Capítulo 1: Cuando Chuuya lo supo
HUMANIDAD CORROMPIDA
CAPÍTULO 1: CUANDO CHUUYA LO SUPO
Chuuya Nakahara, 15 años
Para aquel entonces, no habían pasado más que unos meses desde que comencé a trabajar para la mafia. En el ahora, no creo recordar algo con tanta claridad como lo hago con esto.
Todavía no me acostumbraba a esa nueva vida. Pasé de vivir en Suribachi, entre personas que se establecieron ilegalmente luego de la "inexplicable" explosión tras la posguerra, a un cuarto bien equipado y posicionado cerca del hogar de mi mentora, Kōyo Ozaki.
La traición de las Ovejas y mi repentina unión a la organización a la que le temían tantos me dejó desprotegido, desamparado. Después de todo, no es fácil digerir que quienes considerabas tu familia te traicionaron, mucho menos cuando no tienes muchas oportunidades de estar a solas entre tantos pendientes.
Mi rutina era simple, tanto que a veces la echo de menos. Despertarme, desayunar y prepararme por la mañana; asistir a las mentorías de Kōyo, cumplir con algunas misiones y buscar un lugar relajado donde almorzar durante la tarde; revisar y organizar papeleo, ir al entrenamiento y regresar a casa para descansar en la noche. Todo con intervalos (demasiado largos para mi gusto) en donde me encontraba cara a cara con Él.
Osamu Dazai, la razón detrás de mi reclutamiento y el peor grano en el culo.
Dudo mucho que en verdad adorara pasar tiempo a mi lado, a menos que su forma de hacer amigos fuese molestando y haciendo bromas con respecto a su apariencia. Pero siempre estaba ahí. En el pasillo afuera de mi hogar para acompañarme a las instalaciones, durante la comida, desorganizándome mis papeles y quedándose hasta la cena en mi pequeño comedor.
Supongo que por eso nunca lo corrí, o por lo menos no tuve intenciones verdaderas de hacerlo. Temía estar solo y pensar en lo que en realidad significaba para mí ese nuevo inicio, sentir el peso genuino de haber sido hecho a un lado y perder a gente importante, y el pavor de ver la historia repetirse en el futuro.
—Quizá te cueste ver bondad y buenas intenciones en ellos —dijo Kōyo en una de nuestras sesiones. Yo le di la razón, pues dudaba que siquiera las tuvieran—. Tal vez no te equivoques y el jefe nos ve como simples piezas de ajedrez —tomábamos el té en el balcón de su despacho y el viento estaba frío—. Sin embargo, en un tablero, todas las piezas son importantes para ganar una partida. Y él aprecia, a su manera, a cada uno de los suyos.
» De pieza a pieza, te digo que, si no confías en ellos, me halagaría que lo hicieras conmigo.
Suspiré. El sabor nasal de mi bebida aún me picaba y humedecía mis ojos.
Más que mi maestra, corrí con la suerte de hallar una figura de consuelo en ella, a una hermana. A través de sus palabras, sin ser cursis o empalagosas, encontré lo que necesitaba oír.
—O en tu compañero —agregó y sorbió un poco del contenido de su taza. Las mangas de su kimono casi cubrían por completo sus manos—. Él te metió en esto, al final de cuentas.
Era más fácil decirlo que hacerlo.
Si él intentaba ganarse mi confianza, siendo sinceros, no sé cómo esperaba lograrlo. Si lo hacía, era para algo meramente laboral. Dudaba mucho que nuestros ideales congeniaran de verdad, si una de las primeras cosas que hizo al conocernos fue nombrarme su perro.
Es debido a esto que no creo recordar algo con tanta claridad como lo hago con esto. De cómo recuerdo el momento exacto en el que descubrí un ritmo irregular en las palpitaciones en mi corazón, o de cuándo me reí por primera vez con él.
Era martes y, por muy estúpido que sonara, mi misión era llevar al temido Osamu Dazai al dentista por órdenes del mismísimo jefe.
