Capítulo 11: Familia y Navidad
HUMANIDAD CORROMPIDA
CAPÍTULO 11: FAMILIA Y NAVIDAD
Chuuya Nakahara, 23 años
Noches antes de la primera Navidad sin Betty, fue Elise quien organizó una reunión con los ejecutivos y subordinados de altos rangos. La hizo sin ayuda de su preciado Rintarō, contactándome a través de algún medio y consiguiendo a una persona de confianza que se quedara en mi departamento para cuidar a Neal.
Frente a la fila del personal de la organización, con su vestidito rojo favorito y un lazo nuevo para sus caireles rubios, lucía tan viva como cualquiera que estuviera en la gran sala. Nadie, ni siquiera el presidente de la Agencia Armada de Detectives (la contraparte de nuestro jefe) había tenido el coraje de indagar demasiado en su origen.
No era real. Dazai me lo dijo hacía años, la primera vez que la vi. Sin embargo, para nosotros lo era. Era tan parte de nuestra como nosotros de ella. Éramos sus pilares y representación de confianza y lealtad máxima, y ella era la mente brillante que nos dirigía desde las profundidades de las sombras.
—Son mi familia —dijo, de hecho. Su vocecita hacía eco y paseaba la mirada desde un extremo de la fila hasta el otro—. Y, como familia, pensé que sería buena idea unirnos en honor a los que dieron su vida por la nuestra, o que la perdieron como muestra de simpatía por los ideales de la Port Mafia.
Estuvimos de acuerdo.
No sería la primera vez que haríamos un evento por esas fechas; de hecho, cada año se organizaba una cena especial para Nochebuena y Año Nuevo. Tampoco era la primera vez que perdíamos a gente de nuestro grupo, y la cantidad de pérdidas del presente año no era ni siquiera la mitad de la del pasado.
Y si Neal no era el primer huérfano del equipo, sí se convirtió en el primero en perder a un padre perteneciente a los nuestros. Su existencia lo hacía el único en su clase entre esta familia corrompida por la oscuridad. Reunirnos en su nombre era lo mínimo que podíamos darle.
—Habiendo dado estas indicaciones —la chiquilla juntó sus manos en un aplauso alegre. Para sorpresa de nadie, seguía notándose el brillo serio en su expresión—, me complace avisarles que también planeé un intercambio de regalos. ¡Así que todos deben acercarse a tomar un sobre de la mesa que preparé cerca de la salida! ¡Y nada de explosivos, por favor!
Escuché a unos cuantos reprochar.
Nadie les hizo caso.
Algunos se acercaron a preguntarme qué tipo de regalos podrían ser buena idea para un niño de tres años. Yo bromeé con que, de haber sabido, habría evitado gastar tanto los primeros meses para dejarles opciones convincentes. Cada uno de los curiosos rio, calurosos.
Los días restantes pasaron entre subidas y bajadas, conmigo dejando el celular en lugares altos para que Neal no pudiera alcanzarlo y descubriera las fotografías de sus futuros obsequios... Y con las risas de una apestosa caballa que nunca dejó de burlarse sobre cómo me complicaba la vida.
—Nosotros también haremos una actividad así —me contó una tarde, mientras intentábamos escondernos de un pequeño monstruo "hambriento de cerebros e intestinos"—. Me tocó Atsushi. ¿Puedes creerlo? ¡Y el año pasado fue Kunikida! Tienen tanta suerte de tenerme como Santa secreto.
Las lucecitas navideñas que colgamos en mi habitación, a petición de nuestro persecutor, hacían un halo de luz divertido alrededor de su melena esponjada y despeinada. Así que ahí, mal escondidos detrás de mi escritorio, el brillo a su alrededor me recordó a aquella vez en la que descubrí mis sentimientos por él.
Me parecía chistoso cómo la luz parecía quererlo tanto, como si buscara hacerse camino a él en medio de la oscuridad en donde creció. Perfeccionaba sus facciones, resaltaba su tez bronceada y hacía que ese ángel de la muerte se purificara hasta en los ojos del mismísimo Lucifer.
