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Capítulo 12: La Mentira de las Flores

HUMANIDAD CORROMPIDA

CAPÍTULO 12: LA MENTIRA DE LAS FLORES

Chuuya Nakahara, 23 años

La operación contra El Vuelo del Quetzal tomó lugar de la mano de ambas organizaciones, cuando nuestros líderes concordaron en que la ciudad correría peligro si cada una atacaba por su cuenta. La Agencia de Detectives requería nuestro acceso de información y mayor cantidad de gente que cubriera los puntos ciegos; la Port Mafia necesitaba a dos de sus miembros más importantes para atacar.

Dazai y yo estuvimos fuera de las actividades durante la mayoría de las rondas y búsquedas. Ni siquiera salimos de mi departamento. Su compañero, Rampo Edogawa, nos aconsejó mantenernos alejados hasta que fuera hora de atacar. A palabras suyas, era ahorrarse problemas.

—Si tuvieron a la monja trabajando desde quién sabe cuánto tiempo en la panadería, no sabemos si fueron capaces de conseguir otros puestos para vigilarlos —dijo, en nuestra primera plática civilizada.

Suspiré durante el segundo día de encierro, cuando tuve que volver a cancelar los planes de llevar a Neal al parque y fingir que prefería ver una película a su lado.

Era un hecho que iban por nosotros. Por los tres.

—Una vez sean necesarios, lo sabrán —siguió. Parado junto a su compañero, Edgar Allan Poe, lucía incluso más joven que nosotros—. Véanlo como unas vacaciones en familia. ¡Son pareja, después de todo! Desquiten el tiempo perdido... O no. No quiero enterarme de cosas y traumarme.

En el instante en que estuve a punto de estallar de la vergüenza, explicó que todo estaba bajo control. Todo lo que tuviera que pasar, pasaría. No habría forma de evitarlo. Nos habíamos enfrentado a mayores amenazas en el pasado y asegurar a la ciudad (a la mayoría) era nuestro trabajo.

Oírlo fue como una despedida que me revolvió el estómago, entre el pánico y el sentido de alerta activado. Las personas tan inteligentes me ponían los vellos de punta, en especial con sus subidas y bajadas de emoción que no hacían más que dejarme con la incertidumbre de qué pasaría. ¿Por qué se ponían tan serios de repente? Era terrorífico.

Más cuando tenía a dos de las personas más inteligentes que conocía en la misma sala y ambas estaban de acuerdo.

Cuidar a Neal comenzó como una tarea, una misión más de la que no me quería hacer cargo por no considerarme apto para el papel y ser la figura paternal que necesitaba. Ahora, meses después de tenerlo a mi lado y volverse el centro de mi universo, tener la posibilidad de perderlo me angustiaba.

La idea de casi ser usado por sor Juana Inés de la Cruz y el resto de su gente no había dejado de rondar en lo más recóndito de mi interior, haciendo ecos y estragos en mi paz. Ni siquiera quería imaginar qué hubiera pasado si entraba al restaurante y accedía a tener esa cita.

No era más que un niño de tres años. ¿Cómo podían llegar a ser tan crueles, tan fríos y desinteresados?

Tan egoístas.

Gabriel García Márquez era un hombre que no merecía volver a la vida, por muy copia barata que fuera la versión traída desde la realidad virtual. Si el verdadero no escatimó en las consecuencias de sus actos, aprovechándose de (por lo menos) un adolescente, ¿qué podíamos esperar de un cascarón roto y vacío?

Cuando tragué saliva para calmarme, creí que en verdad tragué una bola de pesares y mi propio corazón para evitar vomitarlo. No fui capaz de identificar si mi coraje e impotencia eran por los recuerdos del pasado, la actualidad o todo junto.

Fueron las manos de Dazai las que se encargaron de consolarme, de hacerse camino a las mías para masajearlas con la delicadeza de la que solo yo podía disfrutar, con la esperanza de hacerme entrar en reacción.

—Todos estamos juntos en esto —susurró, sin importarle que su imagen despreocupada se viera afectada frente a sus compañeros—. Bajo el propósito que sea, buscamos lo mismo: acabar con ellos. Y lo haremos.