—Es ahora o nunca —dijo Ōgai Mori, intentando ponerle un nuevo moño a Elise esa tarde. La niña no dejaba de quejarse cada que le jalaba uno de sus rizos rubios—. Luego será demasiado grande para usarlos.
—¿Y sus dientes no se alinearán si no es ahora...? —No comprendía su urgencia por ponerle frenillos.
—¡Será un adulto pronto y se volverá vergonzoso! —Reprochó. Y confirmé que, en algunas ocasiones, parecía un chiflado que jugaba con muñecas en vez de ajedrez.
Me encargué de ser yo quien le puso el moño a la chiquilla, todavía sin comprender del todo la habilidad del hombre frente a mí. Decidí mantenerme al margen en ese aspecto y a tratarla como a uno más.
—Tienes que hacerlo ahora, Chuuya-kun —insistió entonces, luego de ver a Elise mostrarle la lengua en señal de irritación—. O serás tú quien cargue con un señor con aparatos dentales como compañero en el futuro.
No lo vi como una tragedia seria, en especial porque no consideraba que fuese un caso tan problemático como lo hacía ver. Dazai podía ser el muchacho más insoportable que hubiese conocido y, aun así, yo jamás mentiría diciendo que tenía una sonrisa fea.
—Como ex doctor, me considero lo suficiente inteligente para reconocer cuándo alguien no está mordiendo bien —fue lo último que necesité oír para cumplir con el trabajo. Prefería irme antes de recibir una cátedra de sus buenos tiempos ejerciendo como médico.
Para casi el atardecer, me encontraba esperando en la salita de la clínica dental que me apuntó el jefe en un papel. Al parecer, el viejo Hirotsu ya lo había acompañado una vez en el pasado, cuando le informaron de su necesidad de usar frenillos. No salió tan bien, tomando en cuenta lo inquieto que era su joven compañero. Era peor que un vagabundo.
El sol había desaparecido detrás de los edificios y se despedía con sus últimos rayos cuando oí que abrieron la puerta del consultorio.
Eché un vistazo por encima de la revista de chismes que leía, agradecido de por fin irnos, luego de quién sabe cuánto tiempo sentado en el sofá más duro en el que me hubiera sentado antes. Dazai estaba de pie en el marco, con los brazos cruzados, y el dentista hablaba con la recepcionista.
Cuando me acerqué, parecía estar jugando con su boca.
—¿Cómo te fue? —Pregunté a la par que pasé la tarjeta que nos dieron para la ocasión. Era de regalo para evitar rastreos y tenía la tonta descripción de "¡Felicidades!" en el reverso, escrito con una crayola—. Pensé que me haría uno mismo con el sofá. ¿Sabes cuánto tiempo te tardaste?
Si bien no me gustaba como tal interactuar con él, prefería inclinarme yo mismo por el camino de la paz antes de que abriera su gran boca y discutiéramos. A veces, era agotador pelear todo el día; otras, divertido.
Agendé una cita para el siguiente mes y, tras unas cuantas firmas, volví a hablar:
—¿Te quitaron la lengua, o por qué no hablas? —Insistí, sorprendido de no recibir una respuesta al instante. Me giré a verlo, apoyándome en la mesa alta de la recepción, mientras la señorita registraba los últimos datos de la visita—. Tampoco me quejo, claro está...
Frunció su ceño y entreabrió los labios, dispuesto a contestar, hasta que el dentista puso una mano sobre mi hombro. Cerró la boca y yo me paré derecho, antes de girarme a verlo.
Escuché algo parecido a una risita cuando mi espalda chocó con el pecho de Dazai, al tener la necesidad de dar un paso de reversa para permitirme ver al hombre a la cara. Le di un codazo y la risa se volvió bufido.
—Disculpe...
—Chuuya Nakahara —me presenté, extendiendo mi mano.