Sus labios, manchados por el dulce de menta que se robó del comedor, ya se habían hecho camino a los míos a duras penas varias veces, en medio de la posición incómoda en la que nos encontrábamos. Sus largas piernas apenas cabían en el diminuto espacio y mi abrigo sobresalía para hacer obvio nuestro paradero.
Estar de vuelta a su lado lucía tan irreal como esa escena, como el hecho de estar jugando al gato y al ratón con un chiquillo que acabó siendo mi preciado protegido. Y, al mismo tiempo, era como si todo tomara su lugar correcto, al fin.
Las estaciones volvieron. Los capullos florecieron. Las aves volaron. Las voces cantaron. El viento bailó. Las olas chocaron con las rocas. Las estrellas se alinearon. Luego de tantos años, pude llamarlo mío. Él pudo llamarme suyo. Y a esa magia eterna entre ambos pudimos llamarla nuestra.
Cada que mis manos trazaban caminos, ahí estaban las suyas de vuelta, esperando por sujetarlas y entrelazarlas. Venían en compañía de su voz susurrante, sus brazos firmes, ese perfume barato tatuado en mí, su forma de complementarme y esa paz que me compartía en mis mayores tormentos.
Se apoderó de lo que le pertenecía desde hacía mucho.
Me hundió en sus rincones desconocidos.
Me llamaba. Me embriagaba. Me marcaba.
—¿Qué le darás? —Sus dedos jugaban con los míos.
—Un compañero, claro —respondió.
Por su sonrisa, entre orgullosa y traviesa, tuve que rezar por el bienestar de Akutagawa. Era claro que lo usarían en ese regalo y, tomando en cuenta que la tregua en la que Atsushi y él prometieron no matar a nadie durante seis meses terminó hacía muchísimo tiempo, lo único que quedaba era eso. Orar por el bien de ambos y la ciudad.
—El nuevo Doble Negro.
Asintió a mis palabras como le fue posible.
Llevaba más de un año intentando emparejarlos, siendo un intento patético de Cupido en sus tiempos libres. Cada uno de sus planes terminó muy mal por una simple razón: verlos discutir le parecía mucho más divertido que la idea de verlos besarse. Eso me confesó una vez, aunque no dudé en que ese par haya tenido su historia incluso sin su ayuda.
Éramos como ellos, después de todo.
O no.
Ellos eran ellos, y nosotros éramos nosotros.
Dio un suave apretón, como si supiera en lo que pensaba, y sonrió.
Nadie superaría al Doble Negro original, al lazo que el loco destino tejió entre los dos y que nos hizo conocernos en aquel barrio de mala muerte.
...
Durante Nochebuena, todo aquel que no tuvo el placer de haber conocido antes a Neal, cayeron encantados por él. Bromearon acerca de cómo se parecía a Oscar Wilde, un forajido que atormentó hacía años la ciudad y enloqueció a cientos por su belleza. Halagaron sus modales en la mesa y su forma de expresarse con tanta educación, comparándolo incluso con su madre y contándole un par de anécdotas de ella para que supiera cuán reconocida era.
En uno de sus momentos de mayor claridad y antes de ceder a su antojo por el vino que llevé, Kajī se acercó a nuestra mesa con una cajita de regalo. No alcancé a leer la etiqueta que colgaba de él.
—Betty se marchó —dijo, arrodillándose entre las piernas del niño para estar a su altura—. Fue la mujer más inteligente que conocí, portadora de una lindura que iba más allá de lo terrenal. No era necesario que hablara para iluminar un poco la habitación, para hacer que todo fuera más hermoso. Nunca cuestionaba ni aconsejaba, por muy necesario que fuera, y se limitaba a escuchar. Sabía lo que uno quería y se lo daba. La confidente perfecta.
Dejó la caja en la mesa y tomó entre sus manos los hombros escuálidos de su preciado sobrino, como me ayudó a presentarlo frente a los demás.
—Betty se marchó —repitió y sus ojos no fueron los únicos en cristalizarse, en demostrar lo humana que podía ser una bestia de la oscuridad—, pero nos dejó un pedacito de ella para recordarla. Para amarlo como la amamos, para marcarnos como lo hizo ella también. Para que protegiera y esparciera el apellido Stephenson con honor, dignidad y respeto.