Su promesa me arrulló bajo el efecto de su pequeña sonrisa, tan silenciosa y discreta como de costumbre, invitándome a confiar en él. Un recordatorio que éramos más fuertes unidos que separados.

—Les recomiendo hablarlo con él —retomó Rampo, agarrando su abrigo y aproximándose a tomar la mano de Poe—. Esto es tanto suyo como nuestro. Forma parte de su historia y merece saber el nombre de los causantes de su pérdida.

Eso hicimos.

Era mejor contárselo con tiempo, a que creciera con un resentimiento ciego y agudo por los asesinos de su madre. Que estuviera listo y fuera consciente de los riesgos que conllevaba su habilidad, ahora maldición. Para que supiera que, sin importar cuántos lo vieran como arma, siempre tendría una segunda opción a la cual pertenecer.

—Soy valiente —dijo. Tuve que soportar verlo apretar sus puñitos para darse el valor que presumía—. Mamá lo fue. No dudo que dio batalla. Hizo todo lo que pudo para salvarme. Para hacer ruido y ganar tiempo.

El sacrificio de una madre.

Dazai la honró con un abrazo.

No comenté la importancia detrás de ese simple acto y me limité a mirarlos en silencio. Entendía que no era más que un pequeño, que no era yo. Él no podía leer su semblante afligido debajo de esa máscara de seriedad que solía ponerse en los momentos de tensión que lo afectaban.

Neal no era un hombre al que temiera acercar a su espacio personal. Era un niñito al que lo único que quería transmitirle era la protección de un adulto, el cariño que estuvo buscando y perdió con la muerte de Sakunosuke Oda.

Puse una mano sobre su espalda y fue mi turno de sonreírle apenas nuestras miradas se encontraron.

Nuestra familia estaría bien, sin importar a lo que nos enfrentáramos.

...

Me repetí esas palabras una y otra vez días después, luego de recibir una llamada por parte de la agencia que nos informaba del paradero de tres integrantes de la organización enemiga.

Faltaban unas cuantas noches para Año Nuevo. Las calles seguían cubiertas de nieve y de la incontable cantidad de decoraciones navideñas que la pintaban de colores llamativos. Sin embargo, esta vez no me parecían tan alegres como de costumbre.

Había recorrido esas callejuelas demasiadas veces de la mano de un niño adorable que ahora corría riesgo. El simple paralelismo entre mis memorias y la actualidad me provocó una mueca de asco.

—Harán un buen trabajo cuidándolo —me recordó Dazai con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo. Su cadena que combinaba con la mía colgaba de él—. Serán sus tíos favoritos para cuando volvamos.

Me quedé callado.

No me imaginaba a Akutagawa y Atsushi en un papel tan autoritario, como para imaginarlos en la misma posición que se autonombró Kajī. Parecían más sus primos mayores y alterados por no saber cómo ayudarlo a ir al baño.

La simple idea me dio una razón más para preocuparme y querer regresarme a comprobar que todo estuviera bien. Es decir, ¿cómo diablos ese par sabría cuidar a un niño, si no hacían más que pelearse a golpes cuando se veían...?

Ah, claro.

—Ay, la juventud —volví a oír a mi lado.

Gemí, frustrado y ansioso.

Hasta la cantidad de ropa que traía encima me estimulaba más de lo que imaginé. Lo único que quería era arrancármela y lograr respirar con naturalidad, ajeno al fuerte y frío viento que nos envolvía en cada suspiro de la naturaleza.

—No te metas en mis pensamientos —reproché—. Suficiente tengo con esto.

—Tú eres el que piensa demasiado fuerte y eres muy obvio, Chu-Chu.

Aplastó mi sombrero, haciendo resonar con suavidad las piedras de mi cadena. Yo le di una merecida patada en la espalda baja.

—No estoy para bromas, Dazai.

—¿Ya no soy Osamu?

No le di el placer de seguirle su tonto juego y mejor me concentré en el camino al lugar que nos indicaron, un punto lejano del malecón de la ciudad, a nada de llegar a uno de los barrios más pobres.

Hasta llegar a él, preferí recordar el último informe que nos hizo llegar uno de mis subordinados. Los últimos avistamientos de integrantes del Vuelo del Quetzal dejaron en claro su manera de desplazarse.