—Nakahara-san —repitió, aceptando mi saludo. Era extranjero, alto y robusto, con algunas arrugas y marcas por la edad en el rostro—. Soy el encargado de Dazai-san, Honoré de Balzac. Como dentista de cabecera de Mori, me tomé la libertad de escribir algunas indicaciones para que el proceso sea más ameno.
Me tendió un par de hojas. En ellas, aparecían los pasos para asegurar un lavado correcto de dientes durante el uso de frenillos, algunas recomendaciones y una larga lista de alimentos que debía consumir con menos frecuencia si no quería tener algún problema con sus frenos.
—¿Y por qué no habla? —Lo señalé. Sentía su respiración chocando con mi hombro, también leyendo todo lo que tendría que hacer. Casi sentí su aura de desaliento rozar mi nuca.
—Debe estar adolorido —respondió, dejando pasar al siguiente paciente con una sonrisa—. Se sentirá así los primeros días. Después de todo, se le está ajustando la mordida.
Poco sabíamos de la tortura que sería para todos tener que soportar sus quejas después de cada cita, por casi tres días, todos los meses.
—Para alguien que intenta seguido alguna forma de acabar con su vida, esto no debe ser nada —minimicé cuando se fue el dentista y tomé mi sombrero. Él entornó los ojos—. Ve el lado positivo, vas a escuchar mi melodiosa voz más seguido.
—Entiendo. Vas a torturarme.
Escucharlo me hizo repetir su gesto y entorné los ojos, abriendo la puerta para ambos. Teníamos hambre y le prometí invitarlo a cenar si no hacía un escándalo en el consultorio, como Hirotsu me platicó que hizo antes.
Por supuesto, ni con todo el dolor del mundo se callaría por mucho rato.
—Vas a atarme a una silla y me harás oírte por horas y horas, hasta que me sangren los oídos —siguió dramatizando, con su mejor tono de mártir y haciendo ademanes con sus brazos—. Te aprovecharás de mi pobre y desamparada alma, ahora que mi cuerpo no puede defenderse como antes —me giró y sostuvo por los hombros, en medio de su escena frente a los transeúntes—. Lo harás, ¿no es así?
—¿Por qué? —Pregunté, dispuesto a seguirle su tonto juego—. ¿Quieres que yo acabe con tu vida? —Las vendas en sus brazos, más flojas de lo común, rozaba mis mejillas y me hacían cosquillas. Olía a narcóticos y a un perfume amaderado que siempre describiré como barato, incluso si no lo es.
Hizo una mueca y me empujó con suavidad, pasando por un lado mío para encabezar la marcha hacia el restaurante que acordamos antes.
—Jamás te daría el lujo de ser ese alguien tan especial —comentó, ahora asqueado y sacudiendo su mano en símbolo de desaprobación—. No te tomes tan en serio mis bromas.
Solté un gruñido y, por supuesto, pateé su espalda.
¿Quién lo entendía? Que si lo ignoraba, que si no le seguía sus chistes, que si me tomaba en serio todo...
Era detestable.
—¡Ojalá tu sentido común fuese tan fuerte como tus golpes...!
Ignoré cómo se sobaba la espalda el resto del camino.
El sol se había ocultado por completo y, justo al llegar a la terraza del local, estábamos contemplando la famosa hora azul mientras esperábamos a que nos atendieran.
El lugar era agradable; había pasado por una reciente remodelación. La mesa tenía una pequeña velita y servilletas de tela con las iniciales del negocio. No solíamos comer en los restaurantes, éramos más de pedir para llevar.
No hablamos mucho después de eso. Sabía que me acompañaría de regreso a casa, insistiría con dejarlo usar mi baño y dormitaría un rato en mi sofá antes de irse con la promesa de vernos por la mañana.
Ya había llegado a preguntarme si tenía casa, o si en serio era un vagabundo.
Luego de que el mesero anotara nuestras órdenes y se retirara con la promesa de no tardar, intenté hacer plática sobre si pidió algo suave para que no estuviera sufriendo por no poder comer su pedido. No obstante, las intenciones no fueron más que eso, intenciones, cuando alcé la vista de nueva cuenta del menú de postres.