La música clásica en el evento arrulló sus palabras, perdiéndose en el abrazo que le dio para que nadie viera al más joven derramar siquiera una lágrima. Para que la enseñanza de su mamá no se viera comprometida y su imagen perfecta y alegre no fuera afectada con lo salado de su llanto.
Aparté la mirada, afectado por un nudo en mi garganta.
Kōyo rodeó mis hombros con uno de sus brazos y me sonrió, suave y silenciosa como nada más ella sabía ser. Apoyé mi cabeza en ella en contra de mi voluntad, moviéndome por el resentimiento y el coraje naciente en mi pecho por culpa de la amargura del recordatorio. El recordatorio de que no hacíamos más que fingir que todo estaba bien, pues tendríamos que enfrentarnos con El Vuelo del Quetzal tarde o temprano.
—Sé que no es mucho —susurró Kajī, entregándole el obsequio. Él no tardó en romper el envoltorio—. Los encontré en su escritorio, cuando recogía nuestro laboratorio. Creo que lo necesitarás más tú que yo, para que te vuelvas el científico que le prometiste. Todo el mundo empieza por algo.
Por simple curiosidad, eché un vistazo.
En la caja, había libros de apuntes, un dibujito de la pequeña familia, un juguete para el estrés y un portarretrato con una foto de la mujer en una cama de hospital con una bolita rosa cubierta de mantas entre sus brazos. La etiqueta de la envoltura decía: "De mamá, para que no dudes que siempre te llevó con ella a todas partes".
Neal le hizo prometer que lo llevaría pronto a su área de trabajo, y yo tuve que dar mi consentimiento apenas su tío intercambió un par de miradas conmigo. Al final de cuentas, fue su primer "papá de mentira".
La fiesta siguió.
Al señor Hirotsu le encantó el reloj de bolsillo y juego de dagas que le regalé en el intercambio. Juró que justo necesitaba uno nuevo. Yo recibí un abrigo de mi marca favorita, cortesía de un apurado Akutagawa que no estuvo más que dos horas porque tenía un compromiso.
—Todos sabemos a qué se refiere. No entiendo por qué le gusta hacerse el misterioso —oí susurrar a su hermana, Gin.
Tachihara se rio con ella. Tenía razón, todos sabíamos menos él.
También decidimos ignorar al jefe celoso. Descubrió que su preciada Elise estuvo deambulando "más de lo necesario" cerca de nuestra mesa, acercándose a preguntar si podíamos salir a bailar con ella, si queríamos un postre de la barra o si la dejábamos comer con nosotros.
—No soy lo que parezco —escuché su plática con Neal.
—Yo veo a una niña bonita y amable.
Fue la única manera en la que Mori dejó de rabiar. Un halago a su preciada habilidad era un halago indirecto hacia su persona... O eso es lo que pensé que me diría Dazai, si hubiera estado presente y no en la reunión de la agencia.
Lo vimos hasta que llegamos a casa, cuando lo terminé de ayudar a alistarse para dormir con su pijama nueva de duendecillo recién lavada y me asegurara de verlo tomarse sus vitaminas.
—¡Pensé que no llegarías! —Le reprochó Neal desde la cama—. Tenemos que dormirnos lo más temprano posible para que amanezca pronto. Santa Claus no debe tardar en venir y no me dejará nada si me ve despierto, ¡y no podría explicarle que sigo despierto por tu culpa!
Porque, desde que lo conoció y descubrió nuestras manos entrelazadas debajo de la mesa, no podía dormirse hasta que él llegara y también le deseara buenas noches. Era el precio por salir conmigo, según sus palabras. Para saber que no se iría.
Pensé que era más inteligente que yo, y más diablillo de lo que pude haber sido a esa edad. Sin duda, Betty hizo de las suyas para tener a un hijo tan vivaz y observador.
—Habría llegado más temprano, de no ser porque Atsushi no dejó de discutirme por su regalo —explicó, acercándose a despeinar su cabello—. No le gustó la cita navideña que le preparé. ¿Tú crees? ¡Hasta puse un muérdago y velitas! El romance está muerto, Copito.