Mario Vargas era un joven que prefería hacer sus apariciones en soledad, cargando con compras como un civil ordinario y confiado por su habilidad. Juan Rulfo y "Ramiro de Guzmán" pocas veces fueron captados en acción. Su líder dejó de hacer comunicados a la prensa, una vez se unió a la organización, y se olvidó de su cargo en la política.

Eso dejaba a fácil interpretación que el enfrentamiento sería con el resto de sus integrantes. Octavio Paz y dos miembros del equipo original. Nuestro antiguo amigo, José Emilio Pacheco, y Carlos Fuentes. Su ficha, una que leí hacía años, detallaba su poder, Aura, como la manifestación de una figura espiritual que puede interactuar con el mundo físico y atacar por su cuenta.

Justo cuando estuve a punto de rememorar aquel día que marcó nuestra historia, Dazai volvió a hablar, como si supiera la tormenta que se avecinaría en mí, si dejaba que me quedara callado por más tiempo.

—La otra noche no dejabas de decirlo —recordó, ignorando el calor subir hasta mis orejas—. ¿Por qué no lo dices ahora? Osamu, Osamu, Osamu...

—Por el amor de Dios, ¡cállate! —Alcé la voz, deteniéndome a medio malecón con toda la intención de mandarlo a volar con un golpe—. ¡Deja de estar repitiendo mis intimidades en voz alta!

Solté un suspiro ruidoso, exasperado y molesto, cuando lo oí carcajear y el agradecimiento quemó en mi garganta. Sus ojos brillaron, una chispa de diversión con la que intentó también despabilarse de la maraña de inseguridades que debía estarlo cubriendo también.

No lo golpeé.

Dejé que los últimos rayos del atardecer fueran conscientes de cuánto lo odiaba, y las primeras estrellas del anochecer atestiguaran cuánto lo amaba. Que mi subconsciente se relajara y viera cómo el hombre junto a mí era más humano de lo que alguna vez se imaginó.

—No vuelvas a hacer eso —me quejé, cuando creí que se calló por cansarse de reír—. Es vergonzoso. ¿Qué haré si...?

Me interrumpió, llevándose un dedo a la boca, callándome con el gesto y un repentino cambio de expresión en cuestión de un segundo. Su sonrisa desapareció y, en su lugar, sus ojos procedieron a ponerse en busca del lugar proveniente de algo que me pareció muy lejano.

El malecón estaba en completo silencio, teniendo a un lado a la marea salpicar con ligereza la arena y el crujir de los pobres materiales de las residencias a medio disolver del otro.

Fue hasta que una ventisca nos rodeó, cargando consigo hojas y restos del aroma salado del mar, que noté la diferencia en el ambiente.

—Están aquí —susurró uno de los dos.

La tensión no hizo más que incrementar cuando seguimos el baile de las hojas perderse detrás de un callejón, apareciendo entonces el eco de unas pisadas que no se hicieron del rogar para mostrar a sus dueños.

Un mayor José Emilio Pacheco encabezaba el grupo de los tres hombres, con la figura de Aura cerrando su grupo y protegiendo sus espaldas. Sus pupilas rosadas no tardaron en recorrer la escena, conmigo detrás de mi pareja con el mismo fin que la falsa mujer que los acompañaba.

Sonrió, un gesto sencillo cargado de una grandeza que no le pertenecía.

—Me parece que ha pasado demasiado entre ustedes desde la última vez que nos vimos —había olvidado su voz y esa manera que veía con inferioridad a la gente menor que él—. ¿Por fin se han hecho cargo de las responsabilidades de sus sentimientos, o siguen siendo los niños de hace años?

—Lo siento —dijo Dazai, alzando los brazos y negando con la cabeza. Ni siquiera se esforzó en verlo a los ojos—. Me temo que justo me acaban de decir que no debo hacer públicas mis intimidades, así que tendrás que buscar la manera de satisfacer tu curiosidad en otra parte.

Entorné los ojos, incrédulo de cómo se ponía a hablar de eso con tanta naturalidad. Jamás me admitiría que se convertía en un charlatán cada que me acompañaba en una misión porque sabía que era la manera en la que yo evitaba ponerme nervioso y, en cambio, no hacía más que rabiar.

