabriela Mistral o alguna otra cosa peor.

Su cuerpecito temblaba, preocupado y asustado por el retumbar del edificio a espaldas nuestras, a punto de colisionar. Ni siquiera se atrevió en abrir los ojos cuando le prometí que todo estaba bien, que no tardaríamos en estar todos juntos de nuevo y que ya no tendría nada por lo cual preocuparse porque los malos habían obtenido su merecido.

—No vayas —pidió en un susurro, negándose a soltar mi abrigo apenas intenté bajarlo para ir a auxiliar a Chuuya con su habilidad—. Te hará daño. ¿Y si te pasa algo también?

—Chu-Chu me necesita —expliqué. No quería que se excediera—. Y tú lo necesitas a él, a papá de mentira. Te prometo que volveremos más pronto de lo que te imaginas.

Tardó en acceder, viéndome con cierto recelo, hasta que me hizo jurárselo por el dedo meñique.

Mis subordinados se quedaron con él, huyendo a un lugar seguro para evitar que alguno saliera herido por los escombros, piedras y demás que salían volando. Yo salí en su búsqueda, corriendo de nueva cuenta y esquivando todo aquello que estorbara.

El altar daba sus últimos suspiros cuando me volví a adentrar a él, topándome con la escena que me imaginé. Las bancas estaban hechas pedazos, las pocas figuras de cerámica que sobrevivieron al ataque anterior fueron hechas polvo por los pedazos de pared y techo que cayeron sobre ellas, los vitrales estaban incompletos y las velas achicharraron un ejemplar de la biblia que fue olvidada en alguna mesa.

Para cuando intervine, el cuerpo de Gabriela estaba apilado sobre el de su integrante, inmóvil, herida y con un lento parpadear. No sentí remordimiento, no por una mujer que fue víctima del destino que ella misma escribió.

Chuuya flotaba a un par de centímetros del suelo, con restos de la construcción como apoyo y jugando a hacer más destrozos innecesarios. Sus ojos brillaban y su respiración estaba agitada, con sus clásicos gritos sonoros que robaban un escalofrío a cualquiera.

Siempre vi algo casi divino en él, en esos instantes en donde no tiene más que un hilo fino que lo une a nuestra realidad. He visto esa escena más veces de las que me gustaría. No obstante, cada vez que lo observo desatar ese poder imposible, a esa bestia salvaje reflejo de su rebelde y valiente corazón, se siente como si estuviera presenciando la llegada de un dios al mundo terrenal.

Se vuelve la gravedad que me hunde en él, incluso si su poder no puede afectarme. El ancla que me mantiene atado a la tierra y me recuerda las bellezas que me rodean. La belleza detrás de su existencia, tan contradictoria e imperfecta.

La verdadera pureza, angelical y destructiva.

Arrasadora.

La oscuridad lo envuelve y eleva a la luz. La energía que lo rodea es cruda, hermosa e intensa. Es imposible no adorarlo y admirarlo, por lo menos un instante fugaz. No cuando él se vuelve lo más cercano a lo celestial que alguna vez he estado, y lo único que provoca es querer arrodillarme a que me exima de los errores del pasado y me lleve con él.

Su sonrisa agotada es lo primero que me dirige en el momento en que lo toqué y cayó entre mis brazos, con un adormecimiento que me enseñó una vez más lo bello que es mostrarse vulnerable en algunas ocasiones.

Lo amaba.

Lo amo.

Se estiró, perezoso y con una pesadez adorable en sus párpados, conteniendo una tos agotada.

—¿Nunca dejarás de mirarme así? —Preguntó, atrapándome a media jugada y tomándome del mentón con sus pocas fuerzas—. Nunca lo ocultas.

No.

No había forma de hacerlo.

No cuando era el dios encargado de destruir y construir mi mundo.

En esa iglesia destruida, nada más quedábamos nosotros dos, respirando el mismo aire, compartiendo un momento de paz. Y, si antes los muertos no habían estado golpeando el suelo, esa vez lo hicieron en nuestro honor y se volvieron las campanadas de nuestro templo.

Lo besé como respuesta, algo efímero y casto que apenas se sintió.

—Acabaste con el enemigo, Chu-Chu —dije. Su risa fue una caricia a mi corazón—. Es hora de descansar.

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