Dazai se acostó a su lado, con cuidado de no apachurrar ninguno de los peluches de su colección y con los que dormía, mientras yo me encargaba de recoger la ropa sucia y los conjuntos por los que no nos decidimos antes de salir.
—No le metas ideas erróneas a la cabeza —amenacé, señalándolo con uno de los zapatitos que recogí—. Interponerte de esa manera no es nada romántico, ¡y menos llevando a la gente con mentiras!
Se encogió de hombros y le preguntó al niño qué libro quería que le leyera esa noche, pues era su turno, como todos los martes. Nos había hecho un calendario para saber cuándo nos tocaba a cada uno.
El elegido fue uno de los diarios de investigación que le regaló Kajī esa noche. Hablaba de los astros y tenía dibujos y recortes hechos por su madre para ilustrar cada fenómeno descrito en él.
—No olvides dejar tu cartita también —le recordó, pocos minutos antes de caer dormido—. Santa debe saber que has estado durmiendo aquí los últimos días. Todo lo apunta, todo lo ve. Y sigue los pasos estés donde estés.
—¿Y te observa cuando duermes, te mira al despertar? —Pregunté con una risita, desde el baúl que estaba al pie de su cama.
Asintió, adormecido y a medio bostezar.
Sus ojos seguían hinchados por su llanto a medio evento.
—No intentes ocultarte de él, pues siempre te verá —agregó.
Dazai cerró el libro en seco, con un golpecito dramático y una expresión patética de espanto que ya le había visto más de una vez, tras tantos años de conocernos.
—¡No puede ser! —Exclamó. Un grito bajito y chistoso—. Chu-Chu, ¡me ve cuando me ducho o voy al baño! Es un acosador.
Neal soltó una risita cansada que pronto se extinguió, cayendo dormido y sin ver cómo yo le daba un almohadazo al hombre junto a él por haberme llamado con ese apodo.
—Eres un payaso —dije, apenas salimos.
—¿Es una queja?
—Es una afirmación.
Ambos sonreímos.
La sala parecía el taller de los señores Claus y sus duendes. Por un lado, estaban los regalos que recibió "Copito" por parte de la Port Mafia, ropa y libros recreativos; por otro, los que la Agencia de Detectives mandó y que no alcanzó a abrir, juguetes y material para manualidades. Y el pino en el centro de todo, con los nuestros en la base, cerca del trenecito que lo rodeaba.
Nos alejamos de la puerta de su habitación.
—¿Qué le pidió al panzón?
La pregunta me hizo entornar los ojos, en busca de contener mi risa por el "poco" resentimiento que un hombre adulto le tenía al pobre Santa. Era fingido, por supuesto. Fue él mismo quien le contó la historia de un señor misterioso que viajaban por todo el mundo, repartiendo regalos y felicidad a cada familia.
—Un cuaderno y kit de anotaciones —respondí. Fui el encargado de hacer los dibujos de la carta, hacía unas cuantas noches—. Ahora le interesan los insectos por culpa de la caricatura que vio hace unos días. No me sorprendería que sea el tema de su primera investigación.
Serví dos copas del mejor vino de mi colección, a tientas con la poca luz del árbol y el resto de las decoraciones. Habíamos decidido ignorar el cansancio esa noche. Hacía mucho no pasábamos esas fechas juntos, después de todo.
Dazai llevaba una de mis bufandas favoritas, la agarró con el pretexto de necesitar algo que lo hiciera ver feo para que los demás no se enamoraran de él. Yo tenía una de sus antiguas corbatas que dejó olvidada en una de sus visitas, antes de distanciarnos, porque "lo que se queda en mi casa es mío".
—Eso explica tanto —había respondido.
Tardé en darme cuenta del doble sentido en sus palabras. De su forma tan natural y sinvergüenza en admitir que era mío, que me pertenecía tanto como presumía que yo lo hacía a él.
Tal vez por eso olvidé que le iba a preguntar la razón de por qué mi clóset comenzó a tener algunas de sus prendas, llenándose poco a poco de las cosas que fue llevando cada noche a lo largo del último mes. Iba a ser un chiste, una actuación de supuesta molestia e incredulidad, así que dejé que se quemara y extinguiera en el humo de intenciones muertas.