Odiaba que fuera un payaso con el enemigo.

Y también lo agradecía, que supiera qué hacer.

Acuerdos nunca dichos en voz alta. Era como las veces en que se quedaba callado y yo acompañaba su silencio con los golpecitos sordos para recordarle que estaba con él.

—El Vuelo del Quetzal no se doblega ante nadie —tomó la palabra otro de los hombres. Carlos Fuentes, rubio y de ojos esmeralda—. Menos ante los agentes que huyeron, luego de asesinar a nuestro líder. En este mundo no hay espacio para perros asustados que corren a esconderse debajo de las faldas de sus jefes.

—Me parece que la teatralidad es algo de su organización —me susurró, casi robándome una risa—. Su habilidad debería ser la poesía mortal. Matan de aburrimiento.

El azote de una nueva ventisca lo hizo callarse.

Pacheco sacudió la mano, fluido y ligero, como si limpiara polvo, y el pequeño remolino de hojas se extinguió al llegar a su lado. Era elegante, igual que él. El viento que sacudía los árboles de la juventud, que iba y se llevaba las hojas y ramas muertas para dejar que las nuevas salieran y maduren.

—Los jóvenes siguen siendo igual de imprudentes —habló. Su ceño estaba fruncido, diferente al semblante relajado que mantuvo en nuestro primer encuentro—. Gabo tuvo razón cuando decía que la jovialidad está en la mente y no en la edad. Son los mismos inmaduros.

Inmaduros.

El botón detonante.

Otra vez su discurso de la madurez.

La muestra del desconocedor que era de nuestras vidas, la obligación que tuvimos de crecer tan pronto nos fuera posible para estar listos y enfrentar las dificultades que el mundo en el que crecimos nos presentaba.

—¿Crees que esa fue su excusa para hacer de las suyas en las sábanas de ese hotel?

—No necesitaba excusas para divertirse.

Yo fui quien no necesitó más excusas para justificarme. Para que la rabia subiera y ardiera, como un incendio que extingue cualquier rastro de vida en cada oleada. Mis puños se cerraron con tanta fuerza que los guantes apretaron mis falanges, sin importarme el pequeño rasgueo que escuché de ellos. Todo lo que podía percibir era ese calor abrasador, el impulso de hacer callar al imbécil que se atrevía a pararse frente a nosotros.

—Tú, maldito... —Solté.

Mi respiración se volvió pesada, con cada palabra costándome más que la anterior y resonando en mi cabeza, empeorando la mecha corta a punto de detonar la bomba dentro de mí.

—¡Chuuya, no...!

No lo vi venir.

Apenas di un paso, dispuesto a acortar la distancia entre su cara de fingida apacibilidad y mi puño, la ventisca se volvió una ráfaga de calor que nos mandó volando contra los escombros de una casa abandonada.

El golpe me robó el aire y me hizo toser por la tierra, con polvo del cemento y pintura vieja invadiendo mis pulmones, mientras intentaba buscar a tientas a Dazai.

No lo encontré demasiado lejos, también ocupado en medio intento por buscar algo de oxígeno y una herida superficial en el brazo, debajo de su abrigo rasgado.

—A la antigua —le oí decir, sujetándose el brazo—. Lo haremos a la antigua.

No puse oposición. Estaba demasiado molesto y adolorido, como para hacerlo. Si él no tenía pensado reaccionar y darle una golpiza a alguien por el daño que le hicieron en el pasado, entonces yo lo haría.

La Mentira de las Flores —informó.

—¿No es mejor Vergüenza y Sapos? —Me acerqué a preguntar.

Dibujó una sonrisa, pequeña y adolorida, un gesto de compasión al comprender mis intenciones.

—Me halagas —confesó, dándome un apretoncito en la muñeca—. Mis planes nunca fallan. Sé lo que te digo. No puedes atacar sin verlo a los ojos y sabe qué botones presionar para hacerte molestar.

—¡No puedes hacer eso! ¡Nunca te pido usar este! —Reproché, incapaz de contener al demonio enfurecido en mí más tiempo—. Es más doloroso el mío. Se lo merecen. ¡Ellos dijeron que...!