Dazai parecía estar encerrado en sus pensamientos, con la expresión seria y de pocos amigos que solía hacer en los momentos más tensos, esos en los que reconsideraba todas las posibilidades habidas y por haber. La luna menguante hacía un halo de luz chistoso alrededor de su melena esponjada y tenía oculta la boca en la palma de su mano, apoyado a sus anchas en su lugar.
Si no fuera porque estaba segurísimo de no tener una misión real esa noche, me habría puesto en alerta en ese preciso instante. Supuse que debía estar pensando en sus labores pendientes, al perdernos la mitad de nuestro día en el consultorio, pero empezaba a impacientarme.
No sabía si era la costumbre de tener que saltar a la acción cada que él me lo señalara, la inquietud de considerar haber leído mal las indicaciones del jefe Mori y que en realidad tuviéramos algo más que hacer, o si era porque resultaba ser la primera vez en que estábamos callados sentados frente al otro en un ambiente fuera de lo habitual.
Me sentía observado, incluso si sus ojos parecían perdidos en cualquier otro punto que no fuese de verdad yo. Tal vez fue la ansiedad y la sensación de estar acorralado, o nada más no hallé la fuerza para poderme expresar con palabras.
Y me sentí patético, por primera vez en todos esos meses.
Me enderecé en mi asiento, paseando la mirada por todo lo demás que no fueran aquellos ojos. No me gustaba sentirme examinado, incluso si no era el caso, y los latidos erráticos de mi corazón me lo alertaban.
Y es que no había nada irregular en él en ese momento. Dazai seguía siendo el mismo desparpajo de vendas y chico de perfume barato, sin hacer nada más cotidiano que estar encerrado en su propio mundo, sentado como el típico sin modales que era.
Sin embargo, había algo ahí. En la luz que iluminaba su piel bronceada, en su cabello castaño y revuelto, en sus ojos oscuros perdidos, en el ambiente similar a una cita y el fresco viento, en lo cotidiano que picoteó mi pecho y revoloteó en la profundidad de mis entrañas.
Fue entonces que la ansiedad se volvió pánico, una picazón que se instaló en mi nuca y se escurrió hasta lo más oscuro de mi mente, cuando una frase brotó desde dentro.
La belleza de la noche hace brillar a Osamu Dazai.
Mis vellos de erizaron con la simple idea y, sin darme cuenta, hice un movimiento brusco hacia atrás. Gracias a mi pequeño escándalo, él volvió en sí y, parpadeando con la pesadez de costumbre, noté cómo se fijó en mí.
—¿Un insecto? —Preguntó.
—Sí —mentí. Era más fácil seguirle el juego que admitir la terrible revelación que tuve hacía un segundo.
—No te preocupes. No se atacan entre los suyos —respondió con todo el afán de molestar y, algo en mi interior sabía, de romper esa burbuja en la que me ahogué.
Lo pateé por debajo de la mesa.
—¡Esto es una relación abusiva, Chuuya! No puedo permitir que...
Volvió a hablar y a hablar hasta por los codos, trayendo una paz inexplicable a mi repentina bruma.
En lo que me sujetaba el pecho, tratando de regular mis latidos y no perderme en el hilo de su palabrerío, llegó el mesero.
No podía creer que ahora, cuando por primera vez en meses sabía que estaría en silencio algunas veces junto al escandaloso de mi compañero, esto decidiera colarse hasta en mis huesos. Más bien, no podía ser posible que considerara atractivo a la caballa humana cuando estuviera callada.
—Estaba pensando...
—Felicidades —corté. Mi filete se veía más apetitoso que la crema de zanahoria y pan que pidió.
Alcé la mirada apenas unos segundos solo para contemplar su cara seria, esta vez con una molestia falsa por ser interrumpido y por el patético chiste que claramente me robé de él.