Si decidía mudarse, conocía mi respuesta.
En la montaña rusa de nuestra vida, no me molestaba ir deprisa.
Sus brazos rodeando mi cintura me sacaron de mis pensamientos, llevándome frente al enorme ventanal que daba a los tejados del resto de edificios. Nuestras copas chocaron, haciendo un tenue canturreo que se extinguió tan pronto recostó su cabeza sobre la mía.
—¿Por qué no dejas de pensar en mí?
Su descaro me hizo sonrojar.
Había dejado su carta entre las otras dos.
—¿Qué pediste? —Pregunté entonces.
—Un perro —entorné los ojos como respuesta. Le robé una carcajada—. No hay nada más que quiera. Tenerte de vuelta en mi vida es suficiente. ¡Creí que era obvio, con el regalo que dejé con tu nombre esta mañana!
No mentí cuando confesé que no lo vi. Estuve muy ocupado envolviendo el regalo del señor Hirotsu, buscando una cajita para el suyo, terminando de coser el tercer regalo de Neal y consiguiendo los vinos que prometí para el evento.
—¡Tanto que me esforcé...!
—Eres un dramático.
El contenido de nuestras copas estaba a punto de terminarse cuando lo hice inclinarse lo suficiente para besar la punta de su nariz.
No necesité decir que mi carta no decía nada especial tampoco, no cuando nuestro hilo se acortó a lo que teníamos ahora. A ese hogar que volvía ser nuestro. Su sonrisa atontada me hizo saber que estaba al tanto, de los latidos que le pertenecían desde hacía años y de mi voz que nunca se cansaría de llamar su nombre.
Sus dedos helados me dieron un escalofrío cuando se aventuraron a recorrer la piel debajo de mi camisa. Cada que hacía eso, que dibujaba y desdibujaba caminos en mí para transformar nuestro rojo y azul en morado, conseguía tenerme comiendo de su mano. Que las olas de mi océano se deshicieran contra sus rocas.
El reflejo del estallido de los fuegos artificiales a la medianoche iluminó su rostro con colores. Sus ojos brillaron como estrellas, como faros que me invitaban a llegar hasta él y buscar calor en su interior.
Tiró con suavidad de mi corbata, con el segundo fuego artificial pintándolo de nuestros colores. Quería que esa oscuridad en su mirada me tragara hasta sus profundidades, que supiera la trapa letal que esos ópalos podían volverse para un alma como la mía.
—Será mejor que vuelvas a usar tus corbatas bolo —susurró. El aroma a cerezas negras y moras del vino quedó impregnado ahí, en el momento y la sombra de sus caricias—. No me haré responsable de lo que puede pasar, si te veo así de nuevo.
Quería que las palabras se quedaran ahí, que su toque ardiera y dejara huella en mi piel. Que esa burbuja que nos rodeaba nos asfixiara en su perfume y mis deseos, que me diera una razón válida para la debilidad de mis piernas y la manera en la que mis brazos se aferraron a él.
—Todo perro necesita una correa —bromeé a duras penas, dando un suave golpecito a su mentón.
Fue su sonrisa la que se quedó tatuada en mi mente, tan jovial como la que el Dazai de hacía unos años le regalaba a su Chuuya y le hacía preguntarse cómo una persona podía volverse un misterio andante.
Me deseó feliz navidad a medio beso, con sus manos deshaciéndose de los estorbos luego de haber visto el contenido de la caja con su nombre. Un llavero con tres pequeñas piedras: un ópalo, una cianita y una aguamarina; su velero, ancla y brújula.
"Te doy las llaves de algo más que un departamento", decía la carta en ella.
Un corazón.
Una familia.
Un hogar.
Yo le deseé feliz navidad con el jadeo que se robó cuando recorrió el rastro de pecas en mí, cuando se encargó de contar cada una con sus besos tras haberme mostrado su regalo. Una cadena con rubíes y lapislázuli para mi sombrero a juego con una suya para su abrigo.
"Quizá somos dos eslabones destinados a estar juntos", decía la dedicatoria.
El extremo contrario del lazo.
El destino del otro.
...