Su mirada y semblante serio me hicieron darme cuenta de la razón detrás de sus palabras. De cómo no podía negarme, por mucho que por primera vez quisiera recurrir a la oscuridad en mis adentros.

Me sostuvo de los hombros, obligándome a plantarme bien en el suelo. El brillo de las estrellas y el halo de luz de la luna a su alrededor volvieron a él esa noche, a iluminar su rostro y demostrarme que estaba agradecido por ser los sentimientos de su sensatez.

—¿En quién? —Susurré, resignado.

—Octavio Paz.

Dijo el nombre que presentí diría.

No pude negarme. No cuando me veía de esa forma.

Le hice que me prometiera decirle al menos sus verdades, antes de impulsarme con los escombros y salir en dirección al hombre mencionado.

El suelo dejó de ser sólido y, en su lugar, el primer impacto que recibí fue el golpe que le di a Octavio. Un zarandeo que me sacudió, alejado de la escena donde Dazai se quedaba con Pacheco y Fuentes, y me transportó a un cuarto verde y cristalino.

Cuando abrí los ojos, la inminente oscuridad no tardó en hacerme reaccionar. Las paredes ondulaban, como la superficie del mismo mar que nos rodeaba, y atraparon la esencia salada y polvorienta del malecón. Temía acercarme, apoyarme y caer.

Ellas hablaban y decían:

Aquí.

Estás aquí.

En tu pasado.

En tu presente.

En tu futuro.

La habitación estaba vacía, con apenas rayos de luz lunar colándose en su pobre interior y haciéndome darme cuenta de que me encontraba en el centro de ella.

La ligereza inexplicable de mi cuerpo no era mía. No era la firmeza con la cual me sentía cada que usaba mi manipulación en la gravedad y, sobre todo, era como una sombra creciente a mis espaldas. Mi existencia parecía incorpórea, un gas a punto de disolverse y extinguirse, con un dolor en la boca del estómago que me hizo preguntarme si eso era todo.

Él es... Él es...

Él es...

Tu pasado.

Tu presente.

Tu futuro.

Tu eternidad.

Un jadeo se quedó atorado en mi garganta, un ruido seco y desesperado, cuando de forma repentina volví a sentir el peso en mí, el adormecimiento de mis piernas y el cosquilleo ansioso en mi pecho.

Algo estaba parado detrás de mí. Al girarme a enfrentarlo, no pude creer lo que veía. Era ella de nuevo.

La tormenta.

La culpa.

La verdadera tortura.

La verdadera tortura es la culpa.

Esa vez, las voces eran diferentes. Era una sola y la conocía muy bien. Me atormentó en nuestra peor noche y me hizo llorar de impotencia por llegar tarde a rescatar a la única persona que había amado tan mal.

La habitación ya no estaba vacía. Tenía grandes ventanales, un candelabro elegante con una esmeralda colgando del techo, una gran cama, una pequeña sala y unas cuantas lámparas que apenas iluminaban su interior.

Cuando mis piernas me traicionaron y me condujeron a la cama, podía sentir cómo el corazón me latía hasta los oídos e invadía mi boca con un sabor metálico. Sudaba frío y las manos me temblaban, inquietas a mis costados, con el aire atrapado en mis pulmones.

"Habitación 109. No tardes" recordé la nota con pavor.

Y yo lo hice.

Yo tardé.

La culpa.

El peso de la verdad.

Porque él es...

Él es... Él es...

Él es tu verdad.

Había dos hombres en la cama, debajo de las sábanas.

Olía a madera, narcóticos y whisky.

A hogar. A fuego.

A cenizas de un hogar en llamas.

Oí el sonido de pieles chocar y un quejido silencioso.

La quemadura de un llanto jamás derramado.

Basta.

No quiero hacerlo.

No quiero levantar la sábana.

No podía controlar mis manos, así que lo hice.

La cama estaba vacía. Sin embargo, hubo algo.

Hubo un joven desesperanzado y roto, decepcionado porque no llegué a tiempo.

Hubo un ladrón que tomó la última pizca de inocencia en su víctima.

Hubo un Dazai llevado al máximo y un García Márquez aprovechándose de él.