—Estaba pensando —repitió. Si bien sabía que diría un disparate, lo oí de la manera más atenta posible—. Ahora que no podré comer como de costumbre, como mi perro...
—No soy tu perro de verdad —señalé con obviedad.
—Como mi perro —volvió a continuar. Suspiré, dirigiéndome otro pedazo de carne a la boca—, deberías hacer todo lo que te pido. ¿Has pensado en lo frágil que estaré por no alimentarme bien?
—¿Hay alguna diferencia a cuando no tenías frenillos?
—¡Basta! —Pensé en que, en vez de ser parte de la mafia, debería ser un actor de teatro—. Tu indiferencia me está matando.
—Entonces no te morirías de hambre —pude dejarlo ahí, hasta que recordé nuestra plática anterior—. ¿Lo ves? Yo seré el ser misericordioso que acabe con tu vida.
Hubo un silencio de nuevo, aunque esta vez sabía la razón, e intercambiamos miradas en medio de uno de mis bocados.
Dazai tenía migas de pan alrededor de la boca cuando estalló a carcajadas, riéndose tan ruidoso como de costumbre e invitándome pronto a hacerlo con él, sin importar que el resto de los clientes vieran a dos adolescentes teniendo la conversación más estúpida y sin sentido a su parecer.
Él siguió riendo más de lo que imaginé, con caladas urgentes de aire y quejas de cuánto necesitaba respirar o se moriría ahí.
—Por mí, ¿viste? —Decía yo y él volvía a carcajear.
Fue ahí, cuando el pánico que me invadió antes cubrió el frío de mis nervios por la calidez de algo nuevo, que un manto inexplicable me sofocó y hundió en la llamarada de ese nuevo sentir. Fue abrasador y acerté al imaginar que se quedaría grabado para siempre en mis recuerdos, algo embriagador y arrullador.
Dazai reía de mis chistes y el halo de luz centellaba con más intensidad y belleza a su alrededor. No era el joven Prodigio Demonio al que todos empezaban a temer en la Port Mafia; sino, un jovencillo más de mi edad, perdido en su ataque de risa, con sus chistosos frenillos que le hacían quejarse del dolor y un brillo opaco en su rostro.
En ese instante perdido en la noche y su fresco viento, en sus ojos de ópalo y en la nube de su cabello, en lo cotidiano y nuevo que parecía al mismo tiempo ese momento, la picazón volvió y un nuevo pensamiento acabó colándose en mí.
Osamu Dazai.
No era más que el nombre del joven que se deshacía en risas frente a mí. Y estaba bien.
Estaba bien porque podía aceptar eso, su escándalo y su silencio, por mucho que en mi cabeza me repitiera incontables veces "maldita sea".
...
Lo que realmente quería pedirme era que le hiciera cremas y sopas durante los primeros días, a sabiendas de cómo nadie quería que estallaran las instalaciones o sus alrededores si él intentaba cocinar.
Fue en una de mis búsquedas en donde intentaba hallarlo, entre tantos pasillos y oficinas, para darle su crema de champiñones recién calentada en el microondas de Kōyo, cuando lo encontré apoyado en el balcón del despacho de uno de los agentes de inteligencia de la mafia junto a un tercero.
Ango Sakaguchi y Sakunosuke Oda.
La puerta estaba entreabierta cuando entré en silencio a dejarle su comida. No dudo que alguno haya sentido mi presencia; aun así, ninguno se giró hacia mi dirección y siguieron enfrascados en su plática amena.
Me gustaba verlo así, con ellos y de lejos, relajado y sin estar a la defensiva como la mayoría de las veces estaba conmigo. Parecía todo un hombre y, al mismo tiempo, un niño. Todo menos el adolescente atrapado en el mundo corrompido en el que nos hallábamos.
Siempre era igual.
Dazai admirando a Oda con una sonrisa silenciosa, Oda perdido en los ojos detrás de los lentes de doctor de Ango y él queriendo ver hacia cualquier otro lugar para no sentirse avergonzado.
Y yo, mirando a Dazai.
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