Temprano durante el veinticinco, Dazai se vistió inspirado en Santa Claus para ir a despertar a Neal y que pudiera abrir sus regalos.
Verlo con un duendecillo a medio despertar entre sus brazos me robó una risita, enternecido y con ganas de tomar una fotografía para burlarme de eso en algún futuro.
—Si Santa es del Polo Norte —dijo el niño, después de abrir el obsequio que el hombre de rojo dejó para él en la madrugada—, ¿por qué las etiquetas dicen que son de China?
—Es un cerdo capitalista —la respuesta rápida de Dazai ni siquiera me dio oportunidad de entrar en pánico. Yo qué iba a saber que los chiquillos se fijaban en cosas como esas—. Así son todos, Copito. Somos tantos en el mundo que, de seguro, no alcanza a terminar los pedidos a tiempo.
Dejé que él se hiciera cargo del desayuno esa mañana, con la esperanza de no tener la cocina llena de humo, y me quedé a solas con Neal. Lo escuché decir lo agradecido que estaba por el avión a escala y el rompecabezas de insectos que le dimos. Por yo haber cumplido mi promesa de darle exacto lo que pidió.
—No me dijiste el tercero —le recordé.
—¡Lo sé! —Respondió, sentado en el piso. Intentaba abrir por su cuenta la caja de las piezas—. No vi nada más que me interesara. Puedes darme uno extra en mi cumpleaños, ¿no?
Negué.
Usé mi poder para atraer a mí la caja faltante, oculta en alguna parte de mi habitación para evitar que se dañara o fuera descubierta por ese travieso.
—Es por parte de alguien muy especial y mía —expliqué, cuando lo vi tan sorprendido por recibir algo nuevo—. Espero que te guste. Es la primera vez que hago algo así.
Se trataba de un peluche nuevo para su colección, con la diferencia de este ser hecho por mí mismo. Era un conejo con ojos de botón, formado con uno de los suéteres que pertenecieron a Betty. Fue idea de Dazai para que, a palabras suyas, me aceptara en su espacio poco a poco y me viera comprometido con lo sentimental, no solamente con lo material.
Él lo sostuvo con cuidado, como si temiera dañarlo, al reconocer el origen del estampado y el aroma olvidado entre sus pliegues. No parecieron importarle las costuras imperfectas que delataban mi falta de experiencia, y se permitió perderse unos segundos entre los hilos, en cada botón.
—Es un niño inteligente y alegre. ¡Debes venir a verlo pronto! Su risita es como el reflejo del sol en los copos de nieve, ¡tan radiante y cantarina! Neal es mi mayor creación y orgullo, Kajī.
No se dio cuenta de cuándo me hinqué frente a él, demasiado sumergido en el audio que se reproducía cada que presionaba una de sus patitas. Repitió varias veces la acción, como si necesitara que el eco de su madre llenara cada rincón del silencio a nuestro alrededor.
Me quedé ahí, de rodillas frente a él, observando cómo la emoción luchaba por no abrirse paso en su rostro. En cómo sus ojos no tardaron en cristalizarse, perdido en el tiempo y el sonido de esa voz que traía consigo nostalgia y un dolor bueno cargado de consuelo y amor.
Me recordé que era un niño, al final de cuentas.
Un niño valiente que supo que no tenía que pedir disculpas por llorar, porque el hombre frente a él no esperaba nada más que una invitación para formar parte de su mundo.
—Sé que esto es difícil —dije en un susurro perdido—. Sé que estoy lejos de ser lo que quisieras, pero quería que supieras que siempre habrá un lugar para ti en mis brazos, esperando a que estés listo. No se trata de ser perfectos, Neal. Se trata de estar.
La voz de Betty nos acompañó en medio de nuestro primer abrazo.
Yo le di la razón porque nunca debía de darle la contraria a una madre, menos cuando tenía razón al decir que la risa de su hijo era como el reflejo del sol en los copos de nieve.
Lo confirmé cuando el pecho me dolió con su llanto y tuve que decirme que sería egoísta si deseaba escuchar esa risita, en vez de eso, de dejarlo sanar. Así que lo dejé llorar porque, después de todo, yo también lo hice un poco.
Para marcar la unión de nuestras vidas.
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