Me dejé caer de rodillas al borde del mueble y me llevé la mano a la boca, con los ojos cerrados con fuerza, asqueado y con ganas de vomitar. Quería desmayarme, ceder al pitido en mis oídos y acurrucarme en el piso helado.

Eso hice.

Apoyé la frente en la alfombra afelpada debajo de la cama, sintiendo el frío del suelo colarse a través de ella y encargándose de congelarme el rostro. No quería vivir esa escena de nuevo, revivir esa impotencia y el sentimiento de ahogarme con mis lágrimas.

No podía. No podía. No podía.

—¿Tan frágil es el Prodigio Demonio de la Port Mafia? —Oí a una voz susurrar a lo lejos, a la que yo muy apenas pude negar—. ¿Qué harás cuando tus propios demonios te miren a los ojos?

—Saludarlos, por supuesto —la contestación me hizo abrir los ojos, rápido y con sorpresa—. Son parte de mí, después de todo. Tu amigo me ayudó a construirlos.

Debajo de mí, del cuarto de nuevo vacío en el que me encontraba y de las paredes ondulantes que lo limitaban, percibí siluetas moviéndose al ritmo de un vals que no podía escuchar. A una de ellas la conocía muy bien, la reconocería incluso en medio de la oscuridad de la noche.

Hubo remolinos de viento que pronto se extinguieron, víctimas de la anulación de poderes de mi compañero. Forcejeos que no alcancé a distinguir a la perfección y palabras perdidas entre las ondulaciones y los ecos de mi vacío.

Golpeé la superficie con los puños y ésta muy apenas tembló.

Otra vez estaba ahí y, a la vez, no. Mi cuerpo se sentía ligero y no reaccionaba a mi gravedad, a mi necesidad de atacar lo que fuera en donde estuviera encerrado.

Escuché un golpe lejano, y luego a esa voz orgullosa decir:

—Los perros asustados son los que mejor muerden.

Hubo una interferencia.

Un escalofrío que me invadió cuando volví a girarme hacia atrás y me topé cara a cara con un Dazai de dieciocho años, vestido con una camisa, su corbata favorita y vendas sueltas apenas cubriéndole parte de la cara.

Me veía, atento y sin parpadear, con la misma gema que antes estuvo en el candelabro, ahora incrustada en su pecho. Su abrigo estaba tirado a sus pies y el pánico en su mirada me hizo darme cuenta del recuerdo que ahora se proyectaba.

La tarde en la que Mori lo orilló a quitarse las vendas.

Vi entonces de nuevo esas marcas. Las cicatrices que se volvieron el recordatorio de guerras ganadas y perdidas contra sigo mismo. Las mismas en las que me encargué de dibujar nuevas líneas, libres de dolor y pesar. Las marcas de su pasado, de los temblores y las inundaciones de su templo.

Así que, frente a mí, estaba él, pero no podía ser el verdadero, así como tampoco el terror que me invadió en el escenario anterior.

El plan era La Mentira de las Flores, y constaba en someterme a la habilidad de quien me indicara para atacar desde dentro y acabar con él. Me dijo que fuera contra Octavio Paz y yo le hice prometerme que le dijera sus verdades a los demás, así que debía seguir ahí. En la realidad, en tierra firme.

Cuando lo vi, nada más había cuatro figuras: Carlos, Aura, Pacheco y él. Eso quería decir que mi enemigo estaba ahí, conmigo, encerrado y lejos de los demás.

Eché un rápido vistazo a mi alrededor.

La habitación era igual a la oficina del jefe y la escena era la misma, a excepción de yo no estar parado atrás, presenciando el peor ataque de pánico de Dazai en el que casi cayó desmayado.

Eso y la joya.

No puedes.

No puedes hacerlo.

Las voces volvieron a ser los ecos de antes.

—¿Me estás retando? —Pregunté.

No puedes, Chuuya.

Es tu pasado.

Es tu presente.

Es tu futuro.

Es tu eternidad.

Es tu flama.

No puedes devorarla.

No puedes apagarla.

—No puedes cambiarlo —la voz de este Dazai era mecánica y golpeada, distorsionada entre la suya y la que debía ser de Octavio—. Estos errores son tuyos. Esta culpa y este miedo te pertenecen.

Perderlo.

No quieres.

No quieres perderlo.

—Temes perderme —acertó sin problemas. Hubo sangre derramándose de sus heridas y un cambio en su tono y forma de hablar—. Temes abrir los ojos y descubrir que me marché de nuevo. Que decidí levantar el ancla e irme a navegar para ser comido por un océano desconocido. Que me separé para siempre de ti.

Era cierto.

Me aterraba la idea de no volverlo a ver. Que se haya ido de mi lado porque dejé de ser una razón suficiente para quedarse y buscar su propósito. Que decidiera convertirse en un ave que alza el vuelo y se va lejos de mí, a un mundo al que no pudiera entrar. Que me tuviera que conformar con sentirlo en la calidez del viento y en la nostalgia del halo de luz que rodea a la luna, como alguna vez rodeó su rostro angelical.

Y es que sí. Él era mi todo.

Mi pasado. Mi presente. Mi futuro. Mi eternidad. Mi flama. Mi vida.

A pesar de eso, no me consideraba egoísta. Ya no.

Incluso si eso llegaba a pasar, sabría que fue valiente hasta el último momento, pues correría a surcar las olas de un nuevo mar en compañía de su brújula en su pequeño velero.

No obstante, ese no era el caso. Lo sabía porque lo conocía mejor que a la palma de mi mano. Porque confiaba en su palabra, en su promesa de estar a mi lado y en ese brillo que reflejaba el cambio en su forma de ver la vida.

Porque nos amamos como el océano ama al cielo, y un desconocido no podía venir a hablar por uno de nosotros de esa manera. No sin conocer la historia real detrás, ni ser capaz de comprender ese hilo rojo que nos unió y escribió nuestro destino con tinta dorada.

—Espero que en otra vida puedas comprender el error que cometiste en esta —dije. Porque yo no estaba peleado con los míos. Les temía, los aceptaba y respetaba—. Estoy harto de que hablen por mí.

Así, bajo la sorpresa y miedo de su mirada, por fin fui capaz de ponerme firme, de afrontar la realidad. La gravedad me obedeció cuando estampé el puño contra el suelo del cuarto, de nuevo vacío.

Sus seis caras resonaron, ondulantes y quebradizas, en el instante en que con un rápido movimiento golpeé con fuerza la esmeralda en su pecho y lo extraje con facilidad.

Su copia trastabilló.

En un parpadeo, era Dazai Osamu desangrándose; en otro, Octavio Paz cayendo sin vida del cuarto estrellado.

No dio pelea. No creía que yo fuera a salir de ahí tan pronto.

Me apoyé en los restos del cristal, flotando y con pestañeos pesados, queriendo acostumbrarme a la luz nocturna de nuevo.

—Tardaste más de lo que imaginé —admitió mi Osamu, cerca de mí y con una sonrisa—. ¿O era parte de tu plan para que pensaran que no eres fuerte?

Entorné los ojos y mis pies volvieron a tocar el suelo cuando puso sus manos alrededor de mi cintura, inhabilitando mi poder y trayéndome de vuelta.

—¿Qué hiciste mientras yo hacía todo el trabajo pesado? —Pregunté.

Se encogió de hombros y se hizo a un lado para dejarme ver detrás de él.

José Emilio Pacheco y Carlos Fuentes estaban siendo escoltados por refuerzos de la , esposados y con unos golpes ganados en la batalla.

—Ya sabes, lo de siempre —respondió—. Me enfrenté a unos infelices y los derroté sin despeinarme. Todo un día normal.

Fue imposible no reírme.

—Buen trabajo, Chuuya —felicitó.

No necesité de ningún juego de la gravedad para sentir como si flotara.

Su celular sonó y respondió al segundo timbre.

—¡Atsushi-kun! —Saludó. Di un paso hacia atrás para darle espacio—. ¿Cómo va todo? Nosotros acabamos de...

—¡Dazai-san!

No necesité fijarme mucho en cómo el hombre frente a mí dejaba caer su máscara, crispando la cara ante el llamado desesperado de su subordinado. Me bastó con oír su voz, seguida de ese segundo de silencio del otro lado de la línea, demasiado largo para ser cómodo.

Fue la voz de Akutagawa, lejana y ahogada, la que nos dio la noticia.

—¡No está por ninguna parte!

Neal.

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